En el Circus, los primeros retazos de noticias de los avances de Jerry llegaron a primera hora de la mañana, cuando había una mortal quietud, y pusieron el fin de semana patas arriba, en consecuencia. Sabiendo lo que podía llegar, Guillam se había acostado a las diez y había dormitado irregularmente entre espasmos de angustia por Jerry y visiones francamente lujuriosas de Molly Meakin con y sin su pudoroso traje de baño. Jerry debía presentarse a Frost justo después de las cuatro, hora de Londres, y a las tres y media Guillam traqueteaba con su viejo Porsche por las neblinosas calles camino de Cambridge Circus. Igual podría ser el amanecer que el oscurecer. Llegó a la sala de juegos, donde encontró a Connie terminando el crucigrama de The Times y al doctor di Salis leyendo las meditaciones de Thomas Traheme, tirándose de la oreja y moviendo los pies, todo al mismo tiempo, como un hombre orquesta. Inquieto como siempre, Fawn revoloteaba entre ellos, sacudiendo el polvo y limpiando, como un jefe de camareros impaciente por la próxima sesión. De vez en cuando, se chupaba los dientes y soltaba un sonoro suspiro de frustración apenas controlada. En la habitación, un palio de humo de tabaco como una nube cubría toda la estancia, impregnada del habitual hedor a té rancio del samovar. La puerta de Smiley estaba cerrada y Guillam no vio motivo alguno para molestarle. Abrió un ejemplar de Country Life. Es como esperar al dentista, pensó, y se sentó, mirando abstraído fotos de mansiones hasta que Connie dejó suavemente el crucigrama, se incorporó y dijo «escucha». Luego oyó un rápido gruñido del teléfono verde de los primos antes de que Smiley lo descolgara. A través de la entrada abierta de su propia habitación, Guillam miró la hilera de cajas electrónicas. En una, una luz verde de aviso permanecía iluminada mientras durase la conversación. Luego, en la sala de juegos sonó el pax (pax era, en jerga, teléfono interno) y esta vez Guillam lo cogió antes que Fawn.
—Ha entrado en el banco —anunció Smiley crípticamente por el pax.
Guillam transmitió el mensaje a los reunidos.
—Ha entrado en el banco —dijo, pero era como hablar con los muertos. Nadie mostró el menor indicio de haberle oído.
A las cinco, Jerry había salido del banco. Considerando nervioso las opciones, Guillam se sentía físicamente enfermo. El acoso era un juego peligroso y Guillam lo odiaba, como casi todos los profesionales, aunque no por razones de escrúpulos; primero estaba la presa, o peor, los ángeles de seguridad locales. Segundo, el acoso mismo, y no todos reaccionaban de una forma lógica ante el chantaje. Uno encontraba héroes, mentirosos, vírgenes histéricas que echaban la cabeza hacia atrás y soltaban por la boca sapos y culebras, aun cuando les gustase el asunto. Pero el verdadero peligro venía ahora, una vez terminada la operación, cuando Jerry diera la espalda a la bomba de humo y echara a correr. ¿Qué haría Frost? ¿Llamaría a la policía? ¿A su madre? ¿A su jefe? ¿A su mujer? «Querida, te lo confesaré todo, sálvame e iniciaremos una nueva vida». Guillam ni siquiera desechaba la espectral posibilidad de que Frost pudiera ir directamente a su cliente: «Caballero, he venido a confesarme de una grave violación del secreto bancario».
En el rancio sobrecogimiento de primera hora de la mañana, Guillam se estremeció y centró resueltamente su pensamiento en Molly.
Cuando volvió a sonar el teléfono verde, Guillam no lo oyó. George debía estar sentado justo encima de él. La lucecita de aviso de la habitación de Guillam brilló de pronto y siguió haciéndolo quince minutos. Se apagó y esperaron, todos los ojos fijos en la puerta de Smiley, deseando que saliera de su encierro. Fawn se había detenido en mitad de un movimiento, sosteniendo un plato de emparedados de mermelada que nadie comería. Luego, la manilla de la puerta se alzó y apareció Smiley con un impreso de solicitud de investigación normal y corriente en la mano, cumplimentado con su clara caligrafía y marcado con «raya», lo que significaba «urgente para el jefe» y era de máxima prioridad. Se lo dio a Guillam y le pidió que lo llevase directamente a la abeja reina de Registro y permaneciese junto a ella mientras miraba el nombre. Guillam, al recibirlo, recordó un momento anterior en que le habían entregado un impreso similar, a nombre de Worthington, Elizabeth, alias Lizzie, y terminaba «buscona selecta». Y cuando salía, oyó que Smiley invitaba quedamente a Connie y a di Salis a que le acompañasen a la sala del trono, mientras Fawn era facturado a la biblioteca en busca de la edición más reciente del Quién es quién en Hong Kong.
La abeja reina había sido especialmente citada para el turno del amanecer, y cuando Guillam la abordó, su guarida parecía un cuadro de La noche que ardió París, completado con catre metálico e infiernillo portátil, pese a que había una máquina de café en el pasillo. Sólo le faltaba un mono y un retrato de Winston Churchill, pensó Guillam. Los datos del impreso decían: «Ko nombre Drake otros nombres desconocidos, fecha de nacimiento 1925 Shanghai, dirección actual Seven Gates, Heath Land Road, Hong Kong, ocupación presidente y director general de China Airsea, Ltd., Hong Kong». La abeja reina se lanzó a una impresionante caza de papeles, pero lo único que sacó de ella fue la información de que Ko había sido propuesto para la orden del Imperio Británico, en la lista de Hong Kong, en 1966 por «servicios sociales y de caridad a la Colonia», y que el Circus había respondido «ningún dato en contra» a una investigación de veto de la oficina del gobernador, antes de que se presentase la propuesta para su aprobación. Mientras subía a toda prisa las escaleras con su alegre secreto, Guillam era lo bastante consciente para recordar que Sam Collins había dicho que China Airsea, Ltd., Hong Kong, era el último propietario de aquellas líneas aéreas de chiste de Vientiane que habían sido el beneficiario de la generosidad de Boris Comercial. Esto a Guillam le parecía una conexión de lo más reglamentario. Satisfecho de sí mismo, volvió a la sala del trono, donde le recibió un mortal silencio. En el suelo, estaba esparcida no sólo la edición en curso de Quién es quién, sino también varios números atrasados. Fawn se había excedido, como siempre. Smiley estaba sentado a su mesa examinando detenidamente una hoja de notas de su propia mano. Connie y di Salis allí, pendientes de él, pero Fawn estaba otra vez ausente, haciendo otro recado sin duda. Guillam entregó a Smiley el impreso con los datos de la abeja reina anotados con su mejor caligrafía. En ese mismo instante, sonó de nuevo el teléfono verde. Smiley lo descolgó y empezó a tomar notas en la hoja que tenía delante.
—Sí. Gracias, ya lo tengo. Siga, por favor. Sí, también tengo eso.
Y continuó así durante diez minutos, hasta que al fin dijo:
—Bueno. Entonces hasta esta noche —y colgó. Fuera, en la calle, un lechero irlandés proclamaba con entusiasmo que jamás volvería a ser el Pirata Loco.
—Westerby ha conseguido la ficha completa —dijo por fin Smiley, aunque, como todos los demás, se refiriese a él por su nombre clave—. Todos los datos.
Afirmó en silencio, como diciendo que estaba de acuerdo consigo mismo, sin dejar de estudiar el documento.
—La película —continuó— no estará aquí hasta esta noche, pero el asunto ya está claro. Todo lo que se pagaba, en principio, a través de Vientiane, ha ido a parar a la cuenta de Hong Kong. Hong Kong era el destino final de la veta de oro, desde el principio. De todo. Hasta el último céntimo. Ninguna deducción, ni siquiera la comisión del banco. Al principio, era una cifra reducida, luego se elevó bruscamente; el porqué no lo sabemos con certeza. Todo se ajusta a la descripción de Collins. Hasta que se estabilizó en veinticinco mil al mes y ahí se quedó. Cuando terminó el asunto de Vientiane, Centro no falló ni un solo mes. Pasaron de inmediato a la ruta alternativa. Tienes razón. Con. Karla nunca hace nada sin una vía de escape.
—Es un profesional, querido —murmuró Connie Sachs—. Como tú.
—Como yo, no —continuó él, estudiando sus notas—. Una cuenta en administración —añadió en el mismo tono despreocupado—. Sólo se da un nombre y es el de quien abre la cuenta en administración. Ko. «Beneficiario desconocido», dicen. Quizá sepamos por qué esta noche. No se ha sacado ni un penique —añadió, dirigiéndose en concreto a Connie Sachs.
Luego repitió esto:
—Desde que se iniciaron los pagos hace dos años, no se ha sacado de la cuenta ni un solo penique. El saldo se mantiene en el medio millón de dólares norteamericanos. Con interés compuesto está subiendo muy aprisa, claro.
Para Guillam, este último dato era una locura patente. ¿Qué objeto podía tener una veta de oro de medio millón de dólares si ni siquiera se utilizaba el dinero cuando llegaba al otro extremo? Para Connie Sachs y para di Salís, por otra parte, tenía un significado patente y muy importante. En la cara de Connie se abría una sonrisa de cocodrilo y sus ojos infantiles contemplaban a Smiley con silencioso éxtasis.
—Oh, George —dijo al fin, cuando se produjo la revelación—. Querido. ¡Una cuenta en administración! Bueno, eso es un asunto muy distinto. Tenía que ser así, claro. Todo lo indicaba. Desde el mismísimo principio. Y si la gorda y tonta de Connie no tuviera estas anteojeras y no fuera tan vieja, senil y holgazana, hace mucho que se habría dado cuenta de ello. ¡Suéltame, Peter Guillam! Sapito lujurioso.
Y se puso de pie al mismo tiempo, aferrando con sus manos deformadas los brazos del sillón.
—Pero ¿quién puede valer tanto? ¿Será una red? No, no, nunca lo harían para una red. No hay ningún precedente. No es una cosa en gran escala, esto es insólito. Así que, ¿quién puede ser? ¿Qué puede entregar que valga tanto?
Y mientras decía esto, iba arrastrándose hacia la puerta, echándose el chal por los hombros, deslizándose ya del mundo de ellos hacia su mundo propio.
—Karla no paga tanto dinero.
Oyeron sus propios murmullos seguirla. Pasó la zona de máquinas de escribir tapadas de las madres, acolchados Centinelas en la oscuridad.
—¡Karla es tan tacaño que considera que sus agentes deben trabajar para él por nada! Eso es lo que piensa. Y les paga miserias. Calderilla. De acuerdo que hay mucha inflación. ¡Pero medio millón de dólares sólo para un topito! ¡Nunca he oído nada igual!
Di Salis, a su modo peculiar, no estaba menos impresionado que Connie. Seguía allí sentado, con la parte más alta de su cuerpo irregular y retorcido y sin nada hacia adelante, revolviendo febrilmente la cazoleta de su pipa con un cortaplumas, como si fuese una cacerola que se hubiera pegado. Llevaba el pelo plateado de punta, como una cresta sobre el casposo cuello de la arrugada chaqueta negra.
—Bueno, bueno, no me extraña que Karla quisiera enterrar los cadáveres —masculló de pronto, como si le hubiesen arrancado las palabras—. No me extraña. Karla es también un especialista en China, ¿sabéis? Está comprobado. Connie me lo ha dicho.
Se puso en pie torpemente, con demasiadas cosas en sus manitas: la pipa, la lata del tabaco, el cortaplumas y su Thomas Traheme.
—No de primera, por supuesto. En fin, no podríamos esperar eso. Karla no es un erudito, es un soldado. Pero no es tonto, ni mucho menos, según me ha dicho ella. Ko —repitió el nombre en varios tonos distintos—. Ko. Ko. Tengo que ver los caracteres. Todo depende de ellos. Altura… Árbol incluso, sí, ya, claro, árbol… ¿o quizás…?, bueno, varios conceptos más. «Drake» es de escuela de misión, desde luego. Chico de misión shanghainesa. Bien, bien, Shanghai es en donde empezó todo, sabes. La primera de todas las células del partido fue la de Shanghai. ¿Por qué dije eso? Drake Ko. Me pregunto cuáles serán sus nombres reales. Pero, sin duda, lo descubriremos todo muy pronto. Sí, bueno. Bien, creo que yo también debo volver a mi trabajo. Smiley, ¿crees que podría llevarme un cubo de carbón a mi cuarto? Es que sin el calentador uno se congela. Se lo he dicho a los caseros una docena de veces y no he conseguido más que impertinencias. Anno Domini me temo, pero me parece que tenemos el invierno ya casi encima. Supongo que nos enseñarás la materia prima en cuanto llegue, ¿no? No es agradable trabajar demasiado tiempo con versiones reducidas. Redactaré un curriculum vitae. Será lo primero que haga. Ko. Bueno, gracias, Guillam.
Se le había caído el Thomas Traheme. Al cogerlo de manos de Guillam, se le cayó la lata de tabaco, y Guillam la recogió y se la dio también.
—Drake Ko. Shanghainés no significa nada, en realidad. Shanghai era el verdadero crisol. La respuesta es Chiu Chow, a juzgar por lo que sabemos. Pero todavía no podemos tirar de pistola. Anabaptista. Bueno, los cristianos chiu-chow lo son en su mayoría, ¿no? Swatownés: ¿Dónde teníamos eso? Sí, la empresa intermediaria de Bangkok. Bueno, eso encaja bastante bien. O hakka. Una cosa no excluye a la otra, ni mucho menos.
Salió al pasillo detrás de Connie, dejando solos a Guillam y a Smiley, que se levantó y, dirigiéndose a un sillón, se espatarró en él, mirando al fuego con aire abstraído.
—Extraño —comentó al fin—. Uno ya no tiene capacidad para sorprenderse. ¿Por qué será eso, Peter? Tú me conoces, ¿por qué pasa eso?
Guillam tuvo la prudencia de no abrir la boca.
—Un pez gordo. A sueldo de Karla. Cuentas en administración, la amenaza de espías rusos en el centro mismo de la vida de la Colonia. Así que, ¿por qué no experimento ninguna conmoción?
El teléfono verde aullaba de nuevo. Esta vez lo descolgó Guillam. Al hacerlo, le sorprendió ver una carpeta nueva de los informes de Sam Collins sobre el Lejano Oriente abierta en la mesa.
Eso fue el fin de semana. Connie y di Salis desaparecieron sin dejar rastro; Smiley se puso a trabajar, preparando su informe; Guillam se alisó las plumas, fue a ver a las madres y dispuso que se hiciese el trabajo de mecanografiado por turnos. El lunes, meticulosamente adoctrinado por Smiley, telefoneó al secretario personal de Lacon. Lo hizo muy bien. «Nada de toques de tambor —le había advertido Smiley—. Mucha calma». Y Guillam lo hizo así exactamente. Habían estado hablando la otra noche en la cena, dijo, de hacer una reunión con el grupo de dirección de los servicios secretos para considerar ciertos datos prima facie.
—El caso se ha asentado ya un poco, así que quizá fuese razonable fijar una fecha. Dadnos la orden de salida y haremos circular el documento con tiempo suficiente.
—¿Una orden de salida? ¿Asentado? ¿Dónde aprendiste a hablar?
El secretario particular de Lacon era una voz grosera llamado Pym. Guillam no le había visto nunca, pero le odiaba del modo más irracional.
—Yo sólo puedo decírselo —advirtió Pym—. Puedo decírselo y ver lo que dice él y telefonearos otra vez. Anda muy mal de tiempo este mes.
—Sólo es un valsecito, en realidad —dijo Guillam, y colgó furioso.
Espera, imbécil, y verás lo que es bueno, pensó.
Cuando Londres está dando a luz, dice la tradición, lo único que puede hacer el agente de campo es pasear por la sala de espera. Pilotos comerciales, periodistas, espías: Jerry estaba otra vez hundido en la maldita inercia.
—Estamos en naftalina —proclamó Craw—. La consigna es bien hecho y a esperar.
Hablaban cada dos días, como mínimo, conversación en el Limbo por dos teléfonos neutrales, normalmente de un vestíbulo de hotel a otro. Disfrazaban su lenguaje con una mezcla de código de Sarratt y jerga periodística.
—Están viendo tu artículo los jefes —decía Craw—. Cuando lleguen a una conclusión, ya lo comunicarán, a su debido tiempo. Entretanto, tápalo y déjalo como está. Es una orden.
Jerry no tenía ni idea de cómo hablaba Craw con Londres, y le daba igual, siempre que fuese un método seguro. Suponía que habría un funcionario nombrado sumariamente de la inmensa e intocable fraternidad de los servicios secretos oficiales que estaba haciendo de enlace: pero eso a él le daba lo mismo.
—Tu tarea es fabricar material para el tebeo y tener en reserva alguna copia para poder hacerle señas con ella al hermano Stubbs cuando llegue la próxima crisis —le dijo Craw—. Nada más. ¿Entendido?
Basándose en sus correteos con Frost, Jerry fabricó un artículo sobre los efectos de la evacuación militar norteamericana en la vida nocturna de Wanchai: «¿Qué fue de Susie Wong desde que dejaron de venir infantes de marina norteamericanos cansados de la guerra, con las carteras llenas, buscando diversión y descanso?». Se fabricó una «entrevista al amanecer» con una chica de bar noticia y desconsolada que se veía obligada a aceptar clientes japoneses; mandó por vía aérea el trabajo y consiguió enviar por télex desde el despacho de Luke el número de la hoja de ruta, tal como le había ordenado Stubbs. Jerry no era, en modo alguno, un mal periodista, pero, así como la presión hacía salir lo mejor de él, la inercia sacaba lo peor. Asombrado por la aceptación inmediata e incluso cordial de Stubbs (Luke lo calificó de «héroegrama», cuando comunicó por teléfono el texto desde el despacho) miró a su alrededor buscando otros picos que escalar. Un par de juicios por corrupción sensacionales estaban atrayendo mucho público, actuando la colección habitual de policías no muy estimados, pero después de echarles un vistazo, Jerry sacó la conclusión de que no tenían talla suficiente para viajar. Inglaterra disponía últimamente de casos propios. Recibió orden de perseguir una historia sacada a flote por un tebeo rival sobre el supuesto embarazo de Miss Hong Kong, pero se le adelantó una denuncia de calumnia. Asistió a una aburrida conferencia de Prensa del Gobierno, dada por el propio Shallow Throat, que era también, por su parte, el insulso desecho de un periódico de Irlanda del Norte; perdió una mañana investigando artículos de éxito en el pasado que pudiesen aguantar un recalentado. E impulsado por el rumor de cortes económicos en el Ejército, pasó una tarde de gira por una guarnición gurkha conducido por un comandante de relaciones públicas que aparentaba dieciocho años. Y no, el comandante no sabía, gracias, en respuesta a la alegre indagación de Jerry, cómo solventarían sus hombres sus necesidades sexuales cuando sus familias fueran enviadas a su tierra natal, el Nepal. Los soldados podrían visitar sus aldeas natales una vez cada tres años, aproximadamente, pensaba. Y parecía creer que eso era más que suficiente para cualquiera. Estirando los datos hasta que parecía como si los gurkhas fuesen ya una comunidad de viudos militares, «duchas frías en un clima cálido para mercenarios británicos», Jerry consiguió triunfalmente un artículo de interior. Archivó un par de artículos más para un momento de apuro, se dedicó a pasar las noches en el club y por dentro se devanaba los sesos esperando que el Circus diese a luz de una vez.
—Por el amor de Dios —protestaba a Craw—. Ese tipo es prácticamente propiedad pública.
—Da igual —dijo con firmeza Craw.
Así que Jerry dijo «sí, señor». Y un par de días después, por puro aburrimiento, inició su propia investigación, totalmente informal, sobre la vida y amores del señor Drake Ko, Orden del Imperio Británico, directivo del Royal Jockey Club de Hong Kong, millonario y ciudadano por encima de toda sospecha. Nada espectacular, nada, según las normas de Jerry, que fuese desobediencia; pues no hay un agente de campo nato que no sobrepase, una u otra vez, los límites de su misión. Empezó tanteando, como si se tratase de expediciones furtivas a una caja de galletas. Casualmente, había estado pensando en la posibilidad de proponer a Stubbs una serie en tres partes sobre los super-ricos de Hong Kong. Curioseando en las estanterías de referencia del club de corresponsales extranjeros un día, antes de comer, sacó inconscientemente una hoja del libro de Smiley y apareció Ko, Drake, en la edición en curso de Quién es quién en Hong Kong: casado, un hijo muerto en 1968; estudiante de Derecho durante un tiempo en Gray’s Inn, Londres, pero sin éxito, al parecer, pues no había referencia alguna a su licenciatura. Seguía la enumeración de sus veintitantas presidencias. Aficiones: carreras de caballos, cruceros y jade. En fin, ¿y quién no? Luego, las obras de caridad que financiaba, incluyendo una iglesia anabaptista, un templo chiu-chow de los espíritus y el hospital infantil gratuito Drake Ko. Todas las posibilidades están cubiertas, reflexionó divertido Jerry. La fotografía mostraba la habitual alma bella de veinte años y mirada suave, rico en méritos y en bienes, y que era, por lo demás, irreconocible. El hijo muerto se llamaba Nelson. Jerry advirtió: Drake y Nelson, almirantes británicos. No podía apartar de su pensamiento que el padre se llamase por el nombre del primer marino inglés que entró en el mar de China y el hijo por el del héroe de Trafalgar.
Jerry tuvo muchísimas menos dificultades que Peter Guillam para establecer la conexión entre China Airsea, de Hong Kong e Indocharter, S. A., de Vientiane, y le hizo gracia lo que decía el prospecto de China Airsea, según el cual la empresa se dedicaba a una «amplia gama de actividades de transporte y comercio en el marco del Sudeste asiático», entre las que figuraban arroz, pesca, artículos domésticos, teca, inmobiliarias y comercio marítimo.
Un día que andaba incordiando en el despacho de Luke, dio un paso más audaz: un levísimo accidente le puso delante de la nariz el nombre de Drake Ko. Es cierto que él había buscado Ko en el fichero. Lo mismo que había buscado doce o veinte nombres de otros chinos ricos de la Colonia. Lo mismo que había preguntado a la empleada china quiénes pensaba ella sinceramente que eran los millonarios chinos más exóticos para incluirlos en su artículo. Y aunque Drake pudiera no haber sido uno de los candidatos indiscutibles, le llevó muy poco tiempo sacarle su nombre y, en consecuencia, los documentos. Había algo realmente halagador, como le había dicho ya a Craw, por no decir fantástico, en lo de perseguir por aquellos métodos a un hombre tan públicamente notorio. Los agentes secretos soviéticos, según la limitada experiencia de Jerry con el género, solían aparecer en versiones más modestas. Ko, en comparación, parecía ampliado.
Me recuerda al viejo Sambo, pensó Jerry. Era la primera vez que le asaltaba esta idea.
La exposición más detallada aparecía en una revista de papel satinado llamada Golden Orient, actualmente fuera de circulación. En una de sus últimas ediciones, un artículo ilustrado de ocho páginas titulado «Los caballeros rojos de Nanyang» que trataba del creciente número de chinos ultramarinos con provechosas relaciones mercantiles con la China roja, a los que se llamaba comúnmente gatos gordos. Nanyang, como sabía Jerry, significaba los reinos del sur de China, y para los chinos quería decir una especie de El dorado de paz y riqueza. El artículo dedicaba una página y una fotografía a cada una de las personalidades seleccionadas; la fotografía tenía como fondo, generalmente, las posesiones del personaje. El héroe de la entrevista de Hong Kong (había artículos de Bangkok, Manila y Singapur también) era esa «personalidad del deporte tan estimada, y directivo del Jockey Club», el señor Drake Ko, presidente, director y primer accionista de China Airsea, Ltd., y aparecía con su caballo Lucky Nelson al final de una temporada triunfal en Happy Valley. El nombre del caballo retuvo instantáneamente la atención occidental de Jerry. Le pareció macabro que un padre bautizase a un caballo con el nombre de su hijo muerto.
La fotografía revelaba bastante más que la insulsa foto del Quién es quién. Parecía alegre, exuberante incluso, y se diría que, pese al sombrero, completamente calvo. El sombrero era en realidad su detalle más interesante, pues Jerry, en su limitada experiencia, jamás había visto un chino que llevara puesta una cosa así. En realidad, no era un sombrero sino una boina, y la llevaba inclinada, lo cual le daba un aire intermedio entre soldado inglés y vendedor de cebollas francés. Pero, sobre todo, tenía una cualidad muy rara en un chino: sabía reírse de sí mismo. Parecía alto, llevaba impermeable y sus largas manos salían de las mangas como ramitas. Parecía que el caballo le gustaba de veras, y tenía un brazo cordialmente apoyado sobre su grupa. A la pregunta de por qué conservaba aún una flota de juncos cuando era criterio general que no resultaban rentables, respondía: «Mi gente son los hakka de chiu-chow. Respiramos agua, cultivamos el agua, dormimos sobre el agua. Las barcas son mi elemento». Describía también muy complacido su viaje de Shanghai a Hong Kong en 1951. En aquella época, aún estaba abierta la frontera y no había impedimentos prácticos eficaces contra la emigración. Sin embargo, Ko decidió hacer el viaje en un junco de pesca, pese a los piratas y los bloqueos del mal tiempo; esto se consideraba como mínimo algo excéntrico.
«Soy un hombre muy perezoso —había dicho, según el artículo—. Si el viento me lleva gratis, ¿a qué caminar? Ahora tengo un yate de dieciocho metros de eslora, y me sigue gustando el mar».
Famoso por su sentido del humor, decía el artículo.
Un buen agente debe saber ser ameno, dicen los instructores de Sarratt: eso era algo que Moscú Centro también entendía.
Como no había nadie mirando, Jerry se acercó al fichero y al cabo de unos minutos se había apoderado de una gruesa carpeta de recortes de Prensa, la mayoría de los cuales se referían a un escándalo financiero ocurrido en 1965 en el que Ko y el grupo de swatowneses habían jugado un oscuro papel. Como es lógico, la investigación de las autoridades de la Bolsa no aportó pruebas concluyentes y el caso se archivó. Al año siguiente, Ko obtuvo su Orden del Imperio Británico. «Si compras a alguien —solía decir el viejo Sambo—, cómprale del todo».
En el despacho de Luke tenían un grupo de investigadores chinos, entre ellos un jovial cantonés llamado Jimmy que aparecía a menudo en el Club y al que se pagaba con salarios chinos por ser un oráculo en asuntos chinos. Jimmy decía que los swatowneses eran una gente aparte. «Como los escoceses o los judíos», duros, muy unidos entre sí y famosos por su frugalidad y su capacidad de ahorro; vivían cerca del mar para poder escapar por él cuando les persiguiesen o hubiese hambre o tuviesen deudas. Decía que sus mujeres eran muy estimadas por bellas, diligentes, frugales y lujuriosas.
—¿Está Su Señoría escribiendo otra novela? —preguntó afanosamente el enano, que salió de su oficina para averiguar qué buscaba Jerry. Jerry habría querido preguntar por qué un swatownés se había educado en Shanghai, pero le pareció más prudente desviar la atención hacia un tema menos delicado.
Al día siguiente, tomó prestado el destartalado coche de Luke. Armado con una cámara de treinta y cinco milímetros de modelo normal, se dirigió a Headland Road, un gueto de millonarios situado entre Repulse Bay y Stanley, donde se puso a fisgonear ostentosamente desde fuera las villas, como hacen muchos turistas ociosos. Su cobertura seguía siendo aquel artículo para Stubbs, sobre los super-ricos de Hong Kong: ni siquiera entonces, ni aun ante sí mismo, habría admitido sin más que iba allí por causa de Drake.
—Está en Taipé de juerga —le había dicho sobre la marcha Craw en una de sus llamadas desde el Limbo—. No volverá hasta el jueves.
Jerry aceptó una vez más sin discusión las líneas de información de Craw.
No fotografió la casa llamada Seven Gates, pero lanzó hacia ella varias ojeadas prolongadas y bobaliconas. Vio una villa baja con tejado de teja bastante separada de la carretera, con una gran terraza por el lado del mar y una pérgola de columnas pintadas de blanco que se recortaban contra el azul horizonte. Craw le había dicho que Drake debía haber escogido el nombre por Shanghai, donde las antiguas murallas de la ciudad estaban interrumpidas por siete puertas: «Sentimentalismo, hijo mío. Nunca subestimes el poder del sentimentalismo en un ojirrasgado, y nunca confíes en él tampoco. Amén». Vio pradillos, y entre ellos, lo cual le pareció muy curioso, un campo de croquet. Vio una magnífica colección de azaleas e hibiscos. Vio un junco reproducido de unos tres metros y medio de largo sobre un mar de hormigón, y vio un bar de jardín, redondo como un quiosco de música, con un toldo a rayas azules y blancas encima, y un círculo de sillas blancas vacías presidido por un criado de chaqueta blanca y pantalones y calcetines blancos. Era evidente que los Ko esperaban visita. Vio a otros criados lavando un Rolls Royce Phantom de color tabaco. El amplio garaje estaba abierto, y distinguió una furgoneta Chrysler de tipo indefinido y un Mercedes, negro, sin placas de matrícula, posiblemente retiradas para hacer alguna reparación. Pero procuró meticulosamente conceder igual atención a las otras casas de Headland Road y fotografió tres de ellas.
Continuando hacia la Bahía Deep Water se detuvo en la orilla mirando la pequeña flota de juncos y lanchas de los agentes de Bolsa que cabeceaban anclados en el picado mar, pero no pudo localizar al Almirante Nelson, el famoso yate de Ko; la ubicuidad del nombre de Nelson se estaba haciendo obsesiva. A punto ya de ceder, oyó un grito debajo y vio bajando por un rechinante pantalán a una vieja en un sampán que le hacía sonrientes muecas señalándose a sí misma con una amarillenta pata de pollo que había estado chupando con sus desdentadas encías. Jerry subió a bordo e indicó las embarcaciones y la vieja le llevó a hacer una gira por ellas, riendo y canturreando mientras remaba, sin sacar de la boca la pata de pollo. El Almirante Nelson era elegante y de línea baja. Tres criados más de pantalones blancos de dril fregaban diligentemente las cubiertas. Jerry intentó calcular el presupuesto mensual de Ko sólo para el servicio.
En el viaje de regreso, se paró a examinar el hospital infantil gratuito para niños Drake Ko y llegó a la conclusión de que se hallaba también en magnífico estado. A la mañana siguiente, temprano, Jerry llegó al vestíbulo de un llamativo edificio de oficinas de Central y leyó las placas de bronce de las casas comerciales que tenían despacho allí. China Airsea y sus filiales ocupaban las tres plantas superiores, pero, como en parte era de suponer, no se hacía mención alguna de Indocharter Vientiane, S. A., antigua beneficiaría de veinticinco mil dólares norteamericanos los últimos viernes de cada mes.
La carpeta de recortes del despacho de Luke incluía una referencia relacionada a los archivos del Consulado norteamericano. Jerry fue allí al día siguiente, en apariencia para comprobar datos sobre su artículo de las tropas norteamericanas en Wanchai. Bajo control de una muchacha sorprendentemente guapa, Jerry vagó por allí, cogió unas cuantas cosas, luego se aposentó con una partida de material del más antiguo que tenían, que databa de principios de los años cincuenta, cuando Truman había decretado un embargo contra China y Corea del Norte. El Consulado de Hong Kong había recibido orden de informar de las infracciones a la orden de bloqueo, y ésta era la carpeta que habían desenterrado. El artículo favorito, después de los medicamentos y los artículos eléctricos, era el petróleo y «las agencias norteamericanas», según la redacción, habían ido a por él a lo grande, montando trampas, sacando cañoneras, interrogando a desertores y prisioneros, y colocando, por último, inmensos dossiers ante los subcomités de Senado y Congreso.
El año en cuestión era 1951, dos después de que los comunistas se apoderasen de China y justamente el mismo que Ko dejó Shanghai para ir a Hong Kong, sin un céntimo a su nombre. La operación a la que la referencia de la oficina le dirigió era shanghainesa, y de principio, ésa era la única relación que tenía con Ko. En aquella época vivían muchos emigrantes shanghaineses amontonados en un hotel de Des Voeux Road en deficientes condiciones higiénicas. La introducción decía que era como una enorme familia, unidos por el sufrimiento y la miseria que compartían. Algunos habían escapado juntos de los japoneses antes de escapar de los comunistas.
«Después de soportar tanto de los comunistas —explicaba un detenido a sus interrogadores—, lo menos que podíamos hacer era ganar algo de dinero a su costa».
Otro era más agresivo. «Los peces gordos de Hong Kong están haciendo millones con esta guerra. ¿Quién les vende a los rojos el equipo electrónico, la penicilina, el arroz?».
En el cincuenta y uno, disponían de dos métodos, según el informe. Uno, era sobornar a los guardias fronterizos y pasar la gasolina en camiones cruzando los Nuevos Territorios y la frontera. El otro era transportarla por barco, lo cual significaba sobornar a las autoridades portuarias.
De nuevo un informador: «Nosotros los hakkas conocemos el mar. Encontramos barco, trescientas toneladas, alquilamos. Llenamos con tanques de gasolina, hacemos declaración falsa e indicamos destino falso. Llegamos a aguas internacionales, corremos como diablos a Amoy. Rojos dicen hermano, beneficio cien por cien. Después unos cuantos viajes, compramos barco».
«¿De dónde procede el dinero de la primera compra?», preguntaba el interrogador.
«Sala de baile Ritz», era la desconcertante respuesta. El Ritz era un sitio de chicas selecto situado debajo de King’s Road, a la orilla del mar, decía una nota al pie. Casi todas las chicas eran Shanghainesas. La misma nota nombraba a miembros del grupo. Drake Ko era uno.
«Drake Ko era un tipo muy duro —decía un testigo cuya declaración se incluía en letra pequeña en el Apéndice—. A Drake Ko no le puedes ir con cuentos. No le gustan nada los políticos. Chiang Kai-chek. Mao. Dice que son iguales. Dice que es partidario de Chiang Mao-chek. El señor Ko dirigirá un día nuestra banda».
En cuanto a delito organizado, la investigación no ponía nada al descubierto. Era un dato histórico el que Shanghai, en la época en que cayó en manos de Mao en el cuarenta y nueve, hubiese vaciado tres cuartas partes de su hampa en Hong-Kong; que la Banda Roja y la Banda Verde hubiesen librado suficientes combates por la supremacía en Hong Kong como para que los años veinte de Chicago pareciesen un juego de niños. Pero no podía encontrarse ningún testigo que admitiese saber algo sobre sociedades secretas o cualquier otra organización ilegal.
Como es natural, al acercarse el sábado, cuando Jerry iba camino de las carreras de Happy Valley, poseía un retrato bastante detallado de su presa.
El taxista cobró el doble porque eran las carreras de caballos y Jerry pagó porque sabía que era la costumbre. Le había explicado a Craw que iba y Craw no había puesto ningún reparo. Se había llevado consigo a Luke, sabiendo que a veces dos resultan menos conspicuos que uno. Le ponía nervioso pensar que podría tropezarse con Frost, porque el Hong Kong ojirredondo es en realidad un mundo muy pequeño. En la entrada principal, telefoneó a Dirección para utilizar alguna influencia, y al poco apareció un tal capitán Grant, joven oficial, al que Jerry explicó que aquello era trabajo: iba a hacer un artículo sobre el lugar para su periódico. Grant era un hombre elegante e ingenioso que fumaba cigarrillos turcos en boquilla y todo lo que Jerry decía parecía divertirle de un modo afable, aunque un poco distante.
—Así que tú eres el hijo —dijo al fin.
—¿Le conociste? —dijo Jerry sonriendo.
—Sólo de oídas —replicó el capitán Grant, pero se diría que le gustaba lo que había oído.
Les dio distintivos y les ofreció una copa después. Acababa de terminar la segunda carrera. Conversaban, cuando oyeron el estruendo del público iniciarse y elevarse y morir como una avalancha. Mientras esperaba el ascensor, Jerry echó un vistazo al tablón de anuncios para ver quién había ocupado las tribunas particulares. Sus detentadores usuales eran la mafia del Pico. El Banco (como le gustaba que le llamaran al Hong Kong and Shanghai Bank) Jardine Matheson, el gobernador, el comandante, las fuerzas británicas. El señor Drake Ko, Orden del Imperio Británico, aunque directivo del Club, no figuraba entre ellos.
—¡Westerby! ¡Por Dios, hombre! ¿Quién demonios te ha traído aquí? Oye, ¿es verdad que tu padre quebró antes de morir?
Jerry vaciló, sonriendo, y luego, cansinamente, sacó la ficha de la memoria: Clive Algo, picapleitos sin escrúpulos, casa en Repulse Bay, escocés agobiante, todo afabilidad falsa y reconocida fama de estafador. Jerry le había utilizado para respaldar un chanchullo con oro desde Macao, llegando a la conclusión de que Clive se había quedado con un pedazo del pastel.
—Vaya, Clive, super, magnífico.
Intercambiaron banalidades, mientras seguían esperando el ascensor.
—Ven. Trae ese impreso. Vamos. Voy a hacerte rico.
Porton, pensó Jerry: Clive Porton. Porton arrancó el papel de la mano de Jerry, humedeció su gran pulgar, pasó a una página central y rodeó con un círculo trazado a bolígrafo el nombre del caballo.
—Número siete en la tercera, no puedes equivocarte —susurró—. Puedes apostar la camisa. No todos los meses regalo dinero, te lo aseguro.
—¿Qué te proponía ese subnormal? —preguntó Luke, cuando se hubieron librado de él.
—Un caballo llamado Open Space.
Sus caminos se separaron. Luke fue a hacer apuestas y luego se dirigió hacia el club norteamericano de arriba. Jerry, siguiendo un impulso, apostó cien dólares a Lucky Nelson y luego se dirigió rápidamente al comedor del Hong Kong Club. «Si pierdo —decidió— se lo cargaré a George». Las puertas dobles estaban abiertas y Jerry entró directamente. Había un ambiente de riqueza desaliñada: un club de golf de Surrey un fin de semana lluvioso, salvo que los bastante audaces como para arriesgarse a los carteristas llevaban joyas auténticas. Había un grupo de esposas sentadas aparte, como equipo caro no utilizado, frunciendo el ceño a la televisión de circuito cerrado y quejándose del servicio y de la delincuencia. Olía a humo de puro y a sudor y a comida pasada. Al verle entrar, torpemente, el traje horrible, las botas de cabritilla, «Prensa» escrito en toda su persona, los ceños se ensombrecieron. El problema para ser distinguido y selecto en Hong Kong, decían sus rostros, era que no se echaba de los sitios a bastante gente. Había un grupo de bebedores serios en la barra, agentes de los bancos comerciales de Londres principalmente, prematuros vientres cerveceros y gruesos cuellos. Con ellos, el equipo de segunda división de Jardine Matheson, aún no lo bastante grandes para las cacerías privadas de la empresa: acicalados, desagradables inocentes para quienes Cielo era dinero y ascensos. Miró con recelo a su alrededor por si estaba Frostie, pero, o bien los caballos no lo habían atraído aquel día, o estaba con algún otro grupo. Tras una sonrisa y un vago gesto con la mano para todos ellos, Jerry hizo un guiño al subdirector, le saludó como a un amigo perdido, habló con desenvoltura del capitán Grant, le deslizó veinte pavos, firmó por el día, desafiando todas las normas y penetró agradecido en la tribuna cuando faltaban aún dieciocho minutos para la salida de la carrera siguiente: sol, olor a estiércol, el estruendo feroz de una muchedumbre china y el propio latir acelerado del corazón de Jerry que susurraba «caballos».
Jerry quedó inmóvil allí un momento, sonriendo, asimilando el espectáculo, porque cada vez que lo veía era como la primera vez.
La hierba del hipódromo de Happy Valley ha de ser, sin duda, el cultivo más valioso de la tierra. Había muy poca. Un círculo estrecho rodeaba lo que parecía un parque recreativo de un distrito de Londres que el sol y las pisadas hubiesen reducido a polvo. Ocho raídos terrenos de fútbol, uno de rugby, uno de jockey, daban un aire de abandono municipal. Pero la estrecha cinta verde que rodeaba aquel astroso conjunto era probable que atrajese, sólo en aquel año, sus buenos cien millones de esterlinas de apuestas legales, y la misma cuantía extraoficialmente. Más que un valle el lugar era un cuenco ardiente: estadio blanco resplandeciente a un lado, perros castaños al otro, mientras delante de Jerry, y a su izquierda, acechaba el otro Hong Kong: un Manhattan de castillos de naipes, grises chabolas rascacielescas tan apiñadas que parecían apoyarse unas en otras bajo el calor. De cada pequeño balcón brotaba un palo de bambú como un alfiler clavado allí para unir la estructura. De cada uno de estos palos colgaban innumerables banderas de oscura colada, como si algo inmenso se hubiese restregado contra el edificio, dejando tras de sí aquellos andrajos. Era para todos los que vivían en sitios como aquellos, salvo una reducida minoría, para quienes Happy Valley ofrecía aquel día el sueño de salvación instantánea del jugador.
A la derecha de Jerry brillaban edificios más nuevos y más grandes. Allí, recordó, montaban sus oficinas los corredores de apuestas ilegales y mediante una docena de arcanos métodos (tic-tac, transmisores-receptores, parpadeo de luces, Sarratt se habría quedado extasiado con ello) mantenían su diálogo con los ayudantes que estaban en la pista. Más arriba aún, corrían los lomos de las peladas cimas de los cerros, acuchilladas de terrazas y sembradas de la quincallería de las escuchas electrónicas. Jerry había oído en algún sitio que los primos habían instalado allí aquello para poder seguir los sobrevueles patrocinados de los U2 taiwaneses. Sobre los cerros, bolas de nubes blancas que ningún cambio meteorológico parecía eliminar. Y sobre las nubes, aquel día, el descolorido cielo de China padeciendo al sol, y un halcón girando despacio. Jerry captó todo esto en una sola y grata ojeada.
Para la multitud era el período sin objeto. El foco de atención, si es que se centraba en algo, era en las cuatro chinas gordas de sombreros hakkas de flecos y trajes negros tipo pijama que recorrían la pista con rastrillos, acicalando la preciosa hierba allí donde los galopantes cascos la habían aplastado. Se movían con la dignidad de la indiferencia absoluta: Era como si se retratase en sus gestos todo el campesinado chino. Por un segundo, como suele pasar con las muchedumbres, se volcó sobre ellas un temblor de colectiva afinidad que se olvidó al instante.
Las apuestas daban a Open Space de Clive Porton como tercer favorito. Lucky Nelson, de Drake Ko, figuraba como los demás, cuarenta a uno, lo que significaba anonimato. Superando un grupo de joviales australianos, Jerry llegó al extremo de la tribuna y, asomando la cabeza, atisbo sobre las hileras de cabezas hasta la tribuna de propietarios, separada de la gente común por una verja de hierro verde y un guardia de seguridad. Protegiéndose los ojos de la luz y lamentando no haber llevado prismáticos, distinguió a un individuo gordo de aspecto duro que llevaba traje y gafas oscuras, acompañado de una chica joven y muy guapa. Parecía medio chino medio latino, y Jerry le clasificó como filipino. La chica era lo mejor que el dinero podía comprar.
Debe estar con su caballo, pensó Jerry, recordando al viejo Sambo. Lo más probable es que esté en las cuadras, dando instrucciones al preparador y al jockey.
Volviendo por el comedor al vestíbulo principal, se metió por una amplia escalera posterior y bajó dos pisos, cruzó un vestíbulo hasta la galería de espectadores, que estaba ocupada por una inmensa y pensativa muchedumbre de chinos, todos hombres, que miraban con un devoto silencio un recinto cubierto, el paddock, atestado de ruidosos gorriones, donde había tres caballos, cada uno conducido por su mozo de establo, el mafoo. Los mafoos sujetaban a sus encomendados torpemente, como si estuvieran enfermos de los nervios. También estaba el elegante capitán Grant, y un viejo preparador, un ruso blanco llamado Sacha al que Jerry tenía en gran estima. Sacha estaba sentado en una sillita plegable, un poco inclinado hacia delante, como si pescara. Sacha había preparado potros mongoles en la época del tratado de Shanghai y Jerry era capaz de pasarse toda la noche oyéndole: los tres hipódromos que había llegado a tener Shanghai, el inglés, el internacional y el chino; los príncipes mercantiles ingleses que tenían sesenta y hasta cien caballos cada uno y los embarcaban y paseaban costa arriba y costa abajo, compitiendo como locos entre sí de puerto en puerto. Sacha era un individuo delicado y filosófico, con ojos de un azul desvaído y una perfecta quijada de luchador. Era también el preparador de Lucky Nelson. Estaba sentado aparte, él solo, mirando lo que Jerry pensó que era, desde su línea de visión, una entrada. Un súbito griterío en las gradas hizo volverse a Jerry bruscamente hacia la claridad. Sonó un clamor y luego un chillido agudo y estrangulado, cuando la multitud de una hilera se ladeó para que penetrara en ella una cuña de grises y negros uniformes. Al cabo de un instante, un enjambre de policías arrastraba a algún desdichado ratero, sangrando y tosiendo, a la escalera del túnel para una declaración voluntaria. Jerry, deslumbrado, volvió la mirada hacia la oscuridad interior del paddock, y tardó unos instantes en centrar la mirada en el nebuloso perfil del señor Drake Ko.
La identificación no fue inmediata, ni mucho menos. La primera persona en la que Jerry se fijó no fue Ko sino el joven jockey chino que estaba junto al viejo Sacha, un muchacho alto, flaco como un alambre donde la camisa de seda se embutía en los calzones. Se golpeaba la bota con la fusta como si hubiera visto aquel gesto en una estampa deportiva inglesa, y llevaba los colores de Ko (azul marino y gris mar acuartelado, decía el artículo de Golden Orient) y miraba, como Sacha, algo que quedaba fuera del campo de visión de Jerry. Luego, de debajo de la plataforma donde se encontraba Jerry, salió un caballo europeo bayo conducido por un mafoo gordo y risueño de astroso mono gris. Llevaba el número tapado por una manta, pero Jerry conocía ya el caballo de la fotografía, y le conoció aún mejor entonces: le conoció realmente bien, de hecho. Algunos caballos son sencillamente superiores a su clase, y a Jerry Lucky Nelson le pareció uno de ellos. Bocado de calidad, pensó, rienda buena y larga, un ojo audaz. No se trataba del típico caballo castaño debutante con la crin y la cola blancas que se llevaba las apuestas de las mujeres en todas las carreras: considerando el nivel de calidad local, limitado por el clima, Lucky Nelson era lo más sólido que Jerry había visto allí. Estaba seguro. Durante un mal momento, sintió recelo por el estado del caballo: sudaba, demasiado brillo en los flancos y en los cuartos traseros. Luego miró otra vez los ojos audaces y aquella transpiración levemente antinatural y cobró ánimos de nuevo: lo había hecho manguear con diabólica astucia para que tuviera aquel aspecto, pensó, recordando gozoso al viejo Sambo.
Sólo después de esta consideración pasó Jerry del caballo a su propietario.
El señor Drake Ko, Orden del Imperio Británico, receptor hasta la fecha de medio millón de dólares norteamericanos de Moscú Centro, partidario declarado de Chiang Mao-chek, estaba separado de todos, a la sombra de una columna blanca de hormigón de tres metros de diámetro: un individuo feo pero inofensivo a primera vista; alto, con un encorvamiento que parecía de origen profesional: dentista, o zapatero remendón. Vestía a la inglesa: pantalón gris de franela muy ancho y chaqueta de lana cruzada negra y demasiado larga, con lo que acentuaba la incoherencia de sus piernas y daba un aire contrahecho a su cuerpo enjuto. La cara y el cuello estaban tan brillantes como cuero viejo e igual de lampiños, y las arrugas parecían tan marcadas como pliegues planchados. Tenía la piel más oscura de lo que Jerry había supuesto: habría sospechado casi sangre árabe o india. Llevaba el mismo sombrero impropio de la fotografía, una boina azul oscuro, de la que sobresalían las orejas como rosas de repostería. Sus ojos muy achinados lo parecían aún más por su tensión. Zapatos italianos de color castaño, camisa blanca, el cuello abierto. Ningún accesorio, ni prismáticos siquiera: pero una maravillosa sonrisa de medio millón de dólares, de oreja a oreja, parcialmente de oro, que parecía gozar con la buena fortuna de todos así como con la propia.
Salvo que había algo en él que sugería (algunos lo tienen, es como una tensión: los maîtres, los conserjes y los periodistas lo perciben en seguida; el viejo Sambo casi lo tenía) que disponía de recursos asequibles de inmediato. Si hacía falta algo, se lo traerían y por partida doble.
El cuadro cobró vida. Por el altavoz el juez del hipódromo ordenó a los jinetes montar. El mafoo risueño retiró la manta y Jerry advirtió complacido que Ko había hecho cepillar a contrapelo al bayo para acentuar su aspecto de no estar en forma. El delgado jockey hizo el largo y torpe viaje hasta la silla, y, con nerviosa cordialidad, llamó a Ko, que estaba al otro lado de él. Ko, que se alejaba ya, se volvió y soltó algo, una sílaba inaudible, sin mirar hacia donde hablaba o quién lo recogía. ¿Un reproche? ¿Un aliento? ¿Una orden a un criado? La sonrisa no había perdido nada de su exuberancia, pero la voz era dura como un trallazo. Caballo y jinete tomaron la salida. Ko tomó la suya. Jerry corrió de nuevo escaleras arriba, cruzó el restaurante hasta la tribuna, se abrió paso hasta el fondo y miró abajo.
Por entonces, Ko no estaba ya solo, sino casado.
Ella era tan pequeña que Jerry no podía saber con seguridad si habían llegado juntos o si le había seguido a poca distancia. Localizó un brillo de seda negra y un movimiento a su alrededor como de gente haciendo sitio (las gradas se estaban llenando), pero al principio miró demasiado arriba y no la localizó. Su cabeza quedaba a nivel del pecho de los otros. La distinguió de nuevo al lado de Ko, una esposa china inmaculada, majestuosa, mayor, pálida, tan acicalada que resultaba inconcebible que hubiese tenido otra edad o vestido otras ropas que aquellas sedas negras confeccionadas en París, con tantos alamares y brocados como el traje de un húsar. La mujer es de cuidado, le había dicho Craw de pronto, cuando ambos estaban sentados ante el pequeño proyector. Roba en las tiendas elegantes. Tienen que ir delante los empleados de Ko y prometer pagar todo lo que ella robe.
El artículo de Golden Orient aludía a ella como «una antigua compañera de negocios». Leyendo entre líneas, Jerry supuso que debía haber sido una de las chicas del salón de baile Ritz.
El griterío de la multitud había adquirido más consistencia.
—¿Lo hiciste, Westerby? ¿Apostaste por él, amigo? —otra vez le incordiaba el escocés Clive Porton, que sudaba copiosamente, a causa de la bebida—. ¡Open Space, no lo dudes! ¡A pesar del porcentaje ganarás unos cuantos dólares! ¡Vamos, amigo, es un ganador seguro!
La salida le ahorró contestar. El estruendo se atascó, se elevó y se hinchó. A su alrededor flotaba en las gradas un canturreo de nombres y números, los caballos brotaron de sus trampillas, arrastrados por el estrépito. Se habían iniciado los primeros y perezosos metros. Aguarda: pronto el frenesí seguirá a la inercia. Al amanecer, cuando se entrenan, recordó Jerry, suelen forrarles los cascos para que los vecinos puedan seguir dormitando. A veces, en los viejos tiempos, cuando descansaba entre reportajes de guerra, Jerry se levantaba temprano y bajaba allí sólo por verlos, y, si tenía suerte y encontraba un amigo influyente, volvía con ellos a los establos de varios pisos con aire acondicionado en que vivían, para ver cómo los cuidaban y preparaban. Pero durante el día el estruendo del tráfico ahogaba su tronar por completo, y el resplandeciente racimo que avanzaba tan despacio no hacía el menor ruido, sólo flotaba sobre el delgado río color esmeralda.
—Open Space, no lo dudes —proclamó vacilante Clive Porton, mirando por los prismáticos—. El favorito va a ganar. Espléndido. Muy bien, Open Space, muy bien, caballito.
Empezaban a enfilar la larga curva antes de la recta final.
—¡Vamos, Open Space, a por él, hombre, corre! ¡Usa la fusta, cretino!
Porton chillaba, pues ya era evidente, incluso a simple vista, que los colores azul marino y gris mar de Lucky Nelson tomaban la delantera, y que sus competidores les dejaban cortésmente paso. Un segundo caballo pareció intentar competir con él, luego aflojó, pero Open Space estaba ya a tres cuerpos de distancia, aunque su jockey trabajaba furiosamente con la fusta en el aire alrededor de los cuartos traseros de su montura.
—¡Protesto! —gritaba Porton—. ¿Dónde demonios está el director? ¡Ese caballo fue desplazado! ¡Nunca en mi vida he visto desplazar a un caballo con tanto descaro!
Mientras Lucky Nelson continuaba airosamente a medio galope después de la meta, Jerry desvió rápidamente la mirada de nuevo hacia la derecha y hacia abajo. Ko estaba impertérrito. No era inescrutabilidad oriental. Jerry nunca había aceptado ese mito. No era indiferencia, desde luego. Era sólo que estaba contemplando el satisfactorio desarrollo de una ceremonia: el señor Drake Ko presencia el desfile de sus tropas. Su mujercita loca estaba muy tiesa a su lado, como si, después de todos los combates de su vida, por fin estuviesen interpretando el himno suyo. Jerry se acordó por un instante de la vieja Pet en sus mejores tiempos. Era exactamente igual que Pet, pensó, cuando el orgullo de las cuadras de Sambo entraba en decimoctavo lugar. Su forma de estar, de afrontar el fracaso.
La entrega de las copas fue un momento de ensueño.
Aunque a la escena le faltaba un tenderete de pastelillos y bebidas; la claridad del sol era muy superior sin duda a las expectativas del organizador más optimista de una fiesta de pueblo inglesa; y las copas de plata eran bastante más lujosas que la raída jarrita que ofrenda el squire al ganador de la carrera a tres piernas. Los sesenta policías uniformados quizá resultasen también un poco ostentosos. Pero la simpática dama de turbante años treinta que presidía la larga mesa blanca era tan empalagosa y arrogante como pudiese haber deseado el patriota más puntilloso. Conocía exactamente las formas. El director le entregó la copa y ella la cogió y la apartó de sí en seguida como si quemase. Drake Ko y su esposa, que sonreían de oreja a oreja (Ko aún con la boina), emergieron de un grupo de satisfechos partidarios y recogieron la copa, pero pasaron tan de prisa, tan alegremente cruzaron en ambas direcciones la extensión de césped cercado con cuerdas, que pillaron descuidado al fotógrafo que hubo de rogar a los dos primeros actores que repitieran el momento cumbre. Esto irritó muchísimo a la distinguida dama, y Jerry captó las palabras «qué fastidio» por encima del parloteo de los mirones. La copa quedó definitivamente en posesión de Ko, la dama distinguida recibió adusta seiscientos dólares en gardenias; Oriente y Occidente volvieron gratamente a sus acuartelamientos respectivos.
—¿Ha habido suerte? —preguntó cordialmente el capitán Grant. Volvían hacia las gradas.
—Bueno, sí, he apostado por él —confesó Jerry con una sonrisa—. Una sorpresilla, ¿no?
—Bueno, era la carrera de Drake, no hay duda —dijo Grant secamente; caminaron un rato—. Un detalle inteligente de tu parte darte cuenta. Nosotros no nos la dimos. ¿Quieres hablar con él?
—¿Hablar con quién?
—Con Ko. Mientras le dura la emoción por la victoria. Quizá consigas sacarle algo, por una vez —dijo Grant con su cordial sonrisa—. Vamos, te lo presentaré.
Jerry no titubeó. Como periodista, tenía todos los motivos para decir «sí». Como espía… bueno, en Sarratt dicen a veces que no hay nada peligroso, que lo que lo hace peligroso es el pensarlo. Volvieron al grupo. La gente de Ko había formado una especie de círculo alrededor de la copa y se oían risas escandalosas. En el centro, más próximo a Ko, estaba el filipino gordo con su hermosa chica, y Ko hacía el payaso con la chica, besándola en ambas mejillas, besándola después otra vez, mientras todos reían salvo la esposa de Ko, que se retiró deliberadamente y empezó a hablar con una mujer china de su edad.
—Ése es Arpego —le dijo Grant a Jerry al oído, refiriéndose al filipino gordo—. Es propietario de Manila y de casi todas las islas cercanas.
La barriga de Arpego sobresalía del cinturón como una roca embutida dentro de la camisa.
Grant no fue directamente hacia Ko, sino que llamó aparte a un chino corpulento y mofletudo, de unos cuarenta años, traje azul eléctrico, que parecía una especie de ayudante. Jerry se quedó aparte, esperando. El chino gordo se acercó a él, con Grant a su lado.
—Éste es el señor Tiu —dijo Grant quedamente—. Señor Tiu, éste es el señor Westerby, hijo del famoso.
—¿Quiere usted hablar con el señor Ko, señor Wessby?
—Si no hay inconveniente.
—Claro que no —dijo eufóricamente Tiu.
Sus regordetas manos flotaban incansables frente a su vientre. Llevaba un reloj de oro en la muñeca derecha. Tenía los dedos curvados, como para achicar agua. Era pulido y lustroso y tanto podría tener treinta años como sesenta.
—Cuando el señor Ko gana una carrera, no hay inconveniente en nada. Yo le traeré. Espere aquí. ¿Cómo se llamaba su padre?
—Samuel —dijo Jerry.
—Lord Samuel —dijo Grant, con firmeza, e inexactitud.
—¿Quién es? —preguntó Jerry, cuando el gordo Tiu volvía al ruidoso grupo de chinos.
—El mayordomo de Ko. Administrador, pateador jefe, criado para todo, intermediario. Lleva con él, desde el principio. Se escaparon los dos juntos de los japoneses cuando la guerra.
Y también su triturador jefe, pensó Jerry, viendo cómo volvía Tiu con su amo.
Grant empezó de nuevo con las presentaciones.
—Señor —dijo—, éste es Westerby, cuyo famoso padre, el Lord, tenía muchos caballos muy lentos. Compró también varios hipódromos por aquello de los apostadores profesionales.
—¿Qué periódico? —dijo Ko.
Tenía la voz áspera, poderosa y profunda, aunque Jerry creyó captar, sorprendido, un rastro de acento inglés North Country, que le recordó a la vieja Pet.
Jerry se lo dijo.
—¡Ese periódico con chicas! —exclamó alegremente Ko—. Yo solfa leer ese periódico en Londres, durante mi residencia allí con objeto de estudiar leyes en el famoso Gray’s Inn of Court. ¿Y sabe usted por qué leía yo su periódico, señor Westerby? Porque estoy convencido de que cuantos más periódicos publiquen fotografías de chicas guapas en vez de noticias políticas, más posibilidades tendremos de conseguir un mundo mejor.
Ko hablaba con una mezcla de locuciones mal utilizadas e inglés de sala de sesiones.
—Tenga la bondad de comunicárselo de mi parte a su periódico, señor Westerby. Se lo ofrendo como consejo gratuito.
Con una risa, Jerry abrió su cuaderno.
—Aposté por su caballo, señor Ko. ¿Qué tal sienta ganar?
—Mejor que perder, creo yo.
—¿No cansa?
—Me gusta cada vez más.
—¿Eso es también aplicable a los negocios?
—Naturalmente.
—¿Puedo hablar con la señora Ko?
—Está ocupada.
Mientras tomaba notas, Jerry empezó a sentirse desconcertado por un aroma familiar. Era el olor de un jabón francés almizcleño y muy acre, una mezcla de almendras y agua de rosas favorito de una esposa anterior: pero también, al parecer, del lustroso Tiu para aumentar su atractivo.
—¿Cuál es la fórmula para ganar, señor Ko?
—Trabajo duro. Nada de política. Dormir bastante.
—¿Es usted mucho más rico ahora que hace diez minutos?
—Era ya bastante rico hace diez minutos. Puede usted decirle también a su periódico que soy un gran admirador del estilo de vida inglés.
—¿Aunque no trabajemos duro? ¿Aunque hagamos mucha política?
—Diga sencillamente eso —contestó Ko, mirándole a la cara, y en tono imperativo.
—¿Por qué tiene usted tanta suerte, señor Ko?
Ko pareció no haber oído esta pregunta, pero su sonrisa se desvaneció lentamente. Miraba a Jerry a los ojos, midiéndole con sus achinadísimos ojos; su expresión se había endurecido perceptiblemente.
—¿Por qué tiene usted tanta suerte, señor? —repitió Jerry.
Hubo un largo silencio.
—Sin comentarios —dijo Ko, aún mirando a Jerry a la cara.
La tentación de forzar la pregunta resultaba irresistible.
—Juguemos limpio, señor Ko —urgió Jerry, con una amplia sonrisa—. El mundo está lleno de gente que sueña con ser tan rica como usted. Deles una pista, ¿quiere? ¿Por qué tiene usted tanta suerte?
—Métase en sus asuntos —le dijo Ko y, sin la menor ceremonia, le dio la espalda y se alejó.
Al mismo tiempo, Tiu dio un lento paso al frente, bloqueando el avance de Jerry con una mano suave sobre el antebrazo de éste.
—¿Va usted a ganar la próxima vez, señor Ko? —preguntó Jerry por encima del hombro de Tiu a la espalda que se alejaba.
—Será mejor que se lo pregunte usted al caballo, señor Wessby —sugirió Tiu con una sonrisa regordeta, la mano aún sobre el brazo de Jerry.
Muy bien podría haberlo hecho así, pues Ko se había reunido ya con su amigo el señor Arpego el filipino, y estaban riéndose y charlando exactamente igual que antes. Drake Ko es un tipo de cuidado, recordó Jerry. A Drake Ko no puedes contarle cuentos de hadas. Tiu tampoco lo hacía del todo mal, pensó.
Mientras volvían hacia las gradas, Grant reía quedamente para sí.
—La última vez que Ko ganó ni siquiera acompañó al caballo al paddock después de la carrera —recordó—. Lo despidió con un gesto. No quería.
—¿Por qué no?
—Porque no esperaba ganar, por eso. No se lo había dicho a sus amigos chiu-chows. Era quedar mal. Quizás sintió lo mismo cuando le preguntaste lo de su suerte.
—¿Cómo llegó a directivo?
—Bueno, mandó a Tiu que se lo arreglara, sin duda. Lo habitual. Salud. No olvides cobrar las ganancias.
Y entonces sucedió: el fortunón imprevisto de As Westerby. Había terminado la última carrera, Jerry contaba con cuatro mil dólares a su favor y Luke había desaparecido. Jerry probó en el American Club, en el Club Lusitano y en otros dos, pero o no le habían visto o le habían echado. Sólo había una puerta para salir del recinto, así que Jerry se unió al desfile. El tráfico era caótico. Rolls Royces y Mercedes competían por espacio de aparcamiento y la multitud empujaba desde atrás. Decidiendo no incorporarse a la lucha por los taxis, Jerry inició la marcha por la estrecha acera y vio, sorprendido, a Drake Ko, solo, que surgía de una salida de enfrente; por primera vez desde que Jerry le pusiera los ojos encima, Ko no sonreía. Al llegar al borde de la acera, pareció dudar si cruzar o no, luego se quedó donde estaba, mirando el tráfico que pasaba. Está esperando el Rolls Royce Phantom, pensó Jerry, recordando la flota del garaje de Headland Road. O el Mercedes, o el Chrysler. De pronto, Jerry le vio agitar la boina y echarla en broma hacia la carretera como para atraer fuego de rifle. Las arrugas revolotearon alrededor de sus ojos y de su mandíbula, relumbraron los dientes de oro en señal de bienvenida y, en vez de un Rolls Royce o un Mercedes o un Chrysler, paró chirriante a su lado un largo Haward tipo E rojo con la capota plegada, indiferente a los demás coches. A Jerry no podría haberle pasado desapercibido aunque hubiera querido. Sólo el ruido de los neumáticos hizo que todo el mundo se volviera. Sus ojos leyeron la matrícula, su mente la archivó. Ko subió a bordo con la emoción de quien no ha montado nunca en un descapotable y antes de que arrancara de nuevo ya estaba riendo y charlando. Pero no antes de que Jerry hubiera visto a la conductora, el pañuelo azul flotante, las gafas oscuras, el pelo rubio y largo y lo suficiente de su cuerpo, cuando se inclinó por encima de Drake para cerrar la puerta, para saber que era una mujer impresionante. Drake había apoyado la mano en su espalda desnuda, los dedos extendidos, y gesticulaba con la otra mientras le daba sin duda una versión detallada de su victoria, y, cuando arrancaron, plantó un beso muy poco chino en su mejilla, y luego, por sí acaso, otros dos: pero todo ello, de algún modo, con mucha más sinceridad de la que había aportado al asunto de besar a la acompañante del señor Arpego.
Al otro lado de la carretera se alzaba la puerta por la que acababa de salir. Ko y la verja de hierro aún estaba abierta. Con el pensamiento girando incesante, Jerry sorteó el tráfico y cruzó la verja. Y se vio en el viejo Cementerio Colonial, un lugar exuberante, lleno del aroma de flores y la sombra de árboles frondosos. Jerry nunca había estado allí y le conmovió entrar en aquel retiro. Se alzaba en una ladera opuesta que rodeaba una vieja capilla que estaba cayendo en gentil abandono. Sus cuarteadas paredes brillaban a la chispeante luz del crepúsculo. Al lado, desde una perrera con tela metálica, un escuálido perro alsaciano le ladró furioso.
Jerry miró a su alrededor, sin saber por qué estaba allí ni lo que buscaba. Las tumbas pertenecían a gente de todas las edades y razas y sectas. Había tumbas de rusos blancos y sus lápidas ortodoxas eran oscuras y estaban adornadas con detalles de grandeur zarista. Jerry imaginó una gruesa capa de nieve sobre ellas, y su forma aún seguía apreciándose a través de la nieve. Otra lápida describía el inquieto periplo de una princesa rusa y Jerry se detuvo a leerlo: Tallin a Pekín, con fechas, Pekín a Shanghai, con fechas también, a Hong Kong en el cuarenta y nueve, a morir. «Y fincas en Sverdlovsk», concluía desafiante el informe. ¿Sería Shanghai la conexión?
Regresó con los vivos. Tres viejos con trajes azules tipo pijama estaban sentados en un banco en sombras, sin hablarse. Habían colgado sus jaulas de pájaros en las ramas, arriba, lo bastante cerca para oír cada cual el canto de los otros por encima del ruido del tráfico y de las cigarras. Dos sepultureros de casco de acero llenaban una tumba nueva. No se veía ninguna comitiva fúnebre. Sin saber aún lo que quería, llegó a las escaleras de la capilla. Atisbo por la puerta. En el interior, la oscuridad era absoluta, después de la claridad del sol. Una vieja le miró furiosa. Retrocedió. El perro alsaciano le ladró con más fuerza. Era muy joven. Un cartel decía «Sacristán» y siguió la dirección que indicaba. El estruendo de las cigarras era ensordecedor, ahogaba incluso los ladridos del perro. El aroma de las flores era vaporoso y algo descompuesto. Le había asaltado una idea, era casi una pista. Y estaba decidido a seguirla.
El sacristán era un hombre amable y distante y no hablaba inglés. Los libros eran muy viejos, las anotaciones parecían antiguas cuentas bancarias. Jerry se sentó a la mesa despacio pasando las pesadas páginas, leyendo los nombres, las fechas de nacimiento, muerte y entierro; por último, la referencia al plano: la zona y el número. Cuando encontró lo que buscaba, salió de nuevo al aire y se abrió paso por un sendero distinto, entre una nube de mariposas, cerro arriba, hacia el acantilado. Desde una pasarela, riendo, le miraba un grupo de colegialas. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro. Pasó entre matorrales altos y entró en un soto inclinado de hierba amarilla, donde las lápidas eran muy pequeñas, los montículos sólo de treinta o sesenta centímetros. Jerry pasó entre ellos, leyendo los números, hasta que se vio ante una verja baja de hierro con los números siete dos ocho. La verja formaba parte de un perímetro rectangular y Jerry alzó los ojos y se vio contemplando la estatua a tamaño natural de un muchachito de bombachos Victorianos de los ceñidos bajo la rodilla y chaqueta Eton, con desgreñados rizos de piedra y labios de piedra como capullos de rosa, que recitaba o cantaba leyendo de un libro de piedra abierto, mientras mariposas auténticas revoloteaban frívolas alrededor de su cabeza. Era un niño totalmente inglés y la inscripción decía Nelson Ko. En amoroso recuerdo. Seguían un montón de fechas y Jerry tardó un segundo en entender su significado: diez años sucesivos sin fallar ni uno; el último, 1968. Entonces comprendió que eran los diez años que había vivido el niño, para saborearlos uno a uno. En el escalón del fondo del plinto había un gran ramo de orquídeas, aún envueltas en el papel.
Ko había ido a dar las gracias a Nelson por su triunfo. Jerry comprendió al fin por qué no le gustaba que le atropellaran con preguntas sobre su suerte.
Existe una especie de fatiga sólo conocida por los agentes de campo: el sujeto siente una atracción por la delicadeza que puede significar el beso de la muerte. Jerry se demoró un momento más contemplando las orquídeas y al niño de piedra, grabándolo todo en su mente, junto con lo que ya había visto y leído de Ko hasta entonces. Y le embargó un abrumador sentimiento (sólo un momento, pero era peligroso en cualquier situación) de consumación, como si hubiera conocido a una familia, y hubiera acabado descubriendo que era la suya. Tenía la sensación de culminación, de llegada.
He ahí un hombre, con una casa como aquélla, con una esposa como la suya, que actuaba y jugaba de un modo que Jerry entendía sin esfuerzo. Un hombre sin convicciones determinadas; pero en aquel momento Jerry le veía más claramente de lo que nunca se hubiera visto a sí mismo. Un pobre muchacho chiu-chow que llega a directivo del Jockey Club, con una Orden del Imperio Británico, y que remoja a su caballo antes de una carrera. Un gitano acuático hakka que da un entierro anabaptista y una efigie inglesa a su hijo muerto. Un capitalista que odia la política. Un abogado fallido, jefe de banda, constructor de hospitales, que controla unas líneas aéreas que trafican con opio, un financiador de templos de los espíritus que juega al croquet y viaja en Rolls Royce. Un bar norteamericano en su jardín chino y oro ruso en su cuenta en administración. Tan complejos y contradictorios descubrimientos no alarmaron lo más mínimo a Jerry en aquel momento; no presagiaban incertidumbres ni paradojas. Jerry los veía más bien soldados por el propio y áspero impulso de Ko en un hombre único pero polifacético no muy distinto al viejo Sambo. Aún con más fuerza (durante los pocos segundos que perduró) le asaltó la sensación irresistible de estar en buena compañía, cosa que siempre le había complacido. Volvió a la salida en un estado de ánimo de plácida munificencia, como si hubiera ganado la carrera él y no Ko. Hasta que llegó a la carretera no le devolvió la realidad a su buen juicio.
El tráfico se había despejado y encontró sin dificultad un taxi. No llevaban recorridos cien metros cuando vio a Luke, solo, haciendo cabriolas por el bordillo. Le metió en el taxi y le dejó a la puerta del Club de corresponsales extranjeros. Desde el Hotel Furama marcó el número de la casa de Craw, dejó que sonara dos veces, volvió a marcar y oyó la voz de Craw preguntando: «¿Quién cojones es?». Preguntó por un tal señor Savage, recibió una respuesta grosera y la información de que se equivocaba de número, concedió a Craw media hora para llegar a otro teléfono y luego entró en el Hilton para la respuesta.
Nuestro amigo había aflorado en persona, le dijo Jerry. Se había exhibido en público con motivo de un gran triunfo. Cuando la cosa terminó, una linda rubia le recogió en su coche deportivo. Jerry recitó el número de la matrícula. Estaba claro que eran amigos, dijo. Muy efusivo y muy poco chino. Amigos por lo menos, según él.
—¿Ojirredonda?
—¡Pues claro, hombre! Dónde se ha visto que una…
—Dios, Dios —dijo Craw suavemente, y colgó, antes de que Jerry tuviera siquiera posibilidad de explicarle lo de la tumba del pequeño Nelson.