Era sábado en Hong Kong de nuevo, pero los tifones estaban olvidados y el día ardía cálido, claro y asfixiante. En el Club Hong Kong, un reloj serenamente cristiano dio once campanadas y el repiqueteo resonó en los cristales como cucharas que cayesen al suelo en una cocina lejana. Los mejores asientos estaban ya ocupados por lectores del Telegraph del jueves anterior, que ofrecía una imagen completamente decepcionante de las miserias económicas y morales de su patria.
—La libra otra vez en apuros —gruñó una voz áspera a través de una pipa—. Huelga de electricistas. Huelga de ferroviarios. Huelga de pilotos.
—¿Quién trabaja? Habrá que preguntar eso —dijo otro, con la misma aspereza.
—Si yo fuese el Kremlin, diría que estábamos haciendo un trabajo de primera —dijo el que primero había hablado, aullando la palabra trabajo para darle un tono de indignación militar, y con un suspiro pidió un par de martinis secos. Ninguno tenía más de veinticinco años, pero ser un patriota exiliado a la busca de fortuna rápida puede envejecerte muy de prisa.
El Club de corresponsales extranjeros celebraba uno de sus días eclesiales en que los ciudadanos sobrepasaban en número con mucho a periodistas e informadores. Sin el viejo Craw para integrarlos, los del Club de bolos de Shanghai se habían dispersado y algunos habían abandonado definitivamente la Colonia. Los fotógrafos habían cedido al señuelo de Phnom Penh, con la esperanza de que hubiese nuevos combates importantes en cuanto terminase la estación de las lluvias. El vaquero estaba en Bangkok, donde se esperaba un recrudecimiento de los motines estudiantiles, Luke en el despacho y su jefe el enano espatarrado en el bar, rodeado de sonoros señoritos ingleses de pantalones oscuros y camisas blancas discutiendo la caja de cambios del mil cien.
—Pero esta vez fría. ¿Me has oído? ¡Mucho fría y tráela chop chop!
Hasta el Rocker estaba mudo. Le acompañaba aquella mañana su esposa, antigua profesora de la escuela bíblica de Borneo, una acartonada arpía de pelo casi al rape y calcetines por los tobillos, capaz de localizar un pecado antes incluso de que se cometiese.
Y unos tres kilómetros al este, por Cloudview Road, un trayecto de treinta centavos en el autobús urbano de precio único, en lo que se considera el rincón más poblado de nuestro planeta, en North Point, justo donde la ciudad se ensancha hacia el Pico, en la planta dieciséis de un alto edificio llamado 7A, tendido en un colchón donde había dormido un ratito, aunque sin sueños, estaba Jerry Westerby cantando con letra propia la melodía de Miami Sunrise y viendo cómo se desvanecía una hermosa muchacha. El colchón tenía dos metros diez de longitud, y estaba proyectado para que lo utilizase en el otro sentido una familia china completa y, por primera vez en su vida, más o menos, a Jerry no le colgaban los pies al fondo. Era más largo que el catre de Pet, un kilómetro por lo menos, más largo aún que la cama de la Toscana, aunque en la Toscana daba igual, porque tenía una chica de verdad en la que enroscarse y con una chica al lado no te estiras tanto en la cama. Mientras se perfilaba la chica a la que estaba mirando en una ventana situada frente a la suya, a diez metros o kilómetros de su alcance, y en cada una de las nueve mañanas que había despertado allí, ella se había desnudado y lavado de aquel modo, con considerable entusiasmo, aplauso incluso, de Jerry. Cuando tenía suerte, seguía toda la ceremonia, desde el momento en que ella echaba la cabeza hacia los lados para dejar caer el pelo negro hasta la cintura, hasta que se envolvía castamente en una tela y volvía a reunirse con su familia de diez miembros en la habitación contigua donde vivían todos. Jerry conocía íntimamente a la familia. Sus hábitos higiénicos, sus gustos musicales, culinarios y amorosos, sus fiestas, sus escandalosas y peligrosas riñas. No estaba seguro únicamente de si ella era dos chicas o una sola.
La muchacha se esfumó, pero él siguió cantando. Estaba anhelante; aquello le ponía siempre así, ya estuviese a punto de adentrarse en un callejón de Praga para dejar unos paquetitos a un tipo aterrorizado en un portal o (su mejor hora, y para un ocasional algo sin precedentes) remar cinco kilómetros en un bote para sacar a un operador de radio de una playa del Caspio. En las horas difíciles, Jerry descubría siempre en sí la misma sorprendente destreza, el mismo ánimo firme, la misma atención despierta. Y el mismo temor aullante, lo que no era necesariamente una contradicción. Es hoy, pensó. Se levantó la veda.
Había tres habitaciones pequeñas y tenían todas suelo de parqué. Era la primera cosa en que se fijaba todas las mañanas, porque no había muebles por ninguna parte, salvo el colchón y la silla de la cocina y la mesa donde tenía la máquina de escribir, el plato de la cena, que hacía también servicio de cenicero, y el calendario con la chica, año de 1960, una pelirroja cuyos encantos habían perdido su fragancia hacía ya mucho. Jerry conocía exactamente el tipo: ojos verdes, mucho temperamento y una piel tan sensible que era como un campo de batalla en cuanto le ponías un dedo encima. Añade un teléfono, un tocadiscos viejo sólo para los de 78 y dos pipas de opio muy reales… suspendidas de prácticos clavos en la pared, y ése era el inventario completo de las riquezas y valores de Ansiademuerte el Huno, ahora en Camboya, al que Jerry había alquilado el apartamento. Y el saco de los libros, propiedad de este último, que estaba junto al colchón.
Se había parado el gramófono. Se levantó muy animoso ajustándose el improvisado sarong al estómago. Mientras lo hacía, empezó a sonar el teléfono, así que se sentó de nuevo, cogió el cable y arrastró hacia sí por el suelo el aparato. Era Luke, como siempre, que quería jugar.
—Lo siento, muchacho. Estoy con un artículo. Prueba a jugar al whist tú solo.
Jerry activó el reloj parlante y oyó un graznido en chino, luego otro en inglés y puso su reloj de pulsera al segundo. Luego se acercó al gramófono y puso otra vez Miami sunrise, a todo volumen. Era el único disco que tenía, pero ahogaba el gorgoteo del inútil acondicionador de aire. Tarareando aún, abrió el único armario, y de un viejo maletín de piel que había en el suelo sacó una amarillenta raqueta de tenis de su padre, cosecha de mil novecientos treinta y tantos, con S. W. en tinta indeleble en el extremo del mango. Desenroscó el mango y sacó de la cavidad cuatro tubitos de microfilmes, una sucia lombriz de guata y una cámara para microfilmes con cadena graduada, que el conservador que había en él prefería a los modelos más relumbrantes que habían intentado colocarle los de Sarratt. Cargó la cámara con un rollo, ajustó la velocidad de la película y tomó tres lecturas de luz de muestra del pecho de la pelirroja antes de dirigirse en sandalias a la cocina, donde se arrodilló devotamente ante la nevera y soltó la corbata Free Forresters que sujetaba la puerta de ésta. Pasó la uña del pulgar derecho por las podridas bandas de goma, con un ruido desapacible y quejumbroso, sacó tres huevos, y volvió a colocar la corbata donde antes. Mientras esperaba a que hirvieran, se acercó a la ventana y, con los codos en el alféizar, contempló afectuosamente por la rejilla antirrobos sus amados tejados que descendían como estriberones gigantes hasta el borde del mar.
Los tejados eran de por sí solos una civilización, un pasmoso cuadro de supervivencia frente a la violencia de la ciudad. Dentro de sus recintos alambrados, había míseros talleres que fabricaban anoraks, y en donde se celebraban servicios religiosos, se jugaba al mah-jong, y los adivinadores del futuro quemaban pebetes perfumados y consultaban inmensos volúmenes pardos. Delante de él, se extendía un jardín de lo más ortodoxo hecho con tierra traída de contrabando. Debajo, tres viejas engordaban cachorrillos de chow para la olla. Había escuelas de baile, de lectura, de ballet, de recreo y de combate, había escuelas culturales y para explicar las maravillas de Mao, y aquella mañana, mientras Jerry esperaba que hirvieran los huevos, un viejo completaba su galimatías calisténico antes de abrir la sillita plegable donde realizaba su lectura diaria de los Pensamientos del gran hombre. Los pobres más prósperos, si carecían de techo, se construían ellos mismos tambaleantes nidos de cuervo, de medio metro por dos y medio, sobre voladizos de fabricación casera adosados a la altura de sus salones. Ansiademuerte afirmaba que allí había suicidios continuamente. Eso era lo que le retenía en aquel lugar, decía. Cuando no estaba fornicando, solía asomarse a la ventana con la Nikon con la esperanza de cazar uno, pero nunca lo lograba. Abajo, a la derecha, había un cementerio que Ansiademuerte dijo que traía mala suerte y consiguió un descuento de cinco dólares en el alquiler.
Volvió a sonar el teléfono mientras comía.
—¿Qué reportaje? —dijo Luke.
—Las putas de Wanchai han raptado al Gran Mu —dijo Jerry—. Se lo han llevado a la Isla de los Picapiedra y piden rescate.
Aparte de Luke, solían ser mujeres de Ansiademuerte quienes llamaban, pero no querían a Jerry en su lugar. La ducha no tenía cortina, así que tenía que acuclillarse en un rincón azulejado, como un bóxer, para no inundar todo el cuarto de baño. Al volver al dormitorio, se puso el traje, cogió el cuchillo de cocina y contó doce tacos de madera desde el rincón del cuarto. Con la hoja del cuchillo extrajo el treceavo. En un espacio hueco de la superficie inferior alquitranosa había una bolsa de plástico que contenía un fajo de billetes, dólares norteamericanos, pequeños y grandes; un pasaporte de emergencia, un permiso de conducir y una tarjeta de viaje aéreo a nombre de Worrell, contratista; y un arma corta que, desafiando todas las normas imaginables del Circus, Jerry había conseguido a través de Ansiademuerte, que no se molestaba en llevarla en sus viajes. Extrajo de este cofre del tesoro cinco billetes de cien dólares y, dejando el resto intacto, volvió a colocar el taco de madera en su sitio. Metió luego la cámara y dos rollos de reserva en los bolsillos y salió, silbando, al pequeño descansillo. Su puerta estaba protegida por un enrejado pintado de blanco que no entretendría a un ladrón decente más de minuto y medio. Jerry la había tanteado un día que no tenía nada mejor que hacer, y le había llevado ese tiempo. Pulsó el botón del ascensor, y éste llegó lleno de chinos que salieron todos. Pasaba siempre. Jerry era sencillamente demasiado grande para ellos, demasiado feo, demasiado extranjero.
«De lugares como aquél —pensó Jerry con una alegría forzada, mientras se sepultaba en la absoluta oscuridad del autobús que llevaba a la ciudad—, salen a salvar el Imperio los hijos de San Jorge».
«El tiempo dedicado a la preparación nunca es tiempo perdido», dice la diligente máxima de contraespionaje de la Guardería.
Jerry se convertía a veces en un hombre de Sarratt y en sólo eso. Según la lógica normal de las cosas, podría haber ido directamente a su destino: nada se lo impedía, no había, según la lógica normal de las cosas, motivo alguno, sobre todo después de su juerga de la última noche, para que Jerry no hubiera tomado un taxi a la puerta de casa, irrumpido allí alegremente y, tras tirar de la barba a su reciente amigo del amia, resolver el asunto. Pero no era ésta la lógica normal de las cosas, y en la tradición de Sarratt, Jerry se acercaba a la hora de la verdad: al momento en que se cerraba de un portazo para él la salida de atrás, tras lo que no quedaba más salida que seguir adelante; la hora en que sus veinte años de oficio, todos ellos, se alzaban en él y gritaban «cuidado». Si caminaba hacia una trampa, sería entonces cuando la trampa saltara. Aunque conociese de antemano su ruta, habría de todos modos puestos estacionarios por delante de él, en coches y detrás de ventanas, y los equipos de vigilancia le bloquearían en caso de chapuza o de desviación. Si había una última oportunidad de tantear el agua antes de zambullirse, era entonces. La noche anterior, rondando por las guaridas, podrían haberle vigilado un centenar de ángeles locales y él no haberse dado ni cuenta de que era su presa. Pero ahora podía rastrear y numerar las sombras. Ahora, en teoría al menos, tenía una posibilidad de saber.
Miró el reloj. Tenía exactamente veinte minutos para llegar y, aun a ritmo chino, y no europeo, le bastaba con siete. Así que paseó, mas no con indolencia. En otros países, casi cualquier lugar del mundo que no fuese Hong Kong, se habría dado mucho más tiempo. Detrás del Telón, según la tradición de Sarratt, era medio día, a ser posible más. Se había escrito una carta a sí mismo, para así poder llegar a mitad de la calle, parar en seco en el buzón y dar la vuelta y comprobar qué pies vacilaban, qué caras se volvían, buscando las formaciones clásicas: una pareja a un lado, tres individuos al otro, el grupo de cabeza que Bota delante de ti.
Pero, paradójicamente, aunque aquella mañana siguiese celosamente las etapas, había otra parte de él que sabía que no hacía más que perder el tiempo. Sabía que un ojirredondo podía vivir en Oriente toda su vida en el mismo edificio y no tener nunca la más remota idea del tic tac secreto de la entrada. En todas las esquinas de cada una de las atestadas calles que tendría que recorrer, habría hombres mirando, haraganeando, dedicados afanosamente a no hacer nada: el mendigo que estira de pronto los brazos y bosteza, el limpiabotas tullido que se lanza a por tus pies en fuga y al perderlos bate con fuerza un cepillo con otro, la vieja buscona que vende pornografía birracial y que abocina la boca con la mano y lanza una palabra hacia el andamiaje de bambú que hay encima; aunque Jerry tuviese registradas todas estas escenas en su mente, le resultaban ahora tan tenebrosas como cuando llegó por vez primera a Oriente. ¿Veinte años? ¡Dios Santo! Veinticinco. ¿Macarras? ¿Vendedores de lotería? ¿Traficantes de droga ofreciendo papelines de «amarilla dos dólar, azul cinco dólar… para cazar dragón, muy rápido»? ¿O estaban pidiendo un cuenco de arroz en los puestos de comida de al lado? En Oriente, compadre, para sobrevivir necesitas saber que no sabes.
Utilizaba a modo de espejos los revestimientos de mármol de las tiendas: estanterías de ámbar, de jade, anuncios de tarjetas de crédito, aparatos eléctricos y pirámides de negras maletas que parecía que nadie llevaba nunca. En Cartier, una linda muchacha colocaba perlas en una bandejita de terciopelo, acostándolas allí para el día. Al percibir su presencia, alzó los ojos y le miró; y el viejo Adán se agitó brevemente en Jerry, pese a sus obsesiones. Pero una ojeada a la indolente sonrisa, al traje astroso y a las botas de cabritilla, dijo a la chica cuanto quería saber: Jerry Westerby no era un posible cliente. Jerry pudo ver noticias de nuevas batallas al pasar por un quiosco de periódicos. La Prensa en lengua china llevaba fotos en portada de niños diezmados, aullantes madres y soldados de casco tipo norteamericano. Jerry no pudo determinar si era Vietnam o Camboya o Corea o Filipinas. Los caracteres rojos de los titulares daban la sensación de salpicaduras de sangre. Quizás Ansiademuerte tuviese suerte al fin.
Sediento por los excesos de la noche anterior, Jerry atravesó el Mandarín y se sumergió en la penumbra de Captain’s Bar, pero sólo bebió agua en el lavabo de caballeros. Compró al salir un ejemplar de Time pero no le gustó cómo le miraban los trituradores de paisano y se fue. Uniéndose de nuevo a la multitud, se dirigió tranquilamente a Correos, un edificio construido en 1911 y que había ido deteriorándose desde entonces, pero que ahora parecía una exótica y rancia antigüedad a la que habían hermoseado las masas de hormigón de los edificios colindantes. Dobló luego, cruzó bajo los arcos y entró en Pedder Street, pasando bajo un puente verde de material corrugado por donde circulaban las sacas de correos como pavos decapitados. Giró otra vez y cruzó hasta el Connaught Centre, utilizando el puente de peatones para despejar más el campo.
En el resplandeciente vestíbulo de acero, una campesina limpiaba los engranajes de una escalera automática con un cepillo de alambre y en el paseo un grupo de estudiantes chinos contemplaban con respetuoso silencio Óvalo punteado, de Henry Moore. Jerry miró atrás y vislumbró la cúpula parda de los Juzgados viejos empequeñecida por las paredes colmenescas del Hilton: La Reina contra Westerby, «Y se acusa al detenido de chantaje, corrupción, afecto fingido y algunas cosas más que ya iremos inventándonos antes de que termine el día». El puerto estaba lleno de embarcaciones, la mayoría pequeñas. Tras él, los Nuevos Territorios, con las cicatrices de las excavaciones, pugnaban en vano contra las cenagosas nubes de contaminación. A sus pies, nuevos almacenes y chimeneas de fábricas que eructaban un humo parduzco.
Volviendo sobre sus pasos, pasó ante las grandes firmas comerciales escocesas. Jardines, Swire, y vio que estaban con el cierre echado. Debe ser fiesta, pensó. ¿Nuestra o suya? En Statue Square, había un tranquilo festival con surtidores, sombrillas de playa, vendedores de coca-cola y como medio millón de chinos en grupos o pasando ante él como un ejército descalzo, lanzando ojeadas a su estatura. Altavoces, compresores, música aullante. Al cruzar Jackson Road, el nivel de ruidos bajó un poco. Ante él, en una extensión de césped inglés perfecto, se solazaban quince individuos vestidos de blanco. La partida de cricket de todo el día no había hecho más que empezar. En el extremo receptor, un individuo flaco y desdeñoso que llevaba una gorra pasada de moda jugueteaba con los guantes. Jerry se quedó mirando sonriente, con campechana cordialidad, el bowler lanzó la bola. Velocidad media, un poco de efecto, bola segura. El bateador pegó con buen estilo, erró e inició un legbye en movimiento lento. Jerry previo una partida larga y tediosa, con aburrimiento general. Se preguntó quién jugaría con quién, y decidió que era la mafia habitual del Pico que jugaba sola. Al otro lado de la calle, se alzaba el Banco de China, un inmenso y acanalado sarcófago festoneado de consignas púrpura alabando a Mao. En su base, leones de granito miraban miopes mientras rebaños de chinos de camisa blanca se fotografiaban unos a otros junto a sus flancos.
Pero el banco en que Jerry tenía puestos los ojos quedaba directamente detrás del brazo del bowler. Ondeaba arriba una bandera inglesa y, para mayor seguridad, había abajo una furgoneta blindada. Las puertas estaban abiertas y sus bruñidas superficies brillaban como si fuesen de pirita. Mientras Jerry seguía hacia él en su errabundo arco, brotaron de pronto de la negrura del interior un grupo de guardias de casco, amparados por altos hindúes con rifles de elefante que escoltaron tres cajas de dinero negras por las amplias escaleras abajo, como si contuviesen la Hostia Consagrada. El camión blindado se alejó y durante un instante angustioso Jerry tuvo visiones de las puertas del banco cerrándose.
No visiones lógicas. Ni tampoco visiones nerviosas. Sólo que, durante un momento, Jerry esperó el fracaso con el mismo veterano pesimismo con que prevé el hortelano la sequía o el atleta un estúpido esguince la víspera de la gran competición. El agente de campo con veinte años a cuestas prevé una frustración impredecible más. Pero las puertas siguieron abiertas y Jerry se desvió hacia la izquierda. Da tiempo a los guardias a tranquilizarse, pensó. Proteger el dinero les habría puesto nerviosos. Se fijarán mucho, recordarán cosas.
Dio la vuelta, se dirigió lento e indolente hacia el Club Hong Kong: pórticos de Wedgwood, contraventanas a rayas y un olor a comida inglesa rancia en la entrada. La cobertura no es mentira, te dicen. Cobertura es lo que crees. Cobertura es lo que eres. Una mañana de domingo el señor Gerald Westerby, un periodista no demasiado notable, se dirige a uno de sus abrevaderos favoritos… En las escaleras del Club, Jerry hizo una pausa, se tanteó los bolsillos, dio luego una vuelta completa y se dirigió decididamente a su destino, recorriendo dos lados largos de la plaza mientras controlaba por última vez pies vacilantes y rostros huidizos. El señor Gerald Westerby, al descubrir que no anda muy bien de dinero, decide hacer una visita rápida al banco. Los guardias hindúes, con sus fusiles de elefante despreocupadamente colgados al hombro, le miraron sin interés.
¡Salvo que el señor Jerry Westerby no deba hacer eso!
Maldiciéndose por su estupidez, Jerry recordó que pasaba de las doce y que los bancos cerraban sus oficinas al público a las doce en punto. Después de las doce, sólo había servicio interno en los pisos superiores, cosa que había tenido en cuenta para planear la operación.
Tranquilízate, pensó. Maquinas demasiado. No pienses: haz. En el principio fue la acción. ¿Quién le había dicho esto? El viejo George, por supuesto, citando a Goethe. ¡Que lo dijese precisamente él!
Cuando iniciaba la entrada, le inundó de pronto el desánimo, y se dio cuenta de que era miedo. Tenía hambre. Estaba cansado. ¿Por qué le había dejado George tan sólo? ¿Por qué tenía que hacerlo todo él? Antes de la caída, habrían mandado niñeras delante de él (habría habido alguien dentro del banco incluso) sólo por ver si se ponía a llover. Habría habido un equipo de recepción para coger la presa antes casi de que él saliera del edificio y un coche dispuesto para la fuga, por si tenía que largarse en calcetines. Y en Londres (pensó dulcemente, contestándose), estaría el bueno de Bill Haydon, verdad, pasándoselo todo a los rusos, bendito sea. Pensando esto, Jerry se provocó una extraordinaria alucinación, rápida como el fogonazo de una cámara fotográfica, y que además se desvaneció con la misma lentitud. Dios había respondido a sus oraciones, pensó. Los viejos tiempos estaban allí otra vez en realidad, y en la calle había un equipo completo de apoyo. Tras él había aparcado un Peugeot azul con dos tipos fornidos, dos ojirredondos, dentro que miraban un programa de las carreras de Happy Valley. Antena de radio, todo completo. A su izquierda, pasaban perezosamente matronas norteamericanas cargadas con cámaras y guías de viaje y la obligación positiva de observar. Y del banco mismo, cuando él avanzaba tranquilamente hacia la entrada, surgieron un par de solemnes y adinerados individuos que lucían exactamente esa mirada torva que los vigilantes utilizan a veces para desalentar al ojo inquisitivo.
Senilidad, se dijo Jerry. Vas para abajo, amigo, no lo dudes. La chochez y el miedo te han puesto de rodillas. Y subió las escaleras, gallardo como un petirrojo en un cálido día de primavera.
El vestíbulo era tan grande como una estación de ferrocarril, la música grabada igual de castrense. La zona de las ventanillas estaba cerrada y no vio a nadie que atisbase, ni siquiera un fantasma escondido. El ascensor era una dorada jaula con una escupidera llena de arena para cigarrillos, pero en la novena planta, la amplitud de abajo había desaparecido por completo. Espacio era dinero. Un estrecho pasillo color crema conducía a una mesa de recepción vacía. Jerry avanzó tranquilamente, fijándose en la salida de emergencia y, en el ascensor de servicio, cuyo emplazamiento ya le habían indicado, por si tenía que hacer una zambullida. Extraño que supieran tanto, pensó, con tan pocas fuentes; deben haber sacado un plano del arquitecto de algún sitio. Sobre la mesa de recepción, un letrero de teca decía «Cuentas en administración: información». Al lado, un mugriento libro de bolsillo sobre la predicción del futuro por las estrellas, abierto y muy anotado. Pero ningún recepcionista, porque los sábados son distintos. Los sábados es cuando tienes más posibilidades, le habían dicho. Miró alegremente a su alrededor, sin nada en la conciencia. Un segundo pasillo recorría a lo ancho el edificio, puertas de oficina a la izquierda, sólidas mamparas forradas de vinilo a la derecha. De detrás de las mamparas llegaba el lento tecleo de una máquina de escribir eléctrica en la que alguien rellenaba un formulario legal, y el lento sonsonete sabatino de secretarias chinas con poco más que hacer que esperar que llegara el almuerzo y la tarde libre. Había cuatro puertas de vidrio esmerilado con mirillas tamaño penique para mirar en ambas direcciones, Jerry bajó por el pasillo, y fue mirando en cada una de las mirillas como si mirar fuese su recreo, manos en los bolsillos, una sonrisa un poco bobalicona arriba. La puerta de la izquierda, le habían dicho, una puerta, una ventana. Se cruzó con él un empleado, luego una secretaria de lindos y tintineantes tacones, pero Jerry, aunque astroso, era europeo y llevaba traje y nadie se metió con él.
—Buenos días, amigos —murmuró.
—Buenos días, señor —le desearon ellos a cambio.
Había rejas de hierro al final del pasillo y rejas de hierro en las ventanas. Y una luz de noche azul en el techo, supuso que por motivos de seguridad, pero cómo saberlo: fuego, protección de espacio, no sabía, no se la habían mencionado los instructores, y la química no era su especialidad precisamente. La primera estancia era una oficina, desocupada, a excepción de unos cuantos polvorientos trofeos deportivos, que había en el alféizar y un escudo de armas bordado del club de atletismo del banco en la pared del tablero. Pasó ante una pila de cajas de manzanas etiquetadas «Cuentas en administración». Debían estar llenas de títulos de propiedad y testamentos. La tradición tacaña de las viejas casas comerciales chinas se resistía a morir, al parecer. Un aviso en la pared decía «Privado» y otro «Sólo visitas concertadas».
La segunda puerta daba a un pasillo y a un pequeño archivo, igualmente vacío. La tercera era un lavabo, «Sólo Directivos», la cuarta tenía un tablero de anuncios para el personal justo al lado y una luz roja sobre la jamba y un gran rótulo en Letraset que decía «J. Frost cuentas en administración, sólo visitas concertadas, no entren cuando la luz esté encendida». Pero la luz no estaba encendida y la mirilla tamaño penique mostraba a un hombre solo en su escritorio, con la sola compañía de un montón de carpetas y rollos de costoso papel atados con cinta de seda verde a la manera inglesa, y dos televisores de circuito cerrado para las cotizaciones de la Bolsa, apagados, y la vista del puerto, obligatoria para la imagen de alto ejecutivo, cortada con líneas gris lápiz por las obligatorias persianas de librillo. Un hombrecillo lustroso, gordinflón, de aire próspero, con un traje chillón de lino verde Robin Hood, trabajaba allí, demasiado concienzudamente para ser sábado. Tenía la frente húmeda; negras medias lunas en los sobacos, y (para el informado ojo de Jerry) la plomiza inmovilidad del hombre que se recupera muy despacio del libertinaje.
Una habitación de esquina, pensó Jerry. Sólo una puerta, ésta. Un empujón y listo. Echó un último vistazo al pasillo vacío. Jerry Westerby a escena, pensó. Si no sabes hablar, baila. La puerta cedió sin resistencia. Penetró alegremente, con su mejor sonrisa tímida.
—Vaya, Frostie, qué hay, super. ¿Llego tarde o temprano? Ay, amigo mío, ¿sabes?, me ha pasado la cosa más extraordinaria del mundo ahí fuera, en el pasillo, casi tropecé con ellas, con un montón de cajas de manzanas llenas de papeluchos legales. Quién será el cliente de Frostie, me pregunté, «¿Semillas de naranja Cox? ¿Belleza para playa?». Belleza de playa, conociéndote. Me pareció divertido, después de las cabriolas de anoche por los salones.
Lo que, por muy insustancial que pudiese parecerle al atónito Frost, permitió a Jerry entrar en el despacho, cerrar la puerta rápido, mientras sus anchas espaldas tapaban la única mirilla y su alma enviaba oraciones de gratitud a Sarratt por un aterrizaje suave y pedía amparo a su Hacedor.
A la entrada de Jerry siguió un momento de teatralidad. Frost alzó la cabeza despacio, manteniendo los ojos semicerrados, como si la luz los dañase, lo cual era probable. Tras fijarlos en Jerry, pestañeó y los desvió, luego le miró otra vez para confirmar que era de carne y hueso. Después, se enjugó el sudor de la frente con el pañuelo.
—Dios santo —dijo—. Es su señoría. ¿Qué demonios haces tú aquí, aristócrata repugnante?
A lo que Jerry, aún junto a la puerta, respondió con otra gran sonrisa y alzando una mano en saludo pielroja, mientras determinaba exactamente los puntos peligrosos: los dos teléfonos, la caja gris de comunicación interna y la caja fuerte del armario con cerradura pero sin combinación.
—¿Cómo te dejaron entrar? Supongo que les deslumbraste con tu condición ilustre. ¿Qué pretendes con esto, con irrumpir aquí así?
No estaba ni la mitad de irritado de lo que sus palabras sugerían, y había abandonado la mesa y se contoneaba por el despacho.
—Esto no es un prostíbulo, sabes —añadió—. Esto es un banco respetable. Bueno, más o menos.
Al llegar a la considerable masa de Jerry, se puso en jarras y le miró, cabeceando asombrado. Luego, le dio unas palmadas en el brazo, un golpecito en el estómago y siguió cabeceando.
—Alcohólico, disoluto, lujurioso, libidinoso…
—Periodista —propuso Jerry.
Frost no tenía más de cuarenta, pero la naturaleza había grabado ya en él las señales más crueles de la pequeñez y la insignificancia, como un remilgo de jefe de sección de grandes almacenes respecto a los puños de la camisa y los dedos y un humedecerse los labios y fruncirlos, todo al mismo tiempo. Le salvaba un transparente sentido de la alegría, que brotaba de sus mejillas húmedas como luz del sol.
—Toma —dijo Jerry—, envenénate —y le ofreció un pitillo.
—Dios santo —dijo otra vez Frost, y con una llave de su llavero abrió un anticuado armario de nogal, con mucho cristal de espejo e hileras de palillos de cóctel con guindas artificiales y jarras de cerveza con chicas ligeritas de ropa y elefantes rosas.
—¿Bloody Mary para ti?
—Bloody Mary entrará bien, sí —confirmó Jerry.
En el llavero, una llave Chubb de bronce. La caja fuerte era Chubb también, buena además, con un gastado medallón dorado marchitándose en la vieja pintura verde.
—He de admitir una cosa respecto a vosotros los golfos de sangre azul —dijo Frost, mientras servía, mezclando los ingredientes como un químico—. Conocéis los sitios. Si te dejase con los ojos vendados en medio de la llanura de Salisbury, estoy seguro de que encontrarías un burdel en treinta segundos. Mi naturaleza sensible y virginal dio anoche otro salto más hacia la tumba. Se vio estremecida hasta en sus frágiles y pequeños puntales (di basta, cuando quieras). En fin… te pediré unas cuantas direcciones, cuando me cure. Si es que llego a curarme alguna vez, que ya lo dudo.
Acercándose despreocupadamente a la mesa de Frost, Jerry echó un vistazo a la correspondencia y empezó luego a jugar con los mandos del intercomunicador, subiéndolos y bajándolos uno a uno con su enorme dedo índice, pero sin obtener respuesta. Un botón independiente decía «Ocupado». Jerry lo pulsó y vio un brillo color rosa por la mirilla al encenderse la luz de aviso en el pasillo.
—Menudo con las chicas —decía Frost, aún dándole la espalda a Jerry mientras agitaba la botella—. Eran terribles. Tremendas.
Riendo satisfecho, Frost cruzó el despacho con los vasos en la mano.
—¿Cómo se llamaban? ¡Ay querido, querido!
—Siete y veinticuatro —dijo Jerry distraídamente.
Dijo esto inclinado, buscando el botón de alarma que sabía que tenía que estar por la mesa, en algún sitio.
—¡Siete y veinticuatro! —repitió extasiado Frost—. ¡Qué sentido poético! ¡Qué memoria!
Al nivel de la rodilla, Jerry había dado con una caja gris atornillada a la pata de los cajones. La llave estaba vertical y en posición de desconectado. La sacó y se la metió en el bolsillo.
—Dije que qué maravillosa memoria —repitió Frost, un poco desconcertado.
—Ya conoces a los periodistas, amigo —dijo Jerry, levantándose—. Los periodistas son peor que las esposas en lo de la memoria.
—Vamos. Sal de ahí. Es terreno sagrado.
Jerry cogió la gran agenda de mesa de Frost y examinó el programa del día.
—Dios, Dios —dijo—. No está mal, ¿eh? Oye, ¿quién es N? N, doce menos ocho… ¿no será tu suegra, eh?
Frost indicó la boca hacia el vaso y bebió ávidamente, tragó, luego hizo la comedia de que se ahogaba, se agitó, se recobró.
—No la metas en esto, ¿quieres? Casi me da un ataque al corazón por tu culpa. Bung-ho.
—¿N de nueces? ¿De Napoleón? ¿Quién es N?
—Natalie. Mi secretaria. Muy guapa. Le llegan las piernas al trasero, según me han dicho. Yo nunca he estado allí, no sé. Mi única regla. Recuérdame que la viole alguna vez. Bung-ho —dijo de nuevo.
—¿Está aquí?
—Creo haber oído su dulce taconeo, sí. ¿Quieres que la convide a un trago? Me han dicho que sabe hacer un número muy bonito para aristócratas.
—No, gracias —dijo Jerry, y dejó la agenda para mirar a Frost cara a cara, de hombre a hombre, aunque la lucha era desigual, pues Jerry le sacaba la cabeza y era mucho más corpulento.
—Increíble —declaró reverente Frost, mirando aún a Jerry—. Increíble, eso fue, sí.
Su actitud era devota, obsesionada incluso.
—Chicas increíbles, compañía increíble. En fin, ¿por qué se fijará un tipo como yo en un tipo como tú? Un simple Honorable, en realidad. Los de mi nivel son los duques; duques y tías buenas. Repitamos esta noche. Venga.
Jerry se echó a reír.
—Lo digo en serio. Palabra de boy scout. Morir en la brecha antes de la vejez. Esta vez todo corre de mi cuenta.
Se oyeron en el pasillo pasos retumbantes. Se acercaban.
—¿Sabes lo que voy a hacer? —seguía Frost—. Ponerme a prueba. Volveré al Meteor contigo y llamaré a Madame Whoosit e insistiré en un… ¿qué bicho te ha picado? —dijo, al ver la expresión de Jerry.
Las pisadas aminoraron, pararon luego. Una sombra negra llenó la mirilla y se aposentó allí.
—¿Quién es? —dijo quedamente Jerry.
—La Láctea.
—¿Quién es la Láctea?
—La Vía Láctea. Mi jefe —dijo Frost, mientras las pisadas se alejaban; luego cerró los ojos y se persignó devotamente—. Se va a casa, con su encantadora esposa, la distinguida señora Láctea, alias Moby Dick. Dos metros de altura y bigote de caballería. No él, ella —soltó una risilla.
—¿Por qué no entró?
—Pensó que tenía un cliente, me imagino —dijo, desconcertado de nuevo por la vigilancia de Jerry y por su tiento—. Aparte de eso, Moby Dick le mataría a patadas si llegara a apreciar olor de alcohol en sus malvados labios a estas horas del día. Alégrate, yo cuidaré de ti. Ten la otra mitad. Hoy pareces un poco mojigato. Me pones nervioso.
En cuanto entres allí, vete al grano, le habían dicho los instructores. No tantees demasiado, no dejes que se sienta cómodo contigo.
—Dime, Frostie —dijo Jerry cuando las pisadas se desvanecieron del todo—. ¿Qué tal tu mujer?
Frost había extendido la mano para coger el vaso de Jerry.
—Tu mujer —repitió—. ¿Qué tal?
—Aún estupendamente enferma, gracias —dijo Frost, incómodo.
—¿Llamaste al hospital?
—¿Esta mañana? Tú estás loco. No empecé a coordinar hasta las once. Y no del todo. Me habría olido el aliento.
—¿Cuándo vas a ir a verla?
—Oye, mira, cállate ya. No me hables de ella, ¿quieres?
Mientras Frost le miraba, Jerry se acercó a la caja fuerte. Probó la manilla grande, pero estaba cerrada. Arriba, cubierta de polvo, había una porra grande antidisturbios. La cogió y, a dos manos, ensayó muy tranquilo un par de golpes de cricket, luego volvió a dejarla donde estaba, mientras los desconcertados ojos de Frost le seguían con recelo.
—Quiero abrir una cuenta. Frostie —dijo Jerry, aún junto a la caja.
—¿Tú?
—Yo.
—Por lo que me dijiste anoche, no tienes dinero ni para una hucha. Salvo que tu distinguido papá guardara un poco en el colchón, cosa que dudo.
A Frost se le escurría su mundo a toda prisa e intentaba desesperadamente sujetarlo.
—Mira —continuó—, echa un buen traguete y deja de jugar a Boris Karloff en miércoles lluvioso, ¿quieres? Vamos a ver a las chicas ésas. A Happy Valley. Iremos allí. Pago la comida.
—Yo no quería decir que fuésemos a «abrir» una cuenta mía, amigo. Hablo de una cuenta de otro. Y quiero abrirla y verla —explicó Jerry.
En una comedia triste y lenta, la alegría se escapó de la carucha de Frost.
—Oh no, Jerry, Dios mío —murmuró al fin entre dientes, como si estuviera presenciando un accidente cuya víctima fuera Jerry, no él mismo. Se acercaban pisadas otra vez. Una chica, eran breves y rápidas. Luego, llamaron a la puerta. Luego, silencio.
—¿Natalie? —dijo muy quedo Jerry.
Frost asintió.
—Si fuese un cliente, ¿me presentarías?
Frost negó con un gesto.
—Que pase.
A Frost se le asomó la lengua a los labios como una culebra de piel en carne viva. La lengua echó un vistazo y se escondió otra vez.
—¡Adelante! —dijo, con aspereza, y una chica china, alta, con gafas de gruesos cristales, recogió de la mesa unas cartas.
—Que pase usted un buen fin de semana, señor Frost —dijo.
—Hasta el lunes —dijo Frost.
Volvió a cerrarse la puerta.
Jerry cruzó la habitación y echó a Frost un brazo por los hombros y le condujo, sin que ofreciera resistencia, rápidamente, a la ventana.
—Es una cuenta en administración, Frostie. Puesta en tus incorruptibles manos. Muy hábil eres tú.
En la plaza, la fiesta seguía. En el campo de cricket, alguien había sido eliminado. El jugador flaco de la gorra pasada de moda, acuclillado, reparaba pacientemente el campo. Los demás jugadores estaban tumbados allí cerca, charlando.
—Me has tendido una trampa —dijo Frost simplemente, intentando hacerse a la idea—. Creí que por fin tenía un amigo y ahora quieres joderme. Y tú eres un lord.
—No deberías andar con periodistas, Frostie. Son mala gente. Van siempre a lo suyo. No debiste hablar tanto. ¿Dónde están archivadas?
—Los amigos hablan y comentan —protestó Frost—. ¡Para eso son amigos! ¡Para contarse cosas!
—¡Entonces cuenta!
Frost movió la cabeza y dijo bobaliconamente:
—Soy cristiano. Voy todos los domingos, nunca falto. Lo siento, no hay nada que hacer. Preferiría perder mi posición social a violar el secreto bancario. Yo soy así, ¿me entiendes? Ni hablar, lo siento.
Jerry se acercó más, siguiendo el alféizar, hasta que sus brazos casi se tocaron. El cristal grande de la ventana vibraba por el ruido del tráfico. Las contraventanas estaban manchadas de rojo, del polvillo de las obras. En la cara de Frost se apreciaba su lastimosa lucha contra la novedad que le afligía.
—El trato es el siguiente, amigo mío —dijo Jerry, con mucho sosiego—: Escucha con atención. ¿Me oyes? Es un asunto de palo y zanahoria. Si no quieres jugar, mi tebeo levantará la liebre sobre ti. Foto en primera página, grandes titulares, sigue al dorso, col. 6, la Intemerata. «¿Confiaría usted una cuenta en administración a un hombre como éste?». Hong Kong. Sentina de corrupción, Frostie el monstruo baboso. Esos titulares. Les contaríamos cómo juegas en las musicales camas ojirredondas del club de jóvenes bancarios, tal como tu me lo explicaste, y que hasta hace poco tenías una malvada amante en Kowloonside, hasta que las cosas se complicaron porque ella quería más pasta. Antes de todo eso, claro, enseñarían el artículo a tu director y puede que también a tu mujer, si es que no está muy mal.
En la cara de Frost había estallado sin previo aviso una tormenta de sudor. Sus rasgos cetrinos adquirieron durante un momento una aceitosa humedad; eso fue todo. Después, aparecieron empapados y el sudor recorrió desbordante la carnosa barbilla y se derramó al traje Robin Hood.
—Es la bebida —dijo estúpidamente, intentando enjugárselo con el pañuelo—. Me pasa siempre que bebo. Este clima de mierda. No debía estar aquí. Nadie. Esto es pudrirse. Es insoportable.
—Éstas son las malas noticias —siguió Jerry.
Aún estaban en la ventana, juntos, como si estuvieran disfrutando del panorama.
—Las buenas son quinientos dólares norteamericanos en tu linda manita, saludos de la Prensa, nadie sabe nada y Frostie para director. Así que, ¿por qué no volvemos a sentamos y lo celebramos? ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Y ¿puedo yo preguntar —dijo al fin Frost, en una desastrosa tentativa de sarcasmo— con qué fin u objeto queréis examinar esa cuenta, en primer término?
—Crimen y corrupción, querido. La Hong Kong Connection. La Prensa señala a los culpables. Número de cuenta cuatro cuatro dos. ¿La tienes aquí? —preguntó, indicando la caja fuerte.
—Frost hizo un «No» con los labios, pero no emitió ningún sonido.
—Dos cuatros y luego el dos. ¿Dónde está?
—Oye —murmuró Frost; su expresión era una desesperada mezcla de miedo y desengaño—. ¿Por qué no me haces este favor? Manténme al margen de este asunto. Soborna a uno de mis subalternos chinos, ¿quieres? Eso es lo correcto. Compréndelo, yo tengo aquí una posición.
—Ya conoces el dicho, Frostie. En Hong Kong hablan hasta las margaritas. Te quiero a ti. Estás aquí y eres el más cualificado. ¿Está en la bóveda de seguridad?
Manténle siempre en movimiento, le dijeron. Tienes que elevar el umbral sin parar. Si pierdes una vez la iniciativa ya no podrás recuperarla nunca.
Frost vacilaba y Jerry fingió perder la paciencia. Con una mano enorme agarró a Frost por el hombro, le volvió y le empujó hasta que le quedaron pegados los hombros a la caja fuerte.
—¿Está en la bóveda de seguridad?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Yo te diré cómo —prometió Jerry, y cabeceó con viveza hacia él agitando el flequillo—. Yo te lo diré, amigo —repitió, dándole unas leves palmaditas en el hombro con la mano libre—. Porque si no, te vas a ver en la calle con una mujer enferma y bambinos que alimentar y facturas de colegios, el desastre. Una cosa o la otra y el momento, ahora. No dentro de cinco minutos, ahora. Me da igual cómo lo hagas, pero ha de parecer normal y Natalie ha de quedar al margen.
Luego, le llevó otra vez al centro del despacho, donde estaban la mesa y el teléfono. Hay papeles en esta vida que es imposible hacer con dignidad. El de Frost aquel día era uno. Descolgó el teléfono, marcó una sola cifra.
—¿Natalie? Vaya, no se ha ido usted. Bien, escuche, yo me voy a quedar una hora más, acabo de quedar por teléfono con un cliente. Dígale a Syd que deje abierta la bóveda de seguridad. Ya la cerraré yo cuando me vaya. ¿Entendido?
Luego, se derrumbó en la silla.
—Arréglate el pelo —dijo Jerry, y volvió a la ventana, mientras esperaba.
—Eso de delito y corrupción es puro cuento —murmuró Frost—. Muy bien, sí, de acuerdo, puede que haya algún pequeño chanchullo. Dime un chino que no los haga. O un inglés. ¿Crees que eso significa algo en esta isla?
—¿Es chino, eh? —dijo Jerry, con viveza.
Y, volviendo a la mesa, él mismo marcó el número de Natalie. No contestó nadie. Ayudó gentilmente a Frost a levantarse y le acompañó a la puerta.
—Y no se te ocurra cerrar luego —le advirtió—. Tenemos que volver a dejarlo en su sitio antes de que me vaya.
Frost había vuelto. Estaba lúgubremente sentado allí a la mesa, con tres carpetas delante. Jerry le sirvió un vodka. Inmóvil a su lado, mientras lo bebía, Jerry explicó cómo funcionaba una colaboración de aquel tipo. Frost nunca vería nada, dijo. Lo único que tenía que hacer era dejarlo todo donde estaba, luego salir al pasillo, cerrando la puerta con cuidado. Junto a la puerta había un tablero de anuncios para el personal: Frostie lo habría leído muchas veces, sin duda. Pues debía colocarse delante de aquel tablero y leer diligentemente las noticias, todas, hasta que Jerry diera dos golpes en la puerta desde dentro. Entonces, podía volver. Mientras leía, debía procurar colocarse de modo que tapase la mirilla, para que Jerry supiese que estaba allí y los que pasasen no pudieran ver lo que pasaba dentro. Frost podía también consolarse con la idea de que no había violado ningún secreto, le explicó Jerry. Lo más grave que las autoridades podían llegar a decir (o el cliente, en realidad) era que al abandonar su despacho dejando a Jerry dentro, había incurrido en una infracción técnica de las normas de seguridad del banco.
—¿Cuántos documentos hay en las carpetas?
—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó Frost, algo envalentonado por su inesperada inocencia.
—Cuéntalos, ¿quieres? Sé bueno.
Había cincuenta exactamente, que eran muchos más de los que suponía Jerry. Faltaba un respaldo por si se daba el caso de que Jerry, pese a aquellas precauciones, se viese interrumpido.
—Necesitaré impresos —dijo.
—¡Qué coño de impresos! Yo no tengo impresos —replicó Frost—. Yo tengo chicas que me traen los impresos. No, no es verdad, no las tengo, ya se han ido.
—Para abrir mi cuenta en administración con tu honorable banco, Frostie. Colócalos aquí, en la mesa, con tu pluma dorada de la hospitalidad… ¿entendido? Te estás tomando un descanso mientras yo los relleno. Y ésta es la primera entrega —dijo.
Y sacó un montoncito de dólares norteamericanos del bolsillo del pantalón, y los tiró en la mesa con un agradable palmetazo. Frost miró el dinero pero no lo cogió.
Solo, Jerry trabajó de prisa. Desprendió los papeles de la carpeta y los colocó por parejas, fotografiando dos páginas por toma, los grandes codos próximos al cuerpo para permanecer inmóvil, los grandes pies un poco separados para mantener el equilibrio, como en un slipcath de cricket, y la cadena de medición justo rozando los papeles para la distancia. Si no quedaba satisfecho repetía la toma. A veces, marcaba la exposición. Solía volver la cabeza de vez en cuando y mirar al círculo verde Robin Hood de la mirilla para cerciorarse de que Frost estaba en su puesto y no llamando a los guardias del blindado. En una ocasión, se impacientó y llamó al cristal de la puerta y Jerry le gruñó que se callara. De cuando en cuando, oía pisadas que se acercaban y lo dejaba todo en la mesa con el dinero y los impresos, guardaba la máquina en el bolso y se acercaba a la ventana y contemplaba el puerto y se alisaba el pelo, como alguien que afronta las grandes decisiones de la vida. Y en una ocasión (es algo muy difícil si tienes los dedos grandes y estás nervioso) cambió el rollo, pensando que ojalá la vieja cámara fuese algo más silenciosa. Cuando llamó a Frost, los expedientes estaban de nuevo en la mesa, con el dinero al lado, y Jerry se sentía tranquilo, aunque un poco asesino.
—Eres un perfecto imbécil —proclamó Frost, metiendo los quinientos dólares en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Claro —dijo Jerry. Repasaba la mesa, limpiando las huellas.
—Has perdido el poco juicio que tenías —le dijo Frost; había en su actitud una seguridad extraña—. ¿Crees que puedes detener a un hombre como él? Sería como intentar tomar Fort Knox con una palanqueta y una caja de petardos.
—El Gran Señor en persona. Eso me gusta.
—No te gustará, no. Te parecerá horrible.
—Así que le conoces.
—Somos como uña y carne —gruñó Frost—. Entro y saleo en su casa a diario. Ya conoces mi pasión por los grandes y poderosos.
—¿Quién abrió esta cuenta suya?
—Mi predecesor.
—¿Estuvo aquí él?
—No desde que estoy yo.
—¿Le viste alguna vez?
—En el canódromo de Macao.
—¿El qué?
—En las carreras de galgos de Macao. Perdiendo hasta la camisa. Mezclándose con el pueblo. Estaba yo con mi palomita china, la anterior a la última. Me lo señaló ella: «¿Ése? —dije—. ¿Ése? Sí, bueno, es cliente mío». Se quedó muy impresionada.
En el alicaído rostro de Frost hubo un aleteo de su antiguo yo.
—Y una cosa más: él tampoco estaba pasándolo mal —continuó—. Llevaba una rubia muy maja. Ojirredonda. Estrella de cine, por la pinta. Sueca. Mucho trabajo concienzudo en el lecho para el reparto de papeles. Mira…
Frost logró una sonrisa fantasmal.
—Venga, hombre. Di, rápido.
—Ven conmigo, muchacho. Vamos a recorrer la ciudad. A fundir estos quinientos pavos. Tú en realidad no eres así, ¿verdad? Lo haces sólo para ganarte la vida…
Jerry hurgó en el bolsillo y sacó la llave de alarma y la depositó en la pasiva mano de Frost.
—Necesitarás esto —dijo.
En la escalinata de la salida había un joven delgado y bien vestido de ceñidos pantalones norteamericanos. Leía un libro de aspecto serio en edición encuadernada; Jerry no pudo ver cuál. No había leído mucho, pero parecía hacerlo muy atentamente, como alguien decidido a cultivar su inteligencia.
Hombre de Sarratt una vez más, el resto suprimido.
Hay que gastar suela, decían los instructores. Nunca vayas directamente. Si no consigues hacerte con la presa, por lo menos debes borrar el rastro. Tomó taxis, pero siempre para ir a un lugar concreto, al muelle de la Reina, donde vio cómo se llenaban los transbordadores y cómo se deslizaban los juncos pardos entre los transatlánticos. A Aberdeen, donde vagó entre los turistas contemplando a los habitantes de las barcas y los restaurantes flotantes. A Stanley Village, siguiendo la playa, donde unos bañistas chinos de pálidos cuerpos, un poco encorvados, como si la ciudad pesase aún sobre sus hombros, chapoteaban castamente con sus hijos. Los chinos nunca se bañan después del festival de la luna, se repitió maquinalmente, pero no pudo recordar cuándo era el festival de la luna. Había pensado dejar la cámara en el guardarropa del Hotel Hilton. Había pensado en cajas de seguridad nocturna y en mandarse un paquete postal a sí mismo; en mensajeros especiales bajo cobertura periodística. Ninguno de estos procedimientos resultaba válido, a su juicio… más concretamente, ninguno servía para los instructores. Es un solo, le habían dicho; o lo haces tú mismo o nada. Por eso llevó algo para transportarlo: una bolsa de compra de plástico con un par de camisas de algodón para hacer bulto. Cuando estás en peligro, dice la doctrina, procura tener algo con qué distraer. Recurren a ello hasta los vigilantes más viejos. Y si te pillasen y lo soltaras, ¿quién sabe? Quizá puedas contener a los perros lo suficiente para salir pitando en calcetines. De cualquier modo, procuró no mezclarse mucho con la gente. Tenía un pánico mortal al simple carterista. En el garaje de coches de alquiler de Kowloonside le tenían el coche listo ya. Se sentía tranquilo (iba cuesta abajo), pero seguía alerta. Se sentía triunfante y el resto de lo que sintiese no tenía importancia. Hay trabajos terribles.
Ya en el coche, prestó especial atención a las Hondas, que en Hong Kong son la infantería del pobre diablo del gremio de la vigilancia. Antes de dejar Kowloon hizo un par de pasadas por calles secundarias. Nada. En Junction Road se incorporó a la caravana de domingueros y continuó hasta Clear Water Bay durante otra hora, dando gracias porque el tráfico estuviera tan mal, pues nada hay más difícil que seguir discretamente los cambios entre un trío de Hondas atrapado en una caravana de veinticinco kilómetros. El resto fue mirar espejos, conducir, llegar, volar solo. El calor de la tarde seguía siendo feroz. Tenía el acondicionador al máximo, pero no lo sentía. Pasó extensiones de plantas enmacetadas, letreros Seiko, arrozales y parcelas de arbolitos destinados al mercado de Año Nuevo. Vio al fin una faja estrecha de arena a la izquierda y giró bruscamente hacia ella, mirando por el espejo. Paró allí y aparcó un rato con el capó abierto, como si estuviera enfriando el motor. Pasó un Mercedes verde guisante, ventanas ahumadas, un conductor, un pasajero delante. Llevaba detrás de él un rato, pero siguió su ruta.
Cruzó hasta el café. Marcó un número, dejó sonar el teléfono cuatro veces. Colgó. Volvió a marcar el número, sonó seis veces y, cuando contestaron, volvió a colgar. Luego, también él siguió ruta, cruzando entre los restos de pueblos pesqueros hasta la orilla de un lago, donde los juncos entraban en el agua y se duplicaban rectos en su propio reflejo. Atronaban las ranas y ligeros yates de recreo aparecían y se ocultaban en la neblina que producía el calor. El cielo era de un blanco intenso y se perdía en el agua. Salió del coche. En ese momento, una vieja furgoneta Citroën traqueteó carretera adelante, con varios chinos a bordo: gorros de coca-cola, bártulos de pesca, críos; pero dos hombres, ninguna mujer. Los hombres le ignoraron. Se dirigió a una hilera de casas con balcones de madera, muy ruinosas y con paredes de celosía de hormigón delante, como casas de la costa inglesa, pero con la pintura más descolorida debido al sol. Sus nombres estaban escritos sobre fragmentos de madera de barco, un concienzudo trabajo de atizador: Driftwood, Susy May, Dum-romin. Había un embarcadero al final de la carretera, pero estaba cerrado, los yates debían amarrar en otro sitio ya. Al aproximarse a las casas, Jerry iba mirando despreocupadamente a las ventanas altas. En la segunda de la izquierda, había un lívido jarrón de flores secas, los tallos envueltos en papel de plata. Todo correcto, indicaba. Pasa. Abrió la verja y pulsó el timbre. El Citroën se había parado a la orilla del lago. Oyó el estruendo de las puertas y al mismo tiempo la electrónica mal utilizada sobre el altavoz del audífono de la entrada.
—¿Quién coño llama? —exigió una voz áspera, cuyos ricos tonos australianos atronaron por encuna de los ruidos parásitos; pero sonaba ya el cierre de la puerta y, cuando la empujó, vio la corpulenta figura del viejo Craw que, con su quimono, se alzaba al fondo de la escalera, y, muy satisfecho, le llamaba «Monseñor» y «perro ladrón» y le exhortaba a arrastrar su feo trasero aristócrata hasta allí y echarse un buen trago al coleto.
La casa apestaba a pebeteros aromáticos. Desde las sombras de la entrada del primer piso, le sonrió un ama desdentada, la misma extraña criaturilla a la que había interrogado Luke cuando Craw se hallaba ausente, en Londres. El salón, que estaba en el primer piso, tenía un mugriento empandado lleno de arrugadas fotos de viejos camaradas de Craw, de periodistas con los que había trabajado durante sus cincuenta años de disparatada historia oriental. En el centro había una mesa con una Remington bastante cascada, donde se suponía que Craw estaba componiendo sus Memorias. El resto de la estancia estaba vacío. Craw, como Jerry, tenía críos y mujeres, restos de media docena de vidas, y tras atender a las necesidades inmediatas, apenas le quedaba para muebles.
El baño no tenía ventana.
Junto al lavabo, un tanque de revelado y pardas botellitas de fijador y revelador. También una pequeña montadora con una pantalla de vidrio esmerilado para los negativos. Craw apagó la luz y por espacio de muchísimos años, trabajó en total oscuridad, gruñendo y maldiciendo y apelando al Papa. Jerry sudaba a su lado, intentando seguir sus actividades basándose en los tacos y las invocaciones. Ahora, teorizaba, está pasando la cinta del rollo a la bovina. Le imaginó sujetándola con muchísimo tiento, para no dejar huellas en la emulsión. Llegaría un momento en que empezaría a dudar de si estaba sujetándola ya o no, pensó Jerry. Tendrá que obligar a los dedos a seguir moviéndose. Se sintió mal. Las maldiciones del viejo Craw se hicieron más fuertes en la oscuridad, pero no lo bastante para ahogar los chillidos de las aves acuáticas del lago. Es muy hábil, pensó Jerry, tranquilizándose. Es capaz de hacerlo dormido. Oyó rechinar de baquelita cuando Craw atornilló la tapa y un murmurado: «Tú vete a la cama, sacrílego de mierda». Luego hubo un repiqueteo extrañamente seco cuando cautamente expulsó las burbujas de aire del revelador. Después, se encendió la luz de seguridad con un restallar tan sonoro como un disparo de pistola, y apareció allí, de nuevo, el viejo Craw en persona, rojo como un papagayo por la luz, inclinado sobre el tanque cerrado, vertiendo rápidamente el hiposulfito, luego dando vueltas muy tranquilo al tanque y volviendo a colocarlo mientras miraba el viejo cronómetro de cocina que tartajeaba los segundos.
Agobiado de nerviosismo y de calor, Jerry volvió solo al salón, se sirvió una cerveza y se derrumbó en un sillón de mimbre, mirando al vacío, mientras escuchaba el firme rumor del grifo. Por la ventana entraba un burbujeo de voces en chino. Los dos pescadores habían instalado sus equipos al borde del lago. Los niños les miraban, sentados en el suelo. Del baño llegó de nuevo el rechinar de la tapa, y Jerry se levantó de un salto, pero Craw debió oírle, porque gruñó «espera» y cerró la puerta.
Pilotos comerciales, periodistas, espías, rezaba la doctrina de Sarratt. Es la misma rutina. Una maldita espera intercalada de arrebatos de maldito frenesí.
Está echándoles un primer vistazo, pensaba Jerry: por si es una chapuza. Según la ley del más fuerte, era Craw, no Jerry, quien tenía que vérselas con Londres. Craw, quien en el peor de los casos, le ordenaría hacer una segunda visita a Frost.
—¿Pero qué haces ahí dentro, por amor de Dios? —gritó Jerry—. ¿Qué pasa?
Quizás esté meando, pensó absurdamente.
La puerta se abrió muy despacio. La seriedad de Craw resultaba sobrecogedora.
—No han salido —dijo Jerry.
Tuvo la sensación de que sus palabras no llegaban a Craw. Iba a repetirlas ya más alto. Iba a ponerse a dar saltos, a montar un número terrible. Pero la respuesta de Craw, cuando llegó al fin, lo hizo a tiempo justo.
—Todo lo contrario, hijo.
El viejo avanzó un paso y Jerry pudo ver entonces las películas, colgando detrás como gusanos húmedos y negros del pequeño tendedero de Craw, sujetas con pinzas rosa.
—Al contrario, caballero —dijo—. Cada toma es una audaz e inquietante obra maestra.