La despedida de Jerry Westerby tuvo un aire festivo y bullicioso, a lo largo de toda aquella semana soleada, que nunca llegó a desvanecerse. Parecía como si Jerry se estuviese aferrando al final del verano lo mismo que hacía Londres. Madrastras, vacunas, agencias de viaje, agentes literarios y editores de Fleet Street: todo lo recorrió Jerry, aunque Londres le resultase tan odioso como la peste, con su paso alegre y decidido. Tenía incluso una personalidad londinense a juego con las botas de cabritilla: su traje, no exactamente Savile Row, pero un traje, sin lugar a dudas. El uniforme carcelario, como decía la huérfana, era un chisme lavable de un azul desvaído, obra de una sastrería de las que lo hacen en veinticuatro horas, llamada «Pontschak Happy House of Bangkok», que lo garantizaba como inarrugable, en radiantes letras de seda, en la etiqueta. Con la suave brisa del mediodía se hinchaba, ligero como los vestidos de las damas en los muelles de Brighton. La camisa de seda, que era del mismo origen, tenía un tono amarillento de vestuario deportivo que recordaba Wimbledon o’Henley. El bronceado, aunque toscano, era tan inglés como la famosa corbata de cricket que ondeaba en su persona como patriótica bandera. Sólo su expresión tenía, para los muy entendidos, ese claro brillo de alerta, que también había advertido Mama Stefano, la encargada de correos, y que el instinto describe como «profesional», y ahí lo deja. A veces, si preveía una espera, llevaba consigo el saco de libros, lo que le daba un aire de palurdo: Dick Whittington llega a la ciudad.
Se había instalado, más o menos, en Thurloe Square, donde vivía su madrastra, la tercera Lady Westerby, en un pisito coquetón, atestado de grandes antigüedades salvadas de otros hogares abandonados. Ella era una mujer gallinesca y pintarrajeada, gruñona como algunas beldades viejas, que solía acusarle de delitos reales o imaginados, como fumarle su último cigarrillo o traer barro a casa tras sus obsesivos paseos por el parque. Jerry se lo tomaba todo con buen ánimo. A veces, cuando volvía tarde, a las tres o las cuatro de la mañana incluso, sin sueño aún, aporreaba la puerta de su dormitorio para despertarla, aunque lo más frecuente era que estuviera despierta; y, una vez maquillada, le acompañaba, sentándose al borde de su cama, con su camisón de frufrú y una crême de menthe frappée en la zarpita, mientras Jerry se espatarraba en el suelo, entre una mágica montaña de cachivaches, trajinando con lo que él llamaba su equipaje. El montón de trastos estaba formado por cosas inútiles de lo más diverso: viejos recortes de Prensa, montones de periódicos amarillentos, documentos legales atados con cinta verde e incluso un par de botas de montar hechas a la medida, con la horma puesta pero verdes de moho. Jerry trataba de decidir, en teoría, lo que necesitaba de todo aquello para su viaje, aunque raras veces llegaba más allá de un recuerdo de algún tipo, que les llevaba a una cadena de evocaciones. Una noche, por ejemplo, desenterró un álbum con sus primeros artículos periodísticos.
—¡Mira, Pet, aquí hay uno muy bueno! ¡Westerby arranca la máscara al culpable! ¿Verdad que esto hace latir más de prisa el corazón, amiga mía? ¿Verdad que resucita los viejos ánimos?
—Deberías haberte metido en el negocio de tu tío —replicó ella muy satisfecha. El tío en cuestión era un rey de la grava, al que Pet utilizaba pródigamente para subrayar la falta de previsión del viejo Sambo.
Otra vez, encontraron la copia de un testamento del viejo, de años atrás («Yo, Samuel, llamado también Sambo, Westerby»), entre un montón de facturas y correspondencia de procuradores, todo dirigido a Jerry en su calidad de albacea, y todo manchado de whisky o de quinina, y que empezaban «Lamentamos».
—Una sorpresa este chisme, ¿eh? —murmuró incómodo, cuando era ya demasiado tarde para enterrar de nuevo el sobre en el montón—. Creo que podríamos tirar este papelucho, ¿no te parece, querida?
Los ojos de botón de bota de su madrastra relampaguearon furiosos.
—Léelo en voz alta —ordenó, en un tono de voz teatral y retumbante, y ambos se lanzaron de inmediato a vagabundear por las insondables complejidades de legados que donaban a nietos, proveían de dinero para estudios de sobrinos y sobrinas, preveían los ingresos de su esposa durante el resto de su vida, el capital asignado a Fulano en el caso de muerte o matrimonio, los codicilos que recompensaban favores, los que castigaban ofensas.
—Mira, ¿sabes quién era éste? Aquel primo terrible, Alde, el que fue a la cárcel. Santo Dios, ¿para qué querría dejarle dinero a él? ¡Para que se lo gastara en una noche!
Y codicilos que velaban por el futuro de los caballos de carreras que de otro modo podrían acabar bajo la cuchilla: «Mi caballo Rosalie, de Maison Laffitte, junto con dos mil libras al año para su cuidado… Mi caballo Intruder, al que están preparando ahora en Dublín, a mi hijo Gerald mientras duren sus vidas respectivas, con el sobrentendido de que los mantendrá hasta sus muertes naturales…».
El viejo Sambo, profundamente enamorado, como Jerry, de un caballo.
Y también para Jerry. Acciones. Para Jerry sólo las acciones de la empresa. Millones. Un respaldo, poder, responsabilidad; todo un mundo inmenso a heredar y por el que brincar… un mundo ofrecido, prometido incluso, y negado luego: «Mi hijo dirigirá todos los periódicos del grupo de acuerdo con los criterios y la práctica que yo utilicé durante mi vida». Se acordaba incluso de un bastardo: una suma de veinte mil, libre de cargos, a la señorita Mary Algo del Green, Chobham, madre de mi hijo reconocido Adam. Sólo había un problema: la despensa estaba vacía. Las cifras contables disminuían progresivamente a partir del día en que el imperio de aquel gran hombre entró en liquidación. Cambiaban luego a rojo y volvían a crecer convirtiéndose en largos insectos chupasangre que crecían a miera por año.
—En fin, Pet —dijo Jerry, en el silencio ultraterreno del casi amanecer, mientras volvía a tirar el sobre en la montaña mágica—. Ya estás harta de él, ¿verdad, querida?
Y se volvió hacia el montón de descoloridos periódicos (últimas ediciones de los hijos de la inteligencia de su padre) y, como sólo los veteranos de la Prensa pueden hacer, se abrió paso rápidamente entre todos.
—Él, donde está ahora, ya no podrá seguir cazando muñequitas, ¿eh, Pet? —gran crujir de papel—. No sé cómo podrá pasar sin ello. Porque ganas no le faltarán, estoy seguro.
Y en tono más tranquilo, volviéndose y mirando a la muñequita inmóvil del borde de su cama, cuyos pies apenas si llegaban a la alfombra, añadió:
—Tú fuiste siempre su tai-tai, querida mía, su número uno. Siempre te defendió. Me decía: «Pet es la chica más guapa del mundo». Esas mismos palabras me decía. Una vez me dijo a voces en Fleet Street: «La mejor mujer que he tenido».
—Maldito diablo —dijo su madrastra en un súbito y suave flujo de puro dialecto North Country, mientras las arrugas se le amontonaban como pinzas de cirujano alrededor del rojo pliegue de los labios—. Condenado. Le odio con todas mis fuerzas.
Y permanecieron así un rato, los dos en silencio, él jugueteando con sus trastos y mesándose el pelo, ella sentada, unidos en una especie de amor hacia el padre de Jerry.
—Deberías haberte metido en el negocio de la grava con tu tío —suspiró, con la agudeza de la mujer desengañada.
En su última noche, Jerry la invitó a cenar y después, a la vuelta, ella le sirvió el café en lo que quedaba de la vajilla de Sèvres. El detalle provocó un desastre. Jerry metió su tosco índice imprudentemente en el asa de la tacita y ésta se quebró con un leve pif, que Pet, venturosamente, no captó. Con un habilidoso manoteo, Jerry logró ocultar el desastre, ganar la cocina y hacer el trueque. Pero nada escapa a la ira de Dios. Cuando su avión hizo escala en Tashkent (había conseguido un pase por la transiberiana) descubrió, asombrado, que las autoridades rusas habían abierto un bar en un rincón de la sala de espera: en su opinión, era una prueba sorprendente de la liberalización del país. Y cuando hurgó en el bolso de la chaqueta buscando billetes para pagarse un vodka doble, encontró en su lugar un lindo signo interrogante de porcelana con los bordes mellados. Renunció al vodka.
Y en los negocios fue igualmente dócil, igualmente condescendiente. Su agente literario era un viejo conocido del cricket, un pretencioso de orígenes inciertos que se llamaba Mencken y a quien llamaban Ming, uno de esos tontos congénitos a quienes la sociedad inglesa, y el mundo editorial más en concreto, están siempre dispuestos a hacer un sitio. Mencken era fanfarrón y extrovertido y lucía una barba canosa, quizás con el propósito de sugerir que escribía los libros que vendía. Comieron en el club de Jerry, un local grande y sucio que debía su supervivencia a la asociación con clubs más humildes y a las repetidas peticiones de ayuda por correo. Agazapados en el comedor medio vacío, bajo los ojos marmóreos de los constructores del Imperio, lamentaron la falta de jugadores rápidos en el Lancashire. Jerry declaró que ojalá Kent fuese capaz «de darle como es debido a esa maldita pelota, Ming, en vez de picotearla». En Middlesex, convinieron, algunos de los jóvenes que estaban empezando eran bastante buenos: pero «Dios Santo, te has fijado cómo les persiguen», dijo Ming, moviendo la cabeza y cortando la carne al mismo tiempo.
—Lástima que te desinflases —chilló luego, para Jerry y para cualquiera que se interesase en oírle—. Nadie ha conseguido aún hacer la novela del Oriente de hoy, en mi opinión. Greene lo consiguió, pero a Greene no hay quien le aguante, yo no puedo, la verdad, apesta a papismo. Bueno, Malraux si te gusta la filosofía, pero a mí no me gusta. Maugham se puede soportar, y antes de él hay que ir hasta Conrad. Salud. ¿Quieres que te diga una cosa?
Jerry llenó el vaso de Ming, que continuó:
—Mucho ojo con el rollo Hemingway. Toda esa gracia bajo presión, amor cuando te rebanan los huevos de un zambombazo. No gusta, ésa es mi opinión. Es algo que ya está dicho.
Jerry acompañó a Ming hasta el taxi.
—¿Quieres que te diga una cosa? —repitió Mencken—. Frases más largas. Vosotros, los periodistas, cuando os metéis a hacer novelas, escribís demasiado breve. Párrafos breves, frases breves, capítulos breves. Veis las cosas tamaño columna, en vez de ver páginas. A Hemingway le pasaba lo mismo. Siempre intentando escribir novelas en una caja de cerillas.
—Adiós, Ming. Y gracias.
—Adiós, Westerby. Dale recuerdos a tu padre. Debe ser bastante mayor ya, supongo. Pero eso nos pasa a todos.
Jerry estuvo a punto de mantener el mismo buen humor hasta con Stubbs; pese a que Stubbs, como habría dicho Connie Sachs, como director administrativo del grupo, no era ninguna excepción. Su escritorio estaba atestado de pruebas de imprenta manchadas de té, tazas manchadas de tinta, los restos de un bocadillo de jamón muerto de viejo. Y Stubbs miró ceñudo a Jerry allí sentado, frente a él, entre todo aquello, como si Jerry fuera a quitárselo.
—Querido Stubbs. Honra de la profesión —exclamó Jerry, abriendo la puerta de golpe, y se apoyó en la pared, las manos a la espalda, como para que no se le desmandasen.
Stubbs mordió con fuerza algo que tenía en la punta de la lengua, antes de volver a la ficha que estaba estudiando en medio de los cachivaches amontonados en su escritorio. Stubbs lograba que resultaran ciertos los chistes más manidos sobre directores. Era un hombre amargado, de gruesa papada gris y gruesos párpados que parecían embadurnados de hollín. Seguiría con el diario hasta que las úlceras cayesen sobre él y entonces le mandarían al dominical. Al cabo de un año, le cederían a las revistas femeninas para atender pedidos de niños hasta que le llegase la jubilación. Entretanto, era tortuoso y malévolo, y escuchaba todas las llamadas telefónicas que se recibían de los corresponsales sin decirles que estaba escuchando.
—Saigón —gruñó, y con un bolígrafo mordido señaló algo en un margen. Su acento londinense se complicaba con otro un poco artificioso que le había quedado de la época en que el canadiense era el acento propio de Fleet Street—. Navidades de hace tres años. ¿Te suena?
—¿Pero de qué hablas? —preguntó Jerry, aún contra la pared.
—Hablo de fiestas —dijo Stubbs, con sonrisa de verdugo—. Camaradería y buen humor en el despacho. Cuando la empresa era lo bastante imbécil para mantener allí a un corresponsal. La fiesta de Navidad. La diste tú.
Leyó de una ficha:
—«Para comida de Navidad, Hotel Continental, Saigón». Luego, enumeras a los invitados, exactamente como te pedíamos que hicieras. Periodistas locales, fotógrafos, chóferes, secretarias, botones, yo qué sé. Setenta libras nada menos cambiaron de mano en pro de las relaciones públicas y la alegría festiva. ¿Recuerdas?
Y, sin pausa apenas, continuó:
—Entre los invitados, incluyes a Smoothie Stallwood. Estaba allí, ¿no? Stallwood. ¿Hizo su número de siempre? ¿Lo de engatusar a las más feas, con las palabras justas?
Mientras esperaba la respuesta, Stubbs volvió a mordisquear lo que tuviese en la punta de la lengua. Pero Jerry siguió apoyado en la pared, dispuesto a esperar todo el día.
—Somos una empresa periodística de izquierdas —dijo Stubbs, era una de sus frases favoritas—. Eso significa que desaprobamos la caza del zorro y nos basamos, para nuestra supervivencia, en la generosidad de un millonario iletrado. Los archivos dicen que Stallwood comió aquella Navidad en Phnom Penh, derrochando hospitalidad con personalidades del Gobierno camboyano, Dios le guarde. He hablado con Stallwood, y él cree que estuvo allí. En Phnom Penh, claro.
Jerry se acercó perezosamente a la ventana y asentó el trasero en el viejo radiador negro. Fuera, a menos de dos metros de él, colgaba sobre la transitada acera un mugriento reloj, regalo del fundador a Fleet Street. Era media mañana, pero las manecillas estaban paradas en las seis menos cinco. En el portal de enfrente dos hombres leían el periódico. Llevaban los dos sombrero, el periódico les tapaba la cara, y Jerry pensó en lo agradable que seria la vida si las sombras, los que vigilan y siguen al prójimo, tuvieran aquel aspecto en la vida real.
—Todo el mundo estafa a este pobre tebeo, amigo Stubbs —dijo pensativo, tras otro prolongado silencio—. Tú incluido. Estás hablando de hace tres cochinos años. Olvídalo ya, hombre. Ése es mi consejo. Métetelo por el pasaje trasero. Es el mejor sitio para guardarlo.
—No es un tebeo, sino un periodicucho. Un tebeo es un suplemento en colores.
—Para mí es un tebeo, muchacho. Siempre lo fue, siempre lo será.
—Bienvenido —canturreó Stubbs con un suspiro—. Sea bienvenido el favorito del director.
Cogió un impreso de contrato.
—«Nombre: Westerby, Cleve Gerald» —declamó, fingiendo leer el impreso—. «Profesión: Aristócrata. Sea bienvenido el hijo del viejo Sambo».
Tiró luego el contrato sobre la mesa.
—Estarás en los dos. En el dominical y en el diario. Siete días de renglón, desde guerra a pornografía. Ni contrato fijo ni pensión, gastos al nivel más bajo posible. Lavandería sólo durante los desplazamientos, y eso no significa la colada de toda la semana. Recibirás una tarjeta de crédito para mandar telegramas, pero no la usarás. Mandas simplemente por carga aérea el reportaje y por télex nos das el número de la nota de embarque y nosotros colgaremos tu artículo del clavo cuando llegue. Pago posterior según los resultados. La BBC se digna también, amablemente, aceptar tus entrevistas de viva voz a las ridículas tarifas habituales. El director dice que es bueno para el prestigio del grupo, aunque no sé lo que pueda significar eso. En cuanto a sindicación…
—Aleluya —dijo Jerry en un largo susurro.
Y acercándose a la mesa, cogió el bolígrafo mordido, húmedo aún de la boca de Stubbs y, sin mirar siquiera a su propietario ni el contenido del contrato, garrapateó su firma en un lento zig-zag a lo largo del final de la última página, con una pródiga sonrisa. En aquel mismo instante, como convocada para interrumpir el sacro acontecimiento, abrió sin ceremonias la puerta de una patada una chica en vaqueros que lanzó sobre la mesa un nuevo fajo de galeradas. Sonaron los teléfonos (quizá llevaran un rato sonando), se fue la chica haciendo ridículos equilibrios en sus enormes tacones de plataforma. Asomó una cabeza extraña a la puerta y gritó: «Es la hora del rezo del viejo, Stubbs». Luego apareció un subalterno y, momentos después, Jerry se vio obligado a hacer el recorrido: administración, corresponsales extranjeros, editorial, pagos, diario, deportes, viajes, las espectrales revistas femeninas. Su guía era un barbudo licenciado de veinte años y Jerry le llamó «Cedric» a lo largo de todo el ritual. En la acera, se detuvo, balanceándose ligeramente, de talón a puntera y atrás otra vez, como si estuviera borracho, o aturdido por los golpes.
—Magnífico —murmuró, lo bastante alto como para que un par de chicas se volviesen sobre la marcha y le mirasen—. Excelente. Super. Espléndido. Perfecto.
Y, con esto, se zambulló en la charca más próxima, donde apuntalaba la barra una pandilla de camaradas, principalmente del ramo político e industrial, ufanándose de haber casi conseguido un titular en la página cinco.
—¡Westerby! ¡Es el conde en persona! ¡Es el traje! ¡El mismo traje! ¡Y el conde dentro, Santo Dios!
Jerry se quedó hasta el final de la función. Bebió frugalmente, sin embargo, pues le gustaba tener despejada la cabeza para sus paseos por el parque con George Smiley.
En toda sociedad cerrada hay un dentro y un fuera, y Jerry estaba fuera. Pasear por el parque con George Smiley, en aquella época (o, dejando la jerga profesional, tener una entrevista secreta con él o, como podría haberlo expresado el propio Jerry, si alguna vez, Dios no lo quiera, pusiera nombre a los acontecimientos más importantes de su destino, «dar una zambullida en su otra y mejor vida») le exigía deambular desde un punto de partida dado, normalmente alguna zona poco poblada, como el recientemente extinto Covent Garden, y llegar a pie a un destino determinado un poco antes de las seis, momento en el que, suponía él, el mermado equipo de artistas de acera del Circus hubiese echado un vistazo al terreno que él dejaba atrás y lo hubiese declarado limpio. La primera noche, su destino era el lado del malecón de la estación del metro de Charing Cross, como se llamaba aún aquel año, un punto de mucho tráfago, donde siempre parecía que le pasaba algo raro al tráfico. El último día, fue una parada múltiple de autobús de la acera sur de Piccadilly, donde bordea Green Park. Fueron cuatro veces en total, dos en Londres y dos en la Guardería. El paso por Sarratt era operativo (la obligatoria «rectificación» en el oficio, a la que ha de someterse periódicamente todo agente de campo) e incluía mucho a memorizar, como nombres de teléfono, claves de palabras y procedimientos de contacto; frases de código abierto para introducir en lenguaje normal mensajes por télex al tebeo; refugios y procedimientos de emergencia en ciertas circunstancias, se esperaba que improbables. Como muchos deportistas, Jerry tenía una memoria clara y ágil para los datos y cuando los inquisidores le examinaron quedaron complacidos. También hicieron con él un ensayo en el terreno de la acción violenta, cuyo resultado fue que acabó con la espalda ensangrentada de tanto pegar en la gastada esterilla.
Las sesiones de Londres consistieron en una entrevista muy simple de información y una muy breve despedida.
Para las recogidas se idearon métodos diversos. En Green Park, a modo de señal de reconocimiento, llevó una bolsa de viaje de Fortnum Mason y logró, pese a lo larga que llegó a hacerse la cola del autobús, mediante un despliegue de sonrisas y de maniobras, permanecer limpiamente al final de ella. Cuando esperó en el malecón, por otra parte, llevaba un ejemplar atrasado de la revista Time (que lucía, por coincidencia, los generosos rasgos del presidente Mao en la portada), cuyas letras rojas y cuyo borde rojo sobre fondo blanco, destacaban vigorosamente bajo la luz oblicua. El Big Ben dio las seis y Jerry contó las campanadas, pero el código ético de tales encuentros exige que no se produzcan en las horas ni en los cuartos, sino en los vagos espacios intermedios, que se consideran menos delatores. Las seis de la tarde era la hora otoñal de las brujas, cuando los aromas de todos los campos rurales de Inglaterra, húmedos y cubiertos de hojas, se aureolaban río arriba de húmedos girones de la oscuridad, y Jerry pasó el rato en un agradable semitrance, oliendo esos aromas pensativo y con el ojo izquierdo, Dios sabe por qué, firmemente cerrado. Por fin apareció ante él la furgoneta, una Bedford verde destartalada, con una escalerilla para subir al techo y «Harris Constructor» medio despintado, pero aún legible, en el lateral: una vieja chatarra para la vigilancia, ya jubilada, con planchas de acero sobre las ventanillas. Al ver que pasaba, Jerry se acercó en el momento en que el conductor, un muchacho malhumorado de labio leporino, asomaba ya su cabeza de puercoespín por la ventanilla abierta.
—¿Dónde está Wilf? —preguntó con aspereza el muchacho—. Dijeron que lo traías contigo.
—Tendréis que conformaros conmigo —gruñó Jerry—. Él tiene un trabajo pendiente.
Y, abriendo la puerta de atrás, entró sin dudarlo y la cerró de golpe, pues el asiento de pasajeros de la cabina estaba deliberadamente atestado de láminas de contrachapado de modo que no quedaba sitio donde pudiera sentarse.
Ésa fue, en realidad, toda la conversación que sostuvieron.
En los viejos tiempos, cuando había en el Circus un ambiente campechano e informal, Jerry habría contado con cierta charla amistosa, pero ya no. Cuando iba a Sarratt, el procedimiento era muy parecido, salvo por el hecho de que tenían que recorrer más de veinte kilómetros y sólo si tenían suerte y el chico se acordaba de echarle un cojín atrás podía acabar el viaje sin el brazo destrozado. La cabina del conductor estaba aislada de la parte de atrás de la furgoneta, donde se acuclillaba Jerry, y sólo podía mirar, mientras se bamboleaba en el banco de madera, asido a las agarraderas, por las rejillas de los bordes de las solapas de las ventanillas de acero, que le proporcionaban como mucho una visión rayada del mundo exterior, aunque Jerry era bastante rápido para identificar hitos y señales.
En el viaje a Sarratt pasó por barrios empobrecidos con fábricas anticuadas que parecían cines pobremente encalados de los años veinte, y por un parador de carretera de ladrillo con «Banquetes de boda» en neón rojo. Pero sus sentimientos fueron muy profundos el primer día, y el último, cuando visitó el Circus. El primer día, cuando se aproximaba a las familiares y famosas torres (nunca dejaba de apreciar la importancia del momento) se apoderaba de él una especie de confusa santidad: «Ésta es la esencia misma del servicio». Al chafarrinón de ladrillo rojo siguieron los troncos ennegrecidos de los plátanos, luego brotó una ensalada de luces coloreadas, pasaron ante él los portones de una verja y, por fin, la furgoneta se detuvo bruscamente. Las puertas se abrieron desde fuera de golpe, al mismo tiempo que oyó cerrarse las verjas y una voz masculina de sargento instructor gritó: «Vamos, hombre, muévete, qué esperas», y era Guillam, que le tomaba un poco el pelo.
—Hombre, Peter, muchacho, ¿cómo van las cosas? ¡Dios Santo!, ¡qué frío!
Peter Guillam, sin molestarse en contestar, dio una áspera palmada a Jerry en el hombro, como para que iniciase la carrera, cerró la puerta en seguida, la atrancó arriba y abajo, se embolsó las llaves y le condujo en un trote por un pasillo que los hurones debían haber destrozado en un acceso de cólera. Había trozos de yeso desprendidos que dejaban los listones al aire; las puertas estaban arrancadas de sus goznes; temblequeaban viguetas y dinteles; había capas de polvo, escaleras, y escombros por todas partes.
—¿Vino el irlandés? —gritó Jerry—. ¿O es sólo un baile para la tropa?
Sus preguntas se perdieron en el estruendo. Los dos hombres caminaban de prisa y compitiendo, Guillam delante y Jerry pisándole los talones, riendo sin resuello, golpeando y raspando con los pies los desnudos escalones de madera. Una puerta les detuvo y Jerry esperó a que Guillam se ocupase de abrir. Luego, esperó por el otro lado a que cerrara.
—Bienvenido a bordo —dijo Guillam más quedamente.
Habían llegado a la quinta planta. Avanzaban más despacio, no iban ya al galope, subalternos ingleses llamados al orden. El pasillo giró a la izquierda, luego a la derecha, luego se elevó en unos cuantos y angostos escalones. Un espejo de ojo de pez astillado, escalones de nuevo, dos arriba, tres abajo, hasta que llegaron ante una mesa de conserje, sin él. A la izquierda quedaba la sala de juegos, vacía, con sillones dispuestos en un tosco círculo y un buen fuego ardiendo en la chimenea. Siguieron hasta una estancia alargada de moqueta parda rotulada «Secretariado», pero que en realidad era la antesala, donde tres madres con sus perlas mecanografiaban apacibles a la luz de las lámparas. En el fondo lejano de la estancia, había una puerta más, cerrada, sin pintar y muy mugrienta alrededor de la manilla. No tenía chapa de protección ni escudete para la cerradura. Sólo los agujeros de los tomillos, según advirtió Jerry, y el halo que quedaba donde había habido uno. Abriéndola sin llamar, Guillam se asomó y dijo algo muy quedo hacia el interior. Retrocedió luego y, rápidamente, hizo pasar a Jerry: Jerry Westerby, comparece ante el señor.
—Hombre, George, qué hay, cuánto me alegro.
—No le preguntes por su mujer —le advirtió Guillam en un suave y rápido murmullo que canturreó en el oído de Jerry después durante un buen rato.
¿Padre e hijo? ¿Ese tipo de relación? ¿Músculo y cerebro? Quizás fuera más exacto hijo y padre adoptivo, que se considera en el oficio el lazo más fuerte.
—¿Qué hay? —murmuró Jerry, con una risa áspera.
Los amigos ingleses no tienen ninguna forma clara de saludarse, y menos aún en una lúgubre oficina del Gobierno en la que no hay para inspirarles nada más cordial que una mesa de pino. Durante una fracción de segundo, Jerry dejó su mano de jugador de cricket pegada a la vacilante y blanda palma de Smiley; luego se arrastró tras él un trecho hasta la chimenea, donde les aguardaban dos sillones: vetusto cuero, cuarteado, muy usados. Una vez más, en aquella errática estación, ardía un fuego en la chimenea Victoriano, aunque muy pequeño comparado con el fuego de la sala de juegos.
—¿Y qué tal Lucca? —preguntó Smiley, sirviendo dos vasos de una garrafita.
—Lucca ha sido algo grande.
—Vaya, hombre. Supongo entonces que fue una faena tener que dejarlo.
—No, por Dios. Fue super. Salud.
—Salud.
Se sentaron.
—¿Y por qué super, Jerry? —preguntó Smiley, como si super fuese una palabra con la que no estuviera familiarizado. En la mesa no había papeles y la habitación estaba vacía, resultaba aún más pobre que la suya.
—Creí que ya estaba liquidado —explicó Jerry—. Ya para siempre en la estantería. El telegrama me desanimó por completo. Pensé, bueno, Bill va a acabar conmigo. Acabó con todos los demás, ¿por qué no conmigo?
—Sí —convino Smiley, como si compartiese las dudas de Jerry, mirándole de reojo un instante, en una actitud claramente inquisitiva—. Sí, sí, claro. Sin embargo, por otra parte, nunca llegó, al parecer, a hacerlo con los Ocasionales. Le hemos rastreado en todos los demás rincones del archivo, pero los Ocasionales estaban archivados en «Contactos amistosos» en el sector de Territoriales, en un archivo completamente independiente, un archivo al que él no tenía acceso directo. No es que no te considerase lo bastante importante —se apresuró a añadir—. Es sólo que para él tenían prioridad otros asuntos.
—No voy a morirme por eso, descuida —dijo Jerry, con una sonrisa.
—Me alegro —dijo Smiley, sin cazar la ironía. Tras llenar otra vez los vasos, Smiley se acercó al fuego, cogió el atizador de bronce y empezó a mover pensativo las brasas.
—Lucca —dijo—. Sí. Ann y yo fuimos allí. Bueno, hace once, doce años, quizá. Llovía.
Soltó una risilla. En un angosto compartimiento del fondo de la estancia, Jerry vislumbró un lecho de campaña estrecho y de aspecto incómodo, con una hilera de teléfonos a la cabecera.
—Recuerdo que visitamos el bagno —continuó Smiley—. Era la cura de moda. Sabe Dios qué queríamos curamos.
Atacó de nuevo el fuego y esta vez se alzaron las llamas con viveza, coloreando los redondeados contornos de su rostro con chafarrinones anaranjados y formando dorados charcos en los gruesos cristales de las gafas.
—¿Sabías que el poeta Heine tuvo una gran aventura allí, un romance? Creo que debió ser por eso por lo que fuimos, ahora que lo pienso. Pensamos que algo se nos pegaría.
Jerry gruñó algo, no demasiado seguro, en aquel momento, de quién era Heine.
—Fue al bagno, tomó las aguas y cuando lo hacía conoció a una dama cuyo solo nombre le impresionó tanto que obligó a su esposa a usarlo a partir de entonces —las llamas le entretuvieron un momento más—. Y tú también tuviste una aventura allí, ¿no?
—Nada del otro mundo. Nada sobre lo que escribir a casa.
Beth Sanders, pensó automáticamente Jerry, mientras su mundo se tambaleaba y volvía de nuevo a asentarse. Era lo más lógico, Beth. Su padre, general retirado, gobernador del condado. La vieja Beth debía tener una tía en cada oficina de los servicios secretos de Whitehall.
Inclinándose de nuevo, Smiley colocó el atizador en un rincón, meticulosamente, como si colocase una corona.
—No es que compitamos inevitablemente por afecto. Simplemente nos gusta saber dónde está.
Él no dijo nada. Smiley le miró por encima del hombro y Jerry forzó una sonrisa para complacerle.
—He de decirte que esa dama de la que Heine se enamoró se llamaba Irwin Mathilde —continuó Smiley y la sonrisa de Jerry se convirtió en una torpe risa—. Sí, suena muchísimo mejor en alemán, lo admito. ¿Y la novela?, ¿qué tal la novela? Me fastidia pensar que te hemos espantado la musa. Creo que no podría perdonármelo.
—No te preocupes —dijo Jerry.
—¿Terminada?
—Bueno, ya sabes…
Por un instante, no se oyó más que el mecanografiar de las madres y el estruendo del tráfico abajo, en la calle.
—Entonces, ya arreglaremos eso cuando termine lo de ahora —dijo Smiley—. Insisto. ¿Cómo fue lo de Stubbs?
—Ningún problema —dijo de nuevo Jerry.
—¿No hemos de hacer nada más para facilitarte las cosas?
—Creo que no.
De más allá de la antesala les llegó un rumor de pisadas, todas en una dirección. Una reunión de guerra, pensó Jerry, una asamblea de clanes.
—¿Y te sientes en forma y todo eso? —preguntó Smiley—. ¿Estás, bueno, preparado? ¿Te sientes con ánimos?
—No hay problema.
¿Por qué no podré decir algo distinto?, se preguntó. Parezco un disco rayado.
—Hay mucha gente que no lo tiene en estos tiempos. El ánimo. La voluntad. Sobre todo en Inglaterra. Muchos consideran la duda una postura filosófica legítima. Se consideran en el centro, mientras que, por supuesto, no estén, en realidad, en ninguna parte. Los espectadores jamás ganaron ninguna batalla, ¿no te parece? En este servicio así lo entendemos. Tenemos suerte. Nuestra guerra actual empezó en 1917, con la revolución bolchevique. Aún no ha cambiado.
Smiley había adoptado una nueva posición, al otro lado de la estancia, no lejos de la cama. Tras él, brillaba con el fuego avivado, una fotografía vieja y borrosa. Jerry se había fijado en ella al entrar. De pronto, por un instante, tuvo la sensación de ser objeto de un doble escrutinio. El de Smiley y el de los borrosos ojos de la foto que bailaban a la luz de las llamas detrás de aquel cristal. Los rumores de preparativos se multiplicaban. Se oyeron voces y ráfagas de risas, arrastrar de sillas.
—Leí una vez —dijo Smiley— a un historiador, creo, norteamericano, ¿cómo no?, que decía que las generaciones que nacen en las cárceles de deudores se pasan la vida comprando el camino hacia la libertad. Yo creo que la nuestra es una de esas generaciones. ¿No te parece? Yo aún tengo una fuerte sensación de que debo, ¿tú no? Siempre he agradecido a este servicio el que me diese una posibilidad de pagar. ¿Sientes tú lo mismo? No creo que debamos de tener miedo a… consagrarnos a una causa. ¿Soy anticuado por decir eso?
La cara de Jerry adoptó un aire completamente inexpresivo. Siempre olvidaba ese aspecto de Smiley cuando estaba lejos de él, y lo recordaba demasiado tarde cuando estaba con él. En el viejo George había, algo de cura fracasado, y cuanto más viejo era, más patente se hacía. Parecía pensar que todo el cochino mundo occidental compartía sus pesares y que había que explicarlo para que la gente pensase como es debido.
—En ese sentido, yo creo que podemos felicitamos por ser un poquito anticuados…
A Jerry le pareció ya suficiente.
—Amigo —objetó, con una torpe risa, mientras se le subía el color a la cara—. Por amor de Dios. Dime qué he de hacer y lo haré. El sabio eres tú, no yo. Márcame las jugadas, y las haré. El mundo está lleno de intelectuales de tres al cuarto armados con quince argumentos contrapuestos para no limpiarse las malditas narices. No necesitamos más. ¿De acuerdo? Por Dios, hombre…
Un repiqueteo en la puerta anunció la reaparición de Guillam.
—Ya están encendidas todas las pipas de la paz, jefe.
Para su sorpresa, por encima del estruendo de esta interrupción, Jerry creyó captar el término «Don Juan», pero no pudo apreciar, ni le preocupó demasiado, si se refería a él o al poeta Heine. Smiley vaciló, frunció el ceño, luego pareció despertar de nuevo a su nuevo entorno. Miró a Guillam, luego una vez más a Jerry, luego, sus ojos se asentaron en esa distancia media que es coto especial de los académicos ingleses.
—Bueno, está bien, sí, empecemos a dar cuerda al reloj —dijo, con tono remoto.
Al salir, Jerry se detuvo para admirar la fotografía de la pared, y, con las manos en los bolsillos, le hizo una mueca, con la esperanza de que Guillam se quedase también atrás, cosa que hizo.
—Parece que se hubiese tragado su última moneda de diez peniques —dijo Jerry—. ¿Quién es?
—Karla —dijo Guillam—. Reclutó a Bill Haydon. Agente ruso.
—Parece más bien un nombre de mujer. ¿Cómo lo conseguisteis?
—Es el nombre en clave de su primera red. Y hay una escuela filosófica que afirma que es también el nombre de su único amor.
—Al cuerno con él —dijo Jerry despreocupadamente, y, aún sonriendo, pasó ante él, camino de la sala de juegos.
Smiley, quizás deliberadamente, se había adelantado, alejándose lo bastante para no oírles.
—¿Aún sigues con aquella chica medio chiflada, la que toca la flauta? —preguntó Jerry a Guillam.
—Ya no está tan chiflada —dijo Guillam.
Dieron unos cuantos pasos más.
—¿Se largó? —preguntó Jerry, con simpatía.
—Algo así.
—¿Y él está bien? —preguntó Jerry sobre la marcha, indicando con un gesto la figura solitaria que iba delante de ellos. ¿Está bien alimentado y abrigado? Esas cosas…
—Nunca ha estado mejor. ¿Por qué?
—No, por nada, sólo preguntaba —dijo Jerry, muy complacido.
Desde el aeropuerto, Jerry llamó a su hija, a Cat, cosa que raras veces hacía, pero esta vez tenía que hacerlo. Sabía que era un error ya antes de meter la moneda, pero persistió aun así; ni siquiera la voz terriblemente familiar de su antigua esposa le disuadió de hacerlo.
—¡Qué hay! Soy yo, yo mismo. Super. Bueno, dime, ¿qué tal Phillie?
Phillie era el nuevo marido de ella, un funcionario del Gobierno a punto ya de jubilarse, aunque más joven que Jerry en por lo menos treinta estúpidas vidas.
—Perfectamente, gracias —replicó ella en el tono gélido con que las ex esposas defienden a su nueva pareja—. ¿Llamabas por eso?
—Bueno, se me ocurrió que podría charlar un poco con la amiga Cat. Me voy una temporada a Oriente; otra vez el trabajo —dijo.
Le pareció obligado disculparse, así que añadió:
—El tebeo necesita un corresponsal allí —dijo, y oyó el resonar del teléfono en el arcón del recibidor. Roble, recordó. Patas de alfeñique. Otra de las sobras del viejo Sambo.
—¿Papi?
—¡Hola! —gritó él, como si estuviera mal la línea, como si ella le hubiera cogido por sorpresa—. ¿Cat? Hola, escucha, cariño, ¿recibiste las postales?
Sabía que las había recibido. Se las había agradecido regularmente en sus cartas semanales.
Al no oír más que papá repetido en un tono interrogante, Jerry preguntó jovialmente:
—Aún coleccionas sellos, ¿verdad? Es que me voy a Oriente, ¿sabes?
Avisaban la salida de unos aviones, el aterrizaje de otros, mundos enteros cambiaban de lugar, pero Jerry Westerby estaba allí inmóvil en medio de aquella procesión, hablando con su hija.
—Te gustaban muchísimo los sellos —le recordó.
—Tengo diecisiete años.
—Claro, claro, ¿qué coleccionas ahora? No me lo digas. ¡Chicos!
Con el humor más jovial posible, mantuvo la pelota en movimiento mientras bailoteaba, saltando de una bota de cabritilla a otra, haciendo chistes y suministrando él mismo la risa.
—Escucha, te dejo un poco de dinero, Bladd y Rodney se encargarán de eso, algo así como el cumpleaños y Navidad juntos, será mejor que hables con mamá antes de gastarlo. O quizás con Phillie. ¿Eh? Un tipo sólido, ¿verdad? Pídele su opinión, es algo en lo que seguro que le gustará clavar el diente.
Abrió la puerta de la cabina para añadir una algarabía artificial.
—Me parece que anuncian ya mi vuelo, Cat —gritó por encima del estruendo—. Oye, cuidado con lo que haces, ¿me oyes? Cuidado. No te des demasiado fácilmente. ¿Me entiendes?
Hizo cola para el bar un rato, pero en el último momento despertó el viejo oriental que había en él y se dirigió al autoservicio. Quizá tardase mucho en conseguir su próximo vaso de leche fresca de vaca. Mientras hacía cola, tuvo la sensación de que le vigilaban. No tenía nada de particular: en un aeropuerto, todos se vigilan y se observan, así que, ¿por qué preocuparse? Pensó en la huérfana y pensó que ojalá hubiera tenido tiempo de conseguirse una chica antes de partir, aunque sólo fuese para quitarse el mal recuerdo de aquella marcha inevitable.
Smiley caminaba, hombrecillo redondo de impermeable. Periodistas de ecos de sociedad con más clase que Jerry, que observasen astutamente su peregrinaje por los alrededores de Charing Cross Road, habrían identificado el tipo de inmediato: la personificación de la brigada de los del impermeable, carne de cañón de las saunas mixtas y de las librerías pornográficas. Aquellos largos paseos se habían convertido para él en un hábito. Con sus nuevas energías, podía recorrer medio Londres sin darse cuenta. Desde Cambridge Circus, ahora que conocía los atajos, podía tomar cualquiera de las veinte rutas posibles y no cruzar nunca dos veces por el mismo sitio. Una vez elegido el principio, dejaba que la suerte y el instinto le guiasen, mientras la otra parte de su mente recorría las más remotas regiones de su alma. Pero aquella noche su paseo tenía un sentido especial, le arrastraba hacia el sur y hacia el oeste y Smiley cedía a aquella atracción. El aire era fresco y húmedo, y colgaba una áspera niebla que jamás había visto el sol. Caminando, Smiley llevaba consigo su propia isla, y ésta estaba atestada de imágenes, no de personas. Como una capa más, las paredes blancas le encerraban en sus pensamientos. En un portal cuchicheaban dos asesinos de chaquetas de cuero; bajo una farola, un muchacho de pelo oscuro aferraba con fuerza el estuche de un violín. A la salida de un teatro, la gente que esperaba ardía bajo el resplandor de las luces de la marquesina de arriba, y la niebla se rizaba alrededor como el humo de un fuego. Smiley jamás había entrado en combate sabiendo tan poco y esperando tanto. Se sentía como atraído por un señuelo, y se sentía perseguido. Sin embargo, cuando se cansaba, y se detenía por un momento y consideraba las bases lógicas de lo que estaba haciendo, se le escapaban casi. Miraba atrás y veía aguardándole las mandíbulas del fracaso. Miraba hacia delante y, a través de sus húmedas gafas, veía fantasmas de grandes esperanzas bailando en la niebla. Miraba alrededor, y sabía que no había nada para él donde estaba. Avanzaba sin embargo sin plena convicción. De nada valía volver a ensayar los pasos que le habían llevado hasta aquel punto: la veta de oro rusa, las huellas del ejército privado de Karla, la minuciosidad de los esfuerzos de Haydon para borrar todo rastro. Pasados los límites de estas razones exteriores, percibía Smiley en sí mismo la presencia de un motivo más hondo, infinitamente más confuso, un motivo que su razón seguía rechazando. Le llamaba Karla, y era cierto que en alguna parte de él, como una leyenda sobrante, ardían las ascuas del odio hacia el hombre que se había lanzado a destruir los templos de su fe privada, o lo que pudiera quedar de ellos: el servicio que amaba, sus amigos, su país, su idea de un equilibrio razonable de los asuntos humanos. Era cierto también que hacía una vida o dos, en una asfixiante cárcel india, los dos hombres habían llegado realmente a verse cara a cara, Smiley y Karla, con una mesa de hierro por medio; aunque Smiley no tenía ninguna razón entonces para saber que se hallaba en presencia de su destino: Karla corría peligro en Moscú; Smiley había intentado atraerle a Occidente, y Karla no había contestado, prefiriendo la muerte o un destino peor a una deserción fácil. Y, sí, de vez en cuando, el recuerdo de aquel encuentro, de la cara sin afeitar de Karla y de sus ojos observadores e introspectivos acudía a él como un espectro acusador que surgiese de la oscuridad de su propio cuarto, mientras dormía intermitentemente en su catre.
Pero en realidad el odio no era una emoción que pudiera mantener durante mucho tiempo, salvo que fuera la otra cara del amor.
Se aproximaba ya a King’s Road, Chelsea. La niebla era más espesa por la proximidad del río. Los globos de las farolas colgaban sobre él como linternas chinas de las desnudas ramas de los árboles. El tráfico era cauto y escaso. Cruzó y siguió la acera hasta Bywater Street y entró por ella, un callejón sin salida, de limpias casas con galerías de fachada lisa. Avanzó con mayor discreción ahora, manteniéndose en la parte oeste y al amparo de los coches aparcados. Era la hora del cóctel y vio en otras ventanas cabezas que hablaban y gritaban, bocas silenciosas. Reconoció algunas, a algunas hasta les había puesto nombre ella: Félix el Gato, Lady Macbeth, el Fumador de cigarros. Llegó a la altura de su propia casa. A su regreso, ella había hecho pintar las contraventanas de azul y aún estaban de azul. Las cortinas aún no estaban echadas; a ella no le gustaba sentirse encajonada. Estaba sentada, sola, en su escritorio, y parecía que hubiera compuesto la escena deliberadamente para él: la bella y consciente esposa que al final de la jornada atiende las cuestiones de administración doméstica. Estaba escuchando música; captó su eco, portado por la niebla. Sibelius. Él no tenía gran sensibilidad para la música, pero conocía todos los discos que tenía ella y había alabado varias veces a Sibelius por cortesía. No podía ver el gramófono, pero sabía que estaba en el suelo, donde estaba también para Bill Haydon, cuando ella arrastraba su aventura con él. Smiley se preguntó si estaría al lado el diccionario de alemán, y la antología de poesía alemana que ella tenía. En la última o las dos últimas décadas, normalmente durante las reconciliaciones, ella, teatralmente, había hecho propósito, varias veces, de aprender alemán, para que Smiley pudiese leerle en voz alta.
Mientras él miraba, ella se levantó, cruzó el cuarto, se detuvo frente al lindo espejo dorado para arreglarse el pelo. Las notas que solía escribirse a sí misma estaban encajadas en el marco. ¿Qué sería esta vez?, se preguntó Smiley. Rapapolvo al garaje. Cancelar comida. Modéleme. Destruir carnicero. A veces, cuando la situación era tensa, le había enviado mensajes de ese modo: Obligar a George a sonreír, disculparse hipócritamente por lapsus. En épocas muy malas, le escribía cartas sinceras, y se las ponía allí para la colección que tenía él.
Smiley advirtió sorprendido que apagaba la luz. Oyó los cerrojos de la puerta de entrada. Echa la cadena, pensó automáticamente. El cierre doble de la Banhams. ¿Cuántas veces he de decirte que esos cerrojos son tan débiles como los tomillos que los sostienen? Extraño, de todos modos: había supuesto, Dios sabe por qué, que dejaría el cierre sin echar por si él volvía. Luego se encendió la luz del dormitorio y Smiley vio perfilarse su cuerpo en la ventana mientras, como un ángel, extendía los brazos hacia las cortinas. Las corrió casi hacia ella, se detuvo, y Smiley temió por un instante que le hubiera visto, hasta que recordó su miopía y su oposición a llevar gafas. Va a salir, pensó. Ahora va a arreglarse. Vio su cabeza medio vuelta como si le hubiera hablado alguien. Vio que sus labios se movían, y que se fruncían en una sonrisa animosa mientras alzaba los brazos otra vez, hacia la nuca ahora, y empezaba a desabrochar el primer botón de la bata. Y en aquel mismo instante, llenó bruscamente el vacío que había entre las cortinas la presencia de otras manos impacientes.
Oh no, pensó Smiley desesperado. ¡Por favor! ¡Espera a que me vaya!
Durante un minuto, puede que más, allí de pie, en la acera, contempló incrédulo la ventana a oscuras, hasta que la cólera, la vergüenza y, por último, el asco, estallaron en él junto con una angustia física y se volvió y caminó de nuevo ciego, apresurado, tomando nuevamente King’s Road. ¿Quién seria esta vez? ¿Otro bailarín de ballet imberbe que realizaba algún ritual narcisista? ¿Su miserable primo Miles, el político de carrera? ¿O un Adonis de una noche cazado en la taberna más cercana?
Cuando sonó el teléfono exterior, Peter Guillam estaba sentado en la sala de juegos, solo, algo borracho, anhelando por igual el cuerpo de Molly Meakins y el regreso de George Smiley. Descolgó de inmediato y era Fawn, jadeante y furioso.
—¡Le he perdido! —gritó—. ¡Me ha engañado!
—Eres un perfecto imbécil —replicó Guillam muy satisfecho.
—¡Nada de imbécil! Fue hacia su casa, ¿no? El ritual de siempre: yo estoy esperándole allí, él vuelve, me mira. Como si fuese basura. Simple basura. Y de pronto me doy cuenta de que estoy solo. ¿Cómo lo hace? ¿A dónde va? ¿Soy amigo suyo, no? ¿Quién coño se cree que es? ¡Enano gordinflón! ¡Le voy a matar!
Guillam siguió riéndose después de colgar.