4. Despierta el castillo

Lo primero que hizo Smiley fue tantear a Sam… y Sam, al que no le disgustaba tampoco una mano de póker de vez en cuando, tanteó también a Smiley. Algunos agentes de campo, sobre todo los listos, tienen como a orgullo, una especie de orgullo perverso, el no conocer todo el cuadro. Su arte consiste en manejar diestramente cabos sueltos, y se paran tercamente ahí. Sam sentía también esta inclinación. Tras repasar un poco su expediente, Smiley le tanteó respecto a varios casos antiguos que no tenían nada especial, pero que daban un indicio de la disposición presente de Sam y confirmaban su capacidad para recordar con precisión. Recibió a Sam solo, porque con más gente, habría sido un juego muy distinto: más o menos intenso, pero distinto. Más tarde, cuando salió ya a la luz todo el asunto y quedaban sólo cuestiones de relleno, mandó subir de las regiones inferiores a Connie y al doctor di Salís, y dejó también sentarse con ellos a Guillam. Pero eso fue después; de momento, Smiley sondeó sólo la mente de Sam, ocultándole por entero el hecho de que todos los documentos habían sido destruidos y que, puesto que Mackelvore ya había muerto, él era ahora el único testigo de ciertos hechos clave.

—Bueno, Sam, ¿recuerdas —preguntó Smiley cuando le pareció por fin el momento adecuado— una orden que te llegó a Vientiane, de aquí, de Londres, de investigar ciertos giros bancarios de París? Era una orden normal en que se pedían «investigaciones de campo no imputables, por favor, confirmar o desmentir…», algo así. ¿Te suena eso, por casualidad?

Tenía delante una hoja con notas, lo que indicaba que era sólo una pregunta más de una larga serie. Mientras hablaba, señalaba algo con el lápiz sin mirar siquiera a Sam. Pero así como oímos mejor con los ojos cerrados, Smiley percibió, pese a todo, que la atención de Sam se reforzaba: lo que se tradujo en que estiró un poco las piernas, las cruzó y redujo los gestos hasta suprimirlos casi por completo.

—Transferencias mensuales a la Banque de l’Indochine —dijo Sam, tras la pausa adecuada—. Fuertes. Pagadas desde una cuenta exterior canadiense a la filial de París.

Dio luego el número de la cuenta.

—Pagos los últimos viernes de mes —continuó—. Fecha de inicio junio setenta y tres, más o menos. Me suena, desde luego.

Smiley percibió de inmediato que Sam se preparaba para jugar una partida larga. El recuerdo era claro, pero la información que daba escasa: parecía más una puesta de apertura que una respuesta franca.

Smiley, con la vista aún fija en los papeles, dijo:

—Ahora sería bueno parar un poco aquí, Sam. Hay ciertas discrepancias en los datos de archivo, y me gustaría aclarar del todo tu parte de la información.

—Por supuesto —dijo Sam de nuevo, chupando muy tranquilo su cigarrillo negro. Observaba las manos de Smiley y, de vez en cuando, con estudiada languidez, le miraba a los ojos… aunque nunca demasiado tiempo.

Smiley, por su parte, luchaba sólo por mantener el pensamiento abierto a las tortuosas opciones que ofrecía la vida de un agente de campo. Sam podría muy bien estar ocultando algo completamente insignificante. Podría haber hecho alguna trampilla con los gastos, por ejemplo, y temer que se descubriera. O haberse inventado la información en vez de salir a buscar los datos y jugarse el cuello: Sam tenía ya la edad en que el agente de campo mira ante todo por su propio pellejo, no debía olvidarlo. O podría tratarse de la situación contraria: Sam se había excedido un poco en sus investigaciones, más de lo que le permitía la oficina central. Presionado, había preferido recurrir a los revendedores en vez de no mandar nada. Había establecido un acuerdo lateral con los primos locales. O los servicios de seguridad locales le habían chantajeado (en la jerga de Sarratt, los ángeles le habían aplicado el tizón) y había jugado con dos barajas a fin de sobrevivir y asegurarse su pensión del Circus. Smiley sabía que, para interpretar las actitudes de Sam, tenía que mantenerse al tanto de estas opciones y de una infinidad más. Un despacho es un lugar peligroso para observar el mundo.

Así que, tal como proponía Smiley, se demoraron un poco. La orden de investigar sobre el terreno que había enviado Londres, dijo Sam, le llegó en la forma oficial, ajustándose bastante a la descripción de Smiley. Se la mostró al viejo Mac, que, hasta que le destinaron a París, era el contacto del Circus en la Embajada de Vientiane. En una sesión nocturna, en su casa de seguridad. Rutina, aunque la cuestión rusa resaltaba ya desde el principio, y Sam recordó en concreto que le había dicho a Mac ya entonces: «Londres debe pensar que es dinero de la caja negra de Moscú Centro», pues había localizado el criptónimo de la Sección de Investigación Soviética del Circus mezclado en los preliminares de la señal. (A Smiley no le pasó desapercibido el hecho de que Mac no tenía por qué enseñarle la señal a Sam). Y Sam recordaba también la respuesta de Mac a su comentario: «No deberían haberle dado la patada a la amiga Connie Sachs», había dicho. Sam estaba absolutamente de acuerdo con ello.

Tal como sucedieron las cosas, dijo Sam, fue muy fácil de cumplir esta petición. Sam tenía ya un contacto en el Indochine, bueno además, llamémosle Johnnie.

—¿Figura aquí, Sam? —preguntó cortésmente Smiley.

Sam evitó contestar directamente a esta pregunta y Smiley respetó su reserva. Aún no ha nacido el agente de campo que comunique a la oficina central todos sus contactos, o que los mencione incluso. Lo mismo que los ilusionistas se aterran a su mística, los agentes de campo, por razones distintas, son congénitamente reservados en cuanto a sus fuentes.

Johnnie era de fiar, dijo enfáticamente Sam. Tenía un historial excelente en varios casos de tráfico de armas y de narcóticos y Sam habría respondido por él ante cualquiera.

—Tú también trabajaste en esas cosas, ¿verdad, Sam? —preguntó respetuosamente Smiley.

Así que Sam había hecho pluriempleo para la oficina local de narcóticos como cosa extra, advirtió Smiley. Muchos agentes de campo lo hacían, algunos hasta con el consentimiento de la oficina central: en su mundo, les gustaba hacerlo para liquidar desecho industrial. Iba con el oficio. Nada espectacular, por tanto, pero Smiley archivó la información, de todos modos.

—Johnny era de fiar —repitió Sam, con una advertencia en la voz.

—Estoy seguro de ello —dijo Smiley, con la misma cortesía.

Sam prosiguió con su relato. Había acudido a Johnny, al Indochine, y le había largado una historia absurda para que no se inquietase, y al cabo de unos días Johnny, que era sólo un modesto empleado, había investigado en los libros y anotado los datos de las cuentas, con lo que Sam tuvo la primera parte de la conexión lista y empaquetada. El asunto funcionaba así, según Sam:

—El último viernes de cada mes llegaba de París un giro por télex a nombre de un tal Monsieur Delassus que se hospedaba en el Hotel Cóndor, Vientiane, y que debía abonarse previa presentación del pasaporte, cuyo número se reseñaba.

Sam recitó una vez más, sin esfuerzo, las cifras.

—El banco enviaba el aviso —continuó—, Delassus acudía el lunes a primera hora, sacaba el dinero en metálico, lo metía en una cartera de mano y salía con él. Fin de la conexión.

—¿Cuánto?

—Poco al principio, pero la cantidad aumentó en seguida. Y siguió creciendo; poco a poco luego.

—¿Hasta llegar a…?

—Veinticinco mil americanos en billetes grandes —dijo Sam sin pestañear.

Smiley enarcó levemente las cejas.

—¿Al mes? —dijo, con cómica sorpresa.

—Todo un banquete —confirmó Sam, y volvió a refugiarse en un lánguido silencio.

Hay una tensión especial en los hombres inteligentes que usan sus cerebros por debajo de sus posibilidades y a veces no pueden controlar sus emanaciones aunque quieran. En ese sentido, son un riesgo muchísimo mayor, bajo los focos, que sus colegas más estúpidos.

—¿Estás comprobando lo que te digo con los datos de archivo, muchacho? —preguntó Sam.

—No estoy comprobando nada, Sam. Ya sabes cómo son estas cosas algunas veces. Hay que agarrarse a un clavo ardiendo, hay que escuchar al viento.

—Claro, claro —dijo Sam comprensivo. Después de intercambiar más miradas de confianza mutua, Sam reanudó su relato.

En fin, se fue, según dijo, al Hotel Cóndor. El conserje era una subfuente habitual en el ramo, a disposición de todo el mundo. Allí no había ningún Delassus, pero el recepcionista admitió gozosamente una pequeña oferta por proporcionarle una dirección de hospedaje. Al lunes siguiente (que casualmente seguía al último viernes del mes, dijo Sam), puntual, con la ayuda de su contacto Johnny, Sam se fue al banco a «hacer efectivos cheques de viaje», y pudo ver directamente al dicho Monsieur Delassus entrar, mostrar su pasaporte francés, contar el dinero y guardarlo en su cartera de mano y volver con ella a un taxi que le esperaba fuera.

Los taxis, explicó Sam, eran animales exóticos en Vientiane. Todo el que era alguien tenía su coche y su chófer, así que la deducción lógica era que Delassus no quería ser alguien.

—Hasta ese momento todo fue bien —concluyó Sam, mirando con interés como Smiley escribía.

—Muy bien —corrigió Smiley.

Con su predecesor Control, Smiley nunca usaba cuaderno: sólo cuartillas sueltas, una a una, y un pisapapeles de cristal para sostenerlas, que Fawn limpiaba dos veces al día.

—¿Coincide con lo que hay en archivo, o no? —preguntó Sam.

—Yo diría que la dirección es la correcta, Sam —dijo Smiley—. Es el detalle lo que saboreo. Ya sabes cómo son los archivos.

Ese mismo día por la noche, prosiguió Sam, confabulado una vez más con su contacto, examinó despacio el archivo de fichas de rusos residentes, y logró identificar los rasgos repugnantes de un secretario segundo (comercial) de la Embajada soviética, Vientiane, cincuenta y tantos, porte militar, sin antecedentes, nombre y apellidos incluidos pero impronunciables y conocidos, en consecuencia, por los bazares diplomáticos como «Comercial Boris».

Pero Sam, por supuesto, tenía el nombre y los impronunciables apellidos, presos en la memoria, y se los deletreó a Smiley lo bastante despacio para que éste los anotara en letras mayúsculas.

—¿Ya lo tienes todo? —preguntó amablemente.

—Sí, gracias.

—Alguien se olvidó el fichero en el autobús, ¿verdad, muchacho? —preguntó Sam.

—Así es —aceptó Smiley, con una carcajada.

Cuando un mes después volvió a llegar el lunes crucial, continuó Sam, decidió operar con mucha precaución. En vez de seguir furtivamente él mismo a Comercial Boris, él se quedó en casa y encargó la misión a un par de sabuesos residentes allí, especializados en trabajo de acera.

—Trabajo de artesanía —explicó—. Ni sacudir el árbol, ni líneas laterales, ni nada de nada: muchachos laosianos.

—¿Nuestros?

—Tres años en la brecha —dijo Sam—. Y buenos —añadió el agente de campo que llevaba dentro, para quien todos sus gansos son cisnes.

Los citados sabuesos vigilaron la cartera de mano en su viaje siguiente. El taxi, distinto al del mes anterior, llevó a Boris de gira por toda la ciudad y a la media hora volvió a dejarle junto a la plaza principal, no muy lejos del banco. Comercial Boris caminó un corto trecho, entró en otro banco, uno local, e ingresó toda la suma directamente por la ventanilla en otra cuenta.

—Así que tra-la-lá —dijo Sam, y encendió otro pitillo, sin molestarse en ocultar el gozoso desconcierto que le producía el hecho de que Smiley reconstruyese verbalmente un caso tan documentado.

—Tra-la-lá, desde luego —murmuró éste, escribiendo afanoso.

Tras esto, dijo Sam, los muchachos volvieron e informaron. Sam no se movió en un par de semanas, para dejar que se posase el polvo y lanzó luego a su ayudante femenino a asestar el golpe final.

—¿Nombre?

Lo dio. Una veterana con base en casa, adiestrada por Sarratt, que compartía su cobertura comercial. La chica esperó a Boris en el banco local, le dejó terminar de rellenar la hoja de ingreso y luego montó un numerito.

—¿Qué hizo? —preguntó Smiley.

—Exigió que la atendiesen antes —dijo Sam con una sonrisa—. El hermano Boris, como era un cerdo machista, creía tener los mismos derechos y protestó. Hubo una discusión.

La hoja de ingreso estaba allí encima, explicó Sam, y la chica, a la vez que montaba su número, consiguió leerla: veinticinco mil dólares norteamericanos ingresados en la cuenta exterior de una empresa aeronáutica de chiste llamada Indocharter Vientiane, S. A.:

—Valores, unos cuantos DC3 escacharrados, una choza de lata, un montón de papel de correspondencia con un membrete de fantasía, una rubia tonta en la oficina y un estrafalario piloto mexicano a quien en toda la ciudad llamaban Ricardo el Chiquitín por su considerable estatura —dijo Sam. Y añadió—: Y la anónima colección habitual de diligentes chinos en el despacho de atrás, por supuesto.

Smiley estaba tan alerta en aquel momento que podría haber sentido caer una hoja. Pero lo que oyó, metafóricamente, fue estruendo de barreras alzándose y supo de inmediato, por el tono, por el endurecimiento de la voz, por los pequeños signos del rostro y del cuerpo que indicaban exagerada indiferencia, que estaba aproximándose al núcleo mismo de las defensas de Sam.

Anotó, pues, el dato mentalmente, y decidió seguir un rato con la empresa aeronáutica de chiste.

—Vaya —gorjeó—, ¿así que ya conocías esa empresa? Sam puso boca arriba una carlita.

—Bueno, Vientiane no es precisamente una gran metrópoli, amigo.

—Pero bueno, tú la conocías, ¿no es así?

—Todo el mundo conocía a Ricardo el Chiquitín allí —dijo Sam; la sonrisa era más amplia que nunca y Smiley advirtió en seguida que Sam le estaba tirando arena a los ojos. Aun así, siguió el juego.

—Hablame de él entonces —propuso.

—Uno de los ex payasos de Air América. Vientiane estaba lleno de ellos. Lucharon en la guerra secreta de Laos.

—Y la perdieron —dijo Smiley, escribiendo de nuevo.

—Sin ayuda de nadie —aceptó Sam, viendo cómo ponía Smiley una hoja a un lado y cogía otra del cajón—. Ricardo era una leyenda local. Había volado con el capitán Rocky y con los otros. Había hecho un par de incursiones en la provincia de Yunnan para los primos. Cuando acabó la guerra, anduvo una temporada sin rumbo y luego se enroló con los chinos. A esos grupos les llamábamos Air Opium. Por la época en que Bill me hizo volver a casa, eran una industria floreciente.

Smiley siguió dándole cuerda. Mientras creyese que estaba desviándole de la pista, hablaría por los codos. Pero si pensaba que Smiley se acercaba demasiado al asunto, echaría el cierre de inmediato.

—Bien —dijo, pues, cordialmente, tras anotaciones aún más meticulosas—. Volvamos ahora a lo que Sam hizo después. Tenemos lo del dinero, sabemos a quién se abona, quién lo maneja. ¿Cuál fue tu jugada siguiente, Sam?

Bueno, si no recordaba mal, había estudiado los datos uno o dos días. Había aspectos, explicó Sam más confiado: detalles chocantes. Primero, estaba el Extraño Caso de Comercial Boris. A Boris, como había indicado ya Sam, se le consideraba un diplomático ruso de verdad, si es que los hay: no se le conocía ninguna conexión con ninguna otra empresa. Sin embargo, operaba solo, disponía en exclusiva de un montón de dinero y, según la modesta experiencia de Sam, cualquiera de estas cosas significaba agente secreto sin lugar a dudas.

—No sólo agente, sino un maldito jefazo. Un pagador inflexible y feroz, coronel o más, ¿no?

—¿Qué otros aspectos, Sam? —preguntó Smiley, manteniéndole en el mismo rumbo, sin presionarle, sin hacer esfuerzo alguno aún por ir a lo que Sam consideraba el meollo del asunto.

—El dinero no seguía la ruta normal —dijo Sam—. Era muy raro. Lo decía Mac. Lo dije yo. Lo decían todos. Smiley alzó la cabeza más despacio aún que antes.

—¿Por qué? —preguntó, mirando a Sam muy fijo.

—La residencia soviética oficial de Vientiane tenía tres cuentas bancarias en la ciudad. Los primos tenían vigiladas las tres. Las tenían vigiladas desde hacía años. Sabían lo que sacaban los de la residencia al céntimo, y sabían incluso, por el número de cuenta, si era para obtener información secreta o para subversión. La residencia tenía porteadores propios y un sistema de triple firma para toda extracción de fondos superior a los mil pavos. Pero, Dios santo, George, yo creo que todo eso está en archivo, ¿no?

—Sam, quiero que te imagines que no existe archivo —dijo Smiley muy serio, sin dejar de escribir—. Se te explicará todo a su debido tiempo. Ten paciencia.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Sam; Smiley se dio cuenta de que respiraba mucho más tranquilo: parecía creer que ya pisaba terreno firme.

Fue entonces cuando propuso Smiley que subiese la buena de Connie a enterarse, y quizá también el doctor di Salis, dado que el Sudeste Asiático era precisamente su especialidad. En el terreno táctico, se contentaba con esperar su oportunidad con el secretillo de Sam; en el estratégico, el potencial de la historia de Sam era ya de un interés patente. Así que allá se fue Guillam a avisarles, mientras Smiley decretaba un descanso y los dos estiraban las piernas.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Sam muy cortés.

—Bueno, un poco estancado —admitió Smiley—. ¿Lo echas de menos?

—¿Ése es Karla, verdad? —dijo Sam, mirando la foto.

El tono de Smiley se hizo a la vez vago y pedante.

—¿Quién? Ah sí, sí que lo es. Me temo que no se parezca mucho, pero no tenemos nada mejor de momento.

Era como si estuviera contemplando una acuarela antigua.

—Tienes una cosa personal con él, ¿verdad? —dijo Sam, pensativo.

En ese momento, entraban Connie, di Salis y Guillam, dirigidos por éste, mientras el pequeño Fawn sostenía innecesariamente la puerta abierta.

Con el enigma temporalmente marginado, la asamblea se convirtió en una especie de partida de guerra: se había iniciado la cacería. Primero, Smiley le resumió a Sam el asunto, dejando claro, sobre la marcha, por otra parte, que estaban fingiendo que no había datos en el archivo, lo cual era una velada advertencia a los recién llegados. Luego, Sam cogió el hilo donde lo había dejado: en lo de los aspectos, los pequeños detalles chocantes; aunque en realidad no había, insistió, mucho más que decir. La pista llevaba hasta Indocharter Vientiane, S. A., y luego quedaba cortada.

Indocharter era una empresa china en el extranjero —dijo Sam dirigiendo una mirada al doctor di Salis—. Básicamente swatownesa.

Al oír esto, di Salis lanzó un grito, en parte carcajada y en parte lamento.

—Ay, son las peores de todas —declaró, queriendo decir que eran las más difíciles de desenmascarar.

—Eran un grupo chino en el exterior —repitió Sam para los demás— y los manicomios del Sudeste Asiático están hasta los topes de honrados agentes de campo que han intentado aclarar qué vida lleva el dinero caliente después que entra en el buche de los chinos que operan fuera.

Sobre todo, añadió, de los swatowneses, o chiu-chows, que eran un grupo aparte, y controlaban los monopolios del arroz en Tailandia, en Laos y en otros puntos. Y, añadió Sam, Indocharter Vientiane. S. A., era un verdadero clásico del grupo. Su cobertura como comerciante le había permitido, claro, investigarla con cierto detalle.

—En primer lugar, la Société Anonyme estaba registrada en París —dijo—. En segundo, la Société, según información fidedigna, era propiedad de una empresa mercantil shanghainesa, establecida en el exterior y discretamente diversificada, con sede en Manila, propiedad a su vez de una empresa chiu-chow registrada en Bangkok, que, a su vez, dependía de una organización totalmente amorfa de Hong Kong llamada China Airsea, inscrita en la Bolsa local, y que tenía de todo, desde flotas de juncos a fábricas de cemento, caballos de carreras y restaurantes. China Airsea era, dentro del marco de Hong Kong, una empresa mercantil excelente, con solera y en buena posición, y probablemente el único contacto entre Indocharter y China fuese que el quinto hermano mayor de alguien tuviese una tía que había ido al colegio con uno de los accionistas y le debía un favor.

Di Salís dio otro cabeceo rápido y aprobatorio y tras unir sus torpes brazos, los encajó en una deforme rodilla que alzó hasta el mentón.

Smiley había cerrado los ojos y parecía adormilado. Pero estaba oyendo, en realidad, exactamente, lo que esperaba oír: cuando llegó lo del personal de la empresa Indocharter, Sam Collins eludió con mucho tiento a cierta persona.

—Pero creo que has mencionado que también había dos personas no chinas en la empresa, Sam —le recordó Smiley—. Una rubia tonta, según dijiste, y un piloto, Ricardo.

Sam rechazó en seguida la objeción, restándole importancia.

—Ricardo era un tarambana —dijo—. Los chinos no le habrían confiado ni el dinero de los sellos. El trabajo de verdad se hacía todo en la habitación de atrás. Si entraba dinero, era allí donde se manejaba, era allí donde se esfumaba. Fuese dinero ruso en efectivo, fuese opio o fuese lo que fuese.

Di Salis, tirándose frenéticamente de una oreja, se apresuró a confirmar:

—Para reaparecer luego en Vancouver, Amsterdam o Hong Kong, o donde convenga al objetivo muy chino de alguien —proclamó, y se desmigajó de satisfacción ante su propia inteligencia.

Sam había conseguido una vez más, pensó Smiley, eludir el anzuelo.

—Bien, bien —dijo—. ¿Qué pasó después, Sam, según tu autorizada versión?

—Londres congeló el caso.

Del absoluto silencio que siguió, Sam debió deducir en un segundo que había tocado un nervio importante. Su actitud lo indicaba: no echó un vistazo para ver la expresión de los demás, ni manifestó curiosidad alguna. Por el contrario, con una especie de teatral modestia, se revisó los brillantes zapatos y los elegantes calcetines y dio una pensativa chupada a su pitillo negro.

—¿Y cuándo fue eso, Sam? —preguntó Smiley.

Sam dio la fecha.

—Retrocede un poco. Sigamos olvidándonos del archivo, ¿entendido? ¿Cuánto sabía Londres de tus investigaciones según ibas haciéndolas? Explícanoslo. ¿Enviaste informes sobre la marcha, a diario? ¿Los envió Mac?

Guillam comentó luego que si las madres del despacho contiguo hubiesen tirado una bomba nadie habría apartado la vista de Sam.

Bueno, dijo tranquilamente éste, como si se burlase del capricho de Smiley, él era un perro viejo. Su principio sobre el terreno había sido siempre primero actuar y luego disculparse. Y también el de Mac. Si obrabas al revés, Londres acababa no dejándote cruzar la calle sin cambiarte primero los pañales, dijo Sam.

—¿Entonces? —dijo pacientemente Smiley.

Pues sucedió que la primera noticia que enviaron a Londres sobre el caso fue, podríamos decir, también la última. Mac certificó la investigación, informó del total de datos obtenidos por Sam y pidió instrucciones.

—¿Y Londres? ¿Qué hizo Londres?

—Mandarle a Mac notificación de máxima prioridad, sacarnos a los dos del caso y ordenarle telegrafiar de inmediato confirmando si yo había entendido la orden y la obedecía. Nos lanzaban, por si acaso, un cohete, ordenándonos que no volviésemos a operar por nuestra cuenta.

Guillam hacía garabatos en la cuartilla que tenía delante: una flor, pétalos luego, luego lluvia cayendo sobre la flor. Connie miraba resplandeciente a Sam como si fuese el día de la boda de éste y de sus ojos infantiles brotaban lágrimas emocionadas. Di Salis trajinaba y se agitaba como siempre, igual que un motor viejo, pero también tenía la vista, en la medida en que podía fijarla en algún sitio, fija en Sam.

—Debisteis enfadaros mucho —dijo Smiley.

—En realidad no mucho.

—¿No tenías ganas de seguir el caso hasta el final? Habías dado un golpe magnífico.

—Bueno, sí, me enfadé un poco, claro.

—Pero cumpliste las órdenes de Londres…

—Soy un soldado, George. Todos estamos en la misma guerra.

—Muy laudable —dijo Smiley, mirando una vez más a Sam, tan elegante y fino con su smoking.

—Órdenes son órdenes —dijo éste, con una sonrisa.

—Sí, claro. Y cuando volviste por fin a Londres —continuó Smiley, en un tono controlado e interrogante— y tuviste tu sesión de «bienvenido a casa buen trabajo» con Bill, ¿le mencionaste el asunto, por casualidad?

—Le pregunté qué demonios pasaba con aquello, sí —aceptó Sam, con la misma indiferencia.

—Y, ¿qué te contestó?

—Acusó a los primos. Dijo que ellos estaban metidos en el asunto antes que nosotros. Dijo que era suyo el caso, y el territorio.

—¿Tenías alguna razón para creerlo?

—Claro. Ricardo.

—¿Sospechabas que era un agente de los primos?

—Hombre, voló para ellos. Estaba ya en sus libros. Era un candidato lógico. Les bastaba con no borrarlo de la nómina.

—Pero no habíamos quedado en que un hombre como Ricardo no tenía acceso a las verdaderas operaciones de la empresa…

—Pero no iban a dejar de usarlo por eso. Los primos son así. Aún era un caso suyo, a pesar de que Ricardo no sirviese para nada. El pacto de manos fuera regía de todos modos.

—Volvamos al momento en que Londres se retiró del caso. Recibiste la orden: «Déjalo todo». Obedeciste. Pero aún tardaste una temporada en volver a Londres, ¿no? ¿Hubo algún tipo de continuación?

—No entiendo bien, George.

En el fondo de su pensamiento, Smiley tomó escrupulosa nota, una vez más, de la evasiva de Sam.

—Por ejemplo, tu contacto amistoso en la Banque de l’Indochine, Johnny. Seguiste relacionándote con él, ¿no?

—Claro —dijo Sam.

—¿Y no te mencionó Johnny, por casualidad, como cosa anecdótica, qué fue de la veta de oro después de que recibieses tu telegrama de manos fuera? ¿Continuó llegando el dinero todos los meses, como antes?

—La cuenta quedó congelada. París cerró el grifo. Ni Indocharter ni nada de nada.

—¿Y Comercial Boris, el que no tenía antecedentes? ¿Vive feliz y tranquilo después de aquello?

—Volvió a casa.

—¿Había cumplido el plazo?

—Había hecho tres años.

—Normalmente hacen más.

—Sobre todo los agentes importantes —aceptó Sam, sonriendo.

—Y Ricardo, el aviador mexicano chiflado que sospechabas que era agente de los primos, ¿qué fue de él?

—Murió —dijo Sam, sin apartar los ojos de la cara de Smiley—. Se estrelló en la frontera tailandesa. Los muchachos lo achacaron a sobrecarga de heroína.

Presionado, Sam demostró recordar también aquella fecha.

—¿No se lamentó el suceso en el bar?

—No mucho. La opinión predominante parecía ser que Vientiane sería un sitio mucho más seguro sin Ricardo tiroteando el techo de White Rose de Madame Lulú.

—¿Dónde se expresaba esa opinión, Sam?

—Bueno, donde Maurice.

—¿Maurice?

—El Hotel Constellation. Maurice es el propietario.

—Comprendo. Gracias.

Aquí hubo un lapso definido, pero Smiley no parecía reacio a llenarlo. Observado por Sam, por sus tres ayudantes y por Fawn, el factótum, Smiley dio un tirón a las gafas, las ladeó, las volvió a colocar y volvió a apoyar las manos en la cubierta de cristal de la mesa. Luego volvió a hacer recorrer a Sam toda la historia, volvió a comprobar fechas, nombres y lugares, muy concienzudamente, como los interrogadores especializados de todo el mundo, atento por la mucha costumbre a los pequeños fallos y las discrepancias casuales y las omisiones, y a los cambios de tono, sin hallar nada, en apariencia. Y Sam, con su falsa sensación de seguridad, lo repasó todo, mirando con la misma sonrisa hueca con que miraba deslizarse las cartas sobre el tapete verde o veía cómo el girar de la ruleta empujaba la bola blanca de un espacio a otro.

—Sam, creo que deberías pasar la noche aquí con nosotros… —dijo Smiley, en cuanto se quedaron otra vez los dos solos—. Fawn se ocupará de la cama y demás. ¿Podrás soportarlo?

—Claro, hombre, por Dios —dijo Sam generosamente.

Entonces, Smiley hizo algo un poco inquietante. Tras entregarle un montón de revistas, telefoneó pidiendo el expediente personal de Sam, todos los volúmenes, y con Sam sentado allí ante él, los fue leyendo en silencio de punta a cabo.

—Veo que eres un Don Juan —comentó al fin, cuando ya la oscuridad se agolpaba en la ventana.

—Pss, más o menos —aceptó Sam, aún sonriendo—. Más o menos, sí.

Pero se percibía un claro nerviosismo en la voz.

Cuando llegó la noche, Smiley mandó a casa a las madres y dio orden, a través de los caseros, de que los archivos quedasen libres de excavadores lo más tarde a las ocho. No dio razón alguna. Les dejó que pensasen lo que quisieran. Sam debería estar en la sala de juegos a su disposición, y Fawn hacerle compañía y no dejarle suelto. Fawn se tomó la orden al pie de la letra. Hasta cuando las horas se arrastraban y Sam parecía dormitar, permaneció encogido como un gato en el umbral, y sin cerrar los ojos ni un momento.

Luego, se reunieron los cuatro en Registro (Connie, di Salis, Smiley y Guillam) y empezaron una larga y cauta cacería de papeles. Buscaron primero los expedientes operativos que deberían haber estado archivados en el sector del Sudeste Asiático, en las fechas que Sam les había dado. No había ninguna ficha en el índice y no había ningún expediente tampoco, pero esto no era demasiado significativo. Estación Londres, de Haydon, había adquirido la costumbre de apoderarse de las fichas operativas y confinarlas a su propio archivo interno. Así que cruzaron lentamente el sótano, entre el repiqueteo de sus pisadas sobre los mosaicos cubiertos de pardo linóleo, hasta llegar a una alcoba enrejada como una antecapilla, donde descansaban los restos de lo que en otros tiempos había sido archivo de Estación Londres. Tampoco allí encontraron ninguna ficha, ningún documento.

—Buscad los telegramas —ordenó Smiley, y comprobaron los libros, tanto los de entrada como los de salida y, por un momento, Guillam llegó a sospechar que Sam mentía, hasta que Connie señaló que las hojas de comunicación importantes habían sido mecanografiadas con una máquina distinta: una máquina que, según resultó más tarde, no había sido adquirida por los caseros hasta seis meses después de la fecha que figuraba sobre el papel.

—Buscad boyas —ordenó Smiley.

Las boyas del Circus eran las copias duplicadas de documentos importantes que hacía Registro cuando los expedientes amenazaban con estar en constante movimiento. Se guardaban en carpetas de hojas sueltas como números atrasados de revistas, con un índice cada seis meses. Después de mucho buscar, Connie Sachs desenterró la carpeta del Sudeste Asiático que cubría el período de seis semanas que seguía inmediatamente al comunicado de Collins. Allí no había ninguna referencia a una posible veta de oro soviética ni a Indocharter Vientiane, S. A.

—Probad en FP —dijo Smiley, utilizando, algo muy raro en él, iniciales, que por lo demás detestaba.

Se dirigieron, pues, a otro extremo de Registro y buscaron en Fichas Personales, primero Comercial Boris, luego Ricardo, luego por el alias Chiquitín, dado por muerto, al que Sam había mencionado, al parecer, en su desdichado primer informe a Estación Londres. De vez en cuando, mandaban arriba a Guillam a preguntarle a Sam algún pequeño detalle, y Guillam le encontraba leyendo Field y dando sorbos a un buen vaso de whisky, vigilado infatigablemente por Fawn, que rompía la rutina (como pudo saber más tarde Guillam) con planchas, primero sobre dos nudillos de cada mano, luego sobre las puntas de los dedos. En el caso de Ricardo, probaron con posibles variaciones fonéticas y las buscaron también en el índice.

—¿Dónde están archivadas las organizaciones? —preguntó Smiley.

Pero el índice de organizaciones tampoco contenía ficha alguna de aquella Société Anonyme llamada Indocharter Vientiane.

—Buscad el material de enlace.

Los contactos con los primos en los tiempos de Haydon se realizaban exclusivamente a través del Secretariado de Enlace de Estación Londres, del que tenía él mismo, por razones obvias, la dirección personal y que tenía sus fichas propias de toda la correspondencia interna. Volvieron a la antecapilla y salieron de nuevo con las manos vacías. Para Peter Guillam la noche estaba adquiriendo dimensiones surrealistas. Smiley apenas decía palabra. Su rostro gordinflón parecía de piedra. Connie, en su emoción, había olvidado las molestias y dolores artríticos y saltaba de una estantería a otra como mocita en baile. Guillam, que no era, ni mucho menos, un burócrata nato, se arrastraba tras ella fingiendo seguir su ritmo y secretamente agradecido por aquellos viajes arriba a consultar a Sam.

—Ya le tenemos, George —decía Connie entre dientes—. Estate seguro de que hemos agarrado ya a ese sapo bestial.

El doctor di Salis se había ido a saltitos en busca de los directores chinos de Indocharter (Sam recordaba aún, sorprendentemente, los nombres de dos de ellos) y trajinó con ellos primero en caracteres chinos, luego en alfabeto latino y, por último, en lenguaje comercial cifrado chino. Smiley estaba sentado en una silla leyendo las fichas sobre las rodillas, como el que va en el tren, ignorando tercamente a los demás pasajeros. A veces, alzaba la cabeza, pero los sonidos que oía no procedían del interior de la habitación. Connie había iniciado por propia iniciativa una búsqueda de referencias relacionadas con las fichas con que deberían estar teóricamente ligados los expedientes del caso. Había fichas personales de mercenarios, y de aviadores autónomos. Había fichas técnicas sobre los métodos de Centro para lavar el dinero con que pagaba a los agentes, e incluso un tratado, que ella misma había escrito hacía mucho ya, sobre el tema de los pagadores secretos responsables de las redes ilegales de Karla que actuaban sin conocimiento de las residencias correspondientes a la organización general. No se habían añadido al apéndice los apellidos impronunciables de Boris Comercial. Había fichas de antecedentes sobre la Banque de l’Indochine y sus lazos con el Banco Narodny de Moscú, fichas estadísticas sobre la creciente importancia de las actividades de Centro en el Sudeste Asiático y fichas de estudio sobre la propia residencia de Vientiane. Pero las negativas no hacían más que multiplicarse, y al multiplicarse no hacían sino confirmar lo dicho. En toda su persecución de Haydon no se habían tropezado en ninguna otra parte con una eliminación de huellas tan sistemática y completa. Era la mejor orientación de todos los tiempos.

Y llevaba inexorablemente a Oriente.

Sólo un dato indicaba aquella noche al culpable. Cayeron sobre él entre el amanecer y la mañana, mientras Guillam dormitaba de pie. Fue Connie quien lo olisqueó, Smiley lo posó silencioso en la mesa, y los tres juntos lo examinaron a la luz de la lámpara como si fuera la clave del tesoro enterrado: una reseña de certificados de destrucción, una docena en total, con el criptónimo autorizador garrapateado con un rotulador negro hacia la línea media, lo que producía un agradable efecto de carboncillo. Las fichas condenadas se relacionaban con «correspondencia sumamente secreta con H/anexo»… lo que quería decir, con el jefe de Estación de los primos, el entonces como ahora hermano en Cristo de Smiley, Martello. El motivo de la destrucción era el mismo que el que Haydon había dado a Sam Collins para abandonar el campo de investigaciones de Vientiane: «Riesgo de comprometer delicada operación norteamericana». La firma que condenaba las fichas al incinerador era el nombre de trabajo de Haydon.

Volviendo al piso de arriba, Smiley invitó a Sam una vez más a su habitación. Sam se había quitado la pajarita y el rastrojo de la mandíbula sobre el abierto cuello de la camisa blanca le hacía parecer bastante menos fino y delicado.

Smiley envió primero a Fawn a por café. Dejó que llegase y esperó a que se largase otra vez, no sin servir antes dos tazas, sólo para dos, azúcar para Sam, una sacarina para Smiley por lo de adelgazar. Luego, se acomodó en un sillón junto a Sam en vez de poner por medio un escritorio, para crear un ambiente de más intimidad.

—Creo, Sam, que deberías hablarme un poco de la chica —dijo, con mucha suavidad, como si comunicase tristes nuevas—. ¿Fue por caballerosidad por lo que la omitiste?

A Sam pareció más bien divertirle.

—¿Perdiste las fichas, verdad, muchacho? —preguntó, con el mismo tono íntimo propio de vestuario de caballeros.

A veces, para obtener una confidencia, uno ha de hacer otra.

—Las perdió Bill —contestó suavemente Smiley.

Sam se sumergió, con cierta teatralidad, en meditación profunda. Encogiendo una mano de jugador, examinó las yemas de los dedos, lamentando su lastimoso estado.

—Ese club mío funciona prácticamente solo ya —reflexionó—. Si he de serte sincero, me empieza a aburrir. Dinero, dinero. Tengo ganas de cambiar, de hacer algo.

Smiley comprendió, pero tenía que ser firme.

—No tengo ningún recurso, Sam. Apenas si puedo alimentar las bocas que ya he contratado.

Sam dio un sorbo pensativo a su café solo, sonriendo a través del vapor.

—¿Quién es ella, Sam? ¿De qué asunto se trata? Nadie va a juzgar nada. Es agua pasada, te lo aseguro.

Sam, de pie, hundió las manos en los bolsillos, movió la cabeza y, muy a la manera de Jerry Westerby, empezó a dar vueltas por la habitación, examinando las lúgubres y extrañas cosas que colgaban de la pared: fotos de guerra de grupo de catedráticos de uniforme; una carta enmarcada, manuscrita, de un primer ministro muerto; de nuevo el retrato de Karla, que ahora examinó desde muy cerca, una y otra vez.

—«Nunca desperdicies tus monedas» —comentó, tan cerca de Karla que su aliento empañó el cristal—. Eso es lo que mi buena madre solía decirme. «Nunca regales tus valores. Recibimos muy pocos en la vida. Hay que ser parco a la hora de dar». Da la sensación de que hay un plan en marcha. ¿Es cierto o no? —preguntó.

Limpió luego el cristal con la manga y prosiguió:

—Parece que hay mucha hambre en esta casa vuestra. Me di cuenta nada más entrar. Está puesta la mesa grande, me dije. El nene comerá esta noche.

Y llegó hasta la mesa de Smiley, se sentó en la silla como si la probase para ver si era cómoda. La silla giraba, además de balancearse. Sam probó ambos movimientos.

—Necesito una solicitud de investigación —dijo.

—Arriba, a la derecha —dijo Smiley, y observó cómo Sam abría el cajón, sacaba una cuartilla de papel amarillo y la colocaba sobre el cristal de la mesa para escribir.

Escribió durante un par de minutos en silencio, deteniéndose de vez en cuando por consideraciones artísticas y reanudando luego la escritura.

—Si aparece la chica, dímelo —dijo, y, con un saludo teatral a Karla, se fue.

Una vez se hubo ido, Smiley cogió el impreso de la mesa, avisó a Guillam y se lo pasó sin decir una palabra. En la escalera, Guillam se detuvo a leer el texto:

«Worthington, Elizabeth, alias Lizzie, Alias Ricardo, Lizzie». Ésa era la primera línea. Luego los detalles: «Edad unos veintisiete. Nacionalidad británica. Estado civil, casada, datos del marido desconocidos, nombre de soltera también desconocido. 1972-3 esposa de facto de Ricardo, Chiquitín, ya muerto. Ultimo lugar de residencia conocido, Vientiane, Laos. Ultima ocupación conocida: mecanógrafa-recepcionista de Indocharter Vientiane, S. A. Empleos anteriores: camarera de club nocturno, vendedora de whisky, buscona elegante».

Cumpliendo su decepcionante papel habitual de aquel periodo, Registro tardó unos tres minutos en lamentar no disponer de «ningún dato repito ningún dato sobre el sujeto». Aparte de esto, la Abeja Reina manifestó su desacuerdo con el término «elegante». Insistía en que selecta era un modo mucho adecuado de describir a aquel tipo de buscona.

Era muy curioso que la reticencia de Sam no hubiese disuadido a Smiley. Parecía aceptarla satisfecho como parte inevitable del asunto. Muy al contrario, pidió copias de todos los informes directos que Sam había enviado de Vientiane o de otros lugares en los últimos diez años y pico y que hubiesen escapado a la diestra cuchilla de Haydon. Y luego, en las horas de ocio, cuando las había, los ojeó, y dejó que su imaginación inquisitiva construyera cuadros del oscuro mundo personal de Sam.

En este momento decisivo del asunto, Smiley mostró un sentido del tacto absolutamente encantador, como todos admitieron más tarde. Un individuo de menos clase podría haberse lanzado sobre los primos pidiéndoles como cosa de la máxima urgencia que Martello buscase el extremo norteamericano de la correspondencia destruida y le permitiese echarle un vistazo. Pero Smiley no quiso remover nada, no quiso indicar nada. Y así, en vez de elegir a un emisario más humilde, Molly Meakin era una graduada linda y primorosa, un poco marisabidilla quizás, un poco introvertida, pero ya con un modesto prestigio como capacitada funcionaría, y con raíces en el viejo Circus a través de su hermano y de su padre. En la época de la caída, ella aún era una aspirante, y estaba perdiendo los dientes de leche en Registro. Después la conservaron como elemento básico de plantilla y la ascendieron, si ésta es la palabra, a la Sección de Reconocimiento, de donde ningún hombre, y menos aún una mujer, según la tradición, vuelve vivo. Pero Molly poseía, quizá por herencia, lo que en el gremio se llama vista natural. Mientras los que la rodeaban seguían intercambiando anécdotas sobre dónde estaban exactamente y qué llevaban puesto cuando les comunicaron la noticia de la detención de Haydon, Molly establecía un canal extraoficial y discreto con su colega del Anexo de Grosvenor Square, eludiendo los laboriosos procedimientos introducidos por los primos desde la caída. Su principal aliado era la rutina. Su día de visita era el viernes. Todos los viernes tomaba café con Ed, que controlaba la computadora. Y hablaba de música clásica con Marge, que sustituía a Ed. Y, a veces, se quedaba para baile antiguo, o una partida de tejo o de bolos en el Twilight Club del sótano del Anexo. El viernes era también, por pura casualidad, el día que llevaba su listita de peticiones de datos. Si no tenía nada importante, procuraba inventar algo a fin de mantener abierto el canal, y aquel viernes concreto, a instancias de Smiley, incluyó en su selección el nombre de Ricardo el Chiquitín.

—Pero no quiero que destaque en ningún sentido, Molly —dijo Smiley con vehemencia.

—Por supuesto que no —dijo Molly.

Como humo, según su propia expresión, Molly eligió una docena de otros RS y cuando llegó a Ricardo escribió «Richards ver por Rickard ver por Ricardo, profesión profesor ver por instructor aeronáutico», de modo que sólo apareciese el Ricardo real como una posible identificación más. Nacionalidad mexicana ver por árabe añadía: y añadía también la información extra de que quizás pudiera haber muerto.

Era de nuevo noche ya cuando Molly regresó al Circus. Guillam estaba agotado. Los cuarenta son una edad difícil para andar despierto, decidió. A los veinte o a los sesenta, el cuerpo ya sabe de qué va la cosa, pero los cuarenta son una adolescencia en la que uno duerme para envejecer o para mantenerse joven. Molly tenía veintitrés. Fue directamente a la habitación de Smiley, se sentó muy decorosa, las rodillas muy juntas, y empezó a vaciar el bolso, observada atentamente por Connie Sachs, y aún más atentamente por Peter Guillam, aunque por razones distintas. Sentía mucho haber tardado tanto, dijo con gravedad, pero. Ed había insistido en llevarla a una reposición de True Grit, gran favorita del Club Twilight, y después había tenido que librarse de él, pues tampoco quería ofenderle, y menos aún aquella noche concreta. Luego de decir esto, entregó a Smiley un sobre que éste abrió. En él había una larga tarjeta de computadora color crema. ¿Pero le rechazó o no?, deseaba saber Guillam.

—¿Cómo terminó la cosa? —fue la primera pregunta de Smiley.

—Muy correctamente —contestó ella.

—El guión tiene una pinta espléndida —exclamó luego Smiley. Pero al seguir leyendo, su expresión cambió poco a poco convirtiéndose en una mueca lobuna y extraña.

Connie se reprimió menos. Cuando le pasó la tarjeta a Guillam, soltó una carcajada.

—¡Oh Bill! ¡Mi querido malvado! ¡Los has despistado a todos! ¡Ay, demonios!

A fin de silenciar a los primos, Haydon había invertido su mentira original. El largo mensaje, una vez descifrado, narraba esta encantadora historia.

Temeroso de que los primos pudiesen estar realizando por su cuenta las investigaciones del Circus con la firma Indocharter, Bill Haydon, como jefe de Estación Londres, había enviado al Anexo un aviso de manos fuera puramente formal, conforme al compromiso bilateral en vigor entre los dos Servicios. En él se indicaba a los norteamericanos que Indocharter Vientiane, S. A., se hallaba por entonces bajo la vigilancia de Londres y que el Circus tenía un agente sobre el terreno. En consecuencia, los norteamericanos aceptaron renunciar a cualquier pretensión que pudiesen tener respecto al caso, a cambio de compartir la posible información que se obtuviese. Para ayudar a los ingleses, los primos mencionaron, por otra parte, que su relación con el piloto Ricardo el Chiquitín se había extinguido.

En suma, nadie había visto un ejemplo más claro de lo de jugar a dos barajas.

—Gracias, Molly —dijo cortésmente Smiley, después de que todos tuvieron oportunidad de maravillarse—. Muchísimas gracias.

—No hay de qué —dijo Molly, decorosa como una niñera—. Y no hay duda de que Ricardo ha muerto, señor Smiley —concluyó, y citó la misma fecha de muerte que había suministrado ya Sam Collins.

Y con esto cerró el broche de su bolso, se echó la falda sobre las admirables rodillas y caminando delicadamente salió de la habitación, bien observada una vez más por Peter Guillam.

Se apoderó entonces del Circus un ritmo diferente, un humor completamente distinto. Había terminado la frenética búsqueda de una pista, de cualquier pista. Ya podían lanzarse tras un objetivo en vez de galopar en todas direcciones. La amistosa separación de las dos familias se desmoronó en la práctica: los bolcheviques y los peligros amarillos se convirtieron en una sola unidad bajo la dirección conjunta de Connie y del doctor, aunque sus tareas técnicas continuasen diferenciadas. Después de esto, a los excavadores las alegrías les fueron llegando en pequeños fragmentos, como charcos en un sendero largo y polvoriento, y a veces casi todos por los bordes externos del camino. Connie no tardó más de una semana en identificar al pagador soviético de Vientiane que había supervisado la transferencia de fondos a Indocharter Vientiane, S. A.: el Boris Comercial. Era el antiguo soldado Zimim, un veterano graduado de la escuela secreta de adiestramiento que tenía Karla en las afueras de Moscú. Con el anterior alias de Smirnov, este tal Zimim figuraba en archivo como antiguo pagador de un aparato germanooriental en Suiza seis años atrás. Había aflorado antes de eso en Viena con el nombre de Kursky. Como habilidades adicionales podía ofrecer las de ladrón de sonido y «trampero», y algunos decían que era el mismo Zimim que había montado en Berlín Oeste la dulce y eficacísima trampa en que había caído un cierto senador francés que más tarde vendió la mitad de los secretos de su país incurriendo en traición. Había salido de Vientiane exactamente un mes después de que llegara a Londres el informe de Sam.

Tras este pequeño triunfo, Connie se lanzó a la tarea, en apariencia imposible, de determinar qué medidas podría haber tomado Karla, o su pagador Zimim, para sustituir la veta de oro interceptada. Connie disponía de varios hitos indicadores. Primero, el conocido conservadurismo de las organizaciones secretas de gran tamaño, y su adhesión a las vías de actuación ya consagradas. Segundo, la presunta necesidad que tenía Centro, dado que se trataba de grandes sumas, de sustituir el viejo sistema por uno nuevo y rápido. Tercero, la complacencia de Karla, tanto antes de la caída, cuando tenía inmovilizado al Circus, como después, cuando el Circus yacía a sus pies jadeante y desdentado. Por último se basaba y confiaba sencillamente en su propio dominio enciclopédico del tema. Agrupando las montañas de materia prima sin elaborar que habían ido amontonándose, deliberadamente olvidadas, durante los años de su exilio, el equipo de Connie revisó concienzudamente fichas y archivos, intercambió datos, hizo esquemas y diagramas, rastreó la caligrafía individual de operadores conocidos, padeció dolores de cabeza, discutió, jugó al ping pong y, de cuando en cuando, con agobiantes precauciones, con consentimiento expreso de Smiley, emprendió tímidas operaciones de campo. Se convenció a un contacto amistoso de la ciudad para que visitara a un viejo conocido especializado en empresas extranjeras de Hong Kong. Un agente de Bolsa de Cheapside abrió sus libros a Toby Estorbase, el superviviente húngaro de aguda vista que era todo lo que quedaba del ejército itinerante antaño glorioso de consejeros y artistas de acera del Circus. Así siguió el asunto, a ritmo de caracol: pero al menos el caracol sabía adonde quería ir. El doctor di Salis, a su modo distante, emprendió la ruta china ultramarina, abriéndose paso entre las conexiones arcanas de Indocharter Vientiane, S. A., y sus escurridizos grupos de empresas matrices. Sus ayudantes, tan excepcionales como él, eran estudiantes de idiomas o antiguos agentes chinos reciclados. Con el tiempo, adquirieron una palidez colectiva, como miembros de un mismo y rancio seminario.

Entretanto, Smiley avanzaba, por su parte, con no menos cautela, y por rutas aún más intrincadas, cruzando aún mayor número de puertas.

Se perdió de vista una vez más. Era tiempo de esperar y lo pasó atendiendo al otro centenar de cosas que precisaban de su atención urgente. Terminado su breve período de trabajo de equipo, se retiró a las más íntimas regiones de su mundo solitario. Fue a Whitehall, fue a Bloomsbury, fue a ver a los primos. Otras veces, la puerta de la sala del trono permanecía cerrada días seguidos, y sólo el oscuro Fawn, el factótum, tenía permiso para entrar y salir con sus zapatos de gimnasia, portando humeantes tazas de café, platitos de pastas y, de vez en cuando, informes escritos, de su jefe o para él. Smiley siempre había detestado el teléfono, y ahora no aceptaba ninguna llamada, salvo que se tratase, en opinión de Guillam, de cuestiones de la máxima urgencia, y ninguna lo era. El único aparato que Smiley no podía desconectar era una línea directa con el escritorio de Guillam, pero cuando le daba la ventolera llegaba al punto de ponerle una cubretetera encima, para ahogar los timbrazos. El procedimiento invariable era que Guillam dijese que Smiley estaba fuera o conferenciando y que llamaran una hora después. Entonces Smiley escribía un mensaje, se lo entregaba a Fawn y, en caso necesario, con la iniciativa a su favor, Smiley llamaba. Conferenciaba con Connie, a veces con di Salis, a veces con ambos, pero a Guillam no se le llamaba. El archivo de Karla se trasladó de la Sección de Investigación de Connie a la caja de seguridad personal de Smiley, por si acaso. Los siete volúmenes. Guillam certificó la entrega y se los llevó, y a Smiley, cuando alzó la vista del escritorio y los vio, le inundó la tranquilidad del reconocimiento, y se inclinó hacia ellos como si recibiera a un viejo amigo. Volvió a cerrarse la puerta y pasaron más días.

—¿Alguna noticia? —preguntaba Smiley de vez en cuando a Guillam. Quería decir: «¿Ha llamado Connie?».

La residencia de Hong Kong se evacuó más o menos por esta época y Smiley recibió, demasiado tarde, aviso de los esfuerzos elefantinos de los caseros por eliminar el artículo sobre High Haven. Smiley cogió inmediatamente el expediente de Craw y llamó de nuevo a Connie para consulta. Unos cuantos días después, apareció en Londres el propio Craw para una visita de cuarenta y ocho horas. Guillam le había oído hablar en Sarratt y le detestaba. Un par de semanas después, vio al fin la luz del día el celebrado artículo del viejo, Smiley lo leyó atentamente, se lo pasó luego a Guillam y, por una vez, ofreció una explicación concreta de su actuación: Karla debía saber muy bien lo que perseguía el Circus, dijo. Los negativos eran un pasatiempo consagrado. Pero Karla no sería humano si después de cazar una presa tan grande no se durmiese un poco en los laureles.

—Quiero que todo el mundo le diga lo muertos que estamos —explicó Smiley.

Su técnica de ala rota se extendió pronto a otras esferas, y una de las tareas más entretenidas de Guillam fue cerciorarse de que Roddy Martindale estaba bien provisto de penosas historias sobre el desconcierto que reinaba en el Circus.

Y los excavadores seguían con su tarea. La llamarían, después, la falsa paz. Tenían el mapa, dijo más tarde Connie, y tenían los emplazamientos, pero aún había que trasladar montañas a cucharadas. En la espera, Guillam invitó a Molly Meakin a prolongadas y costosas cenas, pero la cosa acabó sin que llegaran a nada definitivo. Jugó al squash con ella y admiró su vista, nadó con ella y admiró su cuerpo, pero ella le vedó un contacto más íntimo con una extraña y misteriosa sonrisa, apartando la cabeza y bajándola aunque sin dejarle que se separara de ella.

Bajo la continua presión de la ociosidad, Fawn, el factótum, empezó a actuar de forma extraña. Cuando desapareció Smiley y le dejó solo, Fawn pasó a vivir literalmente consumido, aguardando el regreso de su jefe. Guillam, que le sorprendió una noche en su pequeña madriguera, se quedó sobrecogido al verle en un acuclillamiento casi fetal, enrollando y enrollando un pañuelo al pulgar como una ligadura, para hacerse daño.

—¡Por amor de Dios, hombre, que no es nada personal! —exclamó—. George no te necesita por ahora, no es más que eso. Tómate unos días de descanso o algo así. Refréscate.

Pero Fawn siempre llamaba a Smiley el Jefe, y miraba de reojo a los que le llamaban George.

Fue hacia el final de esta fase estéril cuando apareció en la quinta planta un artilugio nuevo y maravilloso. Lo trajeron en maletas dos técnicos de pelo a cepillo, y lo instalaron en tres días: un teléfono verde destinado, pese a los prejuicios de Smiley, a su escritorio, y que le conectaba directamente con el Anexo. Pasaba por la sala de Guillam, y estaba ligado a toda suerte de cajas grises anónimas que ronroneaban sin previo aviso. Su presencia no hizo más que intensificar el estado de ánimo general de nerviosismo: ¿Qué utilidad tenía una máquina, se preguntaban unos a otros, si no tenían nada que poner en ella?

Pero tenían algo.

De pronto, se corrió la noticia. Connie no decía lo que había encontrado, pero las nuevas del descubrimiento corrieron como fuego por todo el edificio: «¡Connie ha dado en el blanco! ¡Los excavadores lo han conseguido! ¡Han encontrado la nueva veta de oro! ¡Y la han seguido hasta el final!».

¿Hasta qué final? ¿Hasta quién? ¿Dónde acababa? Connie y di Salis seguían guardando silencio. Durante un día y una noche, entraron y salieron de la sala del trono, cargados de fichas, una vez más, sin duda con el objeto de mostrarle a Smiley sus trabajos.

Luego, Smiley desapareció tres días y Guillam sólo supo mucho después que «a fin de ajustar todos los tomillos», como dijo él, había visitado Hamburgo y Amsterdam para tratar ciertos asuntos con determinados banqueros, muy distinguidos, que él conocía. Estos caballeros dedicaron mucho tiempo a explicarle que la guerra había terminado y que no podían, en realidad, violar su código de ética profesional, y luego le dieron la información que tanto necesitaba: que fue sólo la confirmación definitiva de todo lo que los excavadores habían deducido. Volvió Smiley pero Peter Guillam aún siguió segregado, y podría muy bien haber seguido así indefinidamente, en aquel limbo privado, de no haber sido por la cena de los Lacon.

A él te incluyeron por puro azar. Y también la cena fue cosa casual. Smiley le había pedido a Lacon una cita por la tarde en la oficina de la Presidencia del Gobierno, y pasó varias horas de conciliábulo con Connie y di Salis preparándose para ella. Pero a Lacon le convocaron a última hora sus jefes parlamentarios, y propuso una comida informal en su horrible mansión de Ascott en lugar de la cita concertada. A Smiley le reventaba conducir y no había ningún coche de servicio. Guillam se ofreció al final a hacerle de chófer en su ventiladísimo y viejo Porsche, tras haberle echado por encima una manta que llevaba en el coche por si Molly Meakin aceptaba ir con él de excursión. Durante el trayecto, Smiley intentó charlar de cosas intrascendentes, cosa rara en él, pero estaba nervioso. Llegaron lloviendo y hubo discusión en la puerta sobre qué hacer con el inesperado subalterno. Smiley insistió en que Guillam hiciese lo que le pareciese y volviese a buscarle a las diez y media: los Lacon insistieron en que debía quedarse. Había en realidad montones de comida.

—Lo que tú digas —dijo Guillam a Smiley.

—Bueno, por mí no hay problema. Por mí puedes quedarte, si a los Lacon no les importa, naturalmente —dijo con acritud Smiley, y entraron.

Así que pusieron un cuarto plato a la mesa y se cortó la carne demasiado hecha en trocitos hasta que pareció guisado seco, y despacharon a una hija en bicicleta con una libra a por una segunda botella de vino a la taberna que había carretera arriba. La señora Lacon era rubia, rubicunda y conejesca, una novia-niña que se había convertido en niña-madre. La mesa era demasiado larga para cuatro. Colocó a Smiley y a su marido a un extremo y a Guillam junto a ella. Tras preguntarle si le gustaban los madrigales, se embarcó en una descripción interminable de un concierto del colegio particular de su hija. Dijo que estaba absolutamente echado a perder por los extranjeros ricos que estaban admitiendo para equilibrar el presupuesto. La mitad de ellos ni siquiera eran capaces de cantar a la manera occidental:

—Bueno, lo que quiero decir es que a quién puede agradarle que su hijo se eduque con un montón de persas cuando ellos tienen seis mujeres cada uno —decía.

Guillam iba dándole cuerda mientras procuraba captar el diálogo que tenía lugar al otro extremo de la mesa. Lacon parecía bolear y batear a un tiempo.

—Primero, tú me haces la petición a mí —decía—. Estás haciendo eso ahora, muy adecuadamente. En esta etapa, no deberías darme más que un esbozo introductorio. Lo tradicional es que a los ministros no les guste todo lo que no quepa escrito en una postal. Y a ser posible, una postal ilustrada —añadió, y dio un delicado sorbo a aquel tinto repugnante.

La señora Lacon, en cuya intolerancia resplandecía una beatífica inocencia, empezó a protestar por los judíos.

—Bueno, y además no comen la comida que hacemos nosotros —decía—. Según Penny, toman cosas especiales de arenque en la comida.

Guillam perdió de nuevo el hilo, hasta que Lacon alzó la voz advirtiendo:

—Procura mantener a Karla fuera de esto, George. Ya te lo he dicho antes. Aprende a decir Moscú en vez de Karla. ¿De acuerdo? A ellos no les gustan las alusiones personales. Por muy desapasionadamente que le odies. Ni a mí.

—Moscú entonces —dijo Smiley.

—No es que una los deteste —dijo la señora Lacon—. Es sólo que son distintos.

Lacon tomó de nuevo un tema anterior.

—Cuando dices una suma grande, ¿a qué te refieres en concreto?

—Aún no estamos en situación de decirlo —contestó Smiley.

—Bueno. Más tentador. ¿No tienes en cuenta el factor pánico?

Smiley no entendió la pregunta mejor que Guillam.

—¿Qué es lo que más te alarma de tu descubrimiento, George? ¿Qué es lo que más temes, en tu papel de perro guardián?

—¿La seguridad de una Colonia de la Corona Británica? —sugirió Smiley, después de pensarlo un poco.

—Están hablando de Hong Kong —explicó la señora Lacon a Guillam—. Mi tío fue secretario político. Por el lado de papá —añadió—. Los hermanos de mamá nunca hicieron nada inteligente.

Dijo que Hong Kong era bonito pero que olía muy mal.

Lacon estaba ya algo achispado y divagaba.

—Colonia… Dios mío, ¿has oído eso, Val? —dijo, hacia el otro extremo de la mesa, aprovechando la ocasión para educar a su esposa—. El doble de ricos que nosotros, según mi opinión, y, desde la posición que yo ocupo, envidiablemente más seguros también. El tratado aún tiene veinte años de vigencia, si es que los chinos lo aplican. ¡A este paso, nos acompañarían a la puerta, con mucho gusto!

—Oliver cree que estamos condenados —explicó la señora Lacon a Guillam con gran vehemencia, como si estuviera haciéndole partícipe de un secreto de la familia. Luego lanzó a su marido una sonrisa angélica.

Lacon volvió a su tono confidencial, pero siguió hablando alto, y Guillam supuso que estaba intentando lucirse para su mujer.

—¿No es cierto que pretendes decirme también (como fondo de la postal, como si dijésemos) que una mayor presencia de los servicios secretos soviéticos en Hong Kong constituiría motivo de notable embarazo para el gobierno colonial en sus relaciones con Pekín?

—Antes de que yo llegase a eso…

—De cuya magnanimidad —prosiguió Lacon— depende continuamente para su supervivencia. ¿No?

—Es precisamente por esas mismas implicaciones… —dijo Smiley.

—¡Oh, Penny! ¡Estás desnuda! —gritó con indulgencia la señora Lacon.

Y, proporcionando a Guillam un celestial respiro, se lanzó a tranquilizar a una hijita rebelde que había aparecido en la puerta. Lacon se había llenado los pulmones, entretanto, para lanzar un aria.

—En consecuencia, no sólo estamos protegiendo Hong Kong de los rusos (lo que ya es bastante peliagudo, te lo garantizo, pero quizás no lo bastante grave para algunos de nuestros ministros mis soñadores) sino que estamos protegiéndole de la cólera de Pekín, que, según opinión universal, es terrible, ¿no es cierto, Guillam? Sin embargo… —dijo Lacon, y para subrayar la volte face llegó al punto de inmovilizar el brazo de Smiley con su gran mano hasta hacerle posar el vaso—, sin embargo —advirtió, mientras su errática voz caía y volvía a remontarse—, el que nuestros jefes se traguen todo esto es una cuestión completamente distinta.

—Yo no consideraría la posibilidad de consultarles hasta haber obtenido una confirmación de los datos que tenemos —dijo Smiley con viveza.

—Sí, pero no puedes, ¿verdad? —alegó Lacon, cambiando los sombreros—. No puedes ir más allá de la investigación interior. No tienes permiso.

—Sin comprobar la información…

—Bueno, ¿y qué supondría eso, George?

—Habría que colocar un agente sobre el terreno.

Lacon enarcó las cejas y apartó la cabeza, con lo que a Guillam le recordó irresistiblemente a Molly Meakin.

—El método no es asunto mío, ni los detalles. Es evidente que no puedes hacer nada embarazoso puesto que no tienes dinero ni recursos —sirvió más vino, derramando un poco—. ¡Val! —gritó—. ¡Un paño!

—Tengo algo de dinero.

—Pero no para ese fin.

El vino había manchado el mantel. Guillam echó sal encima mientras Lacon lo alzaba y metía debajo su servilletero para salvar el barnizado.

Siguió un largo silencio, roto por el goteo del vino en el suelo de parqué. Por fin. Lacon dijo:

—Te corresponde por entero a ti definir lo que puede ser cargado en cuenta durante tu mandato.

—¿Puedo tener eso por escrito?

—No, amigo mío.

—¿Puedo tener una autorización tuya para dar los pasos necesarios para corroborar la información?

—No, amigo.

—¿Pero tú no me bloquearás?

—Puesto que no sé nada de métodos, y no se me consulta, difícilmente puede corresponderme dictarte lo que has de hacer.

—Pero, si hago una consulta formal… —comenzó Smiley.

—¡Val, trae un paño! En cuanto hagas una petición formal, yo me lavaré las manos por completo. Es el comité de control de los servicios secretos, no yo, quien determina el alcance de tu actuación. Tú harás tu discurso. Ellos te oirán. A partir de entonces, la cosa queda entre tú y ellos. Yo sólo soy la comadrona. ¡Val, trae un paño, se está poniendo todo perdido!

—Sí, claro, es mi cabeza la que corre peligro, no la tuya —dijo Smiley, casi para sí—. Tú eres imparcial. Ya conozco ese cuento.

—Oliver no es imparcial —dijo la señora Lacon jubilosamente, mientras volvía con la niña en brazos, peinada y con el camisón puesto—. Está terriblemente a tu favor, ¿no es así, Olly?

Y le entregó un paño a Lacon y éste empezó a limpiar.

—Últimamente —prosiguió—, se ha convertido en un verdadero halcón. Mejor que los norteamericanos. Ahora, da las buenas noches a todo el mundo, Penny, vamos.

Y les fue ofreciendo la niña a uno tras otro.

—Primero el señor Smiley… el señor Guillam; ahora papá… ¿qué tal Ann, George, supongo que no estará otra vez en el campo?

—Oh, muy bien, gracias.

—Bueno, obliga a Oliver a darte lo que quieres. Se está haciendo terriblemente pomposo. ¿No es cierto, Olly?

Y se fue, bailoteando y cantando a la niña sus rituales.

—A serrín, a serrán… a serrín, a serrán… maderitas de San Juan…

Lacon la vio salir orgulloso.

—Ahora dime, George, ¿vas a meter a los norteamericanos en el asunto? —preguntó despreocupadamente—. Ya sabes que significaría dinero. Si metes a los primos, arrastrarás al comité sin problema. Los de Asuntos Exteriores te comerían en la mano.

—Prefiero operar por mi cuenta en esto.

Ojalá no hubiese existido nunca el teléfono verde, pensó Guillam.

Lacon rumiaba, agitando el vaso.

—Lástima —dijo, al fin—. Lástima. Si no están los primos, no hay factor pánico.

Contempló a aquel individuo rechoncho y vulgar que tenía ante sí. Smiley estaba sentado con las manos juntas, los ojos semicerrados, parecía medio dormido.

—Y tampoco credibilidad —continuó Lacon; parecía un comentario directo sobre la apariencia de Smiley—. Defensa no alzará un dedo por ti, eso para empezar. Ni tampoco los de Interior. Con Hacienda hay un cincuenta por ciento de probabilidades. Y con Asuntos Exteriores… depende de a quién manden a la reunión y lo que hayan desayunado —reflexionó de nuevo, y añadió:

—George.

—¿Sí?

—Déjame que te mande a un abogado. Alguien que pueda defenderte, hacer valer tu petición, llevarla hasta las barricadas.

—¡Oh, no, gracias, creo que puedo arreglármelas solo!

—Hazle descansar más —aconsejó a Guillam en un susurro ensordecedor, cuando se dirigían ya hacia el coche—. Y procura que deje esas chaquetas negras y esa ropa que lleva. Le sienta muy mal. ¡Adiós, George! Llámame mañana sí cambias de opinión y quieres ayuda. Conduce con cuidado, Guillam. Recuerda que has bebido.

Cuando cruzaban las verjas, Guillam dijo algo verdaderamente muy grosero, pero Smiley estaba demasiado sepultado en la manta para oírle.

—Así que se trata de Hong Kong… —dijo Guillam, mientras se alejaba.

No hubo respuestas, pero tampoco desmentido.

—¿Y quién es el afortunado agente? —preguntó Guillam, poco después, en realidad sin ninguna esperanza de obtener respuesta—. ¿O no vamos a hacer más que andar al rabo de los primos?

—No andamos al rabo de ellos —replicó Smiley, con viveza—. Si les metemos en esto, nos dejarán en la estacada. Y si no lo hacemos, no tenemos recursos. Se trata de una cuestión de equilibrio, ni más ni menos.

Y volvió a sepultarse en la manta.

Pero he aquí que al día siguiente ya estaban en marcha.

A las diez, Smiley convocó una reunión de la dirección operativa. Habló Smiley, habló Connie, di Salis se manoseó y se rascó como un agusanado tutor de corte de una comedia de la Restauración, hasta que le tocó el turno y habló, con su voz inteligente y cascada. Esa misma noche, Smiley mandó su telegrama a Italia: uno de verdad, no sólo una señal, consigna Tutor, copia al archivo, que crecía con gran rapidez. Lo redactó Smiley y Guillam se lo llevó a Fawn que lo transportó triunfal a la oficina de correos de Charing Cross, que estaba abierta toda la noche. Por el aire ceremonioso con que partió Fawn, podría haberse llegado a pensar que el pequeño impreso amarillento era el punto culminante de una vida muy poco aventurera. No era así. Antes de la caída, Fawn había trabajado bajo las órdenes de Guillam como cazador de cabelleras con base en Brixton. Su actividad profesional, sin embargo, era la de matador silencioso.