Sólo George Smiley, decía Roddy Martindale, un tipo de Asuntos Exteriores, gordo y avispado, podría haber conseguido que le nombrasen capitán de un barco naufragado. Sólo Smiley, añadía, podría haber agravado las aflicciones de tal nombramiento eligiendo ese mismo momento para abandonar a su hermosa, aunque a veces vagabunda, esposa.
A primera, e incluso a segunda, vista, George Smiley era inadecuado en todos los sentidos, como Martindale apreció en seguida. Era rechoncho, y desesperadamente tímido en ciertos sentidos. Una timidez natural le hacía de vez en cuando pomposo, y para hombres de la ampulosidad de Martindale, la modestia de Smiley era como un reproche permanente. También era miope, y al verle en aquellos primeros días que siguieron al holocausto, con sus gafas redondas y sus prendas de funcionario, asistido por su apuesto y silencioso copero Peter Guillam, arrastrándose discretamente por los más cenagosos senderos de la selva de Whitehall; o encorvado, sobre un montón de papeles a cualquier hora del día o de la noche en su astroso salón del trono de la quinta planta del mausoleo eduardiano del Circus de Cambridge que ahora dirigía, pensabas que era él, y no el difunto Haydon, el espía ruso, quien merecía el nombre de «topo». Después de tan prolongadas horas de trabajo en aquel edificio semidesierto y lúgubre, las bolsas de las ojeras se habían vuelto cárdenas, sonreía raras veces, aunque no careciese, ni mucho menos, de sentido del humor y había veces en que el mero esfuerzo de levantarse de su silla parecía dejarle sin resuello. Una vez alcanzada la posición erecta, hacía una pausa, la boca levemente abierta, y emitía un pequeño y fricativo «uf» antes de ponerse en movimiento. Otro hábito suyo era limpiar las gafas con aire distraído en el extremo grueso de la corbata, con lo que le quedaba la cara tan desconcertadamente desnuda que una secretaria muy vieja (en la jerga se llamaba a estas damas «madres») se vio asaltada en más de una ocasión por un ansia casi incontenible, sobre la que los psiquiatras habían hecho toda clase de graves pronósticos, de echarse sobre él y protegerle de la tarea imposible que parecía decidido a realizar.
—George Smiley no está sólo limpiando la cuadra —comentaba el mismo Roddy Martindale, en su mesa de almuerzo del Garrick—. Sube también con su caballo cuesta arriba. Ja, ja.
Otros rumores, favorecidos sobre todo por departamentos que habían presentado solicitudes para obtener el privilegio del fallido servicio eran menos respetuosos con la tarea de Smiley.
«George está viviendo de su reputación», decían, al cabo de unos meses. «La captura de Bill Haydon fue una casualidad».
En fin, decían, después de todo había sido un soplo de los norteamericanos, no había sido, ni mucho menos, un golpe de George:
El honor deberían habérselo llevado los primos, pero habían renunciado diplomáticamente a él. No, no, decían otros. Fue el Holandés. El Holandés había descifrado el código del Centro de Moscú y había pasado la pieza a través del enlace: preguntadle a Roddy Martindale. Martindale, por supuesto, era un traficante profesional de informaciones falsas del Circus. Y, así, los rumores iban de un lado a otro mientras Smiley, aparentemente indiferente, guardaba silencio y despedía a su esposa.
Era casi increíble.
Estaban asombrados.
Martindale, que jamás en su vida había amado a una mujer, se sentía especialmente ofendido. Convirtió el asunto en una cosa positiva en el Garrick.
—¡Qué descaro! ¡Él un completo don nadie y ella una medio Sawley! Pauloviano, eso le llamo yo. Pura crueldad pavloviana. Después de años de soportar sus pecadillos perfectamente sanos (empujándola a ellos, en realidad), ¿qué hace el hombrecillo? ¡Se vuelve y, con brutalidad absolutamente napoleónica, le atiza una patada en la boca! Un escándalo. Y estoy dispuesto a decírselo a todo el mundo. Un escándalo, sí. Soy un hombre tolerante, a mi modo. Creo que no soy ningún santurrón, pero Smiley ha ido demasiado lejos. Desde luego que sí.
Por una vez, ocurría de cuando en cuando, Martindale tenía la imagen correcta. Las pruebas estaban allí y todos podían verlas. Con Haydon muerto y el pasado enterrado, los Smiley habían arreglado sus diferencias y juntos, con cierto ceremonial, la reconciliada pareja había vuelto a su casita de Chelsea, a la calle Bywater. Habían hecho incluso una tentativa de incorporarse a la vida social. Habían salido, habían recibido invitados de modo acorde al nuevo cargo de George. Los primos, el singular miembro del Parlamento, una serie de barones de Whitehall. Cenaron allí y volvieron a casa llenos; durante unas cuantas semanas, fueron incluso una pareja modestamente exótica que recorrió el circuito burocrático más selecto. Hasta que de pronto, con evidente pesar de su esposa, George Smiley se había apartado de ella y había instalado su campamento en los escuálidos desvanes que había detrás de su salón del trono del Circus. Pronto la lobreguez del lugar pareció actuar sobre la superficie de su rostro, como el polvo sobre la piel de un preso. Y mientras, Ann Smiley se consumía en Chelsea, soportando muy mal su insólito papel de esposa abandonada.
Abnegación, decían los entendidos. Abstinencia de monje. George es un santo. Además, a su edad…
Cuentos, replicaba la facción de Martindale. ¿Abnegación por qué? ¿Qué quedaba allí, en aquel sombrío monstruo de ladrillo rojo, que pudiese exigir tal sacrificio? ¿Qué había ya en ninguna parte, en el terrible Whitehall o. Dios nos asista, en la terrible Inglaterra que pudiese ya exigirlo?
Trabajo, decían los entendidos.
¿Pero qué trabajo?, decían las atipladas protestas de aquellos que se habían nombrado a sí mismos vigilantes del Circus, exhibiendo, como gorgonas, los pequeños fragmentos de lo visto y oído. ¿Qué hacía él allá arriba, privado de las tres cuartas partes de su personal, sólo con unos cuantos vejestorios para prepararle el té, sus redes destrozadas? ¿Sus residencias extranjeras, su asignación reptil congelada por completo por Hacienda (se referían a sus cuentas operativas) y ningún amigo personal en Whitehall ni en Washington, en quien poder confiar? Salvo que considerase amigo suyo al presumido de Lacon, de la oficina del Gobierno, siempre tan dispuesto a ayudarle en cualquier ocasión imaginable. Y naturalmente Lacon lucharía por él: ¿A quién más tenía? El Circus era la base del poder de Lacon. Sin él, él era… bueno, lo que era ya, un capón. Naturalmente, Lacon lanzaría el grito de guerra.
—Es un escándalo —proclamó Martindale furioso, mientras a su anguila ahumada y a su filete con riñones y al clarete del Club les añadía un beneficio de veinte peniques—. Se lo diré a todo el mundo.
Entre los pueblerinos de Whitehall y los de la Toscana, a veces resultaba sorprendentemente difícil elegir.
El tiempo no ahogó los rumores. Por el contrario, se multiplicaron, y les dio colorido su aislamiento, al que llamaron obsesión. Se recordó que Bill Haydon no sólo había sido colega de George Smiley, sino primo de Ann y algo más todavía. La furia de Smiley contra Haydon, decían, no se había aplacado con la muerte de éste: no había duda de que estaba bailando sobre la tumba de Bill. Por ejemplo, George había supervisado personalmente la limpieza de la famosa sala de Haydon que daba a Charing Cross Road, y la destrucción de los últimos rastros de él, desde aquellas intrascendentes pinturas al óleo, que eran obra suya, a los restos y baratijas de los cajones de su escritorio. Hasta había ordenado serrar y quemar el mismo escritorio. Y una vez hecho eso, afirmaban, había mandado a un equipo de obreros del Circus para echar abajo las paredes de separación. Sí, señor, decía Martindale.
O, como otro ejemplo, y francamente uno de los más inquietantes, bastaba ver la fotografía que colgaba en la pared del cochambroso salón del trono de Smiley, una fotografía de pasaporte, por el aspecto, pero ampliada a mucho más de su tamaño natural, de modo que tenía un aspecto granulento y, según algunos, espectral. Uno de los de Hacienda la vio durante una reunión convocada para borrar las huellas de las cuentas bancarias operativas.
—Por cierto, ¿es ésa la foto de Control? —le había preguntado a Peter Guillam, sólo como un comentario intrascendente. No había tras la pregunta ninguna intención siniestra. En fin, ¿por qué no?, ¿qué había de malo en preguntar? Control, aún no se conocían otros nombres, era la leyenda del lugar. Había sido guía y mentor de Smiley durante treinta años. Smiley le había enterrado, en realidad, decían: pues los muy secretos, como los muy ricos, tienen tendencia a morir sin que nadie les llore.
—No, desde luego que no es Control —había replicado Guillam el copero, con aquel tono suyo espontáneo y desdeñoso—. Es Karla.
¿Y quién era Karla cuando estaba en la casa?
Karla, querido amigo, era el nombre de trabajo del agente soviético que había reclutado a Bill Haydon, en primer término, y que había estado controlándole después.
«Es un tipo de leyenda, completamente distinto, eso es lo menos que podemos decir —clamaba Martindale, temblando de furia—. Parece ser que tenemos entre manos una auténtica vendetta. ¿Podemos llegar a ser tan pueriles?».
Hasta a Lacon le fastidiaba un poco aquella foto.
—Ahora en serio, ¿por qué le tienes ahí colgado, George? —preguntó, con su voz audaz de prefecto jefe, una tarde que entró en el despacho de Smiley cuando iba camino de casa procedente de la oficina del Gobierno—. Me pregunto qué significa para ti. ¿Has pensado en ello? ¿No crees que es un poco macabro? ¿El enemigo victorioso? Creo que puede acabar con uno, mirándole desde allá arriba con esa satisfacción malévola…
—Bueno, Bill ha muerto —dijo Smiley de aquel modo elíptico que utilizaba a veces, dando la clave de un motivo, en vez del motivo mismo.
—Y Karla está vivo, ¿no? —dijo Lacon—. Y tú prefieres tener un enemigo vivo que uno muerto, ¿es eso lo que quieres decir?
Pero las preguntas hechas a George Smiley tenían, a cierto nivel, la costumbre de pasarle de largo; incluso, según sus colegas, de parecer de mal gusto.
Un incidente que proporcionó más material sustantivo en los bazares de Whitehall se refería a los «hurones» o barredores electrónicos. No se recordaba en parte alguna un caso peor de favoritismo. ¡Dios mío, qué estómago tenían a veces aquellos tipos! Martindale, que llevaba un año esperando a tener despacho propio terminado, mandó una queja a su subsecretario. En mano. Para que la abriera él personalmente. Lo mismo hizo su hermano en Cristo del Ministerio de Defensa y lo mismo, casi, Hammer, de Hacienda, pero Hammer olvidó echarla al correo o se lo pensó mejor en el último momento. No era sólo una cuestión de prioridades, ni mucho menos. Ni de principios siquiera. Se trataba de dinero. Dinero público. Hacienda había renovado ya las instalaciones de la mitad del Circus a instancias de George. La paranoia de éste respecto a escuchas ocultas no tenía límite, al parecer. A esto se añadía el que los hurones andaban faltos de personal, había habido disputas laborales respecto a horas extras antisociales… ¡había tantos puntos de vista! Todo el asunto era dinamita.
Pero ¿qué había pasado? Martindale tenía los detalles en la punta de sus manicurados dedos. George fue a ver a Lacon un jueves (el día de la extraña ola de calor, recuerdas, en la que prácticamente todo el mundo se asfixiaba, incluso en el Garrick) y el sábado (¡un sábado, imaginad las horas extras!) aquellos animales cayeron como un enjambre sobre el Circus, enfureciendo a los vecinos con su estruendo y poniéndolo todo patas arriba. No se había conocido desde entonces caso más grave de preferencia ciega… bueno, desde que le permitieron a Smiley volver a disponer de aquella especialista en Rusia vieja y sarnosa que él tenía, Sachs, Connie Sachs, catedrática de Oxford, sin razón alguna, considerándola una madre, cuando no lo era.
Discretamente, o tan discretamente como pudo, Martindale procuró por todos los medios enterarse de si los hurones habían descubierto en realidad algo, pero chocó contra un muro. En el mundo secreto, información es dinero, y en ese sentido, al menos, aunque él no lo supiera quizás, Roddy Martindale era un mendigo, pues las interioridades de este secreto interno sólo las conocía el grupito más íntimo. Era cierto que un jueves Smiley había ido a ver a Lacon, a su despacho revestido de madera que daba al Parque de St. James; y que el día fue insólitamente caluroso para el otoño. Brillantes rayos de sol caían sobre la alfombra de diseño figurativo, y las motas de polvo jugaban en ellos como finísimos pececitos tropicales. Lacon se había quitado incluso la chaqueta, aunque no la corbata, claro.
—Connie Sachs ha estado haciendo un poco de aritmética con la caligrafía de Karla en casos análogos —proclamó Smiley.
—¿Caligrafía? —repitió Lacon, como si caligrafía fuese contra las normas.
—Trucos del oficio. Los hábitos técnicos de Karla. Parece ser que donde era aplicable, utilizaba topos y robasonidos a la vez.
—Repítemelo ahora en inglés, George, ¿te importa?
Donde lo permitían las circunstancias, dijo Smiley, Karla había preferido respaldar sus operaciones de agente con micrófonos. Aunque Smiley estaba seguro de que no se había dicho nada dentro del edificio que pudiera comprometer cualesquiera «planes actuales», como él les llamaba, las implicaciones eran inquietantes.
Lacon estaba empezando a conocer también la caligrafía de Smiley.
—¿Alguna derivación de esa teoría, un tanto académica? —preguntó, examinando el rostro inexpresivo de Smiley por encima del lápiz, que sostenía entre los dos índices, como una regla.
—Hemos estado haciendo inventario de nuestros almacenes de material audio —confesó Smiley, arrugando la frente—. Falta una buena cantidad de equipo de la casa. Desapareció mucho, al parecer, cuando las reformas del 66.
Lacon esperó, esforzándose por sacarle más.
—Haydon estaba en el comité de edificación que era responsable de que se hiciese el trabajo —concluyó Smiley, como obsequio final—. Él era la fuerza motriz, en realidad. Es exactamente… bueno, si los primos llegan a enterarse alguna vez, creo que sería la última gota.
Lacon no era tonto y la cólera de los primos, precisamente cuando todo el mundo andaba intentando alisarse las plumas, era algo que debía evitarse a toda costa. De depender de él, habría despachado a los hurones aquel mismo día. Un término medio sería el siguiente sábado, por lo que llegado el día, y sin consultar a nadie, despachó a todo el equipo, a las doce, en dos furgones grises que llevaban este cartel: «Control de plagas». Era verdad que habían puesto todo patas arriba, de ahí los estúpidos rumores sobre la sala de Haydon. Estaban furiosos porque era fin de semana y quizá, por lo mismo, injustificadamente violemos: las horas extras las pagaban a un precio aterrador. Pero su estado de ánimo cambió muy pronto cuando localizaron ocho radiomicrófonos en la primera pasada todos ellos del mismo tipo de los de los almacenes de material del Circus. Haydon los había distribuido de una forma clásica, como aceptó Lacon cuando acudió a hacer una inspección personal. Uno en un cajón de un escritorio que no se usaba, como si se hubiera dejado allí inocentemente y se hubiese olvidado, si no fuera porque el escritorio estaba casualmente en la sala de codificación. Otro acumulando polvo encima de un viejo aparador metálico en la sala de conferencias de la quinta planta, o, en la jerga, la sala de juegos. Y otro, con el típico talento de Haydon, metido detrás de la cisterna en el lavabo de al lado, que era para altos funcionarios. Una segunda pasada, que incluyó las paredes maestras, permitió descubrir otros tres empotrados en la estructura durante la edificación. Sondas, con tubitos de plástico de acceso al exterior para captar sonidos. Los hurones los colocaron como si alinearan las piezas cobradas en una cacería. Muertos lo estaban, por supuesto, como todos los aparatos, pero lo cierto es que habían sido colocados allí por Haydon, y conectados a frecuencias que el Circus no utilizaba.
—Y he de decir que mantenidos a costa de la Hacienda pública, además —dijo Lacon, con la más seca de las sonrisas, acariciando los hilos que habían conectado los micrófonos sonda con la instalación general—. O así fue, al menos, hasta que George modificó la instalación. No ha de olvidárseme decírselo al hermano Hammer. Se estremecerá.
Hammer, galés, era el enemigo más pertinaz de Lacon.
Smiley, por consejo de Lacon, montó entonces una modesta pieza teatral. Ordenó a los hurones reactivar los radiomicrófonos en la sala de conferencias y modificar el receptor de uno de los pocos coches de vigilancia del Circus que quedaban. Luego, invitó a tres de los jinetes de escritorio de Whitehall más inflexibles, incluido al galés Hammer, a rondar en el coche en un radio de media milla alrededor del edificio, y escuchar una discusión previamente redactada entre dos imprecisos ayudantes de Smiley que estaban sentados en la sala de juegos. Palabra por palabra. Ni una sílaba fuera de su sitio.
Tras lo cual, el propio Smiley les obligó a jurar que guardarían absoluto secreto y les hizo firmar una declaración por si acaso, redactada por los caseros, destinada expresamente a amedrentarlos. Peter Guillam admitió que les mantendría tranquilos un mes o así.
—O menos, si llueve —añadió acremente.
Pero si Martindale y sus colegas del campo contiguo a Whitehall vivían en un estado de inocencia primigenia respecto a la realidad del mundo de Smiley, los más próximos al trono se sentían igualmente distanciados de él. A su alrededor, los círculos se iban haciendo cada vez más pequeños a medida que se aproximaban, y en los primeros días, poquísimos llegaban al centro. Al cruzar la entrada lúgubre y marrón del Circus, con sus barreras provisionales controladas por vigilantes conserjes, Smiley no abandonaba nada de su reserva habitual. Durante noches y días seguidos, la puerta de su pequeña suite-oficina, permanecía cerrada y su única compañía era Peter Guillam, y un omnipresente factótum de sombría mirada llamado Fawn, que había compartido con Guillam la tarea de hacer de niñeras de Smiley durante el acoso de Haydon. A veces, Smiley desaparecía por la puerta trasera sin más que un gesto, llevándose consigo a Fawn, una criatura flaca y diminuta, y dejando a Guillam encargado de controlar las llamadas telefónicas e informarle en caso de emergencia. A las madres, les gustó esta conducta hasta los últimos días de Control, que había muerto al pie del cañón, gracias a Haydon, con el corazón destrozado. Por los procesos orgánicos de una sociedad cerrada, se añadió a la jerga una palabra nueva. El desenmascaramiento de Haydon se convirtió entonces en la caída y la historia del Circus se dividió en antes de la caída y después. Para las idas y venidas de Smiley, la caída física del edificio mismo, vacío en tres cuartas partes y, desde la visita de los hurones, en estado de desorden general, aportaba una sombría sensación de ruina que en momentos bajos resultaba simbólica para quienes tenían que vivir con ella. Lo que los hurones destruyen, no vuelven a reconstruirlo: y creían que lo mismo podía aplicarse, quizás, a Karla, cuyos rasgos polvorientos, clavados allí por su escurridizo jefe, seguían vigilando desde las sombras de su espartano salón del trono.
Lo poco que conocían era abrumador. Cuestiones tan vulgares como la del personal, por ejemplo, adquirían una dimensión aterradora. Smiley había invitado al personal a que se fuera y a que se desmantelaran las residencias; y por lo menos la del pobre Tufty Thesinger, de Hong Kong, que aunque desde mucho antes alejada del escenario antisoviético fue una de las últimas que se cerró. Respecto a Whitehall, terreno del que ellos desconfiaban profundamente, igual que Smiley, se supo que éste había sostenido discusiones extrañas y bastante tremendas sobre indemnizaciones por despido y readmisiones. Había casos, al parecer (el pobre Tufty Thesinger de Hong Kong aportaba una vez más el ejemplo más directo), en que Bill Haydon había alentado deliberadamente el ascenso excesivo de funcionarios quemados con los que se podría contar que no emprenderían iniciativas personales. ¿Debería pagárseles para que se fueran de acuerdo con su auténtico valor, o según el valor exagerado que malévolamente les había asignado Haydon? Había otros casos en los que Haydon, por su propia seguridad, había urdido razones de expulsión. ¿Deberían recibir la pensión completa? ¿Tenían derecho a pedir el reingreso? Desconcertados y jóvenes ministros, nuevos en el poder desde las elecciones, elaboraban normas audaces y contradictorias. En consecuencia, pasaron por las manos de Smiley toda una triste corriente de frustrados funcionarios de campo del Circus, de ambos sexos, y los caseros recibieron orden de cerciorarse de que, por razones de seguridad, y quizá de estética, ninguno de estos recién llegados de residencias extranjeras pusiera los pies dentro del edificio principal. No quería tolerar Smiley tampoco ningún contacto entre los condenados y los amnistiados provisionalmente. En consecuencia, con el renuente apoyo de Hacienda en la persona del galés Hammer, los caseros instalaron una oficina de recepción provisional en una casa alquilada de Bloomsbury, bajo la tapadera de una escuela de idiomas. (Lamentamos no poder recibir a nadie sin cita previa), controlándola con un cuarteto de funcionarios de pagos-y-personal. Este equipo se convirtió inevitablemente en el Grupo Bloomsbury, y se supo que a veces, durante una hora libre o así, Smiley procuraba escurrirse hasta allí y, en una visita más bien tipo hospital, ofrecía su pésame a rostros con frecuencia desconocidos. En otras ocasiones, según su humor, guardaba silencio absoluto, prefiriendo mantenerse anónimo y silencioso como un buda en un rincón de la polvorienta sala de entrevistas.
¿Qué le impulsaba? ¿Qué andaba buscando? Si la rabia era la raíz, entonces era una rabia común a todos ellos en aquellos tiempos. Podían sentarse en grupo en la sala de juegos tras un largo día de trabajo y estar allí cotilleando y bromeando; pero si alguien deslizaba los nombres de Karla o de su topo Haydon, caía sobre ellos un silencio de ángeles, y ni siquiera la astuta y veterana Connie Sachs, la especialista en Moscú, era capaz de romper el hechizo.
Aún más conmovedores a ojos de sus subordinados fueron los esfuerzos de Smiley por salvar del naufragio algo de las redes de agentes. Al día siguiente de la detención de Haydon, habían quedado inmovilizadas las nuevas redes soviéticas y del Este europeo del Circus. Los contactos por radio se paralizaron, quedaron congeladas las líneas de comunicación y, según todos los indicios, si quedaban en la zona agentes que fuesen verdaderamente del Circus, se habían replegado de la noche a la mañana. Pero Smiley se opuso ferozmente a ese enfoque fácil, lo mismo que se había negado a aceptar que Karla y Moscú Centro fuesen entre ellos insuperablemente eficientes, metódicos o racionales. Acosó a Lacon, acosó a los primos en sus grandes anexos de Grosvenor Square, insistió en que se siguieran controlando las frecuencias radiofónicas de los agentes y, pese a las agrias protestas del Ministerio de Asuntos Exteriores (Roddy Martindale en primera fila, como siempre), logró que los servicios ultramarinos de la BBC emitieran mensajes en lenguaje abierto ordenando a todo agente vivo que casualmente los oyese y conociese la clave abandonar el barco de inmediato. Y, poco a poco, ante el desconcierto de todos, llegaron pequeños aleteos de vida, como confusos mensajes de otro planeta.
Primero los primos, en la persona de su jefe local de estación Martello, inquietantemente fanfarrón, informaron desde Grosvenor Square que una cadena de escape norteamericana estaba pasando a dos agentes británicos, un hombre y una mujer, a la vieja estación de recreo de Sochi en el mar Negro, donde se estaba preparando una pequeña embarcación para lo que los tranquilos agentes de Martello insistían en llamar «tarea de exfiltración». Con esta descripción se refería a los Churayev, pieza clave en la red Contemplate que había cubierto Georgia y Ucrania. Sin esperar el visto bueno del Ministerio de Hacienda, Smiley resucitó del retiro a un tal Roy Bland, un corpulento dialéctico ex marxista y agente de campo durante algún tiempo, que había sido el encargado de la red. A Bland, muy hundido con la caída, le confió a Silsky y a Kaspar, los dos sabuesos rusos, también en naftalina, también antiguos protegidos de Haydon, como grupo de recepción de reserva. Aún estaban sentados en su avión de transporte de la RAF cuando llegó la noticia de que habían matado a tiros a la pareja al salir del puerto. El plan de exfiltración se había desmoronado, dijeron los primos. Martello, muy considerado, telefoneó personalmente a Smiley para darle la noticia. Era un hombre amable por naturaleza y, como Smiley, de la vieja escuela.
Era de noche y llovía a cántaros.
—Tómatelo con calma, George —advirtió, con su tono paternal—. ¿Me oyes? Hay agentes de campo y agentes de oficina y somos tú y yo los que tenemos que procurar que siga existiendo esta distinción. De lo contrario, nos volveríamos todos locos. No se puede ir hasta el final por ninguno de ellos en concreto. Somos como generales. No debes olvidarlo.
Peter Guillam, que estaba junto a Smiley cuando recibió la llamada, juraba después que Smiley no había mostrado ninguna reacción visible. Y Guillam le conocía bien. Pero diez minutos después, sin que nadie se diese cuenta, había desaparecido y faltaba de la percha su voluminoso impermeable. Volvió ya amanecido, calado hasta los huesos, y con el impermeable aún al brazo. Después de cambiarse volvió a su mesa, pero cuando Guillam, espontáneamente, se acercó de puntillas con el té, encontró a su jefe, para su desconcierto, sentado muy rígido ante un viejo volumen de poesía alemana, con los puños cerrados a ambos lados del libro, y llorando en silencio.
Bland, Kaspar y de Silsky suplicaron la readmisión. Alegaron que el pequeño Toby Estherhase, el húngaro, había conseguido la readmisión sin motivo visible y exigieron en vano el mismo tratamiento. Les retiraron de la circulación y no se volvió a hablar de ellos. La injusticia pide injusticia. Aunque manchados, podrían haber sido útiles, pero Smiley no quería ni oír hablar de ellos; ni entonces ni después ni nunca. Ése fue el punto más bajo del período que siguió inmediatamente a la caída. Los había que creían en serio (dentro del Circus y fuera también) que habían oído el último latido del corazón de los servicios secretos ingleses.
Pero quiso la casualidad que a los pocos días de esta catástrofe, la suerte ofrendase a Smiley un pequeño consuelo. En Varsovia, a plena luz del día, un agente importante del Circus de paso recogió la señal de la BBC y se fue derecho a la Embajada inglesa. Gracias a las feroces presiones que ejercieron Lacon y Smiley, lo facturaron en avión a Londres disfrazado de correo diplomático, a despecho de Martindale. Desconfiando de sus explicaciones, Smiley entregó al agente a los inquisidores del Circus que, privados de otra carne, estuvieron a punto de liquidarle pero que al fin le declararon limpio. Le reasentaron en Australia.
Luego, aún en el principio mismo de su mandato, Smiley se vio obligado a emitir juicio sobre las otras estaciones nacionales del Circus. Su instinto le empujaba a desprenderse de todo: las casas de seguridad, ya totalmente inseguras; la Guardería de Sarratt, donde tradicionalmente se informaba y adiestraba a los agentes y a los nuevos aspirantes; los laboratorios audioexperimentales de Harlow; la escuela de pócimas y explosiones de Argyll; la escuela acuática del estuario de Helford, donde marinos en decadencia practicaban la magia negra de la navegación en pequeñas embarcaciones como si fuese el ritual de una religión perdida; y la base de transmisiones radiofónicas de largo alcance de Canterbury. Se habría desprendido incluso del cuartel general que los discutidores tenían en Bath, donde se descifraban las claves.
—Liquídalo todo —le dijo a Lacon, yendo a visitarle a sus habitaciones.
—¿Y luego qué? —inquirió Lacon, desconcertado por aquella vehemencia suya, que desde el fracaso de Sochi era aún más marcada.
—Empieza de nuevo.
—Comprendo —dijo Lacon, lo cual significaba, claro, que no comprendía.
Lacon tenía hojas llenas de cifras de los de Hacienda delante, y las estudiaba mientras hablaban.
—La Guardería de Sarratt, por alguna razón que no consigo entender, está asignada al presupuesto militar —comentó como reflexionando—. No está en tu fondo reptil. El Ministerio de Asuntos Exteriores paga lo de Harlow (y estoy seguro que se han olvidado hace ya mucho de ello). Argyll está bajo el ala del Ministerio de Defensa, que lo más seguro es que no sepa siquiera que existe; el Departamento de Correos se encarga de Canterbury y la Marina de Helford. Me complace decirte que Bath está subvencionado también con fondos del Ministerio de Asuntos Exteriores, y con la firma concreta de Martindale, que se asignó a ese presupuesto hace seis años y que se ha desvanecido del mismo modo de la memoria oficial. Así que no nos comen nada. ¿Qué te parece?
—Que son madera muerta —insistió Smiley—. Mientras existan, jamás los sustituiremos. Sarratt se fue al diablo hace mucho, Helford agoniza, Argyll resulta ridículo. En cuanto a los camorristas, han estado trabajando prácticamente a jornada completa para Karla durante los últimos cinco años.
—Al decir Karla te refieres a Moscú Centro.
—Me refiero al departamento responsable de Haydon y de media docena…
—Sé lo que quieres decir. Pero me parece más seguro, si no te importa, hablar de instituciones. De ese modo nos evitamos el embarazo de las personalidades. Después de todo, para eso son las instituciones, ¿no?
Lacon golpeaba rítmicamente la mesa con el lápiz. Por fin, alzó la vista y miró quisquillosamente a Smiley.
—Bueno, en fin —dijo—, tú eres el hombre clave ahora, George. Me da miedo pensar lo que pasaría si alguna vez esgrimieses tu hacha hacia mi lado del jardín. Esas otras estaciones nacionales son acciones muy valiosas. Si te deshaces de ellas ahora, nunca las recuperarás. Luego, si te apetece, cuando esté ya todo encarrilado, puedes convertirlas en efectivo y comprarte algo mejor. No debes venderlas cuando el mercado está bajo, ya me entiendes. Tienes que esperar hasta poder sacar un beneficio.
Smiley aceptó el consejo a regañadientes.
Por si todos estos dolores de cabeza no fuesen suficiente, una lúgubre mañana de lunes una revisión de cuentas de Hacienda indicó graves discrepancias en la utilización del fondo reptil del Circus durante el período de cinco años anterior a su congelación por la caída. Smiley se vio obligado a celebrar un juicio improvisado, en el que un viejo funcionario de la sección de finanzas, al que hubo que sacar de su situación de retiro, se desmoronó y confesó su vergonzosa pasión por una muchacha de Registro que le había vuelto loco. En un lúgubre ataque de remordimiento, el viejo volvió a casa y se ahorcó. Contra los vehementes consejos de Guillam, Smiley insistió en asistir al funeral.
Hemos de consignar, sin embargo, que desde estos primeros pasos completamente decepcionantes, y en realidad desde sus primeras semanas en el cargo, George Smiley se lanzó al ataque.
La base de la que partió ese ataque fue, en el primer caso, filosófica, en el segundo teórica, y sólo en última instancia, gracias a la espectacular aparición del egregio jugador Sam Collins, humana.
El principio filosófico era muy simple. La tarea de un servicio secreto, proclamó Smiley con firmeza, no consistía en expediciones de caza sino en informar a sus clientes. Si no lo hacía, los clientes recurrirían a otros, a vendedores menos escrupulosos, o, peor aún, se entregarían al autoservicio aficionado. Y el servicio secreto oficial se marchitaría. No aparecer en los mercados de Whitehall era no ser querido, continuaba. Peor: a menos que el Circus produjese, no tendría artículos que intercambiar con los primos, ni con otros servicios hermanos con los que los intercambios eran tradicionales. No producir era no comerciar, y no comerciar era morir.
Amén, dijeron todos.
La teoría de Smiley (él le llamaba su premisa) de cómo podía obtenerse información secreta sin recursos, fue tema de una reunión informal que se celebró en la sala de juegos menos de dos meses después de su toma de posesión, y en la que participaron él y el reducido círculo íntimo que constituía, hasta cierto punto, su equipo de confidentes. Eran cinco en total: el propio Smiley; Peter Guillam, su escanciador; Connie Sachs, grande y exuberante, especialista en Moscú; Fawn, el criado para todo de ojos oscuros, que calzaba zapatos de gimnasia negros y manejaba el samovar de cobre estilo ruso y las galletas; y, por último, el doctor di Salis, conocido como el Jesuita Loco, el principal especialista en China del Circus. Cuando Dios terminó de hacer a Connie Sachs, decían los guasones, necesitaba un descanso, así que hizo precipitadamente al doctor di Salis con las sobras. El doctor era una criaturilla irregular y desaliñada, que más parecía un remedo de Connie que su duplicado, y su figura y sus rasgos, verdaderamente, desde el plateado pelo de punta que le brotaba por encima del mugriento cuello a las húmedas y deformes yemas de los dedos que picoteaban como picos de pollo cuanto había a su alrededor, tenían un indudable aire de algo mal engendrado. Si le hubiese dibujado Bearsley, le habría hecho encadenado e hirsuto, atisbando por un lado del enorme caftán de Connie. A pesar de esto, di Salis era un notable orientalista, un erudito y una especie de héroe también, pues había pasado una parte de la guerra en China, reclutando en nombre de Dios y del Circus, y otra parte en la cárcel de Changi, por gusto de los japoneses. Ése era el equipo: El Grupo de los Cinco. Con el tiempo, se amplió, pero al principio eran sólo estos cinco los que componían el famoso cuadro, y, después, haber formado parte de él, como decía di Salis, era «como tener un carnet del partido comunista con número de afiliado de una sola cifra».
En primer lugar, Smiley revisó el desastre, lo cual llevó un tiempo, como lleva un tiempo saquear una ciudad o liquidar a gran número de personas. Se limitó a recorrer todas las callejas traseras que poseía el Circus, demostrando de modo completamente implacable, cómo, por qué métodos, y a menudo exactamente cuándo, había revelado Haydon los secretos oficiales a sus amos soviéticos. Tenía, claro, la ventaja de haber interrogado él mismo a Haydon, y de haber hecho además las primeras investigaciones que habían llevado a su desenmascaramiento. Conocía la pista. Sin embargo, su perorata fue un pequeño tour de force de análisis destructivo.
—Así que no hay que hacerse ninguna ilusión —concluyó lisamente—. Este servicio no volverá a ser el mismo. Podrá ser mejor, pero será diferente.
Amén de nuevo, dijeron todos, y se tomaron un lúgubre descanso para estirar las piernas.
Era curioso, recordaría Guillam más tarde, el que los acontecimientos importantes de aquellos primeros meses se desarrollasen todos, por Dios sabe qué causa, durante la noche. La sala de juegos era larga y de techo alto, con altas ventanas de gablete que daban sólo al anaranjado cielo de la noche y a un bosquecillo de herrumbrosas antenas de radio, reliquias de la guerra que nadie había considerado oportuno quitar.
La premisa, dijo Smiley cuando reanudaron la sesión, era que Haydon no había hecho nada contra el Circus que no estuviese ordenado, y que la orden procedía personalmente de un hombre: Karla.
Su premisa era que, al informar a Haydon, Karla revelaba las lagunas de información que tenía Moscú Centro; y que al ordenar a Haydon que eliminase ciertas informaciones secretas que llegaban al Circus, al ordenarle que les restase importancia o las distorsionase, que las ridiculizase o incluso que impidiese por completo su circulación, Karla indicaba los secretos que no quería que descubriesen ellos.
—Y eso nos proporciona un negativo, ¿no es así, querido? —murmuró Connie Sachs, cuya velocidad de captación la situaba, como siempre, muy por delante del resto del equipo.
—Así es. Con. Eso es exactamente lo que podemos obtener —dijo Smiley muy serio—. Podemos obtener un negativo.
Y reanudó su conferencia dejando a Guillam más desconcertado en el fondo que antes.
Rastreando minuciosamente la senda de destrucción de Haydon (sus huellas, como decía él), a base de repasar exhaustivamente su selección de los datos; recomponiendo, tras laboriosas semanas de investigación si era preciso, las informaciones secretas recogidas de buena fe por las estaciones exteriores del Circus, y comparándolas, en todos los detalles, con las informaciones distribuidas por Haydon a los clientes del Circus en la plaza del mercado de Whitehall, sería posible determinar el negativo (como tan correctamente había dicho Connie) y determinar el punto de partida de Haydon y, en consecuencia, de Karla, declaró Smiley.
Una vez adoptada la orientación correcta, se abrirían sorprendentes posibilidades, y el Circus se hallaría en situación, pese a todo, de volver a tomar la iniciativa, o, en palabras de Smiley, «de acción, y no meramente de reacción».
La premisa, según la gozosa descripción que haría luego Connie Sachs, significaba: «Buscar otra maldita momia de Tutankamon, mientras George Smiley sostiene la lámpara y nosotros pobres peones manejamos los picos y las palas».
Por entonces, claro está, nadie vislumbraba siquiera a Jerry Westerby entre las imágenes de la futura operación.
Se lanzaron al combate al día siguiente, la inmensa Connie por un lado y el greñudo y pequeño di Salís por el suyo. Como decía di Salis, con una voz modesta y nasal, que tenía un vigor feroz:
«Por lo menos sabemos al fin por qué estamos aquí». Sus familias de pálidos excavadores dividieron en dos el archivo. Para Connie y «mis bolcheviques», como ella les llamaba. Rusia y los satélites. Para di Salís y sus «peligros amarillos». China y el Tercer Mundo. Lo que quedaba en medio, informes de fuente sobre los teóricos aliados de Inglaterra, por ejemplo, se colocó en un cajón especial en reserva para posterior valoración. Trabajaron, como el propio Smiley, horas imposibles. Los de la cantina se quejaron, los conserjes amenazaron con largarse; pero, poco a poco, la energía pura de los excavadores contagió incluso al equipo auxiliar y acabaron por callarse. Se creó una burlona rivalidad. Bajo la influencia de Connie, los chicos y chicas del despacho de atrás a quienes hasta entonces apenas si se había visto sonreír, aprendieron de pronto a parlotear entre sí en el idioma de su gran familia del mundo de fuera del Circus. Los sicarios del imperialismo zarista tomaban insípido café con discordantes desviacionistas patrioteros stalinistas y se enorgullecían de ello. Pero el acontecimiento más impresionante fue sin duda el cambio que se operó en di Salis, que interrumpía sus labores nocturnas con breves pero vigorosos períodos en la mesa de ping pong, donde desafiaba a todos los que llegaban, saltando de un lado a otro, como un cazador de mariposas a la caza de raros especímenes. Pronto aparecieron los primeros frutos, que les proporcionaron nuevo ímpetu. Al cabo de un mes se habían distribuido nerviosamente tres informes, en condiciones de extrema reserva, que llegaron a convencer hasta a los escépticos primos. Un mes después, salió un sumario encuadernado en pasta dura titulado, a escala planetaria. Informe provisional sobre las lagunas de los servicios soviéticos respecto a la capacidad de ataque mar-aire de la OTAN, que logró el reacio aplauso de la sede central de Martello de Langley, Virginia, y una llamada telefónica entusiasta del propio Martello.
—¡Ya se lo había dicho yo a esos tipos, George! —gritaba, tanto que la línea telefónica parecía una extravagancia innecesaria—. Ya se lo dije: «El Circus responderá». ¿Crees que me creyeron? ¡Ni hablar!
Entretanto, unas veces con Guillam por compañía, otras con el silencioso Fawn como niñera, el propio Smiley realizó sus oscuras peregrinaciones y caminó hasta estar medio muerto de cansancio. Y. pese a no lograr resultados positivos, siguió peregrinando. De día, y a menudo también de noche, rastreó los condados próximos y puntos más lejanos, interrogando a viejos funcionarios del Circus y a antiguos agentes ya retirados. En Chiswick, pacientemente apostado en la oficina de un viajante de artículos a precio rebajado y hablando en murmullos con un antiguo coronel de caballería polaco, reasentado allí como empleado, creyó ver claro al fin; pero la promesa se disolvió como espejismo cuando avanzó hacia ella. En una tienda de material de radio de segunda mano de Sevenoaks, un checo de los Sudetes le inspiró la misma esperanza, pero cuando volvió a toda prisa con Guillam a confirmar la historia en los archivos del Circus, se encontraron con que todos los mencionados habían muerto y no quedaba nadie que les llevase más allá. En una caballeriza privada de Newmarket, ante el furor casi violento de Fawn, fue insultado por un obstinado escocés, un protegido de Alleline, el predecesor de Smiley, y todo por la misma causa escurridiza. A la vuelta, pidió los papeles, sólo para ver apagarse la luz una vez más.
Porque la certeza básica no formulada que había tras la premisa que había esbozado Smiley en la sala de juegos era ésta: que la trampa con la que Haydon se había atrapado a sí mismo no era irrepetible. Que en último análisis, el papeleo de Haydon no era la causa de la caída de éste, ni su manipulación de los informes, ni la supuesta «pérdida» de informes embarazosos. La causa había sido su pánico. Su intervención espontánea en un campo de operaciones, donde el peligro que él mismo corría, o que corría quizás algún otro agente de Karla, se hizo de pronto tan grave que su única esperanza pasó a ser eliminarlo a pesar de los riesgos. Éste era el truco que Smiley ansiaba ver repetirse; y ésa la cuestión que, nunca directamente, si no por deducción, Smiley y sus ayudantes del Centro de recepción de Bloomsbury planteaban.
—¿Puedes recordar algún caso en tu período de servicio en el campo en que, según tu opinión, se te impidiera sin motivo seguir una pista operativa?
Y fue el apuesto Sam Collins, con su smoking, su cigarrillo negro y su bigote recortado, con su sonrisa de caballero del Mississippi, citado para una tranquila charla un buen día, el que llegó y alegremente dijo:
—Ahora que lo pienso, sí, amigo, sí, recuerdo una vez.
Pero detrás de esta pregunta y de la respuesta crucial de Sam se alzaba de nuevo la formidable personalidad de la señorita Connie Sachs y su persecución del oro ruso.
Y tras Connie de nuevo, como siempre, se alzaba la foto de Karla, eternamente nebulosa.
—Connie ha descubierto algo, Peter —susurraba la propia Connie a Guillam una noche, muy tarde, por el teléfono interno—. Ha descubierto algo. Seguro, seguro.
No era, en modo alguno, su primer hallazgo, ni el décimo, pero su tortuosa intuición le dijo de inmediato que se trataba de «material legítimo, querido, te lo dice la vieja Connie». Así que Guillam se lo contó a Smiley y Smiley cerró las carpetas, despejó la mesa y dijo:
—Está bien, que pase.
Connie era una mujer inmensa, lisiada y muy lista, hija de un catedrático y hermana de otro, también una especie de autoridad académica ella misma, conocida entre los veteranos como Madre Rusia. Según la leyenda. Control la había reclutado en un rubber de bridge cuando estrenaba su traje largo, la noche que Neville Chamberlain prometió «paz en nuestra época». Cuando Haydon llegó al poder en la estela de su protector Alleline, una de sus primeras decisiones, y de las más prudentes, fue quitar a Connie de en medio. Porque Connie sabía más de las artimañas de Moscú Centro que la mayoría de los pobres imbéciles, como ella les llamaba, que trabajaban allí, y el ejército privado de topos y reclutadores de Karla había sido siempre su diversión especialísima. A través de los dedos artríticos de Madre Rusia no había pasado, en los viejos tiempos, ni un solo desertor soviético, aunque sí sus interrogatorios; ni siquiera un confidente que hubiese logrado situarse junto a algún cazatalentos identificado de Karla, pero Connie lo revivía todo ávidamente con todos los detalles coreográficos de la cacería; no había ni una sola migaja de rumor en sus casi cuarenta años en la brecha que no hubiese quedado sedimentada allí, en su cuerpo torturado por el dolor, que no estuviese colocada allí entre la basura de su sintética memoria, para utilizarlo en el momento en que lo precisase. La mente de Connie, había dicho Control una vez, con cierta desesperación, era como un inmenso cuaderno de notas. Cuando la despidieron se volvió a Oxford y al infierno. Cuando Smiley volvió a llamarla, su único entretenimiento era el crucigrama del Times y andaba por sus dos buenas botellas al día. Pero aquella noche, aquella noche modestamente histórica, mientras arrastraba su enorme corpulencia por el pasillo de la quinta planta camino del despacho particular de George Smiley, lucía un limpio caftán gris, se había embadurnado los labios de rosa, en un tono muy parecido al natural, y no había tomado en todo el día nada más fuerte que un mísero cordial de menta (cuyo aroma iba quedando en su estela) y llevaba estampada desde el principio mismo la certeza de la importancia de la ocasión, según fue opinión unánime luego. Llevaba una bolsa de compra muy voluminosa, de plástico porque no soportaba la piel. Una planta más abajo, en su cubil, su chucho, que se llamaba Trot, reclutado en un arrebato de remordimiento por su difunto predecesor, gemía desconsolado debajo del escritorio, ante la viva cólera del compañero de trabajo de Connie, di Salís, que solía atizarle furtivas y secretas patadas; o, en momentos más joviales, contentarse con recitarle a Connie los diversos y apetitosos métodos que usaban los chinos para preparar un perro a la cazuela. Al otro lado de los gabletes eduardianos, mientras Connie los pasaba uno a uno, caía un chaparrón de fines de verano que ponía punto final a una larga sequía y que a Connie le pareció (así se lo dijo luego a todos) simbólico, bíblico incluso. Las gotas repiqueteaban como balas sobre el tejado de pizarra, aplastando las hojas muertas que se habían asentado allí ya. En la antesala, las madres continuaban estólidas su tarea, acostumbradas ya a los peregrinajes de Connie, aunque no les gustase más por ello.
—Queridas —murmuró Connie, agitando hacia ellas como una princesa su mano gorda—, sois tan leales. Tanto.
Para entrar en la sala del trono había que bajar un escalón (los iniciados solían perder allí el equilibrio, pese al descolorido letrero de aviso) y Connie, con su artritis, trató la operación como si de una escalerilla se tratase, sujeta por Guillam de un brazo. Smiley observó, las manos regordetas unidas sobre el escritorio, cómo empezaba a sacar solemnemente sus ofrendas: no eran ojos de tritón, ni el dedo de un recién nacido estrangulado (habla Guillam una vez más); eran fichas, un montón de fichas, etiquetadas y anotadas, el botín de otra de sus desapasionadas incursiones en el archivo de Moscú Centro que, hasta su resurrección de entre los muertos de hacía unos meses, habían estado pudriéndose, gracias a Haydon, durante tres largos años. Mientras las sacaba y corregía las notas orientadoras que les había añadido en su burocrática caza, esbozó aquella desbordante sonrisa suya (Guillam otra vez, pues la curiosidad le había forzado a abandonar el trabajo y a acercarse a observar) y murmuró «tú vas aquí, diablillo» y «¿dónde te has metido tú ahora, condenada?» no para Smiley o Guillam, por supuesto, sino dirigiéndose a los propios documentos, pues Connie tenía por costumbre suponer que todo estaba vivo y podía ser recalcitrante u obstinado, fuese Trot, su perro, o una silla que le impidiese el paso, o Moscú Centro, o, en fin, el propio Karla.
—Un viaje organizado, queridos —proclamó—. Eso es lo que ha estado haciendo Connie. Supermagnífico. Me acordaba de Pascua, cuando mamá escondía los huevos pintados por la casa y nos mandaba buscarlos a los niños.
Durante unas tres horas, intercaladas de café y bocadillos y otros obsequios no deseados que el lúgubre Fawn insistió en traerles, Guillam se esforzó por seguir las vueltas y revueltas del extraordinario viaje de Connie, al que su investigación posterior había proporcionado ya una base sólida. Connie manejaba los papeles de Smiley como si fueran cartas de una baraja, los mostraba y volvía a taparlos con sus deformes manos sin darles apenas tiempo a leerlos. Y, para remate, se atenía a lo que Guillam llamaba «su jerga de mago de tercera fila», el abracadabra del oficio del excavador obsesivo. En el núcleo de su descubrimiento, según Guillam pudo entrever, yacía lo que Connie llamaba una veta de oro de Moscú Centro; una operación de lavado monetario soviético para trasladar fondos clandestinos a canales abiertos. No había aún un esquema completo de la operación. El contacto israelí había suministrado una parte, los primos otra, Steve Mackelvore, residente jefe en París, muerto ya, una tercera. De París la pista volvía a llevar a Oriente, a través de la Banque de l’Indochine. En este punto, además, los documentos habían sido trasladados a la Estación Londres de Haydon, que era el nombre asignado al directoriado operativo, con una recomendación adjunta de la diezmada sección de Investigación Soviética del Circus de que se iniciase una investigación a toda escala del caso sobre el terreno. Estación Londres congeló la propuesta.
«Potencialmente perjudicial para una fuente sumamente delicada», escribió uno de los esbirros de Haydon, y ahí quedó la cosa.
—Archívalo y olvídalo —murmuró Smiley, pasando páginas distraídamente—. Archívalo y olvídalo. Siempre tenemos buenas razones para no hacer nada.
Fuera, el mundo estaba dormido del todo.
—Exactamente, querido —dijo Connie hablando muy suave, como si temiera despertarle.
Había ya fichas y carpetas esparcidas por toda la sala del trono. Parecía mucho más la escena de un desastre que la de un triunfo. Durante otra hora más, Guillam y Connie miraron silenciosamente al espacio o a la fotografía de Karla, mientras Smiley reseguía concienzudamente los pasos de Connie, el rostro anhelante inclinado hacia la lámpara de lectura, los rasgos rechonchos acentuados por el haz de luz, las manos saltando sobre los papeles, y subiendo de cuando en cuando hasta la boca para ensalivar el pulgar. Paró una o dos veces para mirar a Connie, o abrió la boca para hablar, pero Connie tenía ya lista la respuesta antes de que formulara él la pregunta. Connie recorría mentalmente a su lado todo el camino. Cuando terminó, Smiley se retrepó en su asiento, se quitó las gafas y las limpió, por una vez no con el extremo ancho de la corbata, sino con un pañuelo nuevo de seda que sacó del bolsillo de arriba de la chaqueta negra, pues había pasado casi todo el día encerrado con los primos, reparando vallas también. Al verle hacer esto, Connie miró resplandeciente a Guillam y murmuró «¿Verdad que es un encanto?», que era una de sus frases favoritas cuando hablaba de su jefe, lo que estuvo a punto de trastornar de rabia a Guillam.
La siguiente declaración de Smiley tenía el tono de la obsesión leve.
—De todos modos. Con, hubo una petición oficial de investigación de Estación Londres a nuestra residencia de Vientiane.
—Fue antes de que Bill tuviese tiempo de meter su pezuña en el asunto —contestó ella.
Como si no la hubiera oído, Smiley cogió una carpeta abierta y se la pasó por encima de la mesa.
—Y de Vientiane mandaron una larga respuesta. Está todo indicado en el índice. Y al parecer nosotros no la tenemos. ¿Dónde está?
Connie no se molestó en coger la carpeta.
—En la trituradora, querido —dijo ella, y miró a Guillam muy tranquila y satisfecha.
Había llegado la mañana. Guillam hizo un recorrido apagando luces. Esa misma tarde, entró en el tranquilo club de juego del West End donde, en la nocturnidad permanente de la actividad que había elegido, Sam Collins soportaba los rigores del retiro. A Guillam, que esperaba encontrarle supervisando su habitual partida vespertina de chemin-de-fer, le sorprendió que le indicasen un suntuoso salón con el rótulo de «Dirección». Sam estaba instalado tras un excelente escritorio, sonriendo triunfal tras el humo de su cigarrillo negro acostumbrado.
—¿Pero, qué demonios has hecho, Sam? —exigió Guillam en un susurro teatral, fingiendo mirar nervioso a su alrededor—. ¿Te has metido en la Mafia? ¡Dios mío!
—Oh, no, no hizo falta —dijo Sam, con la misma picara sonrisa. Y se echó una impermeable encima del smoking y condujo a Guillam por un pasillo y, tras cruzar una puerta de incendios, salieron a la calle y entraron en el asiento trasero del taxi que había dejado esperando Guillam, aún secretamente maravillado de la nueva importancia de Sam.
Los agentes que actúan sobre el terreno tienen diversas formas de ocultar las emociones y la de Sam era sonreír, fumar despacio y llenar los ojos de un brillo sombrío de extraña complacencia, fijándolos atentamente en su interlocutor. Sam era un especialista en Asia, un veterano del Circus con mucho tiempo de trabajo de campo a sus espaldas: cinco años en Borneo, seis en Birmania, cinco en el norte de Tailandia y, por último, tres en la capital laosiana, en Vientiane, todo ello bajo la razonable cobertura de comerciante al por mayor. Los tailandeses le habían interrogado dos veces, pero le habían dejado libre y había tenido que salir de Sarawak en calcetines. Cuando estaba de humor, tenía muchas historias que contar sobre sus peregrinajes por las tribus montañesas del norte de Birmania y los Shans, pero estaba de humor muy pocas veces.
Sam era una víctima de Haydon. Hubo un momento, cinco años atrás, en que aquella perezosa sagacidad de Sam le convirtió en serio candidato al ascenso a la quinta planta… el puesto de jefe, incluso, según algunos, si Haydon no hubiese hecho valer toda su influencia a la sombra del ridículo Percy Alleline. Con lo cual, en vez de conseguir poder, tuvo que quedar pudriéndose en el campo hasta que Haydon conspiró para reclamarle y lograr su expulsión por una infracción de poca monta, una cosa amañada, además.
—¡Sam! ¡Cuánto me alegro de verte! Siéntate —dijo Smiley, todo cordialidad por una vez—. ¿Querrás un trago? ¿Por qué hora del día andas? ¿Podemos ofrecerte un desayuno?
Sam había obtenido en Cambridge una desconcertante matrícula de honor que había dejado estupefactos a sus tutores que hasta entonces le habían considerado poco menos que imbécil. Lo había conseguido, se decían después los catedráticos para consolarse, sólo a base de memoria. Pero otras lenguas más duchas en las cosas del mundo contaban una historia muy distinta. Según ellas, Sam había tenido una aventura amorosa con una chica muy fea de la Oficina de Exámenes, logrando poder echar una ojeada previa a las preguntas del examen.