La tarde en que llegó el telegrama, Jerry Westerby tecleaba en su máquina en la parte sombreada de la terraza de su destartalada casa de campo, el saco de libros viejos tirado a sus pies. El telegrama lo llevó la persona ataviada de negro de la encargada de correos, una campesina feroz y adusta que, con la decadencia de las fuerzas tradicionales, se había convertido en el cacique de aquella mísera aldea toscana. Era una criatura vil, pero lo espectacular de la ocasión había estimulado sus mejores instintos y, pese al calor, subió a buen paso el árido sendero. En su libro, el momento histórico de la entrega se fijó más tarde en las cinco y seis minutos, lo cual era mentira, pero le daba fuerza. La hora exacta fueron las cinco en punto. Dentro de la casa de Westerby, la escuálida muchacha a la que en la aldea llamaban la huérfana, aporreaba un terco trozo de carne de cabra con vehemencia, del mismo modo que atacaba todo. Los ávidos ojos de la cartera la localizaron, junto a la ventana abierta, desde bastante lejos: los codos alzados y los dientes superiores apiñados sobre el labio inferior: ceñuda como siempre, sin duda.
«Puta —pensó furiosa la encargada de correos—, ¡ahora tendrás lo que has estado esperando!».
La radio atronaba con Verdi: la huérfana sólo oía música clásica, como había llegado a saber todo el pueblo por la escena que había hecho en la taberna la noche que el herrero intentó poner música de rock en la máquina tragaperras. Le había tirado una jarra. Así que con el Verdi y la máquina de escribir y la cabra, decía la cartera, el estruendo era tan ensordecedor que hasta un italiano lo habría oído.
Jerry estaba sentado como una langosta en el suelo de madera, recordaría la cartera (quizás tuviese un cojín) y utilizaba como escabel el saco de los libros. Estaba espatarrado, escribiendo con la máquina entre las rodillas. Tenía fragmentos de manuscrito con puntitos de moscas todo alrededor, sujetos con piedras para protegerlos de las ráfagas abrasadoras que azotaban la chamuscada cima del cerro en que vivía, y, enfundada en mimbres, una botella de tinto local junto al codo, sin duda para esos momentos, que conocen hasta los artistas más notables, en que la inspiración natural le fallase. Escribía a máquina al modo del águila, comentaría más tarde la cartera entre risas de admiración: daba muchas vueltas antes de lanzarse en picado. Y vestía lo que vestía siempre, ya estuviese haraganeando sin propósito por su corralito, labrando la docena de inútiles olivos que el bribón de Franco le había endosado, o bajase al pueblo con la huérfana a comprar, o se sentase en una taberna delante de un vino áspero antes de lanzarse a la larga subida hacia casa: botas de cabritilla que la huérfana jamás limpiaba, y que estaban rozadas por la puntera, calcetines cortos que ella nunca lavaba, una camisa sucia, en tiempos blanca, y pantalones cortos grises que parecían haber sido destrozados por perros furiosos, y que una mujer honrada habría remendado mucho tiempo antes. Y la recibió con aquel ronco torrente de palabras habitual, tímido y entusiasta al mismo tiempo, que ella no entendía en detalle, sino sólo de modo general, como una retransmisión de noticias por radio, y que podía reproducir, a través de los negros huecos de sus dientes decrépitos, con sorprendentes relampagueos de fidelidad.
—Mama Stefano, Dios mío, debe estar achicharrada. Venga aquí y refrésquese un poco —exclamó, mientras bajaba los escalones de ladrillo con un vaso de vino para ella, sonriendo como un colegial, que era su sobrenombre en el pueblo: El colegial, ¡un telegrama para el colegial, urgente, de Londres! En nueve meses, nada más que una partida de libros de bolsillo y el garrapateo semanal de su hijo, y ahora, de pronto, aquel monumento de telegrama, breve como una demanda, pero con cincuenta palabras pagadas de respuesta. ¡Imaginaos, cincuenta, sólo el coste! Era perfectamente lógico que acudiesen todos los que pudieran para ayudar a interpretarlo.
Se habían atascado al principio con Honorable: «El honorable Gerald Westerby». ¿Por qué? El panadero, que había sido prisionero de guerra en Birmingham, sacó un astroso diccionario: que tiene honor, título de cortesía que se da al hijo de un noble. Por supuesto. La signora Sanders, que vivía al otro lado del valle, había declarado ya que el colegial era de sangre noble. El hijo segundo de un barón de la Prensa, había dicho, Lord Westerby, el propietario de un periódico, muerto. Primero había muerto el periódico, luego el propietario… Eso había dicho la señora Sanders, una gracia, el chiste había corrido entre ellos. Luego lamentamos, que era fácil. Y también aconsejamos. La cartera tuvo la satisfacción de descubrir, contra toda esperanza, el muy buen latín que los ingleses habían asimilado, pese a su decadencia. La palabra tutor resultó más dura, pues conducía a protector, y de ahí inevitablemente a chistes de mal gusto entre los hombres, que la encargada de correos silenció con irritación. Hasta que al fin, paso a paso, se descifró el código y se aclaró la historia. El colegial tenía un tutor, en el sentido de padre sustituto. Este tutor se hallaba gravemente enfermo en un hospital, y quena ver al colegial antes de morir. No quería a nadie más, sólo al honorable Westerby. Completaron rápidamente el resto del cuadro por su cuenta: la familia afligida alrededor del lecho, la mujer en lugar destacado, inconsolable, elegantes sacerdotes administrando los últimos sacramentos, los objetos de valor retirados y guardados, y, por toda la casa, por pasillos, cocinas, la misma palabra en susurros: Westerby… ¿dónde está el honorable Westerby?
Por último, había que descifrar quiénes eran los signatarios del telegrama. Había tres y se denominaban a sí mismos procuradores, palabra que desencadenó una oleada más de alusiones groseras antes de que se llegase a notario y las caras se pusieran serias bruscamente. Virgen Santísima. Si hacían falta para aquello tres notarios, tenía que haber allí muchísimo dinero. Y si habían insistido los tres en firmar, y habían pagado la respuesta de cincuenta palabras además, entonces las sumas no debían ser ya grandes sino gigantescas. ¡Acres! ¡Carretadas! ¡No era raro que la huérfana se hubiese agarrado así a él, la muy puta! De pronto, todos quisieron hacer la escalada al cerro. Guido con su Lambretta podía llegar hasta el depósito de agua, Mario era capaz de correr como un zorro, Manuela, la hija del tendero, tenía unos ojos delicados y la sombra de pesar le sentaba a las mil maravillas. Tras rechazar a todos los voluntarios (y darle un buen revés a Mario por presuntuoso), la cartera cerró el cajón y dejó a su hijo tonto al cargo de la tienda, aunque significase veinte minutos asfixiantes y (si aquel maldito viento de horno soplaba allí arriba) una bocanada de polvo al rojo por su esfuerzo.
Al principio no le habían hecho demasiado caso a Jerry. Ahora, mientras subía laboriosamente entre los olivares, lo lamentaba, pero el error tenía sus motivos. En primer lugar, había llegado en invierno, que es cuando llegan los malos compradores. Llegó solo, aunque tuviera el aire furtivo de quien se ha desprendido poco ha de mucha carga humana, como hijos, mujeres, madres, por ejemplo; la encargada de correos había conocido hombres en su época, y había visto aquella sonrisa agraviada demasiadas veces para no identificarla en el caso de Jerry: «Soy casado pero libre», decía la sonrisa, y ni lo uno ni lo otro era cierto. En segundo lugar, le había traído el encoloniado comandante inglés, un cerdo declarado que llevaba una agencia inmobiliaria para explotar campesinos: otra razón para desdeñar al colegial. El perfumado comandante le enseñó varias granjas aceptables, incluyendo una en la que tenía interés personal la propia encargada de correos (y que era también, por casualidad, la mejor), pero el colegial se quedó con el cuchitril del marica de Franco, que se alzaba allí en la cima de aquel maldito cerro al que estaba subiendo ella ahora: el cerro del diablo, le llamaban; el diablo se iba a allá arriba cuando en el infierno hacía demasiado frío para él. El sinvergüenza de Franco precisamente, que echaba agua a la leche y al vino y se pasaba los domingos parloteando con jovencitos presumidos en la plaza del pueblo. El abultado precio fue de medio millón de liras del que el encoloniado comandante intentó quedarse un tercio, sólo porque mediaba un contrato.
—Y todo el mundo sabe por qué favorece el comandante al sinvergüenza de Franco —masculló silbando entre los dientes espumeantes, y la concurrencia emitió ruidos de asentimiento «stch, stch» hasta que ella, furiosa, les ordenó que se callaran.
Además, como mujer astuta, desconfiaba un poco del carácter de Jerry. Aquella suavidad ocultaba dureza. Lo había comprobado con otros ingleses, pero el caso del colegial era algo muy especial y le inspiraba desconfianza; le tenía por peligroso a causa de su inquieta simpatía. Ahora ya se podían atribuir aquellos fallos de los comienzos, claro, a la excentricidad de un escritor inglés aristócrata, pero al principio, la encargada de correos no había demostrado tanta indulgencia con él. «Esperad al verano», había advertido a sus clientes con un gruñido, poco después de que el colegial visitara por primera vez su establecimiento: Pasta, pan, matamoscas: «En verano descubrirá lo que ha comprado, el cretino». En verano, los ratones del sinvergüenza de Franco invadirán su dormitorio. Las pulgas de Franco le comerán vivo y los avispones pederastas de Franco le perseguirán por el jardín y el viento abrasador del diablo le achicharrará las partes. Se acabará el agua, se verá obligado a defecar en los campos como un animal. Y cuando vuelva el invierno otra vez, el encoloniado sinvergüenza del comandante podrá venderle la casa a otro imbécil, con pérdida para todos salvo para él.
En cuanto a distinción, en aquellas primeras semanas, el colegial no mostró ni pizca de ella. Nunca regateaba, no sabía siquiera lo que era un descuento, no producía la menor satisfacción robarle. Y, en la tienda, cuando conseguía sacarle de sus contadas y miserables frases de italiano de cocina, el colegial no alzaba la voz y gritaba como un verdadero inglés sino que se encogía de hombros despreocupadamente y se servía él mismo lo que quería. Un escritor, decían. Bueno, ¿y quién no lo era? Muy bien, sí, le compró unos cuadernillos de papel. Ella pidió más. Él compró más. Bravo. Tenía libros. Un montón de libros mohosos, por la pinta, que llevaba en un saco gris de yute como un cazador furtivo y, antes de que viniese la huérfana, le veían en sitios insólitos, con el saco de los libros al hombro, camino de una sesión de lectura. Guido se lo había tropezado en el bosque de la Contessa, encaramado en un tronco como un sapo y repasando los libros uno tras otro, como si fueran todos uno solo y hubiese perdido la página. Poseía también una máquina de escribir cuyo sucio estuche era un batiburrillo de raídas etiquetas de equipaje: bravo otra vez. Igual que cualquier melenudo que compra un bote de pintura pasa a llamarse pintor: un escritor de esa clase. En la primavera vino la huérfana y la encargada de correos también la odió.
Era pelirroja, lo cual, para empezar, ya era medio camino andado para la putería. Y no tenía pecho ni para alimentar a un conejo; y lo peor de todo era aquella vista feroz para la aritmética. Decían que la había encontrado en la ciudad: puta de nuevo. No le había dejado separarse de ella, ya desde el primer día. Pegada a él como un niño. Comía con él con el ceño fruncido. Bebía con él, y con el ceño fruncido. Compraba con él, captando las palabras igual que un ladrón, hasta que ambos se convirtieron en un pequeño espectáculo local, el gigante inglés y aquella puta espectral y ceñuda, bajando del cerro con su cesto de mimbre; el colegial con los raídos pantalones cortos sonriendo a todo el mundo, la hosca huérfana con su sayal de puta sin nada por debajo, de modo que aunque era más lisa que un escorpión, los hombres se la quedaban mirando para ver cómo se balanceaban a través de la tela las duras ancas. E iba bien agarrada a su brazo, con la mejilla en su hombro, y sólo le soltaba para sacar del bolso el dinero que ahora, avarientamente, controlaba ella. Cuando se encontraban con un rostro familiar, él saludaba por los dos, levantando el brazo libre como un fascista. Y que Dios protegiese al hombre que, las raras veces que ella iba sola, se atreviera a decirle una frescura o una obscenidad. Se volvía y escupía como un gato callejero y le ardían los ojos como los del demonio.
—¡Y ahora sabemos por qué! —gritó la encargada de correos, muy alto, mientras, subiendo aún, superó una falsa cumbre—. La huérfana va detrás de la herencia. ¿Por qué si no iba a ser fiel una puta?
Fue la visita de la Signora Sanders a su tienda lo que provocó una espectacular reconsideración de los méritos del colegial y de los motivos de la huérfana por parte de Mama Stefano. La Sanders era rica y criaba caballos valle arriba, donde vivía con una amiga conocida como la hombre-niño, que llevaba el pelo muy corto y cinturones de cadena. Sus caballos ganaban premios en todas partes. La Sanders era aguda e inteligente y frugal de un modo que agradaba a los italianos, y sabía a quién merecía la pena conocer entre los pocos ingleses apolillados que vivían desparramados por aquellos cerros. Vino, en apariencia, a comprar un jamón (debería haber sido un mes atrás), pero su objetivo real era el colegial. ¿Era verdad?, preguntó: «El Signore Gerald Westerby, ¿vive aquí en el pueblo? ¿Un hombre alto, de pelo entrecano, fornido, lleno de energía, un aristócrata, tímido?». Su padre el general había conocido a la familia en Inglaterra, dijo; habían sido vecinos en el campo una temporada, el padre del colegial y el suyo. La Sanders estaba pensando hacerle una visita: ¿Cuál era la situación del colegial? La encargada de correos murmuró algo sobre la huérfana, pero la Sanders no se inmutó:
—Oh, los Westerby siempre andan cambiando de mujer —dijo, con una carcajada, y se volvió hacia la puerta.
La cartera la detuvo, pasmada, luego la inundó a preguntas.
Pero ¿quién era él? ¿Qué había hecho en su juventud? Periodista, dijo la Sanders, y comunicó lo que sabía de los antecedentes familiares. El padre, un hombre llamativo de aspecto, rubio, como el hijo, tenía caballos de carreras, ella le había vuelto a ver no mucho antes de su muerte y aún era todo un hombre. No paraba nunca, igual que el hijo: mujeres y casas, cambiándolas continuamente; tenía que hablar siempre a gritos a alguien, si no podía ser a su hijo, al vecino de enfrente. La cartera presionó más. Pero ¿por sí mismo?, ¿se había distinguido por sus propios méritos el colegial? Bueno, había trabajado, desde luego, para algunos periódicos importantes, digamos, explicó la Sanders, ensanchando misteriosamente la sonrisa.
—No es, en general, costumbre inglesa conceder mucho honor a los periodistas —explicó, con su forma de hablar romana clásica.
Pero la cartera necesitaba más, mucho más. Lo que escribía, su libro, ¿de qué trataba? ¡Tan largo! ¡Tantas cuartillas desechadas y esparcidas! Cestos enteros, le había dicho el basurero (nadie en su sano juicio encendería un fuego allá arriba en verano). Beth Sanders sabía la energía que acumula la gente aislada, y sabía que en sitios deshabitados su inteligencia debe fijarse en cuestiones pequeñas. Así que ella intentó corresponder, lo intentó de veras. En fin, desde luego él había viajado constantemente, dijo, volviendo al mostrador y depositando allí su paquete. Hoy todos los periodistas eran viajeros, desde luego, desayunar en Londres, comer en Roma, cenar en Delhi, pero aun así el Signore Westerby había sido algo excepcional. Por lo que quizás estuviera escribiendo un libro de viajes, aventuró.
Pero ¿por qué había viajado?, insistió la cartera, para quien ningún viaje carecía de objetivo: ¿por qué?
Por las guerras, replicó la Sanders pacientemente: por las guerras, las pestes y el hambre. «¿Qué otra cosa iba a hacer un periodista en estos tiempos, en realidad, sino informar de las miserias de la vida?», preguntó.
La cartera asintió prudente con la cabeza, todos los sentidos centrados en la revelación: hijo de un rubio Lord ecuestre que gritaba, viajero loco, redactor de periódicos importantes. Y ¿había un escenario particular, preguntó, algún rincón de este mundo de Dios, en el que estuviese especializado? Lo estaba principalmente en Oriente, según opinión de la Sanders, tras un momento de reflexión. Había estado en todas partes, pero hay un tipo de inglés que sólo se siente a gusto en Oriente. Ésa era sin duda la razón de que hubiera venido a Italia. Hay hombres que sin el sol se marchitan.
Y también mujeres, chilló la cartera, y las dos se echaron a reír.
Y el Oriente, dijo la cartera, ladeando trágicamente la cabeza… una guerra detrás de otra, ¿por qué no parará todo esto el Papa? Cuando Mama Stefano enfiló por esta vía, la Sanders pareció acordarse de algo. Sonrió levemente al principio, y la sonrisa fue creciendo. Una sonrisa de exilio, reflexionó la cartera, observándola: es como un marino que recuerda el mar.
—Andaba siempre con un saco lleno de libros —dijo—. Nosotros decíamos que los había robado.
—¡Pues sigue llevándolo! —chilló la cartera, y explicó que Guido se lo había encontrado en el bosque de la Contessa, que el colegial estaba allí leyendo sentado en un tronco.
—Tenía idea de hacerse novelista, según creo —continuó la Sanders, siguiendo con sus recuerdos personales—: Recuerdo que nos lo contó su padre. Estaba furiosísimo. Andaba dando gritos por toda la casa.
—¿El colegial? ¿Estaba furioso el colegial? —exclamó Mama Stefano, incrédula.
—No, no. El padre.
La Sanders soltó una carcajada. En la escala social inglesa, explicó, los novelistas están aún por debajo de los periodistas.
—¿Y sigue aún pintando?
—¿Pintar? ¿Es pintor?
—Lo intentó —dijo la Sanders—, pero el padre también le prohibió pintar. Los pintores eran las criaturas más viles de todas —dijo, entre nuevas risas—: Sólo los que triunfaban eran remotamente tolerables.
Poco después de este bombardeo múltiple, el herrero (el mismo herrero que había sido blanco de la jarra de la huérfana) dijo haber visto a Jerry y a la chica en la caballeriza de la Sanders, dos veces una semana, luego tres veces, y que además comían allí. Que el colegial había demostrado mucho talento con los caballos, y que los entrenaba y paseaba con innata destreza, hasta a los más indómitos. La huérfana no participaba, dijo el herrero. Ella estaba sentada a la sombra con la hombre-niño leyendo del saco de libros o mirando a Jerry con aquellos ojos celosos que no pestañeaban; esperando, como sabían ahora muy bien todos, a que el tutor muriese. ¡Y hoy el telegrama!
Jerry había visto a Mama Stefano de muy lejos. Tenía aquel instinto, había una parte de él que nunca dejaba de vigilar: una figura negra renqueando inexorable por el polvoriento sendero arriba como un escarabajo cojo entrando y saliendo de las rectas sombras de los cedros, por el arroyo seco de los olivares del bribón de Franco, hasta su trocito privado de Italia, como decía él, y recorriendo luego sus doscientos metros cuadrados, suficientes, sin embargo, para lanzar una deshilachada pelota de tenis alrededor de un poste en los atardeceres frescos, cuando se sentían artéticos. Había visto muy pronto el sobre azul que la mujer agitaba en su mano, y había oído sus gritos sobreponiéndose fraudulentamente a los otros rumores del valle: las Lambrettas y las sierras mecánicas. Y su primera reacción, sin dejar de escribir, fue mirar a hurtadillas a la casa para asegurarse de que la chica había cerrado la ventana de la cocina para que no entrara el calor ni los insectos. Luego, exactamente como describiría más tarde la cartera, bajó con rapidez los escalones a su encuentro, vaso de vino en mano, a fin de detenerla antes de que se acercara demasiado.
Leyó el telegrama despacio, una vez, inclinándose sobre él para dar sombra a lo escrito, y su expresión mientras Mama Stefano le miraba se hizo sombría y reservada; su voz adquirió una aspereza mayor mientras ponía una mano gruesa e inmensa sobre el brazo de ella.
—La sera —logró decir, mientras la guiaba de vuelta por el sendero.
Contestaría al telegrama aquella noche, quería decir.
—Molto grazie. Mamma. Super. Muchísimas gracias. Magnífico.
Cuando se separaron, ella aún parloteaba descontroladamente, ofreciéndole todos los servicios posibles, taxis, mozos de cuerda, llamadas telefónicas al aeropuerto, y Jerry se palmeaba levemente los bolsillos de los pantalones buscando cambio, grande o pequeño: se le había olvidado momentáneamente, al parecer, que era la chica quien controlaba el dinero.
El colegial había recibido las noticias con temple, informó la cartera en el pueblo. Amablemente, hasta el punto de acompañarla parte del camino de vuelta; valerosamente, de modo que sólo una mujer de mundo (y que conociese a los ingleses) habría leído debajo la dolorosa aflicción; distraídamente, hasta el punto de que se había olvidado de darle propina. ¿O estaba adquiriendo ya la suma tacañería de los muy ricos?
Pero ¿cómo se comportó la huérfana?, preguntaron. ¿Suspiró y lloró a la Virgen, fingiendo compartir la aflicción de él?
—Aún no se lo ha contado —murmuró la cartera, recordando evocadoramente el único y breve vislumbre que había tenido de ella, de lado, aporreando la carne—: Él tiene que considerar aún la posición de ella.
El pueblo se aposentó, esperando el anochecer, y Jerry se sentó en el campo de los avispones, contemplando el mar y dándole vueltas y vueltas al saco de los libros, hasta que llegaba al límite y se desenrollaba por sí solo.
Primero estaba el valle, y sobre él se alzaban los cinco cerros en un semicírculo, y sobre los cerros corría el mar que a aquella hora del día sólo era una lisa mancha parda en el cielo. El campo de los avispones, donde estaba sentado él, era sólo un largo bancal costeado de piedras, con un granero desmoronado en un extremo que les había dado cobijo para sus comidas al aire libre y sus baños de sol a cubierto de las miradas, hasta que los avispones anidaron en la pared. Ella los había visto cuando estaba lavando, y entró corriendo a contárselo a Jerry, y Jerry había cogido sin mes un cubo de mortero de la casa del bribón de Franco y les había taponado todas las entradas. Luego, la llamó para que pudiera admirar su obra: mi hombre, cómo me protege. En el recuerdo, la veía con toda fidelidad: temblando a su lado, los brazos cruzados, contemplando el cemento nuevo y oyendo a los enloquecidos avispones dentro y murmurando, «Jesús, Jesús», demasiado asustada para moverse.
Quizá me espere, pensó.
Recordó el día que la conoció. Se contaba a sí mismo aquella historia con frecuencia, porque en su vida, la buena suerte era algo muy raro, en lo que se refería a mujeres, y cuando aparecía algo así le gustaba paladearlo, como él decía. Un jueves. Había hecho su viaje habitual a la ciudad, con el propósito de hacer unas compras, o quizás de ver unas cuantas caras nuevas y salir un rato de la novela. O quizás sólo por huir de la aullante monotonía de aquel paisaje vacío, que le parecía casi siempre una especie de cárcel, y, además, solitaria; o puede que sólo pensara en procurarse una mujer, lo cual lograba de vez en cuando paseándose por el bar del hotel de los turistas. Así que se sentó a leer en la trattoria de la plaza mayor (una garrafa, una ración de jamón, aceitunas) y, de pronto, se fijó en aquella chica flacucha y ágil, pelirroja, ceñuda y con un vestido castaño que parecía el hábito de un monje y, al hombro, un bolso de tela de alfombra.
«Parece desnuda sin una guitarra», pensó.
Le recordaba vagamente a su hija Cat, diminutivo de Catherine, pero sólo vagamente, pues hacía diez años que no veía a Cat, los que hacía que su primer matrimonio se había hundido. La razón de que no la hubiera visto ni siquiera sabría decirla con exactitud. En la conmoción primera de la separación, un confuso sentido de la caballerosidad le dijo que era mejor que Cat se olvidase de él. «Es mejor que me borre. Que ponga su corazón donde está su hogar». Cuando su madre volvió a casarse, pareció que su actitud la motivaba la abnegación. Pero, a veces, la echaba muchísimo de menos y muy probablemente ésa era la razón por la cual, tras haber captado su interés, la chica lo mantenía. ¿Andaría dando vueltas Cat de aquel modo, sola y agobiada por el hastío? ¿Tendría ya Cat aquellas pecas suyas, y aquella tez lisa como un guijarro? Más tarde, la chica le explicaría que se había escapado. Había encontrado trabajo como institutriz con una familia rica de Florencia. La madre estaba demasiado ocupada con los amantes para ocuparse de los hijos, pero el marido tenía tiempo de sobra para la institutriz. La chica había cogido el dinero que había podido encontrar y se había largado y allí estaba. Sin equipaje, la policía detrás, y utilizando su último billete arrugado para pagarse una comida vulgar antes de la perdición.
Aquel día no había en la plaza demasiado talento (nunca lo había) y cuando se sentó, la chica había conseguido que le diesen el tratamiento habitual prácticamente todos los hombres capaces de la villa, de los camareros para arriba, ronroneándole «hermosa señorita» y consideraciones más escabrosas de añadidura, cuya orientación precisa Jerry no captó, pero que habían hecho reír a todos a su costa. Después, uno intentó pellizcarle el pecho, ante lo cual Jerry se levantó y se acercó a la mesa. Jerry no era un gran héroe, sino todo lo contrario según su opinión personal. Pero rondaban por su cabeza demasiadas cosas, y podría haber sido también Cat la que estuviese así acorralada en un rincón cualquiera. Sí, pues: cólera. Posó una mano, en fin, en el hombro del camarero bajito que se lanzaba ya a por ella, y otra en el hombro del grande, que había aplaudido la bravuconada, y les explicó, en mal italiano, pero de modo bastante razonable, que debían dejar de inmediato de molestar a aquella bella señorita y dejarla comer en paz. En caso contrario, les rompería sus grasientos cuellecitos. El ambiente pasó a no ser demasiado agradable después de eso, y el pequeño parecía dispuesto realmente a pelear, pues no hacía más que llevarse la mano al bolsillo de atrás, y hurgar en la chaqueta, hasta que una mirada final a Jerry le hizo cambiar de idea. Jerry dejó sobre la mesa un poco de dinero, recogió el bolso de la chica, volvió a por el saco de los libros a su mesa y llevándola del brazo, alzándola casi en vilo, cruzó con ella la plaza camino del Apolo.
—¿Eres inglés? —preguntó ella por el camino.
—Hasta la médula, sí —bufaba furioso Jerry, y fue la primera vez que vio su sonrisa. Era una sonrisa por la que merecía la pena trabajar, no había duda: su carita huesuda se iluminó como la de un pilluelo por detrás de la mugre.
Un tanto aplacado ya, Jerry la alimentó, y con el advenimiento de la calma empezó a desplegar un poco su historia; después de tantas semanas sin nada en que centrarse, era lógico que intentase resultar simpático. Explicó que era periodista, que estaba descansando y que escribía una novela, que era su primer intento, que estaba rascando un viejo prurito, y que tenía un menguante montón de dinero que un tebeo le había pagado como indemnización por despido de personal superfluo… lo cual era muy cómico, dijo, porque él había sido algo superfluo toda la vida.
—Es como si te dieran la mano y te la dejaran llena de dinero —dijo Jerry.
Había dedicado una pequeña parte a la casa, había haraganeado un poco y ahora le quedaba ya poquísimo. En este punto, ella sonrió por segunda vez. Alentado, mencionó él el carácter solitario de la vida creadora:
—Pero, Dios mío, no te imaginas el trabajo que cuesta en realidad, el conseguir realmente que el asunto salga, digamos…
—¿Esposas? —preguntó ella interrumpiéndole.
Por un instante, él había supuesto que ella estaba interesada ya por la novela. Entonces vio sus ojos recelosos y expectantes y replicó con cautela: «Ninguna activa», como si las mujeres fuesen volcanes; y lo habían sido, sí, en el mundo de Jerry. Después del almuerzo, mientras caminaban, algo borrachos, cruzando la plaza vacía, con el sol cayéndoles a plomo, ella hizo su única declaración de propósitos:
—Todo lo que poseo está en este bolso, ¿entendido? —preguntó. Era el bolso que llevaba al hombro, el de tela de alfombra—. Y quiero que las cosas sigan igual. Así que nadie debe darme nada que no pueda llevar encima. ¿Entendido?
Cuando llegaron a la parada del autobús, ella se puso a pasear y cuando el autobús llegó subió tras él y dejó que le pagara el billete, y cuando se bajó en la aldea subió al cerro con él, Jerry con su saco de libros, ella con el bolso al hombro, y así fue la cosa. Tres noches y la mayor parte de sus días durmió y a la cuarta noche fue a él. Él estaba tan poco preparado para ella que hasta había dejado cerrada con llave la puerta de su cuarto: él tenía sus manías con puertas y ventanas, sobre todo de noche. Así que tuvo que aporrear la puerta y gritar: «Quiero entrar en tu maldito catre, por favor», para que él abriese.
—No me mientas nunca —le advirtió, metiéndose en su cama como si compartiesen una fiesta de alcoba—. Si no se dice nada no hay mentiras. ¿De acuerdo?
Como amante, era igual que una mariposa, recordaba Jerry: podría haber sido china. Ingrávida, nunca se estaba quieta; era tan frágil que le desesperaba. Cuando salieron las luciérnagas, se arrodillaron ambos en el asiento de la ventana y las miraron y Jerry se acordó de Oriente. Chirriaban las cigarras y eructaban las ranas, y las luces de las luciérnagas jugueteaban alrededor de un charco central de oscuridad y debieron estar allí arrodillados, desnudos, una hora o más, mirando y escuchando, mientras la ardiente luna se hundía entre las cimas de los cerros. No hablaron nada ni llegaron a conclusión de ningún tipo que él supiese. Pero dejó de cerrar con llave la puerta de su cuarto.
La música y el martilleo habían cesado, pero se había iniciado un estruendo de campanas de iglesia, que él supuso toque de vísperas. El valle nunca estaba tranquilo del todo, pero las campanas sonaban más a causa del rocío. Se acercó al swing ball, y arrancó la cuerda de la columna metálica, luego pateó con su vieja bota de cabritilla la base, recordando cómo volaba el ágil cuerpecillo de ella de tiro en tiro y cómo se hinchaba el hábito de monje.
«Tutor es la palabra clave», le habían dicho. «Tutor significa la vuelta», dijeron. Durante un momento, Jerry vaciló, mirando de nuevo hacia abajo, la llanura azul donde la misma carretera, en absoluto figurativa, llevaba rielante y recta como un canal hacia la ciudad y el aeropuerto.
Jerry no era lo que él habría denominado un pensador. Toda una niñez escuchando a su padre gritar le había enseñado pronto el valor de las grandes ideas, y también de las grandes palabras. Quizás hubiera sido eso lo que le había unido a la chica en principio, pensó. Aquella actitud suya: «No quiero que me den nada que no pueda llevar encima».
Quizá. Quizá no. Ella encontrará a otro. Pasa siempre.
Es el momento, pensó. El dinero liquidado, la novela abortada, la chica demasiado joven: en marcha. Es el momento.
¿El momento de qué?
¡El momento! El momento de que ella hallase a un joven vigoroso en vez de agotar a un viejo. El momento de ceder al ansia de viajar. Levanta el campamento. Despierta a los camellos. Sigue tu camino. En fin, Jerry lo había hecho ya antes una o dos veces. Plantar la vieja tienda, quedarse un rato, seguir. Lo siento, querida.
Es una orden, se dijo. Entre nosotros hay que obedecer sin pensar. Suena el silbato, los muchachos se reagrupan. Se acabó la discusión. Tutor.
De todos modos, era curiosa la sensación que había tenido de que llegaba, pensó, mirando aún fijamente la borrosa llanura. No un gran presentimiento, ninguna tontería así: simplemente, sí, la sensación de que era el momento. Tenía que ser. Una sensación de sazón. Pero en lugar de un alegre impulso de actividad, se apoderó de su cuerpo el torpor. Se sentía de pronto demasiado cansado, demasiado gordo, demasiado soñoliento para ponerse en movimiento de nuevo. De buena gana se habría tumbado allí mismo, donde estaba. Le habría gustado dormir sobre la áspera hierba hasta que ella le despertase o llegara la oscuridad.
Tonterías, se dijo. Puras tonterías. Sacando el telegrama del bolsillo, entró con vigorosas zancadas en la casa, gritando su nombre:
—¡Eh, querida! ¡Muchacha! ¿Dónde te escondes? Hay malas noticias —se lo entregó—. ¡El Destino! —dijo, y se dirigió a la ventana en vez de mirarla mientras lo leía.
Esperó hasta que oyó el rumor del papel al aterrizar en la mesa. Se volvió entonces porque no podía hacer otra cosa. Ella no había dicho nada, pero se había metido las manos bajo las axilas y a veces su lenguaje gestual era ensordecedor. Jerry vio que sus dedos tanteaban a ciegas, intentando aferrarse a algo.
—¿Por qué no te vas una temporada a casa de Beth? —sugirió—. A ella le encantaría tenerte en su casa, a la vieja Beth. Te estima mucho. Podrías estar todo el tiempo que quisieras en casa de Beth.
Ella siguió con los brazos cruzados hasta que él bajó a poner el telegrama. Cuando volvió, le había sacado el traje, el azul, del que siempre se habían reído (ella le llamaba su uniforme de presidiario), pero temblaba y estaba pálida y mortecina, la misma cara que cuando él hizo lo de los avispones. Cuando intentó besarla, estaba fría como el mármol, así que la dejó. De noche, durmieron juntos y fue peor que estar solo.
Mama Stefano proclamó la noticia a la hora del almuerzo, jadeante. El honorable colegial se había ido, dijo, llevaba puesto el traje. Llevaba el maletín, la máquina de escribir y el saco de los libros. Franco le había llevado hasta el aeropuerto en la camioneta. La huérfana había ido con ellos, pero sólo hasta el acceso a la autostrada. Cuando se bajó, ni siquiera dijo adiós: sólo se quedó allí al borde de la carretera como la basura que era. Durante un rato, después de que la descargaron, el colegial se quedó muy callado y pensativo. Apenas atendía a las ingeniosas y agudas preguntas de Franco, y no hacía más que alisarse el pelo, aquel pelo entrecano como había dicho la Sanders. En el aeropuerto, como faltaba una hora para que saliese el avión, se habían bebido una botella y habían jugado una partida de dominó, pero cuando Franco intentó robarle con la factura, el colegial mostró una insólita dureza, regateando al fin, como los ricos de verdad.
Franco se lo había contado a ella, dijo: su amigo del alma. Franco, a quien calumniaban llamándole pederasta. ¿No le había defendido ella siempre, al elegante Franco, a Franco, el padre de su hijo tonto? Habían tenido sus diferencias (¿quién no?) pero ¡que le nombraran, si podían, un hombre en todo el valle más honrado, diligente, simpático y elegante que Franco, su amigo y amante!
El colegial había vuelto a por su herencia, dijo la encargada de correos.