Más tarde, en los polvorientos rinconcitos donde los funcionarios del servicio secreto se reúnen a tomar un trago, hubo disputas sobre cuándo había empezado, en realidad, la historia del caso Dolphin. Un grupo, dirigido por un reaccionario patriotero encargado de la transcripción microfónica, llegó al extremo de afirmar que la fecha correcta era sesenta años atrás, cuando «aquel supersinvergüenza de Bill Haydon» llegó al mundo bajo una traidora estrella. El solo nombre de Haydon les hacía temblar. Aún hoy les hace temblar. Pues fue a este mismo Haydon a quien, cuando aún estaba en Oxford, reclutó Karla el ruso como «topo» o «durmiente» o, en lenguaje llano, agente de penetración, para trabajar contra ellos. Y quien, guiado por Karla, se incorporó a sus filas y les espió durante treinta años, o más. Y cuyo posterior y casual descubrimiento (tal era la línea de razonamiento) hundió hasta tal punto a los británicos, que se vieron forzados a una fatal dependencia respecto a su servicio secreto hermano norteamericano, al que, en su extraña jerga particular, llamaban «los primos». Los primos cambiaron por completo el juego, decía el reaccionario patriotero. Lo mismo que hubiese podido deplorar el tenis fuerza. Y lo destruyeron también, según sus ayudantes.
Para mentes menos floridas, el verdadero origen fue el desenmascaramiento de Haydon por George Smiley y el posterior nombramiento de éste como encargado jefe del servicio secreto traicionado, cosa que ocurrió a finales de noviembre de 1973. En cuanto George consiguió quitarle la careta a Karla, decían, no hubo nada que le parase. El resto era inevitable, decían. El pobre y buen George… ¡pero qué inteligencia bajo todo aquel peso!
Un alma erudita, una especie de investigador, un «excavador» en la jerga, insistió incluso, algo borracho, en el 26 de enero de 1841 como fecha natural, cuando un cierto capitán Elliot de la Marina Real Inglesa condujo a un grupo de desembarco a una roca envuelta en niebla llamada Hong Kong en la desembocadura del río de las Perlas y unos días más tarde la proclamó colonia británica. Con la llegada de Elliot, decía el erudito, Hong Kong se convirtió en el cuartel general del comercio de opio de Inglaterra con China y, en consecuencia, en uno de los pilares de la economía imperial. Si los británicos no hubieran inventado el mercado del opio (decía, no del todo en serio), no habría habido caso alguno, ni conjura, ni dividendos: y ningún renacimiento, en consecuencia, del Circus, tras el traidor saqueo de Bill Haydon.
En cuanto a los duros (los agentes de campo en la reserva, los preparadores y los directores de casos, que formaban siempre un grupito aparte), veían la cuestión sólo en términos operativos. Señalaban el diestro juego de piernas de Smiley al rastrear al pagador de Karla en Vientiane; cómo había manejado a los padres de la chica; y sus maniobras y tratos con los reacios barones de Whitehall, que sostenían las cuerdas de la bolsa operativa, y controlaban derechos y permisos en el mundo secreto. Sobre todo, el maravilloso momento en que dio la vuelta a la operación sobre su eje. Para estos profesionales, el caso Dolphin era sólo una victoria de la técnica. Ellos veían el matrimonio forzado con los primos sólo como otro habilidoso ejemplo de pericia profesional en una partida de póker larga y delicada. En cuanto al resultado final: al diablo. El rey ha muerto, viva el siguiente rey.
La polémica se reanuda siempre que se reúnen los viejos camaradas, aunque, lógicamente, el nombre de Jerry Westerby raras veces se menciona. De vez en cuando, bien es verdad, lo menciona alguien, por temeridad o pasión o simple descuido; lo saca a colación y hay ambiente un instante, pero la cosa pasa. Hace sólo unos días, un joven en período de prueba, recién salido de la renovada escuela de adiestramiento del Circus en Sarratt (en jerga de nuevo, «La Guardería»), lo sacó a colación en el bar de menos de treinta, por ejemplo. Hace poco ha incluido una versión aguada del caso Dolphin en Sarratt como material para discusión de agencia, con breves puestas en escena, incluso, y al pobre muchacho, aún muy verde, le pudo la emoción, como es lógico, al descubrir que estaba en el ajo. «Pero por Dios —protestó, saboreando ese tipo de libertad estúpida que se concede a veces a los guardamarinas en los vestuarios—. Dios mío, ¿cómo no habla nadie del papel de Westerby en el asunto? Él fue sin duda el que soportó la carga más pesada. Él fue la punta de lanza. Fue él, ¿no?… qué duda cabe». Salvo, claro, que no llegó a decir «Westerby» ni tampoco «Jerry», no porque no supiese tales nombres, ni mucho menos, sino porque usó en su lugar el nombre cifrado asignado a Jerry para el caso.
Fue Peter Guillam el que devolvió la pelota al campo. Guillam es alto y recio y apuesto y los aspirantes que aguardan el primer destino suelen mirarle como a una especie de dios griego.
—Westerby fue el leño que avivó la hoguera —declaró secamente, rompiendo el silencio—. Cualquier agente de campo lo habría hecho igual, y algunos bastante mejor.
Al ver que el muchacho aún no captaba la insinuación, Guillam se levantó y se acercó a él y, muy serio, le dijo al oído que debía tomar otro trago, si podía aguantarlo, y después cerrar el pico durante unos cuantos días, o unas cuantas semanas. Tras esto, la conversación volvió de nuevo al tema del buen amigo George Smiley, sin duda el último de los auténticos grandes, y ¿qué sería de su vida, ahora que estaba retirado de nuevo? Había llevado tantas vidas distintas; tenía tanto que recordar en paz, decían.
—George dio cinco veces la vuelta a la Luna por cada vuelta que dimos nosotros —declaró lealmente alguien, una mujer.
—Diez veces, aceptaron todos. ¡Veinte! ¡Cincuenta! Con la hipérbole, el fantasma de Westerby retrocedió misericordiosamente. Y retrocedió también, en cierto modo, el de George Smiley. En fin, George tuvo muy buena suerte, decían. ¿Qué se podía esperar a su edad?
Quizás un punto de partida más realista sea un cierto sábado de tifón de mediados de 1974, a las tres en punto de la tarde, cuando Hong Kong yacía desarbolada esperando el asalto siguiente. En el bar del club de corresponsales extranjeros, un grupo de periodistas, casi todos de antiguas Colonias británicas (australianos, canadienses, norteamericanos) bromeaban y bebían en un estado de ánimo de ocio belicoso, un coro sin héroe. Trece plantas más abajo, corrían los viejos tranvías y autobuses de dos pisos, embadurnados del pegajoso polvo marrón-cieno de las obras y del hollín de las chimeneas de Kowloon. Los pequeños estanques de las entradas de los gigantescos hoteles sufrían el aguijoneo de una lluvia lenta y subversiva. Y en el aseo de caballeros, que, en el Club, tenía la mejor vista del puerto, el joven Luke, el californiano, hundía la cara en el lavabo limpiándose la boca de sangre.
Luke era un jugador de tenis larguirucho y díscolo, un viejo de veintisiete años que hasta la evacuación norteamericana había sido la estrella de la cuadra saigonesa de corresponsales de guerra de su revista. Cuando sabías que jugaba al tenis era difícil pensar en él haciendo otra cosa, ni siquiera bebiendo. Le imaginabas en la red, devolviendo todo lo que llegase hasta el Día del Juicio, o sirviendo saques inalcanzables entre dobles faltas. Mientras sorbía y escupía, su mente hallábase fragmentada por la bebida y la concusión leve (probablemente Luke hubiera utilizado el término bélico «tragueada») en varias partes lúcidas. Ocupaba una parte una chica de bar de Wanchai llamada Ella, por cuya causa le había atizado un gancho en la mandíbula a aquel maldito policía y padecido las inevitables consecuencias: el mencionado superintendente Rockhurst, también conocido por el Rocker, que se hallaba en aquel momento en un rincón del bar relajándose después del ejercicio, con el mínimo de fuerza necesario le había derribado como a un saco y le había atizado luego una buena patada en las costillas. Otra parte de su mente estaba en algo que su casero chino le había dicho aquella mañana cuando fue a quejarse del ruido que hacía su gramófono y se quedó a tomar una cerveza.
Una primicia informativa sensacional, sin duda. Pero ¿qué había tras ella?
Sintió náuseas de nuevo. Luego, atisbo por la ventana. Los juncos estaban amarrados tras las barreras y el transbordador estaba parado. Había una veterana fragata inglesa anclada y, según los rumores que corrían por el club, Whitehall la había puesto a la venta.
—Debería zarpar —farfulló, recordando el poquillo de sabiduría náutica que había adquirido en sus viajes—. Las fragatas deben hacerse a la mar cuando hay tifones. Sí, señor.
Los cerros eran plomizos bajo las masas de nubes negras. Seis meses atrás, el cuadro le habría arrullado placenteramente. El puerto, el estrépito, incluso las chabolas rascacielescas que gateaban de la orilla del mar al Pico: después de Saigón, Luke se había entregado vorazmente a todo aquello. Pero lo único que veía ahora era un pulcro y rico Peñón británico dirigido por un hatajo de comerciantes de cuello delicado cuyos horizontes no iban más allá del perfil de sus vientres. En consecuencia, la Colonia se había convertido para él exactamente en lo que ya era para el resto de los periodistas: un aeropuerto, un teléfono, una lavandería, una cama. De vez en cuando (pero no por mucho tiempo), una mujer. Donde había que importar hasta las experiencias. En cuanto a las guerras, que habían sido su adicción tanto tiempo, quedaban tan lejos de Hong Kong como de Nueva York o Londres. Sólo la Bolsa mostraba una sensibilidad simbólica y, de cualquier modo, cerraba los sábados.
—¿Crees que sobrevivirás, campeón? —preguntó el desgreñado vaquero canadiense, dirigiéndose al compartimento de al lado. Los dos habían compartido los placeres de la ofensiva del Tet.
—Gracias, querido. Estoy en perfectas condiciones —replicó Luke, con su acento inglés más exaltado.
Luke decidió que era para él muy importante recordar lo que le había dicho Jake Chiu mientras tomaban la cerveza aquella mañana y, de pronto, como un don del cielo, le llegó el recuerdo.
—¡Ya lo tengo! —gritó—. Dios mío, vaquero, ¡ahora me acuerdo! ¡Luke recuerda! ¡Mi cerebro! ¡Funciona! ¡Amigos, escuchad a Luke!
—¡Olvídalo! —aconsejó el vaquero—. Anda mal la cosa ahí fuera hoy, campeón. Sea lo que sea, olvídalo.
Pero Luke abrió la puerta de una patada e irrumpió en el bar con los brazos abiertos.
—¡Eh, eh, escuchad todos!
Ni una cabeza se volvió. Luke abocinó las manos en la boca para aumentar la potencia de la voz:
—Escuchad, borrachos de mierda, tengo noticias. Algo fantástico. Dos botellas de whisky al día y un cerebro como una navaja de afeitar. Me han dado un notición.
Viendo que nadie le hacía caso, agarró una jarra y martilleó en la barra del bar, derramando la cerveza. Incluso entonces, sólo el enano le prestó una levísima atención.
—¿Qué ha pasado, Lukie? —gimió el enano con su acento marica de Greenwich Village—. ¿Le ha dado otra vez el hipo al Gran Mu? Sería horrible.
El Gran Mu era, en la jerga del Club, el gobernador, y el enano, el jefe de la oficina de Luke. Era una criatura adusta y fofa de pelo desgreñado que le chorreaba en negras hilachas sobre la cara, que tenía el hábito de brotar de pronto, silenciosamente, al lado de uno. Un año atrás, dos franceses, a los que por otra parte raras veces se veía por allí, estuvieron a punto de matarle por un comentario de pasada que hizo sobre los orígenes del lío de Vietnam. Le llevaron al ascensor, le partieron la mandíbula y varias costillas y le dejaron tirado como un saco de patatas en la planta baja y volvieron a vaciar sus copas. Poco después, los australianos realizaron con él un trabajo similar, cuando hizo una estúpida acusación relacionada con la simbólica participación militar de Australia en la guerra. Dijo que Canberra había hecho un trato con el presidente Johnson para que los chicos australianos se quedaran en Vung Tau, que era una especie de romería campestre, mientras los norteamericanos combatían de veras por todas partes. A diferencia de los franceses, los australianos no se molestaron siquiera en utilizar el ascensor. Se limitaron a darle una zurra al enano allí mismo donde estaba y cuando cayó añadieron un poco más de lo mismo. Tras esto, aprendió a mantenerse alejado de ciertas personas de Hong Kong. En tiempos de niebla persistente, por ejemplo. O cuando cortaban el agua cuatro horas al día. O un sábado de tifón.
Por otra parte, el Club estaba más bien vacío. Por razones de prestigio, los mejores corresponsales no solían frecuentarlo en realidad. Unos cuantos hombres de negocios, que iban por el atractivo que proporcionaban los periodistas, algunas chicas, que iban por los hombres. Un par de turistas de guerra de televisión con falsas ropas de campaña. Y en su rincón acostumbrado el impresionante Rocker, superintendente de policía, ex Palestina, ex Kenya, ex Malaya, ex Fiji, un implacable veterano con una cerveza, un equipo de, nudillos ligeramente enrojecidos y un ejemplar de la edición fin de semana del South China Morning Post. El Rocker, según decía la gente, iba por la clase. Y en la gran mesa del centro, que en días de entre semana era la reserva de la United Press International, haraganeaba el Club Juvenil de Bolos Anabaptista y Conservador de Shanghai, presidido por el extravagante amigo Craw, el australiano, disfrutando de su torneo habitual de los sábados. El objetivo de la competición era lanzar una servilleta retorcida a través de la estancia y conseguir que quedara prendida en la estantería del vino. Cada vez que lo lograbas, tus competidores debían pagarte la botella y ayudarte a bebería. El amigo Craw gruñía la orden de disparar y una madura camarera shanghainesa, su favorita, disponía cansinamente los vasos y servía los premios. Aquel día, el juego no parecía muy animado y algunos socios ni siquiera se molestaban en tirar. Fue éste, sin embargo, el grupo que Luke eligió como su público.
—¡La mujer del Gran Mu cogió hipo! —insistía el enano—. ¡El caballo de la mujer del Gran Mu cogió hipo! ¡El mozo de establo del caballo de la mujer del Gran Mu cogió hipo! El…
Luke avanzó a grandes zancadas hacia la mesa y saltó directamente a ella con gran estrépito, rompiendo varios vasos y pegando con la cabeza en el techo. Perfilado allí frente a la ventana sur, medio encogido, quedaba fuera de escala para todos: la niebla oscura, la sombra oscura del Pico atrás, y aquel gigante llenando todo el fondo. Pero siguieron tirando y bebiendo como si no le hubieran visto. Sólo el Rocker miró hacia él una vez, antes de lamerse un pulgar inmenso y pasar la página del tebeo que estaba leyendo.
—Tercer turno —ordenó Craw, con su fuerte acento australiano—. Hermano Canadá, dispóngase a disparar. Espera, patán. Fuego.
La servilleta retorcida surcó el aire hacia la estantería, con trayectoria alta. Encontró una hendidura y quedó enganchada un instante, luego cayó al suelo. A instancias del enano, Luke empezó a pasear por la mesa y cayeron más vasos. Por fin logró acabar con la resistencia de su público.
—Señorías —dijo el viejo Craw con un suspiro—. Les ruego silencio y que escuchen a mi hijo. Temo que va a tener que parlamentar con nosotros. Hermano Luke, ha cometido usted hoy varios actos de guerra y uno más provocará nuestra firme hostilidad. Hable claro y concisamente, sin omitir ningún detalle, por insignificante que sea, y después procure contenerse, caballero.
En la incansable búsqueda de leyendas atribuibles a cada uno, el amigo Craw era el Viejo Marinero[1].
Craw se había sacudido más tierra de los pantalones, comentaban todos entre sí, de la que la mayoría de ellos recorrerían. Y tenían razón. En Shanghai, donde había iniciado su carrera, había sido chico de té y redactor de noticias locales del único periódico de habla inglesa del puerto. Desde entonces, había cubierto informativamente a los comunistas contra Chang Kai Chek y a Chang contra los japoneses y a los norteamericanos prácticamente contra todo el mundo. Craw les proporcionaba un sentido histórico en aquel lugar sin raíces. Su forma de hablar, que en períodos de tifón hasta los más duros podían disculpablemente hallar tediosa, era una genuina resaca de los años treinta, cuando Australia proporcionaba la masa principal de los periodistas de Oriente; y el Vaticano, por alguna razón, la jerga del gremio.
Así que al fin, Luke, gracias al viejo Craw, consiguió su propósito.
—¡Caballeros! —¡Maldito enano polaco, suéltame los pies!— Caballeros. —Hizo una pausa para limpiarse la boca con el pañuelo—. La casa llamada High Haven está a la venta y su gracia Tufty Thesinger ha volado.
No hubo reacción, aunque, en realidad, él no esperaba mucha. Los periodistas no son dados a exclamaciones de asombro ni de incredulidad siquiera.
—High Haven —repitió sonoramente Luke—, está libre. El señor Jake Chiu, el famoso y popular empresario de bienes raíces, más conocido por ustedes como mi iracundo casero particular, ha recibido encargo del mayestático gobierno de Su Majestad de disponer de High Haven. Es decir, de venderla. Déjame de una vez, polaco cabrón, ¡te mataré!
El enano le había hecho perder pie. Sólo un ágil y nervioso salto le salvó de romperse la crisma. Desde el suelo, aulló más frases ofensivas contra su atacante. Entretanto, la gran cabeza de Craw se había vuelto hacia Luke y sus húmedos ojos fijaron en él una mirada lúgubre, que pareció prolongarse eternamente. Luke empezó a preguntarse contra cuál de las leyes de Craw podría haber pecado. Bajo sus diversos disfraces, Craw era una personalidad compleja y solitaria, como sabían todos los que estaban alrededor de aquella mesa. Bajo la buscada aspereza de sus modales había un amor al Oriente que parecía apretarle a veces más de lo que podía aguantar, de modo que había meses que desaparecía y, como un elefante taciturno, se perdía por senderos personales hasta que se sentía de nuevo en condiciones de vivir en compañía.
—No farfulle esas cosas. Su Señoría, tenga la bondad —dijo al fin Craw, y echó hacia atrás imperiosamente su gran cabeza—. Procure no verter esas sandeces en agua tan salobre, ¿de acuerdo, caballero? High Haven es la casa de los fantasmas. Lleva años siéndolo. La madriguera del comandante Tufty Thesinger, de ojo de lince, de los Fusileros de Su Majestad, actualmente Lestrade del Yard de Hong Kong. Tufty no se largaría así por las buenas. Es un tipo de pelo en pecho, no un mariquita. Dele un trago a mi hijo. Monseñor —esto al barman shanghainés—. Delira.
Craw lanzó otra orden de fuego y el Club volvió a sus empresas intelectuales. La verdad era que aquellos grandes buscadores de noticias de espías tenían muy poca fe en lo que Luke pudiera contarles. Tenía éste una larga reputación de vigilaespías fracasado y sus sugerencias resultaban invariablemente falsas. Desde lo de Vietnam, aquel idiota veía espías debajo de todas las alfombras. Creía que eran ellos quienes controlaban el mundo, y dedicaba gran parte de su tiempo libre, cuando estaba sobrio, a merodear entre el innumerable batallón de los que, sin disfraz apenas, vigilaban China desde la Colonia y peor, que infestaban el enorme Consulado norteamericano de la cima del Pico. Así que de no haber sido un día tan soso, la cosa probablemente hubiera quedado ahí. Pero, dadas las circunstancias, el enano vio una posibilidad de diversión y la aprovechó:
—Díganos, Luke —sugirió, alzando y retorciendo las manos con gesto afeminado—. ¿Venden High Haven con su contenido o como se encuentre?
La pregunta le proporcionó una salva de aplausos. ¿Valía más High Haven con sus secretos o sin ellos?
—¿La venden con el comandante Thesinger? —prosiguió el fotógrafo sudafricano, con su soso sonsonete, y hubo más risas, aunque ya no cordiales. El fotógrafo era un inquietante personaje de pelo a cepillo, muy flaco y con la piel tan agujereada como los campos de batalla que tanto le gustaba acechar. Procedía de Ciudad de El Cabo, pero le llamaban Ansiademuerte el Huno. Se decía que les enterraría a todos, pues los acechaba como un mudo.
Durante varios jubilosos minutos, la cuestión planteada por Luke quedó por completo anegada en el torrente de chistes e historias sobre el comandante Thesinger e imitaciones suyas, al que se sumaron todos salvo Craw. Se recordó que el comandante había hecho su aparición primera en la Colonia como importador, con cierta tapadera fatua abajo, en los Muelles; sólo para pasar, seis meses después, de modo completamente inadmisible, a la lista de los Servicios y, junto con su equipo de pálidos oficinistas y blancuzcas y bien educadas secretarias, levantar el campo camino de la mencionada casa de fantasmas como sustituto de alguien. Se descubrieron en particular sus almuerzos tête-à-tête, a los que, según se supo, habían sido invitados, una u otra vez, prácticamente todos los periodistas que estaban presentes. Y que terminaban con laboriosas propuestas en el momento del coñac, que incluían frases maravillosas por este estilo: «Ahora escucha, viejo, si alguna vez te tropezaras con un chow interesante de la otra orilla del río, ya sabes (uno con acceso, ¿comprendes?), recuerda, por favor, High Haven». Luego, el número de teléfono mágico, el que «está en mi mesa mismo, no hay intermediarios ni grabadoras, nada, ¿entiendes?» que más de media docena de ellos tenían, al parecer, en la agenda: «Toma, apúntalo en el puño de la camisa, como si fuese una cita o una chica, algo así. ¿Preparado? Hong Kong 5-0-4…»
Tras canturrear los números al unísono, todos se aplacaron. Un reloj tarareó las tres y cuarto. Luke se incorporó despacio y se limpió el polvo de los vaqueros. El viejo camarero shanghainés dejó su puesto junto a las estanterías y cogió la carta con la esperanza de que alguien quisiera comer. La duda le dominó un instante. Era un día perdido. Lo había sido desde la primera ginebra. Al fondo resonó el gruñido apagado del Rocker que pedía un generoso almuerzo:
—Y tráeme una cerveza fría, fría. ¿Oyes, muchacho? Mucho fría. Chop, chop —el superintendente tenía su asunto con los nativos y siempre decía esto. Volvió la calma.
—Bueno, ya está, Luke —dijo el enano, alejándose—. Con esto te ganas el Pulitzer, no hay duda. Felicidades, querido. La noticia del año.
—Aaaah, al carajo todos vosotros —dijo Luke despectivo, y se dirigió al bar, donde estaban sentadas dos chicas amarillentas, hijas del ejército de merodeo—. Jake Chiu me enseñó la carta con la orden, ¿entendéis? Del servicio secreto de Su Majestad. La jodida corona arriba, el león tirándose a la cabra. Hola, guapas, ¿no os acordáis de mí? Soy aquel señor tan bueno que os compró caramelos en la feria.
—Thesinger no contesta —canturreó fúnebre desde el teléfono Ansiademuerte el Huno—. No contesta nadie. Ni Thesinger ni su ayudante. La línea está cortada.
Por la emoción o por aburrimiento, nadie se había dado cuenta de que Ansiademuerte se había ido.
El viejo Craw, el australiano, se había quedado más muerto que un pájaro dodó. De pronto, alzó la vista con viveza.
—Marca de nuevo, imbécil —ordenó, con acritud de sargento instructor.
Ansiademuerte encogió el hombro y marcó otra vez el número de Thesinger y dos se acercaron a verle actuar. Craw siguió quieto, mirándoles desde donde estaba sentado. Había dos aparatos. Ansiademuerte probó con el segundo, pero sin mejor suerte.
—Llama al telefonista —ordenó Craw desde el fondo—. No te quedes ahí como un ánima en pena preñada. ¡Llama al telefonista, simio africano!
—Número desconectado —dijo el telefonista.
—Pero desde cuándo, por favor —preguntó Ansiademuerte al aparato.
No había información al respecto, dijo el telefonista.
—Puede que hayan pedido un número nuevo, ¿no? —rugió Ansiademuerte por el aparato, aún al infortunado telefonista. Nadie le había visto nunca tan preocupado. Para Ansiademuerte, la vida era lo que pasaba al final del visor fotográfico: tal pasión sólo podía atribuirse al tifón.
No hay información al respecto, dijo el telefonista.
—¡Llama a Shallow Throat! —ordenó Craw, totalmente furioso ya—. ¡Llama a todos los funcionarios de mierda de la Colonia!
Ansiademuerte cabeceó vacilante. Shallow Throat era el portavoz oficial del Gobierno, objeto de odio de todos ellos. Recurrir a él para algo era un mal trago.
—Deja, yo lo haré —dijo Craw y, levantándose, les apartó para coger el teléfono y lanzarse al lúgubre cortejo de Shallow Throat—. Su devoto Craw, señor, a su servicio. ¿Cómo está su Eminencia de ánimo y de salud? Encantado, señor, encantado. ¿Y la esposa y la prole, cómo están, señor? Espero que todos coman bien. ¿Ni escorbuto ni tifus? Bien, eso está bien. Y ahora, veamos, ¿tendría usted la bondad de indicarme por qué demonios se ha escapado de la jaula Tufty Thesinger?
Le miraban, pero su rostro se había inmovilizado como piedra. No había más que leer allí.
—¡Lo mismo digo, caballero! —resopló al fin, y devolvió bruscamente el aparato a su soporte con tal vigor que toda la mesa saltó. Luego, se volvió al viejo camarero shanghainés.
—¡Monseñor Goh, caballero, pídame un burro de motor y muchas gracias! ¡Muevan el culo sus señorías, todo el rebaño!
—¿Para qué demonios? —dijo el enano, con la esperanza de quedar incluido en aquella orden.
—Para un reportaje, cardenalillo mocoso, para un reportaje lascivas y alcohólicas eminencias. ¡Para riqueza, fama, mujeres y larga vida!
Ninguno era capaz de descifrar su lúgubre humor.
—Pero ¿qué cosa tan terrible fue la que dijo Shallow Throat? —preguntó desconcertado el desgreñado vaquero canadiense.
El enano se hizo eco:
—Sí, ¿qué fue lo que dijo, hermano Craw?
—Dijo sin comentarios —replicó Craw, con elegante dignidad, como si tales palabras fuesen la más vil calumnia que pudiera arrojarse sobre su honor profesional.
Así que se fueron al Pico, dejando a la silenciosa mayoría de bebedores en su paz: El inquieto Ansiademuerte el Huno, Luke el Largo, luego el astroso vaquero canadiense, muy impresionante con su bigote de revolucionario mexicano, el enano, pegándose, como siempre, y, por último, el viejo Craw y las dos chicas del ejército: una sesión plenaria del Club Juvenil de Bolos Anabaptista y Conservador de Shanghai, sin duda, con el añadido de las damas, pese a que los miembros del Club eran célibes jurados. Sorprendentemente, el joven chófer cantonés les llevó a todos, un triunfo de la exuberancia sobre la física. Aceptó incluso dar tres recibos por el importe total, uno para cada uno de los periodistas presentes, algo que jamás había hecho, que se supiese, ningún taxista de Hong Kong, ni antes ni después. Era un día que echaba por la borda todo precedente. Craw se sentó delante ataviado con su famoso sombrero de paja liso con los colores de Eaton en la cinta que le había legado un antiguo camarada en su testamento. El enano quedó apretujado sobre la palanca de cambio y los otros tres se sentaron detrás y las chicas en el regazo de Luke, con lo que se le hacía difícil llevarse el pañuelo a la boca. El Rocker no consideró oportuno unirse a ellos. Se había puesto la servilleta al cuello preparándose para el cordero asado del Club, con salsa dé menta y muchas patatas.
—¡Y otra cerveza! Pero esta vez fría, ¿has oído eso, mozo? Mucho fría, y tráela chop chop.
Pero en cuanto la línea de la costa se aclaró, el Rocker hizo también uso del teléfono y habló con Alguien de Autoridad, sólo por ponerse a cubierto, aunque todos estaban de acuerdo en que no había nada que hacer.
El taxi era un Mercedes rojo, nuevísimo, pero no hay nada que liquide un coche más de prisa que el Pico, escalando a toda marcha siempre, con los acondicionadores de aire a tope. El tiempo seguía espantoso. Mientras subían renqueando lentamente los acantilados de hormigón, les envolvía una niebla lo bastante espesa para asfixiar. Cuando salieron de ella, fue aún peor. Se había extendido por el Pico un telón caliente e inamovible, que apestaba a petróleo y estaba atestado del estruendo del valle. La humedad flotaba en cálidos y delicados enjambres. Un día claro, habrían tenido una vista de ambos lados, una de las más encantadoras de la tierra: por el norte, Kowloon y las azules montañas de los Nuevos Territorios que tapiaban a los ochocientos millones de chinos que carecían del privilegio del dominio británico; al suroeste, las bahías Repulse y Deepwater y el mar de China. Después de todo, High Haven había sido construida por la Marina Real inglesa en los años veinte, con toda la gran inocencia de este servicio, para recibir e impartir una sensación de poder. Pero aquella tarde, si la casa no hubiera estado emplazada entre los árboles, y en una hondonada donde los árboles se alzaban muy altos en su esfuerzo por alcanzar el cielo, y si los árboles no hubiesen mantenido a raya la niebla, no habrían tenido nada que mirar, salvo las dos columnas blancas de hormigón con los botones que indicaban «día» y «noche» y las encadenadas puertas que los dichos pilares sostenían. Mas, gracias a los árboles, veían claramente la casa, pese a estar situada a cincuenta metros. Podían distinguir las tuberías de desagüe, las salidas de incendios y los tendederos de ropa, y podían admirar asimismo la verde cúpula que había añadido el ejército japonés durante su ocupación de cuatro años. Corriendo para situarse en primera fila en su afán de ser aceptado, el enano pulsó el botón en que decía «día». En la columna había un micrófono empotrado y todos lo miraban fijamente esperando que dijese algo o, como diría Luke, echase una vaharada de humo de yerba. En la carretera, el taxista cantonés había puesto a tope la radio, que emitía una quejumbrosa canción china de amor que parecía infinita. La segunda columna era lisa, salvo por una placa de bronce que anunciaba al Inter-Services Liaison Staff, la trillada tapadera de Thesinger. Ansiademuerte el Huno había sacado la cámara y estaba fotografiando tan metódicamente como si se encontrase en uno de sus campos de batalla natales.
—Quizá no trabajen los sábados —propuso Luke, mientras todos seguían esperando, a lo que Craw respondió que no fuera imbécil: los fantasmas trabajaban siete días a la semana y sin parar, dijo. Y además nunca comían, salvo Tufty.
—Buenas tardes —dijo el enano.
Tras pulsar el botón de noche había estirado sus labios rojos y deformes hacia las rejillas del micrófono, fingiendo un acento inglés clase alta que manejaba sorprendentemente bien, justo es reconocerlo.
—Mi nombre es Michael Hanbury-Steadly-Heamoor, y soy el lacayo personal de Gran Mu. Me gustaría, por favor, hablar con el comandante Thesinger de un asunto de cierta urgencia, por favor, hay una nube fungiforme en la que puede que el mayor no haya reparado, y parece estar formándose sobre el río de las Perlas y está estropeándole al Gran Mu la partida de golf. Gracias. ¿Sería usted tan amable de abrir la puerta?
A una de las chicas rubias se le escapó la risa.
—No sabía que fuese un Steadly-Heamoor —dijo la chica.
Tras abandonar a Luke, se habían colgado del brazo del desgreñado canadiense, y no hacían más que susurrarle cosas al oído.
—Es Rasputín —decía admirada una de las chicas, dándole una palmada en el muslo, por detrás—. He visto la película. Es su vivo retrato, ¿verdad, Canadá?
Todos echaron un trago de la botellita de Luke mientras se reagrupaban y se preguntaban qué hacer. Del taxi aparcado seguía llegando impávida la canción de amor china del conductor, pero los aparatos de las columnas no decían nada en absoluto. El enano pulsó ambos botones a la vez y ensayó una amenaza alcaponesca.
—Bueno, Thesinger, sabemos que estás ahí dentro. Sal con los brazos en alto, sin la capa, y tira al suelo la daga… ¡eh, cuidado, vaca estúpida!
Esta imprecación no iba dirigida ni al canadiense ni al viejo Craw (que se desviaba furtivamente hacia los árboles, en apariencia para cumplir con un imperativo de la naturaleza) sino a Luke, que había decidido abrirse paso hasta la casa. La entrada se alzaba en una cenagosa área de recepción protegida por goteantes árboles. Al fondo había un montón de desperdicios, algunos recientes. Cuando se acercaba allí en busca de alguna clave iluminadora, Luke había desenterrado un trozo de hierro en bruto en forma de ese. Tras llevarlo hasta la puerta, pese a que debía pesar doce kilos o más, lo enarboló a dos manos y empezó a pegar con él en los soportes, con lo que la puerta repicó como una campana rajada.
Ansiademuerte se había hincado sobre una rodilla, el rostro flaco crispado en una sonrisa de mártir mientras disparaba su cámara.
—Cuento hasta cinco, Tufty —chilló Luke, con otro golpe estremecedor—. Uno… —pegó de nuevo—. Dos…
Se alzó de los árboles una bandada de pájaros diversos, algunos muy grandes, que voló en lentas espirales, pero el estruendo del valle y el retumbar de la puerta ahogaban sus graznidos. El taxista bailoteaba por allí, batiendo palmas y riendo, ya olvidada la canción de amor. Y, aún más extraño, dado el tiempo amenazador, apareció toda una familia china, empujando no un cochecito sino dos, y también ellos empezaron a reírse, hasta el niño más chico, tapando la boca con las manos para ocultar los dientes. Hasta que de pronto, el vaquero canadiense soltó un grito, se desembarazó de las chicas y señaló al otro lado de las puertas.
—Por el amor de Dios, ¿qué demonios hace Craw? El viejo buitre ha saltado toda la alambrada.
Por entonces, se había desvanecido ya en ellos cualquier sensación de normalidad. Se había apoderado de todos una locura colectiva. La bebida, el lúgubre día, la claustrofobia, les había sacado por completo de quicio. Las chicas mimaban indiferentes al canadiense. Luke seguía su martilleo, el chino reía a gritos, hasta que, con una intemporalidad divina, la niebla se alzó, se cernieron directamente sobre ellos templos de nubes negriazul y entre los árboles atronó un torrente de lluvia. Al cabo de un segundo, les alcanzó a ellos, empapándoles en el primer chaparrón. Las chicas, semidesnudas de pronto huyeron entre risas y gritos al Mercedes, pero los varones aguantaron firmes (hasta el enano aguantó firme) viendo a través de las cortinas de agua la inconfundible imagen de Craw el australiano, con su viejo sombrero de Eaton, plantado allí, al cobijo de la casa bajo un tosco porche que parecía hecho para bicicletas, aunque sólo un lunático subiría en bici hasta el Pico.
—¡Craw! —gritaron—. ¡Monseñor! ¡Se nos adelantó el muy cabrón!
El repiqueteo de la lluvia era ensordecedor, las ramas parecían troncharse con su fuerza. Luke había tirado ya su disparatado martillo. El desgreñado vaquero abrió la marcha, le seguían Luke y el enano, y cerraba la procesión Ansiademuerte, sonrisa y cámara, acuclillándose y renqueando sin dejar de fotografiar a ciegas. La lluvia les chorreaba a placer, borboteando en arroyuelos alrededor de los tobillos, mientras seguían el rastro de Craw ladera arriba hasta una loma donde a la algarabía general se añadía el chirriar de las ranas bramadoras. Escalaron un altozano de helechos, se detuvieron ante una valla de alambre de púas, cruzaron torpes entre las alambradas separadas y saltaron una zanja poco profunda. Cuando llegaron donde estaba, Craw miraba la cúpula verde, mientras la lluvia le chorreaba a mares por las mejillas a pesar del sombrero de paja, convirtiendo su excelente traje color ante en una túnica ennegrecida e informe. Estaba como hipnotizado, mirando fijamente hacia arriba. Luke, que era el que más le quería, fue el primero en hablar.
—Señoría. ¡Eh, despierta! Soy yo: Romeo. Dios santo, ¿qué bicho le ha picado?
Luke le tocó en el brazo, preocupado de pronto. Pero a pesar de ello, Craw seguía sin decir nada.
—Puede que se haya muerto de pie —propuso el enano, mientras el sonriente Ansiademuerte le fotografiaba en tan feliz e intempestiva condición.
Craw volvió en sí lentamente, como un viejo campeón.
—Hermano Luke, le debemos una disculpa en regla, señor mío —murmuró.
—Hay que llevarle al taxi —dijo Luke, y empezó a abrirle camino, pero el buen Craw se negaba a moverse.
—Tufty Thesinger. Un buen boy scout. No es de los que se fugan… no es lo bastante taimado para huir: es un buen boy scout.
—Que descanse en paz Tufty Thesinger —dijo Luke impaciente—. Vamos, mueve el culo, enano.
—Está pirado —dijo el vaquero.
—Analiza los datos, Watson —continuó Craw, tras meditar un poco, mientras Luke le tiraba del brazo y la lluvia seguía cayendo aún más de prisa—. Observa primero las jaulas vacías en la ventana, de donde los acondicionadores de aire han sido intempestivamente arrancados. La moderación, hijo mío, es una encomiable virtud, en especial, no creo que haga falta decirlo, en un fantasma. Fíjate en la cúpula, ¿te das cuenta? Estúdiala con detenimiento, caballero. Mira esas marcas. No son, por desgracia, las huellas de un sabueso gigante, sino marcas de antenas desmontadas por una mano frenética y ojirredonda. ¿Has oído hablar alguna vez de una casa de fantasmas sin antena? Sería como un burdel sin piano.
El chaparrón había alcanzado su punto álgido. Las inmensas gotas caían como metralla a su alrededor. La expresión de Craw era una mezcla de cosas que Luke sólo podía imaginar. Pensó de pronto, en el fondo del corazón, que quizá Craw estuviese realmente muñéndose. Luke había visto muy pocas muertes naturales y estaba muy alerta al respecto.
—Quizá les haya entrado la fiebre del Peñón y se hayan largado —dijo, intentando de nuevo arrastrarle hacia el coche.
—Muy posiblemente. Señoría, muy posiblemente, sin duda. Es indudable que nos hallamos en la estación de los actos temerarios y descontrolados.
—Vamos —dijo Luke, tirándole con firmeza del brazo—. Dejad pasar, ¿queréis? Camilleros.
Pero el viejo aún se resistía tercamente y seguía echando una última ojeada a la inglesa casa de fantasmas que iba retrocediendo en la tormenta.
El vaquero canadiense fue el primero que envió el reportaje, y debería haber tenido mejor suerte, desde luego. Lo escribió aquella noche, mientras las chicas dormían en su cama. Pensó que el reportaje iría mejor como artículo de revista que como simple información directa, así que lo tejió en torno al Pico en general, y sólo utilizó a Thesinger como excusa. Explicó que el Pico era tradicionalmente el Olimpo de Hong Kong («cuanto más arriba viviese uno, más alta posición ocupaba en la sociedad») y que los acaudalados comerciantes de opio británicos, padres fundadores de Hong Kong, habían huido allí para evitar el cólera y las fiebres de la ciudad; que sólo un par de décadas atrás toda persona de raza china necesitaba aún un pase para poner los pies allí. Narró la historia de High Haven, y explicó, por último, su reputación, fomentada por la Prensa en lengua china, de ser la cocina de brujas de las conjuras imperialistas británicas contra Mao. De la noche la mañana, la cocina había cerrado y los cocineros habían desaparecido.
«¿Otro gesto conciliador? —preguntaba—. ¿De apaciguamiento? ¿Formaba parte todo aquello de la política de ir reduciendo la colonia al Continente? ¿O era sólo un indicio más de que en el Sudeste de Asia, como en el resto del mundo, los británicos tenían que empezar a bajar de la cima del monte?».
Su error fue elegir un importante periódico dominical inglés que a veces le publicaba cosas. Antes que su reportaje había llegado la orden prohibiendo toda referencia a aquellos sucesos. «Lamentamos no poder publicar su excelente artículo», telegrafió el director, tirándolo directamente a la papelera. Unos días después, al volver a su habitación, el vaquero se encontró con que la habían saqueado. Además su teléfono contrajo durante varias semanas una especie de laringitis, por lo que nunca lo utilizaba sin incluir un comentario obsceno sobre Gran Mu y su séquito.
Luke se fue a casa lleno de ideas, se bañó, tomó una buena dosis de café solo y se puso a trabajar. Telefoneó a las líneas aéreas, a sus contactos oficiales y a toda una hueste de pálidos y supercepillados conocidos del Consulado norteamericano, que le enfurecieron con astutas y deificas respuestas. Asedió a las empresas de mudanzas especializadas en los contratos oficiales. A las diez de aquella noche tenía, según le explicó al enano, al que también telefoneó varias veces, «pruebas irrefutables de cinco tipos distintos» de que Thesinger, su mujer y todo el personal de High Haven, habían abandonado Hong Kong en un vuelo chárter a primera hora de la mañana del jueves, rumbo a Londres. El perro bóxer de Thesinger, según había sabido por una feliz casualidad, les seguiría en un carguero aéreo a finales de aquella semana. Tras tomar unas cuantas notas, Luke cruzó la habitación, se sentó ante la máquina, redactó unas pocas líneas, y se estancó, tal como sabía que habría de sucederle. Empezó con fluidez y brío:
«Una reciente nube de escándalo pende hoy sobre el combatido y no elegido Gobierno de la única Colonia que le queda a Inglaterra en Asia. Tras la última revelación de chanchullos en la policía y entre los funcionarios del Gobierno, nos llega la noticia de que la agencia más secreta de la isla, High Haven, base de las conjuras británicas de capa y espada contra la China roja, ha sido sumariamente clausurada».
Y en este punto, con un blasfemo gemido de impotencia, se detuvo y sepultó la cara en las manos abiertas. Pesadillas: ésas podía soportarlas. Despertar, después de tanta guerra, estremecido y sudoroso por visiones indescriptibles, las narices agobiadas por el hedor del napalm sobre la carne humana; en cierto modo, era un consuelo para él saber que después de tanta presión, las compuertas de sus sentimientos se habían roto. Algunas veces, al experimentar aquellas cosas, anhelaba el sosiego necesario para recuperar su capacidad de repugnancia. Si eran necesarias las pesadillas a fin de devolverle a las filas de los hombres y mujeres normales, las abrazaría con gratitud. Pero ni en la peor de sus pesadillas se le, había ocurrido que después de haber descrito la guerra sería incapaz de describir la paz. Durante seis nocturnas horas, Luke combatió con aquel sobrecogedor estancamiento. Pensaba a veces en el viejo Craw, inmóvil allí bajo la lluvia, pronunciando su fúnebre oración: ¿Podría ser aquél el reportaje? Pero ¿cómo basar un reportaje en el extraño estado de ánimo de un colega?
Tampoco tuvo mucho éxito la versión personal y minuciosa del enano, y eso le irritó en sumo grado. Aparentemente, el reportaje tenía todo lo que pedían ellos. Se burlaba de los ingleses, se escribía espía con todas las letras y, por una vez, no se consideraba a Norteamérica el verdugo del Sudeste de Asia. Pero lo que recibió como toda respuesta, tras cinco días de espera, fue la escueta indicación de que no se saliese de su sitio y de que no armase escándalo.
Lo cual dejaba solo al viejo Craw. Aunque era sólo una atracción secundaria frente al interés de la acción principal, el ritmo de lo que Craw hizo y no hizo sigue siendo hasta hoy impresionante. Estuvo tres semanas sin mandar nada. Podría haber utilizado material secundario, pero no se molestó en hacerlo. A Luke, que estaba seriamente preocupado por él, le pareció al principio que su misterioso declinar continuaba. Perdió por completo su brío y su afán de camaradería. Se volvió seco y, a veces, claramente desagradable, y aullaba en mal cantonés a los camareros; hasta a Goh, que era su favorito. Trataba a los socios del Club de bolos como si fueran sus peores enemigos, y recordaba supuestos desaires que ellos habían olvidado hacía mucho. Sentado allí en su asiento junto a la ventana, solo, era como un viejo boulevardier venido a menos, irritable, introvertido e indolente. Luego, un buen día, desapareció, y cuando Luke llamó preocupado a su apartamento, la vieja amah le dijo que «Papa Whisky ido, ido Londres rápido». Era una extraña criaturilla y Luke se sintió inclinado a dudar de ella. Un insulso corresponsal de Der Spiegel, un alemán del norte, dijo haber visto a Craw en Vientiane, de parranda, en el bar Constellation; pero Luke seguía dudando. Vigilar a Craw había sido siempre una especie de deporte para los iniciados, y había prestigio en lo de engrosar el fondo general.
Hasta que llegó un lunes y, hacia el mediodía, el buen amigo Craw entró a zancadas en el Club luciendo un nuevo traje beige y con una flor de lo más elegante en la solapa, todo sonrisas y anécdotas de nuevo, y se puso a trabajar en el reportaje de High Haven. Gastó dinero, más del que normalmente le habría asignado su periódico. Celebró varios joviales almuerzos con elegantes norteamericanos de agencias estadounidenses vagamente acreditadas, algunos conocidos de Luke. Luciendo su famoso sombrero de paja, les fue llevando por separado a restaurantes tranquilos y cuidadosamente seleccionados. En el Club, le denigraron por gateo diplomático, que era delito grave, y esto le complacía. Luego, una conferencia de observadores de China le llevó a Tokio y utilizó esta visita, es justo suponer que con inteligencia, para comprobar otros aspectos de la historia que iba ya perfilándose. Pidió a viejas amistades suyas en la conferencia, que le investigaran algunos datos cuando regresaran a Bangkok, o Singapur o Taipé o el sitio en que estuvieran, cosa que hicieron porque sabían que él habría hecho lo mismo por ellos. Él parecía saber, de un modo extraño, lo que estaba buscando antes de que ellos lo encontraran.
El resultado apareció en versión íntegra en un periódico matutino de Sydney que quedaba fuera del alcance del largo brazo de la censura anglonorteamericana. Recordaba, según acuerdo unánime, los mejores años del maestro. Abarcaba unas dos mil palabras. Según su estilo característico, lo más importante no empezaba ni mucho menos con la historia de High Haven, sino con el «ala misteriosamente vacía» de la Embajada británica en Bangkok, que aún un mes atrás había albergado un extraño departamento llamado «Unidad de Coordinación de la SEATO», así como una sección de visados que contaba con seis subsecretarios. ¿Eran los placeres de los salones de masaje del Soho, inquiría delicadamente el viejo australiano, los que atraían a los tailandeses a Inglaterra en tal número que hacían falta seis subsecretarios para atender sus peticiones de visados? Resultaba extraño también, comentaba, que desde su partida, y desde la clausura de aquella sección, no se hubiesen formado largas colas de aspirantes a viajeros en la Embajada. Poco a poco (con una prosa fácil pero no descuidada) se desplegaba ante los lectores un cuadro sorprendente. Llamaba al servicio secreto británico el «Circus». Decía que el nombre se derivaba de la dirección del cuartel general secreto de la organización, que dominaba un famoso cruce de calles de Londres. El Circus no sólo había abandonado High Haven, decía, sino también Bangkok, Singapur, Saigón, Tokio, Manila y Yacarta. Y Seúl. No se había librado siquiera ni la solitaria Taiwan, donde se descubrió que un olvidado residente británico había amparado a tres chóferes-oficinistas y a dos subsecretarios sólo una semana antes de que se publicara el artículo.
«Un verdadero Dunquerque —decía Craw— en el que los vuelos chárter en DC-8 sustituyeron a las flotillas pesqueras de Kent». ¿Qué había provocado aquel éxodo? Craw exponía varias hipótesis inteligentes. ¿Estaban acaso ante una reducción más en los gastos del Gobierno británico? Al periodista le parecía poco verosímil esta hipótesis. En períodos de apuros, Inglaterra tendía a utilizar más espías, no menos. Toda su historia imperial le instaba a hacerlo. Cuanto más se debilitaban sus rutas comerciales, más refinados eran sus esfuerzos clandestinos por protegerlas. Cuanto más débil era su garra colonial, más desesperadas eran sus tentativas de subvertir a aquellos que querían ahuyentarlas. No: podía haber colas de racionamiento en Inglaterra, pero los espías serían el último lujo del que Inglaterra prescindiría. Craw exponía otras posibilidades y las rechazaba. ¿Un gesto de distensión con la China continental?, sugería, haciéndose eco del comentario del vaquero. Inglaterra haría todo lo imaginable sin duda por mantener Hong Kong a salvo del celo anticolonialista de Mao… salvo prescindir de sus espías. Así, el viejo Craw llegaba por fin a la teoría que era más de su agrado:
«Al otro lado del tablero de damas del Extremo Oriente —escribía—, el Circus está realizando lo que en el mundo del espionaje se llama una zambullida de pato».
Pero ¿por qué?
El periodista citaba entonces las «viejas prebendas norteamericanas del militante de la iglesia del servicio secreto de Asia». Los agentes secretos norteamericanos estaban, en general, según él, y no sólo en Asia, «enloquecidos por la falta de medidas de seguridad en las organizaciones británicas». Y, aún más, por el reciente descubrimiento de un importante espía ruso (utilizaba el nombre de marca correcto, «topo») dentro del cuartel general londinense del Circus: un traidor inglés, al que no quiero nombrar siquiera, pero que en palabras de las viejas prebendas había puesto en peligro todas las operaciones clandestinas anglonorteamericanas de importancia de los últimos veinte años. ¿Dónde estaba ahora el topo?, había preguntado el periodista a sus informadores. A lo que, con invariable malevolencia, ellos habían contestado: «Muerto. En Rusia. Y ojalá ambas cosas».
Craw nunca había querido un resumen de noticias, pero éste, a los afectuosos ojos de Luke, parecía tener un verdadero sentido del ceremonial. Era casi una afirmación de vida por sí solo, aunque sólo fuese de la vida secreta.
«¿Acaso está desapareciendo para siempre, pues, Kim, el pequeño espía, de las leyendas del Oriente? —preguntaba—. ¿Jamás volverá a teñirse la piel el pandit inglés ni a ponerse ropas nativas y ocupar silencioso su puesto junto a la hoguera de la aldea? No teman —insistía—. ¡Los ingleses volverán! ¡El tradicional deporte de la caza del espía volverá a florecer entre nosotros! El espía no ha muerto: sólo duerme».
Apareció el artículo. En el Club fue fugazmente admirado, envidiado, olvidado. Un periódico local de lengua inglesa con fuertes conexiones norteamericanas lo reprodujo íntegro, con el resultado de que la cachipolla disfrutó después de todo de un día más de vida. La función de homenaje de Craw, dijeron: un sombrerazo antes de abandonar la escena. Luego, la red ultramarina de la BBC lo reprodujo, y, por último, la propia y torpe red de la Colonia emitió una versión de la versión de la BBC; durante un día entero se debatió si el Gran Mu había decidido quitarles la mordaza a los servicios de información locales. Sin embargo, incluso con esta prolija jerarquía, nadie, ni Luke, ni siquiera el enano, consideró oportuno preguntarse cómo demonios había sabido el viejo dónde estaba el camino secreto para entrar en High Haven.
Lo cual simplemente demostraba, si hubiesen hecho falta pruebas de ello alguna vez, que los periodistas no son más rápidos que cualesquiera otros en lo de percibir lo que pasa ante sus narices. Era sábado de tifón, después de todo.
Dentro del propio Circus, tal como había denominado correctamente Craw a la sede de los servicios secretos británicos, las reacciones al artículo variaban según lo mucho que supiesen los que sufrían la reacción. Entre los caseros, por ejemplo, responsables de los míseros disfraces y tapaderas que el Circus era capaz de proporcionarse en los últimos tiempos, el amigo Craw desencadenó una oleada de furia contenida que sólo pueden entender los que han paladeado el ambiente de un departamento de los servicios secretos sometido a asedio intenso. Hasta espíritus por otra parte tolerantes se mostraban furiosamente vengativos. ¡Traición! ¡Ruptura de contrato! ¡Bloqueo de pensión! ¡Hay que ponerle en la lista de vigilados! ¡Un proceso en cuanto vuelva a Inglaterra! Un poco más abajo en el escalafón, los menos angustiados por su seguridad tenían un punto de vista más afable del asunto, aun cuando siguiese adoleciendo de mala información. Bueno, bueno, decían, un poco pesarosos, en fin, así son las cosas: Quién no pierde el control de vez en cuando, sobre todo cuando se le ha tenido olvidado tanto tiempo, como al pobre Craw. Y además no había revelado nada que no estuviese al alcance de todos, ¿no? En realidad, los caseros debían mostrar un poco de moderación. Había que ver cómo se habían lanzado la otra noche contra la pobre Molly Meakin, la hermana de Mike, y una hermana bastante prudente, sólo porque se dejó un poco de papel con membrete en la papelera.
Sólo los que estaban más en el ajo veían las cosas de otro modo. Para ellos, el artículo del viejo Craw era una discreta obra maestra de mistificación: George Smiley en su mejor forma, decían. Evidentemente, la noticia tenía que salir a flote, y todos estaban de acuerdo en que la censura, fuese cual fuese el momento, era criticable. Mucho mejor, por tanto, dejarle salir a la luz de forma prevista por nosotros. En el momento oportuno, en la cuantía correcta y en el tono adecuado: una experiencia de toda la vida, convenían todos, en cada pincelada; pero este punto de vista no trascendía su círculo.
En cuanto a Hong Kong (evidentemente, decían los jugadores de bolos de Shanghai, el viejo Craw, como los moribundos, había tenido un instinto profetice de aquello) el artículo de Craw sobre High Haven resultó ser su canto de cisne. Un mes después de que apareciera, Craw se había retirado, no de la Colonia sino de su actividad como redactor y también de la isla. Tras alquilar una casa de campo en los Nuevos Territorios, comunicó que se proponía expirar bajo un cielo de ojos rasgados. Para los del Club de bolos, hubiese sido igual que si dijese Alaska. Sencillamente quedaba demasiado lejos, decían, para volver luego en coche una vez borracho. Corría el rumor (falso, pues las apetencias de Craw no iban en esa dirección) de que se había llevado consigo como acompañante a un lindo muchacho chino. Era obra del enano: no le gustaba que un viejo le birlara una gran noticia. Sólo Luke se negaba a borrarlo de su mente. Fue a verle un día a media mañana, tras el turno de noche. Porque le apetecía y porque el viejo buitre significaba mucho para él. Craw estaba más feliz que nunca, informó: Su áspero carácter de antes seguía íntegro. Pero le había desconcertado un poco la súbita aparición de Luke allí sin avisar. Estaba con él un amigo, no un muchacho chino, sino un bombero de visita al que presentó como George: un hombrecillo rechoncho y miope de gafas muy redondas que al parecer había aparecido por allí inesperadamente. En un aparte, Craw le explicó a Luke que aquel George era un pez gordo de una agencia de Prensa inglesa para la que él había trabajado en los tiempos oscuros.
—Es el que se encarga del aspecto geriátrico. Señoría. Está dando una vuelta por Asia.
Fuese quien fuese, era evidente que Craw mostraba mucho respeto por el rechoncho individuo, pues hasta le llamaba Su Santidad. Luke tuvo la sensación de que estorbaba, y se fue sin llegar a emborracharse siquiera.
Y así estaban las cosas. La misteriosa fuga de Thesinger, la casi muerte y resurrección del viejo Craw, su canto de cisne como un reto a tanta censura solapada; la inquieta obsesión de Luke por el mundo de los servicios secretos; la inteligente explotación de un mal necesario por parte del Circus. Nada planeado, aunque, tal como la vida dispondría, sí un alzar el telón para mucho de lo que más tarde sucedió. Un sábado de tifón; una agitación en la charca chapoteante, fétida, hormigueante y estéril que es Hong Kong, un aburrido coro, sin héroe aún. Y, curiosamente, unos cuantos meses después, una vez más le tocó a Luke, en su papel de mensajero shakespeariano, anunciar la llegada del héroe. Llegaron las noticias al telégrafo de la casa estando él allí a la espera y se lo comunicó a un aburrido público con su fervor acostumbrado:
—¡Amigos! ¡Presten atención! ¡Tengo noticias! ¡Jerry Westerby vuelve a la carga, señores! ¡Ha salido de nuevo camino de Oriente!, ¿me oyen? ¡Para continuar con el mismo tebeo!
—¡Oh, Señoría! —exclamó de inmediato el enano con burlón embeleso—. ¡Un toquecito de sangre azul, sin duda, para elevar el tono vulgar! Hurra por la clase.
Y con un profano juramento, lanzó la servilleta a la estantería del vino.
—Jesús —dijo después, y vació de un trago el vaso de Luke.