El ente se mueve, deslizándose por la dimensión neutra de los fantasmas con los movimientos ávidos de un depredador. Busca, rastrea. La imagen de un adolescente le obsesiona.
No ha olvidado sus facciones suaves, tímidas, aunque han transcurrido meses desde que se vieron por última vez. Lo necesita. Pero no lo encuentra.
Recorre túneles oscuros, vías abiertas en la región desconocida donde merodean los espíritus hogareños, las almas de aquellos que al morir se quedaron anclados al mundo de los vivos por algo pendiente, algo que les impide descansar en paz.
Él es una criatura distinta, de naturaleza maligna, liberada por las circunstancias en aquel entorno inerte donde apenas puede dar rienda suelta a sus sanguinarios instintos. Y no está dispuesto a pasarse la eternidad vagando por esa red de galerías como una sombra de los vivos. Por eso escudriña en esa otra realidad a la que no pertenece, aquella poblada por corazones que todavía palpitan.
Busca al Viajero con ansiedad. Ha rastreado ya buena parte de la ciudad donde sabe que habita, París, surgiendo furtivamente desde la otra dimensión.
El ente avanza por esos corredores en tinieblas salpicados de tenues destellos, brillos que advierten de accesos al mundo de los vivos a través de espejos. Se aproxima a esas islas resplandecientes desde la zona oscura y se asoma al otro lado de aquellas fronteras de cristal enmarcado.
Espía. Atisba inofensivas escenas domésticas, habitaciones vacías, pasillos irregulares de viejas casas parisinas. De vez en cuando, travieso, interfiere en esa realidad de los vivos. Pero se reserva su auténtica capacidad de hacer daño. Necesita hallar al Viajero. Cuanto antes.
Abandona su posición frente a un espejo y retorna a la penumbra de la región de los fantasmas hogareños. Ninguno se cruza con él, le tienen miedo. Se ocultan a su paso.
Hacen bien.
El ente es un ser condenado que ha escapado de momento a su sentencia eterna. Alimenta odio y apetito. Constituye en sí mismo una prolongación del Mal, que llega desde tierras de oscuridad abisal de donde nadie vuelve.
Se detiene atraído por el siguiente resplandor que anuncia otro acceso al mundo de los vivos. Husmea, impaciente. Se aproxima hasta aquel nuevo espejo y se inclina sobre él, sus ojos perversos examinan el panorama al otro lado.
Y entonces lo ve. Distingue a su presa, lo reconoce cepillándose los dientes en el cuarto de baño al que comunica aquel cristal. Es el Viajero, sin duda. Por fin ha localizado su domicilio, por fin ha dado con él.
El ente esboza una sonrisa aviesa mientras sus miradas se cruzan a una distancia muy corta —el ser maligno casi percibe su aliento—, aunque el chico no se percata de nada; tan solo mira su propio reflejo en el espejo y, sin sospechar lo que acecha al otro lado, deposita el cepillo en un vaso y se enjuaga.
Se oye correr el agua del grifo, la vibración ronca de una cañería. La criatura demoníaca alarga un brazo, regodeándose en el encuentro, como si se dispusiese a acariciar el pelo del muchacho que ahora se inclina sobre el lavabo. El ente detiene su mano de dedos retorcidos, no atraviesa la plancha de vidrio que los separa; todavía no.
Prefiere esperar. Ahora ya no hay prisa.
Tras meses de búsqueda, puede aguardar unas horas…
El ente se relame. Finalmente, el Viajero va a ser suyo.