58

Pascal miró a los ojos a Michelle en cuanto se encontraron cara a cara. El chico, con aspecto muy cansado y dolorido, ocultaba tras la ropa los vendajes que Marcel había empleado el día anterior para curar sus heridas. De momento, el joven español había conseguido que sus padres no se percataran de lo sucedido, algo a lo que ayudaba la terrible situación de Dominique. Como imaginaban que Pascal lo estaba pasando mal, Fernando y su mujer preferían respetar sus ceñudos silencios hasta que fuese él quien mostrara indicios de querer hablar.

—Gracias por venir —musitó Pascal a la chica, inclinando su rostro para besarla con dulzura en la mejilla.

Los ojos del chico se habían posado un instante en los labios de ella al iniciar el saludo, dudando. En otras circunstancias, quizá ella habría girado el rostro uniendo sus labios. Pero no lo hizo; aquella visita obedecía a un motivo demasiado serio como para sucumbir a tentaciones… que tal vez empezaran a dejar de serlo, por doloroso que pudiera resultarle.

«Primero, aquella gratitud desvaída; luego, el beso casto, y ahora, esa fórmula educada tan absurda entre amigos. ¿La reserva de la timidez, o un reflejo de culpabilidad?», reflexionó Michelle desde la puerta, disimulando su propio dolor. Pero se conocían lo suficiente como para que Pascal pudiese intuir desde el primer momento que aquella no era una simple visita de cortesía. Los brillantes ojos de Michelle aparecían velados.

—Bueno, ¿me dejas pasar? —preguntó ella, sonriendo de forma titubeante.

—Claro.

Pascal le devolvía una sonrisa igual de insegura. Acabó rehuyendo su mirada. Sin necesidad de decir nada, ya se había abierto entre ellos un espacio fronterizo, una sima cuya profundidad Michelle se proponía sondear. Para eso había acudido. Determinadas cosas había que hablarlas frente a frente, por dolorosas que pudieran resultar.

—¿Cómo hemos quedado para ir a ver a Dominique? —quiso saber Pascal, mientras la conducía por el pasillo hasta su habitación.

—Dentro de una hora y media, en la puerta de la clínica.

—A ver si mejora…

—Ojalá.

Pascal comprobó, por la brevedad de aquellas respuestas, que el estado de su amigo tampoco estaba comprendido en el orden del día de aquel encuentro bilateral. Supo que algo había ocurrido durante su ausencia, algo que tal vez tuviera que ver con la falta de noticias de Beatrice y con el semblante inquisitivo que Michelle le mostraba desde su retorno del Más Allá. Tragó saliva.

El hecho de que ninguno quisiese contarle los detalles del final de Verger constituía otro indicio que no auguraba nada bueno. Aquella situación, ahora que Pascal estaba decidido a apostar por la relación con Michelle, suponía para él una auténtica tortura. Más que nunca, necesitaba una complicidad que no lograba percibir.

Jamás había sentido una distancia así entre ellos. ¿Habría interferido Beatrice de alguna manera mientras él no estaba, se habría delatado en el mundo de los vivos? Aquella idea le provocó tal pánico que la desechó de inmediato, aun a sabiendas de que, de ser así, Michelle no se cortaría a la hora de sacarla a colación. Pascal conocía el carácter resuelto de su amiga. En medio de su temerosa incertidumbre, dio por sentado que ella se disponía a decirle a las claras lo que ocurría, su punto de vista sobre la situación. El chico no se sentía con el suficiente aplomo como para dar el primer paso: demasiados remordimientos coartaban su determinación.

Se acomodaron en el cuarto; él, sentado sobre la cama; ella —muy erguida—, en la silla junto al escritorio. Nuevas distancias, nuevo mensaje a través de un lenguaje que no empleaba palabras, pero que llegó hasta él con el impacto de un proyectil.

—¿No están tus padres?

—Están trabajando —respondió Pascal.

Michelle asintió.

—Mejor así.

El chico no dijo nada, se mantuvo en silencio, a la expectativa, cada vez más nervioso. Notaba el sudor en sus manos y un dolor incipiente en el corazón. Su cabeza comenzó a dar vueltas, a revolver el pasado reciente, a detectar errores cometidos. Tenía miedo.

Sabía que podía perder lo que más quería. Aunque no siempre lo hubiese tenido claro; nada mejor que el riesgo de la pérdida para ver con claridad. Comprendió entonces que sus sentimientos por Beatrice no podían competir con la autenticidad de lo que le provocaba Michelle.

¿Demasiado tarde? Su cobardía le había conducido hasta aquella situación que ya no controlaba. Y es que no siempre sale rentable ganar tiempo.

Michelle, con gesto adusto, extendió un brazo y le tendió algo a Pascal, que, picado por la curiosidad, abrió su mano para recibirlo. Perplejo, descubrió entre sus dedos el talismán que supuestamente había perdido durante su forcejeo con el hogareño en el cuarto de baño de aquel domicilio.

Pascal, enarcando las cejas, abrió la boca y volvió a cerrarla, incapaz de concretar lo que decir. ¿Cómo había llegado la medalla a manos de su amiga? La explicación, por fuerza, tenía que implicarlo a él… y de una forma comprometedora.

Su curiosidad se iba a ver pronto satisfecha; Michelle comenzó a hablar. Y lo hizo aludiendo a toda la información que le faltaba a Pascal sobre el final de Verger, exceptuando lo relativo a la condición vampírica de Jules, algo que quiso dejar al afectado.

En cualquier caso, la aparición del nombre de Beatrice en medio de aquella narración obligó a Pascal a bajar los ojos, confundido y humillado por tener que pagar el justo precio de todas sus mentiras, infligiendo a la persona que más quería un daño tan cruel. A ella y a Beatrice, de cuya inocencia él también se había aprovechado. Una inocencia que, por lo que pudo comprobar, también había terminado por corromper en el espíritu errante, manchándolo de sangre inocente.

La pasión había protagonizado sobrecogedores crímenes a lo largo de la historia, y por lo visto continuaba haciéndolo.

Pascal, desbordado por la impactante información que se veía obligado a asumir, dejó que Michelle acabara de hablar antes de iniciar su confesión. Conocer la forma en que el espíritu errante se había sacrificado contra André Verger acentuó aún más su sentimiento de culpabilidad.

Todo era una locura. Una locura cuyo detonante principal era él.

Por enésima vez, Pascal se maldijo por no haber tenido el aplomo de hablar antes con ella, por haber cometido la estupidez de prolongar su doble juego. Pretender ganar tiempo, escapar de su responsabilidad, solo había supuesto una estrategia cobarde y deshonesta que había empeorado las cosas hasta un extremo inconcebible.

¿Podría arreglarse todavía? El rostro de su amiga reflejaba pocas esperanzas.

Pascal no pudo evitar las lágrimas, experimentando un dolor desconocido, que nacía como una ráfaga nerviosa, como un latigazo recóndito, desde lo más profundo de sus entrañas. Y pidió perdón.

—No te reconozco, Pascal —aquellas palabras se hundieron en el chico con la profundidad lacerante de una puñalada—. ¿Cómo has podido hacernos algo así?

El hecho de que Michelle incluyera a Beatrice entre las perjudicadas dejaba claro que consideraba al muchacho el único responsable. Y lo peor fue que él, en su fuero interno, estuvo de acuerdo con aquella acusación. Pascal se propuso terminar mostrando esa honestidad que había sido incapaz de exhibir durante todo aquel tiempo.

El Viajero se intentó excusar aludiendo a lo que ocurriera cuando Michelle aún no había ofrecido una respuesta clara a su petición, durante su rescate en el Más Allá. Buscaba su indulgencia. Se acercó a ella, se puso en cuclillas y le tomó una mano que ella cedió sin emoción.

—Yo te quiero, Michelle —ahora sí la miraba a los ojos—. Como no he querido a nadie.

Ella lo enfocó con sus pupilas enrojecidas, moviendo la cabeza hacia los lados.

—Pues tienes una forma muy extraña de demostrarlo, Pascal. ¿Ahora que no puedes continuar tu juego me pides perdón? ¿Cómo quieres que sepa cuáles son tus verdaderos sentimientos? —se quejó ella, destrozada—. En ningún momento te han impedido utilizarnos a las dos.

—No os he utilizado, Michelle. Yo…

—Tú qué.

Pascal se pasó una mano por la cara, desesperado ante la forma en que su proyecto más íntimo se iba precipitando hacia la nada.

—No sé, Michelle. No sé qué decir —tragó saliva—. ¿No basta decirte que te quiero?

Él levantó la mirada, anhelando un gesto piadoso de aquella chica a la que amaba como nunca se hubiera atrevido a imaginar.

—No lo sé —reconoció ella con voz rota—. Ahora todo ha cambiado. Me has estado mintiendo, Pascal. Has jugado conmigo, con las dos.

Michelle apartó su mano y se levantó.

—Debo irme —anunció—. Lo único que importa ahora es la vida de Dominique. ¿Nos vemos en el hospital?

Pascal se mantuvo apoyado en la silla que acababa de dejar vacía su amiga.

—Sí —murmuró vencido—. Allí nos vemos.

—Pascal —Michelle llegó hasta la puerta de la habitación y se volvió; él se giró hacia ella—. ¿Qué te daba Beatrice? ¿Qué te ofrecía ese fantasma que yo, estando viva, no podía ofrecerte?

Pascal se tomó unos segundos antes de contestar.

—Supongo… supongo que nada, en realidad —reconoció—. Todo aquello fue un espejismo, Michelle. Solo eso. Un espejismo que me deslumbró.

Ella frunció el ceño.

—Un espejismo que la ha condenado, ¿no? Y que a mí me ha roto el corazón.

Michelle abandonó la habitación. Pascal, con la cabeza apoyada en un brazo de la silla y los ojos cerrados, escuchó sus pisadas por el corredor, suspirando por que se detuvieran, por percibir un atisbo de clemencia en aquella despedida que flotaba en la atmósfera crispada de la casa.

—¡Yo no elegí ser el Viajero! —alcanzó a gritar él, hundido—. Todo me superó, eso es todo…

Su voz, convertida en un hilo moribundo, se perdió en un susurro.

Michelle se había detenido un instante, sí, antes de salir del piso. El suave golpeteo de sus zapatillas había cesado, algo que no pasó inadvertido para Pascal.

La chica había llegado a escuchar la doliente lamentación de su amigo mientras se secaba unas lágrimas que resbalaban por su mejilla.

Instantes después, el sonido seco de un portazo comunicó a Pascal que, ahora sí, se acababa de quedar solo.

Muy solo.

s

Se habían reunido en el local de la Vieja Daphne, dado que el palacio de Le Marais se encontraba tomado por la policía, que investigaba la muerte de la detective Betancourt. Por duras que fuesen las circunstancias, no podían permitirse ni el más leve descuido, y una inspección policial podía resultar, cuando menos, muy incómoda. Al menos, el dolor por Marguerite quedaba mitigado por el éxito obtenido en el enfrentamiento contra el ente demoníaco, lo que ayudaba a recuperar un estado de ánimo contaminado aún por otras lacerantes incógnitas: Dominique y Jules, cada uno envuelto en su propia batalla. El primero contra la muerte, el segundo contra la no-muerte.

Allí estaban los supervivientes, sentados, contemplando en silencio los movimientos de la anfitriona. El grupo de los conocedores del secreto de la Puerta Oscura, excepto Dominique, se había vuelto a reunir, sin transición, apenas veinticuatro horas después del retorno de Pascal. Todos, incluido Jules.

El joven gótico presentaba un aspecto macilento. Ojeroso, con las mejillas consumidas y con una piel de blancura casi transparente, mantenía su mirada clavada en el suelo, como sintiéndose culpable por la inexorable condición vampírica que ahora lo situaba en el punto de mira de todos sus amigos. Su tradicional delgadez se había acentuado, y su figura de huesos marcados no hacía más que removerse mientras aguardaba, no sabía si una propuesta o un veredicto. Al menos, la penumbra de aquella estancia le hacía más fácil la espera.

—¿Qué tal en el palacio? —indagó la bruja, mirando al forense.

—Va bien. El hecho de contar ya con el cadáver del asesino de Marguerite ha reducido mucho los movimientos policiales. Si tienen carnaza, no incordiarán mucho.

Daphne asintió.

—Con el cuerpo del culpable será fácil contentarlos y que no hagan demasiadas preguntas.

—Las harán, de todos modos —repuso Marcel—. Que acaben con un policía siempre despierta un desmesurado corporativismo. Pero tengo las respuestas oportunas. Son demasiados años trabajando con ellos. Juego en casa.

—Sabes que no nos llevábamos precisamente bien —la vidente movía la cabeza hacia los lados—, pero debo reconocer que Betancourt era una profesional muy valiente y honesta. Por eso su pérdida es irreparable.

—A pesar de su mala reputación entre algunos de sus compañeros, me encargaré de que quede claro que la suya fue una intervención heroica —el forense apretaba los labios de indignación—. Aunque de poco sirven los homenajes postumos.

—Lo único que deja ella en este mundo es su recuerdo —estimó la vidente—. Por eso es importante ayudar a que sea el mejor posible.

—Supongo que tienes razón.

Volvió a imponerse un silencio.

—¿Dominique? —Daphne iba tratando cada una de las prioridades antes de abordar el tema principal que motivaba aquella reunión.

Pascal debía responder a esa cuestión; era el último que lo había visitado en el hospital. No obstante, tardó en contestar. Su mente no se apartaba de Michelle, con quien apenas había cruzado palabra desde su conversación horas antes, lo que había contrastado especialmente con la cálida acogida que los demás seguían ofreciéndole tras su retorno del Más Allá. ¿Se habrían dado cuenta los demás?

—¿Qué sabemos de Dominique, Viajero? —insistió Daphne, cortando las reflexiones del muchacho.

Pascal despertó de su inquieta ensoñación con dificultad.

—Sin… sin novedades —titubeó muy serio—. No mejora, pero tampoco empeora.

Jules alzó entonces sus enfebrecidos ojos hacia él, consciente de que era el único que no estaba al corriente de lo que sufría. Todos aguardaban, respetando su derecho a ser quien se lo comunicara a su amigo, y no era cuestión de prolongarlo más.

—Pascal —comenzó con voz ronca—, estoy enfermo.

Aquella repentina declaración dejó al aludido perplejo, no tanto por su contenido como por la solemnidad con la que Jules se acababa de expresar.

—Ya lo sé —contestó, sin alcanzar a imaginar lo que se le avecinaba—. Lo sabemos todos, no consigues superar ese cansancio crónico. Pero no te preocupes, buscaremos algún médico que…

—Lo mío no tiene cura —cortó el otro, decidido a no andarse con tapujos—. No es una enfermedad de los vivos.

Nadie más intervenía. Ahora, el rostro de Pascal había pasado a mostrar un asombro petrificado.

—¿Qué has dicho?

—Varney —Jules había retomado la mirada vencida, sus pupilas se centraban en un punto perdido del suelo—. Me mordió. Hace meses que me estoy convirtiendo en un… vampiro.

La reacción de Pascal fue inmediata, tajante.

—Eso es imposible.

Pascal se negaba a contemplar aquella absurda posibilidad. Su mente no estaba preparada para asumir nuevas pérdidas, y mucho menos de aquella turbia naturaleza.

Jules señalaba con uno de sus brazos a espaldas del Viajero. El Viajero obedeció la indicación y se giró para encontrarse, al fondo, con un espejo de medianas dimensiones colgado en la pared, sobre un aparador de madera oscura. Lo de menos fueron el cristal, el marco, la escena. Ni siquiera importó el murmullo que detectó en los demás.

Lo impactante, lo trágico, era la imagen duplicada que aquel vidrio contenía en su interior. Pascal pudo verse a sí mismo mirándose absorto, y a los demás… menos a Jules. A través del reflejo se cruzó con las miradas de todos, incluso durante un fugaz instante con la de Michelle —hermética, quizá incapaz de ocultar todo resquicio de dolor, como debía de ser su intención—, pero no con la de Jules.

Y es que su amigo gótico no se reflejaba en el espejo, su asiento en aquella estancia se veía vacío.

Incluso él conocía la única explicación a aquel fenómeno antinatural.

Pascal no supo qué decir, cómo reaccionar. Por fortuna, Michelle intervino, movida por su camaradería gótica:

—Daphne, ¿seguro que no hay ningún remedio o antídoto, algo a lo que podamos recurrir sin necesidad de…?

No terminó de formular su interrogante, aunque todos visualizaron en sus mentes el último recurso que pretendían evitar: un terrible ritual antivampírico que sí podía librar a Jules de su pesadilla, pero arrebatándole la vida al mismo tiempo.

—No lo hay a estas alturas —reconocía la vidente evitando mirar a Jules, esforzándose sin éxito por contemplar la situación desde una perspectiva neutra, abstracta, que eludiese la punzante personificación del problema—. La infección por mordedura afecta al instante a todo el torrente sanguíneo, aunque la corrupción siga un proceso lento en caso de heridas superficiales. Haría falta una transfusión completa de sangre compatible con la de Jules al cien por cien, una transfusión que permitiera vaciarle de sus cinco litros contaminados antes de que la transformación se haya completado. Además —añadió, apurando sus últimos resquicios de firmeza en la voz—, ni siquiera eso garantizaría nada, pues sus donantes tampoco ofrecerían una sangre lo suficientemente fuerte, rica, como para desinfectar por completo el germen del Mal alojado en sus venas y arterias.

—Una contaminación —terminó Marcel, taciturno pero consciente de que no había lugar para la delicadeza en un asunto tan grave— que ya debe de estar corrompiendo tu corazón, Jules, el último estadio antes de la transformación completa. Lo siento.

El chico no alzaba la cabeza. No escuchaba nada que le sorprendiese, en cualquier caso.

Nadie intervenía, casi podía percibirse el eco de las últimas palabras del Guardián, que bajo su tono comedido ocultaban una cruda sentencia para el joven gótico. Palabras que lo desahuciaban, que descartaban cualquier salida que no pasara por una precipitada ejecución.

Daphne acababa de hacer alusión a la fortaleza de la sangre, lo que hizo concebir a Pascal una extraña idea. Se apresuró a compartirla con los demás, aquel círculo de rostros cenicientos y en cierto modo avergonzados —era inevitable sentirse culpable ante la imposibilidad de ayudar a un amigo cuya vida languidecía frente a ellos—, aterrado ante la posibilidad de que concluyeran con el temido dictamen que todos procuraban esquivar.

—¿Y mi sangre? —preguntó—. Soy el Viajero, así que es posible que con una cantidad menor…

Daphne suavizó su semblante, enternecida ante aquel gesto tan generoso.

—No te equivocas al suponer que la sangre de un Viajero es muy poderosa —confirmó la vidente—. Pero Jules requiere una cantidad que tú, en este mundo, no puedes permitirte entregar. Además, la compatibilidad del fluido exige que entre donante y receptor exista un vínculo de consanguinidad, de parentesco. La amistad no es suficiente.

Un nuevo hallazgo para ellos. La amistad no siempre basta.

Edouard había asentido, con el mismo convencimiento con el que Marcel apoyaba la valoración de la bruja.

Nuevo jarro de agua fría para las esperanzas de aquel grupo formado por los conocedores de la Puerta Oscura.

Mathieu, por su parte, se sentía incapaz, a pesar de sus esfuerzos, de aportar alguna solución. Su ignorancia en torno a aquellos asuntos era completa, salvo lo que pudiera extraerse de las leyendas y la mitología. Rastreaba en sus conocimientos, pero no hallaba nada que pudiese arrojar algo de luz al nebuloso horizonte que se cernía sobre el gótico a cada segundo.

—¿Entonces? —Michelle acababa de hablar, alzando una mirada desafiante—. ¿Qué nos queda? Yo no pienso abandonar a Jules a su suerte.

El propio aludido se irguió en su asiento, arrastrado por su desesperación a sacar a colación un último recurso.

—¿Entonces la sangre de un Viajero es fuerte? —quiso comprobar, y una mueca enigmática se abrió paso entre su desolación.

Daphne repitió lo que ya había señalado:

—Sí, mucho. Pero…

Jules resopló, preparando su último planteamiento.

—Nunca hemos hablado de ello, pero… —se detuvo, ganando tiempo para reorganizar su ideas—. Mi bisabuela Lena…

Aquel nombre resucitó en sus oyentes el recuerdo del desván de los Marceaux, de las buhardillas de la casa de Jules donde había permanecido durante más de un siglo el arcón que ocultaba la Puerta Oscura. Todos estaban al corriente del modo accidental en que Pascal se había convertido en el Viajero meses atrás, lo que implicaba a su vez conocer el contenido del baúl en el que se había introducido la medianoche de Halloween: ropas de Lena Lambert, bisabuela de Jules.

—Ella desapareció la noche del treinta y uno de octubre de mil novecientos siete —recordó el joven gótico, en un tono prudente, como si estuviese pidiendo permiso por atreverse a sacar aquel asunto a colación—. Jamás volvió a dar señales de vida. Por lo visto solía discutir mucho con mi bisabuelo, así que la familia Marceaux creyó que, harta, Lena había decidido fugarse con algún antiguo novio y establecerse en otro país para empezar de nuevo. En aquella época, aquello suponía un escándalo, una vergüenza —aclaró Jules—, porque era una mujer casada que abandonaba a su marido y a sus hijos. Por eso, muy ofendidos, mis ascendientes prefirieron ocultar el asunto en vez de dedicarse a buscarla.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Mathieu al fin, intrigado ante aquella información.

Marcel y Daphne aprovecharon aquella pausa para mirarse brevemente, delatando una complicidad que no pasó inadvertida para Pascal. Este también había reflexionado más de una vez sobre la desaparición de aquella mujer.

Jules continuó su discurso.

—Mi bisabuela desapareció durante la noche del treinta y uno de octubre. Y lo más extraño de todo es que no se llevó dinero, ni documentación… ni nada.

Mathieu asintió.

—Estás insinuando que ella…

—Que ella desapareció durante la medianoche de Halloween, justo cien años antes de que la Puerta Oscura se abriera para Pascal —tradujo Michelle—. Es decir, coincidiendo con la anterior apertura de ese umbral, ¿no?

Ella miraba a Daphne, que hizo un gesto afirmativo.

—O sea, que Lena Lambert pudo convertirse en la anterior Viajera —interpretó Edouard para Mathieu, captando el hilo deductivo—. Lo cual encaja, si es que no pudo regresar, con el hecho de que no consta que en el siglo XX haya habido Viajero. Hasta ahora se consideraba que fue una apertura desperdiciada.

—Tal vez nos precipitamos al juzgar la ausencia de huellas —asumió Marcel—. El maestro que me adiestró como Guardián siempre dio por sentado que el último Viajero había sido el que accedió a la Puerta en mil ochocientos siete, que supongo sería lo que a él le transmitió el anterior Guardián. En cualquier caso, si hubo Viajero en la apertura de mil novecientos siete, lo que sí está claro es que no regresó al mundo de los vivos.

—¿Se quedó en el Mundo de los Muertos? —cuestionó Pascal, escéptico.

El asombro se había instalado en los rostros de todos.

Jules, cuya desesperación había terminado por imponerse a la timidez que le provocaba exponer ante sus amigos la loca idea que le rondaba por la cabeza, se preparó para confesar aquel último recurso que vinculaba a su ascendiente. Tomó aliento.

Ya se disponía a pronunciar la primera palabra cuando el sonido rítmico de un móvil perturbó la calma del local. Varios de los presentes se inclinaron hacia sus propios teléfonos, esquivando de forma inconsciente la convicción de que sonaba el único aparato cuyo aviso temían: el designado para las comunicaciones sobre la evolución de Dominique.

Nada más se oía en el local aparte de sus zumbidos, ni siquiera latidos o respiraciones.

Nadie se movía.

Los timbrazos continuaban, con su insidiosa insistencia.

Alguien, incapaz de soportar aquella incertidumbre estridente, reunió la determinación suficiente como para contestar: Michelle.

Una voz apagada, al otro lado de la línea, comenzó a pronunciar palabras que llegaban flotando con una cadencia fúnebre.

Hacía media hora que Dominique había sufrido una nueva parada cardiorrespiratoria. Y hacía solo dos minutos que el equipo médico, exhausto, había renunciado a continuar.

Habían tapado su rostro con la sábana, comunicaba la misma voz impresionada, incrédula. Pronto, el lecho donde se había debatido entre la vida y la muerte quedaría vacío.

Dominique había muerto.

Iniciaba así su viaje definitivo, descubriendo a sus amigos el dolor de no haber podido acompañarle en los últimos instantes. Su último trayecto… al menos en el mundo de los vivos.

Pascal supo sin ningún género de duda que iba a volver muy pronto al Mundo de los Muertos. Necesitaba despedirse de Dominique. Se lo debía.

Tenían, por tanto, una cita pendiente más allá de la vida.

Para la amistad no existían fronteras.