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Las ratas, haciendo gala de su inteligencia depredadora, no habían tardado en encontrar otros cauces —cañerías, conductos de aire acondicionado, ventanas abiertas de algún apartamento vacío— para acceder al interior del edificio donde todavía se guarecían Marcel y Edouard junto al resto de vecinos que procuraban protegerse de la invasión.

Seguían oyéndose gritos horrorizados, carreras y el golpeteo minucioso y veloz de patas diminutas. Nadie había acudido aún a socorrerlos, tal vez un indicio del escepticismo con el que se había ido recogiendo el aviso de aquella plaga inaudita. No obstante, las llamadas pidiendo auxilio se multiplicaban, por lo que era previsible que en muy pocos minutos apareciesen las fuerzas del orden.

Resultaba increíble lo que estaba sucediendo, pero se trataba de algo real, como podían atestiguar muy bien todos los afectados. A aquellas alturas, ese tramo de la manzana estaba literalmente sitiado por las ratas, un torrente gris desde el que se alzaba el agudo rumor de sus chillidos.

Los frenéticos roedores estaban mostrando un comportamiento extraño a los ojos de las personas que residían en el edificio: no alteraban su determinación en ningún caso, no se arredraban ante la presencia humana ni se detenían en los diferentes espacios que recorrían.

Tanto el Guardián de la Puerta como el joven médium, sin embargo, no exteriorizaron, ante aquel fenómeno inexplicable, ninguna sorpresa en sus gestos crispados y sudorosos. Eran muy conscientes de que todo ese despliegue animal perseguía un solo objetivo: devorarlos.

Por eso no se tomaban ni un respiro en su labor de aplastar a todas las ratas que iban llegando hasta ellos, al igual que hacían los pocos hombres y mujeres que se habían atrevido a bajar hasta el recibidor de la casa.

El problema radicaba en que, a cada segundo, el número de roedores aumentaba. Pronto no podrían hacerles frente. Ya el suelo que pisaban se había convertido en una agitada alfombra de cuerpecillos peludos sobre la que ellos se desplazaban con sumo cuidado, conteniendo las arcadas al sentir cómo aplastaban roedores a cada paso.

Ni Edouard ni el forense imaginaban una muerte más dolorosa y repugnante que ser devorados por aquellos animales. Ambos, incluso en aquellas acuciantes circunstancias, pensaban sin embargo en Pascal, en el Viajero. Y en el resto de aliados que aguardaban en el palacio de Le Marais.

Había en juego mucho más que sus vidas.

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El ente se iba aproximando a Pascal mostrando una retorcida sonrisa. Sabía que su adversario agotaba sus últimas fuerzas, y se regodeaba en aquella espera silenciosa, calculada, anhelando tener entre sus dedos aquel corazón caliente. Pronto podría sentir su humedad tibia y esponjosa, cuando lo hubiese arrancado de ese pecho joven para depositarlo en el altar de la ceremonia que le permitiría abandonar aquella dimensión y acceder físicamente al mundo de los vivos. Muy pronto.

Marc dio un paso más y enseñó sus enormes dientes al Viajero. La daga que frenaba sus movimientos volvía a perder vigor ante él, se alzaba ahora a menor altura, como los propios ojos de Pascal. La bruma maligna, alrededor de ellos, se espesaba presagiando el momento en que el Viajero caería por fin en manos del ente. Nada se veía a pocos metros, los columpios y los juguetones perfiles de los niños habían sido engullidos por la compacta niebla.

Marc se aproximó un poco más, su rostro animal se percibía con mayor nitidez. El poder tenebroso que emanaba de aquella criatura acariciaba a Pascal como una brisa infecta, lo asfixiaba. La hoja de su daga había comenzado a tambalearse, y poco a poco acentuaba su inclinación en un gesto de rendición.

Ni siquiera el flujo energético que circulaba por su arma lograba resucitar en el Viajero el aplomo suficiente. Aun así, mostrando una resistencia casi sobrehumana, Pascal se empeñaba en mantener la daga lo más enhiesta posible; mientras quedase un ápice de fuerza en su interior, persistiría en su actitud rebelde. No se sometería.

—¡Pascal!

Aquella inesperada llamada llegó hasta ellos amortiguada por la consistencia ingrávida de la niebla. El Viajero reconoció aquella voz. Se trataba del suicida.

«Mal momento escoge Ralph», pensó Pascal sin interrumpir el pulso visual con su enemigo.

—¿Dónde estás? —insistía el suicida, moviéndose por las inmediaciones—. ¡Por favor, oriéntame!

A pesar de que la aparición de aquel chico no mejoraba mucho el panorama, lo cierto es que disminuyó la sensación de soledad que se filtraba en el cuerpo de Pascal junto con el tacto gélido de la bruma. Por lo pronto, la daga recuperó —al menos por unos minutos— algo de empuje. La mirada de Marc, percatándose de ello, se afiló.

—¡Pascal!

Sonaba cada vez más cerca. ¿Debía responder? El Viajero dudó, planteándose si hacerlo equivalía a conducir a Ralph a manos del ente demoníaco. Por fin decidió que aquel espíritu generoso no figuraba entre los intereses de Marc, así que delató su posición con un débil grito. Y es que ni siquiera albergaba impulso suficiente para ello.

Enseguida una figura —Augustin había retornado a su enclave doméstico— fue tomando forma a medida que se aproximaba, hasta que adquirió la nitidez necesaria como para ser reconocible. Pascal, incluso en medio de aquellas circunstancias, agradeció el sencillo apoyo de su aparición.

—Bienvenido —murmuró el ente desde su lugar, con la voz deformada por sus fauces, en un tono hambriento que parecía invitar al recién llegado a convertirse en una víctima más.

Ralph, más tranquilo al comprobar que llegaba a tiempo, dio un respingo al ubicar al monstruo y percatarse de su repulsiva transformación. Incapaz de soportar la imagen de su cabeza deforme, se apretó contra Pascal. Ya se disponía a ponerle al corriente de lo que quizá acababa de provocar, cuando una rotunda pesadez surgió de improviso en el aire, atenazó sus sienes y empezó a incrustarse en el ambiente. Un silencio solemne, distinto al que había dominado la escena hasta el momento, barrió la zona aniquilando los escasos sonidos existentes.

Marc había abierto mucho los ojos, exhibiendo un repentino temor.

—Alma débil —increpó a Ralph, escrutando las volutas de bruma a su alrededor—. ¿Qué has traído contigo?

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Todos los vecinos habían huido despavoridos hacia el refugio de sus pisos, ante la incontenible marea de ratas que ya había logrado alcanzar el vestíbulo.

—¡Vengan! —les gritaba a una distancia prudencial el inquilino de uno de los apartamentos de la primera planta, asomado a la escalera—. ¡Pónganse a salvo en mi casa, se están jugando la vida!

El miedo de Marcel, que se revolvía junto a Edouard para quitarse roedores de encima mientras lanzaba estocadas con su katana, era aceptar la invitación y condenar a aquella familia a su misma suerte. Estaba a punto de decidirlo cuando, de repente, el fragor agudo de los chillidos animales se apagó y sus movimientos se paralizaron.

Silencio. Miles de ojillos que no pestañeaban. Ausencia absoluta de movimiento en toda la casa, en los alrededores, en la calle.

En décimas de segundo, aquella escena frenética y ensordecedora en que se veían envueltos Marcel y Edouard se acababa de convertir en una imagen detenida y muda, en una foto, en una espeluznante galería de algún museo de los horrores.

El Guardián y el joven médium, impactados ante ese fenómeno, no se atrevían a moverse por miedo a romper el aparente encantamiento que había provocado aquel misterioso ensimismamiento en los animales.

Las pocas ratas que todavía permanecían agarradas a las ropas de ellos se soltaron y cayeron al suelo, donde se mantuvieron en la misma actitud expectante de las demás.

Transcurrieron los segundos. Los vecinos del edificio, que también percibían la extraña atmósfera que se había impuesto, no osaban profanar aquella calma y continuaban en sus posiciones sin emitir ningún ruido.

Al fin, los ejemplares dominantes de la plaga parecieron ir despertando progresivamente de su atontamiento, pero solo lo hicieron para, mitigada su actitud agresiva y hambrienta, desaparecer por los mismos caminos intrincados por los que habían llegado. Todas las demás ratas obedecieron la misma estrategia, y muy pronto el vestíbulo de la casa se veía libre de aquella amenaza, todavía con el sonido de fondo de diminutas patas recorriendo cañerías y todo tipo de vías.

Fue entonces cuando les alcanzó el sonido estridente de unas sirenas. Llegaba la policía.

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Ralph no había respondido a la interpelación del ente, encogido de miedo tras Pascal. Aunque aún no era posible detectar nada extraño alrededor de ellos, un sexto sentido les advertía de que no estaban tan solos como antes. Algo más acudía a aquel enfrentamiento en el parque infantil. Algo cuya marcha grave e implacable iba provocando una quietud en todos los seres que habitaban allí, en todas esas almas hogareñas que se encogían ahora, ocultas en lo más recóndito de las fisuras que, dentro de los edificios, se abrían como heridas entre dimensiones.

No quedaba nadie más en el exterior de aquel París. Toda vida o muerte habían desaparecido de la faz de ese paisaje urbano paralizado. Imbuidos de su propio conflicto, el Viajero y Marc se habían percatado demasiado tarde de la amenaza que se cernía sobre ellos.

Algo se aproximaba, sí. Y lo hacía desde todas las direcciones al mismo tiempo, con el avance imponente de un inminente huracán cuando va sumiendo en sombras el horizonte.

También entonces, justo antes de ese estallido virulento en la atmósfera, la naturaleza concedía unos últimos instantes de calma; la antesala del desastre.

La daga de Pascal emitió un repentino zumbido y su resplandor verdoso adquirió una tonalidad intensa que tiñó el brazo con el que la sujetaba. La propia fuerza de su impulso magnético sorprendió al Viajero, que, conteniendo a duras penas la desbocada energía de aquella arma, dejó de vigilar los movimientos crispados del ente demoníaco y enfocó con sus pupilas extenuadas al suicida.

—¿Qué has hecho, Ralph? —le susurró, inquieto ante el efecto de la daga, girando sobre sí mismo con ella en ristre—. ¿De dónde vienes? Necesito saber a qué nos enfrentamos.

El suicida bajó los ojos, planteándose por primera vez si habría hecho bien, si su estrategia no iba a resultar al final más arriesgada que el mismo enfrentamiento directo con el ente que pretendía evitar.

El Viajero notaba cómo los propios latidos retumbaban en sus oídos y la respiración se le hacía insuficiente para llenar los pulmones. Incluso aquella niebla que había mantenido su consistencia de esencia maligna parecía ir en aquellos instantes disipándose, agostándose ante la potente solidez de lo que se avecinaba, una poderosa energía que ya se cernía a su alrededor, con pisadas que retumbaban en el cielo de roca abovedada.

—Contesta, Ralph.

La voz del Viajero brotó quebradiza.

Marc, sin abandonar su actitud vigilante, se había alejado unos metros de su rival y ahora deambulaba por las proximidades, amparado en los últimos resquicios de bruma. En su deformado rostro podía leerse una alarma muy concreta: ya sabía a lo que se enfrentaban, y ahora se movía con el inquieto vaivén de un animal enjaulado. Incluso, ante la dimensión abrumadora de aquel peligro, parecía haberse olvidado de sus víctimas. El instinto de supervivencia se había activado y husmeaba en el aire viejo.

—He… he llamado a los centinelas —reconoció por fin el joven suicida, titubeando.

Pascal abrió mucho los ojos, consciente de que Ralph, al no estar donde le correspondía, se jugaba mucho con aquella sorprendente iniciativa.

Sin embargo, el Viajero no tuvo tiempo de decir nada. Coincidiendo con la confesión del suicida, la niebla había terminado de disiparse en torno al recinto y comenzaron a atisbar unas imponentes siluetas que confirmaron sus palabras.

Ya estaban allí. Por todos lados, con el brillo metálico de sus corazas, con las bruñidas facciones de sus máscaras fieras de ojos vacíos, con su porte marcial y silencioso. Impávidas en su vigilancia, las figuras graves, solemnes, de los centinelas. Aquellos cuerpos robustos que superaban los dos metros de altura, cuyas manos enguantadas atenazaban alabardas de plata. Nunca nadie había logrado verlos desplazarse. Sus movimientos solo podían intuirse, su visión resultaba siempre tardía para el fugitivo. Alcanzar a distinguirlos suponía siempre el final.

Marc soltó un bufido. Se encorvó como una fiera, con el pelo erizado, la boca muy abierta mostrando los colmillos y las manos convertidas en garras de uñas afiladas que blandía en el aire. De un salto se lanzó contra el Viajero, en una maniobra desesperada cuya finalidad consistía en hacerse con un rehén que le permitiera una huida hacia la oscuridad.

Pascal apenas tuvo tiempo de reaccionar. No obstante, el vigor que su daga transmitía a su cuerpo, en conjunción con el primitivo metal que compartía con las armas de los centinelas, le hizo recuperar sus reflejos y logró alzar el arma en el preciso momento en que Marc lo alcanzaba. Pascal no lo pensó, estiró el brazo propinando una potente estocada al sentir sobre su rostro el fétido aliento del ente demoníaco.

Saltó un chispazo y la hoja resplandeciente de la daga atravesó la piel muerta de Marc a la altura del pecho. Una hedionda sustancia salpicó la cara y la ropa de Pascal mientras el filo del arma se hundía en aquel cuerpo muerto provocando en Marc un inmenso dolor. Esta vez, de la boca monstruosa de aquella criatura condenada salió un aullido. El ente, separándose con lentitud de esa hoja que lo atravesaba, que lo abrasaba, comenzó a arrastrarse hacia la única zona de bruma que aún quedaba, buscando el resguardo de la oscuridad.

Ni Pascal ni Ralph osaron intervenir ante aquel panorama que se precipitaba hacia un final inevitable y siniestro. La tragedia estaba servida, y, por una vez, se alegraron de asistir a su llegada. El convidado a ella merecía su condena.

Conforme el ente malherido se iba alejando, el Viajero y su compañero observaban espantados cómo el círculo de centinelas iba estrechándose alrededor de él, sus cuerpos fornidos parecían ir deslizándose sin dar un solo paso, se mimetizaban con la niebla, con el aire, con el escenario de aquella noche perenne, sin emitir un solo ruido. Envolvieron a su presa con su resplandor espectral, y una telaraña verdosa lo fue cubriendo. El ente, sintiendo aquel destello mortecino que lamía su espalda, volvió a emitir nuevos chillidos, cuya resonancia fue amortiguándose mientras era sepultado por esa luz que emanaba de las armas de sus captores y que se adhería a su cuerpo inerte. Su carne se consumía ante aquel contacto corrosivo.

La bruma comenzó a alzarse de nuevo, e impidió a Pascal seguir contemplando la pavorosa escena que se estaba desarrollando. Los gemidos de Marc se apagaron por fin, y cuando la niebla comenzó a levantarse, ya no quedaba ni rastro del ente demoníaco ni de los centinelas.

Ralph suspiró a su espalda, aunque demasiado pronto. Tras él, enseguida comprobaron que volvían a erguirse las familiares siluetas de dos de aquellas solemnes entidades consagradas a la vigilancia de los pasos entre regiones del Mundo de los Muertos. Los centinelas volvían. No habían terminado su trabajo.

Surgían de entre la nada. Cada vez más próximos, envueltos en su aura ancestral.

Acudían a por el suicida que había profanado el sector de los fantasmas hogareños, infringiendo la norma de su permanencia en las cuevas.

Ralph abrió mucho los ojos y, encogido de miedo, se volvió hacia el Viajero con un gesto que imploraba ayuda.

Pascal supo que no podía permitirlo. No se lo llevarían. El final del ente demoníaco se debía en buena medida a la sacrificada maniobra de aquel chico, así que no estaba dispuesto a dejar que le ocurriera nada malo. Al menos no se quedaría de brazos cruzados mientras se lo llevaban.

Recordó cómo el reconocimiento de su propia arma por parte de los centinelas les había permitido meses atrás vencer su resistencia y acceder a la Tierra de la Espera.

Aquel par de cazadores, erguidos con la misma solemnidad enigmática de los moáis de la isla de Pascua, habían vuelto a avanzar sin que ellos lo percibiesen. El fulgor verdoso empezaba a intensificarse entre aquellos seres, un inquietante aviso de lo que se avecinaba.

Pascal no esperó más y alzó su daga desnuda por encima de la cabeza mientras se interponía en el avance de los centinelas. Como en aquella otra ocasión que el Viajero recordaba, se produjo un centelleo cuyo resplandor enlazó el arma del muchacho con las de los lúgubres cancerberos del Más Allá, provocando el inmediato efecto de una sensación de parálisis.

—¡Soy el Viajero, el suicida está conmigo! —gritó a la intemperie, sobre la que ahora se abatía un aire tormentoso que acababa de concentrarse en aquella zona.

Silencio en los recién llegados. Sus miradas inertes desde las pequeñas aberturas en sus yelmos metalizados, a pocos metros de ellos, mantenían la misma serenidad con la que aquellas manos protegidas con guanteletes de hierro apresaban sus armas.

Ralph, cobijado tras Pascal, aguardaba.

—¡El suicida regresará a su cueva! —comunicó Pascal, con ánimo de apaciguarlos—. ¡Dejadnos ir!

Nuevos minutos de quietud transcurrieron, minutos que se hicieron muy largos, eternos. ¿Cómo acabaría aquello?

Pasó más tiempo. Todavía más.

Ni Pascal ni Ralph movían un solo músculo, por miedo a desatar alguna reacción en los centinelas. Tampoco ellos avanzaban.

El Viajero comenzó a sentir calambres en los brazos. Aún mantenía la daga sobre él, apuntando al cielo negro. ¿Hasta cuándo?

Fue tras un simple pestañeo. Pero Pascal se dio cuenta, incrédulo. Los centinelas se encontraban ahora imperceptiblemente más lejos.

Lo habría jurado. Entrecerró los ojos.

Volvió a notarlo, esta vez con mayor convicción.

Increíble.

Los centinelas se estaban yendo. Se difuminaban en la niebla.

Sintió unas irreprimibles ganas de llorar.