Pascal se apartó espantado de aquellos nuevos seres que habían surgido como hienas ante los vestigios de su sangre y que se arremolinaban ante cualquier resto que pudieran encontrar. No le atacaron.
Sin embargo, los dientes del niño que seguía encaramado sobre su espalda sí volvieron a hincarse cerca de su clavícula, arrancándole un nuevo grito de dolor. Otras dos criaturas infantiles aparecieron corriendo entre la niebla y se abalanzaron sobre él en el momento en que intentaba quitarse de encima al primero, logrando desequilibrarlo y tirarlo al suelo. En ese instante, más niños monstruosos, con cabezas hinchadas, ojos inyectados en sangre y rostros deformes, se materializaron a su alrededor con sus pequeñas bocas dentadas y comenzaron a hostigarlo.
Pascal, tumbado bajo la niebla, apenas lograba mantener empuñada su daga mientras aquellos niños masacraban a mordiscos todo su cuerpo. Aullaba de dolor, la ropa se le iba haciendo jirones y él no conseguía el espacio suficiente como para hacer uso de su arma. Se cubría la cara con los brazos, que empezaban a mostrar heridas abiertas.
Pensó, retorciéndose por las dentelladas, que todo se acababa. Una horrible muerte, devorado vivo —y solo— por aquellos seres de ultratumba.
De su garganta ya no salían más que afónicos gemidos, y su figura había desaparecido bajo la turba de pequeños engendros que se apiñaban sobre él, anhelando un trozo de su carne.
En ese momento, todavía alcanzó a oír una voz familiar: alguien gritaba su nombre y —pudo comprobarlo cuando logró girarse hacia aquel esperanzador sonido— lo señalaba. Eran Marcel y Edouard, que llegaban corriendo desde la calle. La concentrada intermediación del joven médium le permitía verlos desde la dimensión en la que se hallaba, aunque en un principio no dio crédito a aquella imagen; supuso que su mente, intuyendo la agonía que se avecinaba, le jugaba una mala pasada. ¿Deliraba?
Pero aquello era real. Sus ojos llorosos observaron cómo el joven médium atrapaba la katana de manos del Guardián y, enarbolándola, se lanzaba sobre aquella manada de niños aberrantes, dispersándolos gracias a la especial aleación de la plata con que se había forjado. Varios de aquellos pequeños monstruos fueron alcanzados por su filo y, aullando, cayeron inertes.
Ralph había logrado contar con el apoyo de un hogareño —el de los ojos verdes, llamado Augustin— que, separándose del resto que continuaba intentando frenar a los espíritus colaboradores de Marc con su barrera insolente de cuerpos, lo había acompañado hasta la puerta del edificio. Procurando no llamar la atención, los dos habían caminado a través de ese vestíbulo en el que ninguno de aquellos fantasmas enfrentados se decidía a tomar la iniciativa por temor a desencadenar un encarnizado combate. Un combate que habría resultado inconcebible hasta hacía muy poco tiempo. Y es que, en el fondo, los fantasmas hogareños no estaban acostumbrados a contaminar su existencia lánguida con el germen de la violencia, a mancillar su sombría espera con otro ingrediente que no fuera la resignación. El ente demoníaco había adulterado, de alguna oscura manera, la esencia de un pequeño grupo de ellos y amenazado a los demás si se atrevían a intervenir a la llegada del Viajero; pero, sin la presencia activa del condenado, incluso sus más fieles seguidores terminaban viéndose liberados del hipnótico poder que los había engañado, y perdían empuje. Ahora, frente a sus compañeros rebeldes —de pronto enemigos—, se miraban entre sí, titubeantes.
Ralph, impaciente, quiso salir a la calle. No quería abusar de la suerte y, en cualquier momento, el recibidor tenía muchas posibilidades de convertirse en el escenario de una batalla. Cualquier minúsculo detalle podía servir de detonante para el estallido. Pero el hogareño, indeciso, lo detuvo.
—No sé… —dudó el fantasma, intimidado ante la perspectiva de renunciar al resguardo del portal de la casa.
Augustin se debatía en su fuero interno, luchando por encontrar la determinación suficiente para salir al exterior.
Ralph, aunque cada vez más intranquilo, lo entendió. Pedirle a un fantasma hogareño que saliese de un edificio, que abandonase sus corredores, sus espacios neutros y el cauce subterráneo de los espejos, suponía mucho. En un primer momento, y frente a la urgencia que el suicida había manifestado, ese espíritu había aceptado; pero ahora, ante la conmocionante visión del espacio abierto, aquella alma atrapada se veía asaltada por un virulento ataque de agorafobia que no podía controlar.
—Puedes hacerlo —lo animó Ralph—. Yo también me he alejado de mi región. Puedes hacerlo. El Viajero nos necesita.
El otro lo contempló en silencio, sufriendo por su propia indecisión.
Ralph había supuesto que con la ayuda de un hogareño —eran expertos conocedores de las conexiones entre espejos que hilvanaban todos los edificios de la ciudad— podría llegar muy rápido a donde se proponía. No obstante, la casa escogida por Marc como refugio estaba muy mal comunicada y se hacía necesario salir de ella y alcanzar una manzana cercana para acceder a la tupida red tejida por los invisibles caminos de París. Y ahí se alzaba el obstáculo para Augustin.
El exterior.
Los segundos transcurrían bajo el tenue fragor de la lucha en el parque infantil. Ralph estaba al borde de la histeria. ¡Tenían que salir ya o sería demasiado tarde!
Atendiendo a la lentitud con la que el hogareño, medio asomado desde el portal, extendía una pierna hacia el suelo de la calle, el suicida se habría mordido las uñas de pura ansiedad. Pero disimuló sus nervios: si lo apremiaba más, se arriesgaría a que Augustin se cerrase en banda y ya no hubiera manera de convencerlo.
Por fin, el pie del hogareño tocó tierra. Nada sucedió, y precisamente la continuidad de aquella calma animó a Augustin a un segundo paso. Enseguida el hogareño se encontró por completo fuera de la casa, y a partir de ahí le costó poco recuperar el aplomo. La cruda situación en el parque infantil, que quedaba ante la vista de los dos, también le ayudó a agilizar sus movimientos.
—¿Dónde pretendes llegar? —la voz del hogareño también había ganado en confianza.
Ralph tragó saliva, ante la envergadura de lo que se proponía hacer.
—A la Torre Eiffel.
«A grandes males, grandes remedios», se dijo.
Y ambos se dirigieron corriendo al edificio que les permitiría sumergirse en el camino de espejos que los conduciría a su objetivo.
Un grito iracundo resonó en la noche, un bramido gutural que barrió la zona como una bocanada de odio que se expandía a ras de tierra, y llegó hasta Edouard. El joven médium frenó en seco al escucharlo y se irguió, asustado. Había logrado a través de su concentración y un trance autoinducido entrar en contacto físico con el Viajero, y lo había estado arrastrando, una vez libre de sus agresores, para apartarlo de aquel terreno maléfico donde podía correr nuevos peligros. Sin embargo, aún no habían rebasado los límites del parque infantil donde el Mal flotaba en jirones como tentáculos.
Seguían al alcance del ente.
Edouard procuraba ahora, entornando los ojos, atisbar el siguiente movimiento de Marc entre la niebla que se mantenía adherida al terreno, una bruma que se desplegaba envolviéndolos con su voluptuoso balanceo. Los columpios —que no habían interrumpido su siniestro vaivén— apenas resultaban visibles, devorados por la cortina vaporosa que amortiguaba furtivos correteos de pisadas menudas. Mientras, Marcel, que intuía desde su ceguera de vivo la proximidad de Marc, instaba al joven médium a continuar ayudando a Pascal sin pérdida de tiempo.
Pero Edouard no quiso retomar todavía su apoyo al Viajero, que permanecía malherido y medio inconsciente aunque sin soltar la daga. Los dedos de Pascal parecían fundidos con la empuñadura de su arma.
No, Edouard no reanudaba su rescate. Aquella especie de aullido surgido de la oscuridad había cortado de cuajo su maniobra. Él sabía que su providencial intromisión habría dejado al ente demoníaco sin espectáculo, y aguardaba concentrado una inminente manifestación de su revancha.
En efecto, la airada reacción del ente no se hizo esperar: su silueta adulta, alargada y negra, se condensó frente al médium entre las volutas vaporosas y, con un gesto, se dispuso a apartar a Edouard, a enviarlo lejos de un solo golpe. El chico, sintiendo sobre su cuerpo el impacto súbito de un tsunami de energía turbia que le aplastó las entrañas, voló por los aires ante la mirada sobrecogida del forense y acabó aterrizando aparatosamente junto al tobogán, donde quedó tendido hasta que empezó a recuperarse del golpe. Mientras tanto, el Guardián había recogido la katana, que Edouard acababa de perder por la violencia del ataque, y tras adelantarse hasta donde imaginaba que se encontraba el Viajero, buscó el origen de la amenaza.
—¡Hazte visible, criatura del Averno! —rugió blandiendo su arma en todas las direcciones—. ¡Enfréntate conmigo!
Marc no podía materializarse en su mundo, solo en la dimensión que Edouard percibía. Como única respuesta al desafío, Marcel comenzó a escuchar un murmullo inquietante que fue confundiéndose con un coro de chillidos animales. El rumor crecía sin que nada se hiciera visible. Marcel fue retrocediendo sin dejar de mirar en todas las direcciones. ¿Qué se aproximaba?
Aunque no podía distinguirlo, el semblante adusto del ente demoníaco se abría ahora en una sonrisa pérfida.
El murmullo se había transformado ya en un clamor hambriento extraordinariamente perturbador en aquel paisaje detenido. Casi de inmediato se confirmaba la intuición del Guardián: acababan de aparecer ante su vista, procedentes de todos los rincones, miles de ratas enormes, un auténtico río de aquellos repugnantes animales al que iban confluyendo más y más roedores que surgían de otras calles.
Marcel sí acertaba a percibir esa amenaza, que llegaba desde su mundo. La veía con sus propios ojos. Logró reaccionar en medio de su espanto, enseguida sería demasiado tarde; echó a correr hasta Edouard —Pascal estaba salvo desde su ubicación en la otra dimensión—, lo ayudó a levantarse, y ambos se lanzaron hacia un edificio próximo que tenía la puerta abierta.
A su espalda, aquellos cuerpos peludos continuaban reuniéndose y formando una turbulenta masa gris, un nervioso flujo compuesto por innumerables ojillos brillantes y pequeños dientes afilados, que solo tenía un objetivo.
Ellos.
Gracias a la experta guía de Augustin, alcanzaron muy pronto el monumento que el suicida había marcado como objetivo, la Torre Eiffel. Pero ni siquiera entonces Ralph se concedió un descanso, accediendo a ella sin detenerse a través del espejo situado en un baño de empleados.
El suicida avanzaba con la demencial velocidad de la angustia, consumiendo sus energías a cada paso, pero resistiendo. No podía permitírselo, en aquella carrera contrarreloj solo servía ganar.
Miles de peldaños se empequeñecían a su paso mientras otros se iban aproximando, hasta que alcanzara la cúspide de aquella majestuosa construcción de metal que se erigía como pretendiendo alcanzar el nivel de la Tierra de la Espera, la región donde los muertos aguardaban en sus tumbas. Una zona que a él, como suicida, le estaba vedada.
Ralph no descansaba. A su alrededor, conforme su avance le hacía ganar en altura dentro del monumento, iba ofreciéndose el tenebroso paisaje de aquel París vacío, su silueta opaca, muda, recortada contra el resplandor procedente de aquel firmamento de roca resquebrajado en pinceladas de luz. Pero él no lo veía, sus ojos se hallaban centrados en salvar cada nuevo peldaño, en cubrir cada nuevo metro que le aproximaba hasta la altura máxima.
El hogareño aguardaba, mientras tanto, en el primer piso de la torre, preparado para volver a su edificio en cuanto Ralph hubiese cumplido su objetivo.
Un objetivo que el suicida había compartido con Augustin, sumiéndolo en una pavorosa espera. Casi daba más miedo lograr lo que se proponían que no conseguirlo y enfrentarse a las represalias del ente.
Marcel y Edouard corrían a la máxima velocidad que les permitía el estado aturdido del joven médium. Su propio miedo actuaba como anestesia, por lo que, ante la amenaza de las ratas, el dolor de las lesiones parecía remitir.
Aunque las criaturas, cada vez más ansiosas, continuaban recortando la distancia que las separaba de sus presas. Sus chillidos voraces, el rumor frenético de sus diminutas patas sobre el pavimento, sonaban ya muy cerca de ellos.
Se escuchó un grito ahogado. Un vecino de aquella zona, despierto a aquellas horas o desvelado por culpa de ese inquietante clamor, acababa de distinguir desde su ventana el torrente de roedores que se precipitaba por la calle, y ahora se apresuraba a cerrar todas las ventanas de su piso.
Pascal había recuperado, mientras tanto, parte de sus maltrechas fuerzas. La imagen de su amigo huyendo —aunque no podía distinguir la causa de la fuga desde su dimensión— había actuado de revulsivo, lo había arrancado de su sopor y ahora, todavía absorto e inmóvil en el brumoso parque infantil, le permitía empuñar su daga con nuevas fuerzas. Sus ojos enfilaban el perfil erguido de Marc, cuya oscura nitidez resaltaba entre la niebla.
El ente permanecía en su posición, dirigiendo con ojos entrecerrados aquel ejército de ratas cuya presencia invocaba.
«Está distraído», cayó en la cuenta el Viajero.
Y sin pensarlo dos veces, Pascal se lanzó contra él. No logró alcanzar de lleno a su adversario —la debilidad del chico mitigó el efecto mortífero de su estocada—, pero lo que sí consiguió fue herirlo en un brazo. La daga soltó un chispazo verdoso al entrar en contacto con la piel muerta del ente y, al momento, de la herida humeante empezó a surgir un intenso olor a chamuscado.
Marc aullaba de dolor clavando en Pascal unas pupilas que destilaban un rencor infinito.
Al menos aquel ataque había distraído a Marc, alcanzó a pensar el Viajero mientras se preparaba para soportar el siguiente embate. La desconcentración del ente provocó que, en la otra dimensión, la masa de ratas perdiese algo de empuje.
Marcel y Edouard ganaban así unos segundos muy valiosos que les permitieron alcanzar por fin la anhelada puerta abierta de uno de los edificios circundantes.
Quedaron a salvo. A continuación, sin recuperar siquiera el resuello, comenzaron a recorrer con la vista todos los rincones de aquel portal, a la búsqueda de cualquier hueco por donde pudieran filtrarse los roedores asesinos. Más gritos empezaron a escucharse sobre sus cabezas. En los primeros pisos de aquella casa, el vecindario despertaba a la pesadilla.
Ralph subía, subía, subía. Las siluetas de los edificios iban quedando por debajo de su vista, una maraña de esqueletos oscuros que lo observaba impasible, al tiempo que su energía espiritual se iba agotando en un curioso equivalente a la falta de resuello. Sin embargo, incluso bajo aquella presión experimentó un extraño placer: el que le provocaba acariciar, por primera vez en mucho tiempo, el recuerdo de la importancia del paso del tiempo.
Sus manos frías se deslizaban por la barandilla provocando fugaces chirridos, y sus pies volaban sobre los peldaños con creciente pesadez. Sentía sobre el rostro el frescor de la altitud, la corriente que su propia velocidad provocaba en la humedad de la noche inerte.
Ya estaba llegando, acababa de alcanzar la última planta.
Pero, una vez más, no se detuvo; necesitaba garantizar el éxito de su maniobra; así que, en cuanto alcanzó el final de la escalera, no se conformó. Estudió la gigantesca estructura metálica que se prolongaba sobre su cabeza hacia la antena de la torre y comenzó a encaramarse sobre las primeras barras apoyando los pies en los abultados remaches.
Poco a poco, fue ganando metros, distanciándose de la última planta abierta a los turistas y de los espacios reservados para el personal que trabajaba allí. Dos veces estuvo a punto de perder el equilibrio, pero ya se había suicidado una vez y no estaba dispuesto a terminar precipitándose al vacío como un simple aficionado. Sonrió, y la blancura de sus dientes resaltó sobre su piel oscura otorgando a la escena un vestigio de brillo.
Por fin, se detuvo. Girándose con cuidado, oteó el majestuoso panorama que se extendía ante sus ojos. Y lo vio.
Vio, lejano, el perfil elevado de una puerta de centinelas alzándose sobre el horizonte neutro. Enorme, maciza, retorcida en su arquitectura, aquella fortaleza marcaba un umbral que separaba la región de los hogareños de un abismo de profundidad desconocida, protegiendo a los fantasmas que aguardaban anclados en el París adormecido.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ralph.
La simple mención de los centinelas le helaba la sangre.
Marcel y Edouard permanecían tras la puerta de la casa, tratando de contener los embates provocados por la creciente acumulación de roedores. Otros vecinos, alertados por el escándalo que reinaba en el edificio, habían bajado hasta el vestíbulo para ayudar a mantener bloqueado aquel acceso.
Lo de menos en ese instante era el origen de aquel asedio; la única prioridad consistía en superar ese horror que se abalanzaba sobre ellos como una marabunta y que ya había provocado el desvanecimiento de un señor de avanzada edad.
Entre tanto, Pascal retrocedía asustado ante la transformación que acababa de experimentar el rostro de Marc. Las facciones de este, que durante un rato habían mostrado el verdadero semblante del asesino pederasta, ofrecían ahora un aspecto fiero: la piel de la cara se le había cuarteado dando lugar a una máscara plagada de grietas cuyos ojos inflamados, dominados por pupilas de un rojo incandescente, parecían a punto de escapar de sus órbitas. Más abajo, la boca del ente describía un trazo irregular, con labios abultados por el perfil exagerado de los dientes que habían crecido sobre sus encías. Marc los chasqueó, aproximándose a su víctima con unos brazos extendidos que terminaban en manos crispadas, con dedos curvados como garras.
El Viajero alzó su arma, tratando así de interponer la benéfica influencia de su daga para evitar ser alcanzado por el ente. De nada sirvió: un aura de energía oscura rodeaba a aquel ser, multiplicando su poder.
—Yo te salvé —susurró el Viajero, ganando tiempo—. Algo me debes…
Aquel monstruo soltó una carcajada cargada de malevolencia.
—Viajero, solo me serví de ti —repuso la criatura con voz cavernosa—. Como pienso hacer ahora…
Marc lo quería vivo. El ente se debatía entre matarlo —con lo que garantizaba su propia seguridad— y renunciar a sus planes, o respetar su vida para intentar acometer su retorno al mundo de los vivos.
Pronto resultó evidente que la insaciable ambición de aquel engendro iba a permitir, por el momento, la supervivencia del Viajero. Al menos, hasta que la limitada paciencia de la criatura condenada se agotase.
Lo único que impedía al ente conseguir a Pascal y tenerlo a su merced era la daga que el Viajero aún enarbolaba. Aunque empuñada sin excesiva convicción, se resistía, sin embargo, a apagarse en medio de tanta oscuridad. Marc la observaba con ojos ávidos, aguardando un despiste fatal.
Ralph continuaba encaramado en la cúspide de la Torre Eiffel, hipnotizado ante la visión lejana aunque precisa de la puerta de los centinelas. Desde allí percibía el influjo sagrado, intimidante, de aquel umbral poderoso que se alzaba marcando un límite que parecía abrasar incluso en la distancia.
«Tengo que hacerlo», se dijo. Recrearse en la imagen sobrecogedora de aquella fortaleza solo servía para prolongar su indecisión hasta convertirla en una agonía de ansiedad que corría el riesgo de inmovilizarlo.
No. No debía dar rienda suelta a sus temores, no debía pensar en las consecuencias que se desatarían si persistía en aquel demencial empeño. Lo único en lo que debía centrarse era en dar ese último paso.
Por fin, el miedo que lo atenazaba sucumbió ante la evidencia de que cada minuto de retraso podía condenar al Viajero. Y tomó la determinación de seguir adelante. Su intuición sobre el ente demoníaco era lo suficientemente inquietante como para darse cuenta de lo que había en juego.
En realidad, mucho más que su propio destino.
Tal vez con aquella maniobra lograría al fin desembarazarse del complejo de huida que arrastraba desde que, en el mundo de los vivos, escogiese el camino del suicidio, un error cuyo pago le pesaba como una losa.
Debía culminar su estrategia.
Ralph no olvidaba que, en el preciso instante en que ejecutase su iniciativa, delatándose ante la sagrada autoridad, ya no habría marcha atrás. Él dispondría entonces de muy poco tiempo para abandonar la Torre Eiffel y, con ayuda de Augustin, llegar hasta Pascal. Todo ello antes, por supuesto, de que los centinelas, advertidos por su propio gesto, lo atrapasen. En caso contrario, de nada habría servido su sacrificio.
Ralph, bloqueando su mente, procedió a hinchar los pulmones al máximo. A continuación, tras comprobar que podía mantener el equilibrio sobre las vigas de hierro, se llevó las manos a la boca con los dedos extendidos para hacer de pantalla y, sin pensarlo más, con el rostro dirigido hacia la puerta de los centinelas, gritó con todas sus fuerzas.
Continuó gritando una y otra vez y, sin detenerse a comprobar si su maniobra tenía éxito, inició el descenso antes de que fuera demasiado tarde.
Gracias al escándalo provocado, los centinelas, detectando que un suicida había salido de su recinto y se estaba moviendo por el sector de los fantasmas hogareños, ya habrían empezado a reaccionar, dirigiéndose hacia allí a su ritmo sutil e inexorable.
Ralph tenía tanto miedo ante la posibilidad de aquel encuentro, que se precipitaba sobre la estructura de la torre con la mente en blanco, obsesionado por la imperiosa necesidad de salir de allí.