Pascal no pudo reaccionar a tiempo. Antes de que su mente procesara aquella imagen del espejo, sintió un fuerte golpe y fue impulsado contra su cristal. Cayó en la zona neutra, oscura, que conducía a otros espejos en el mundo de los vivos. Vio, a cierta distancia, el brillo que provocaba alguna luz procedente de su verdadera dimensión. Pero no tuvo ocasión de sentir nostalgia: de nuevo Marc se había aproximado y ahora atenazaba su garganta con sus pequeñas manos, dotadas sin embargo de un vigor extraordinario.
El Viajero, con el rostro congestionado, logró alzar lo suficiente la daga y ahuyentó al ente demoníaco, que volvió a la dimensión de los hogareños abandonando aquella tierra de nadie, aquella frontera entre realidades. Pascal lo siguió en cuanto se hubo repuesto y, de un salto, atravesó de nuevo el espejo que conducía a la zona muerta, cayendo sobre el suelo del pasillo. No le esperaba allí su adversario.
De pronto comenzó a sonar por la casa una canción infantil que provocó en el Viajero un escalofrío.
J'ai perdu mon mouchoir…
¿De dónde venía aquella inquietante melodía? Marc estaba cantando. Y lo hacía con una voz dulce, inocente, cristalina, que sin embargo se mantenía flotando en la atmósfera de aquella casa con un eco de perversidad aterradora.
… Sur le bord du trottoir…
¿Dónde estaba el ente? La temperatura había descendido varios grados, y la misma luz pálida que se colaba por el corredor había adquirido una extraña tonalidad plateada, irreal. Pascal, con las manos húmedas de sudor y los ojos muy abiertos, aún magullado por los primeros golpes que acababa de sufrir de manos de Marc, avanzó por el pasillo asomándose a las habitaciones al estilo de un policía en una operación antidroga.
… Allez, allez le ramasser…
El Viajero se dio cuenta de que a través de aquella letra infantil el ente demoníaco le estaba llamando, le atraía. Alzó su daga.
… Un, deux, trois, fermez les yeux…
Pascal sentía cómo la ansiedad le devoraba a cada segundo, a cada metro que recorría de esa tenebrosa vivienda. Aquella canción, con su cadencia falsa, hueca, repetitiva, le ponía de los nervios.
Para él, la búsqueda del ente se había vuelto frenética dentro de esa agobiante casa, aunque, al mismo tiempo, los resplandores, los murmullos que habían empezado a sisear cerca de él y la luz vaporosa, impregnaban la escena con el tinte de los sueños, de las pesadillas donde todo sucede a cámara lenta.
J'ai perdu mon mouchoir…
Un intermitente gemido metálico hizo su aparición en el horizonte sonoro. Pascal se detuvo; corría el riesgo de perder la cordura si continuaba abriendo y cerrando puertas, avanzando y retrocediendo a lo largo de aquel corredor muerto. Atendió a la letra; un, dos tres, cierra los ojos…
Y de nuevo el ruido metálico, el chirrido herrumbroso.
El parque infantil. Tenía que tratarse del parque infantil. Marc volvía a jugar con el Viajero, volvía a recrearse en su sórdido pasado.
Pascal se introdujo a toda velocidad en la habitación más próxima y se asomó a la ventana. En efecto, sus ojos se enfrentaron a una escena diabólica, lúgubre, protagonizada por el ente demoníaco.
Sobre el recinto antes dominado por la nada, ahora se habían materializado columpios y un tobogán donde se divertían varios niños y niñas. Gritaban, reían. Sentados, formaban un corro, aguardaban con los ojos cerrados mientras otro los rodeaba con un pañuelo en la mano. Y junto a ellos, una alta figura envuelta en un abrigo oscuro rondaba en silencio, acariciándolos, tocándoles el pelo, entregándoles caramelos. Los niños aceptaban su presencia como uno más, no interrumpían sus juegos ni daban muestras de recelar de aquel desconocido que había surgido de entre la bruma vespertina.
J'ai perdu mon mouchoir…
Por fin, aquel hombre, cuyo rostro Pascal no alcanzaba a distinguir, se detuvo junto a un chico mayor que el resto. El joven, al contrario que los demás, no jugaba, se limitaba a leer sentado en un bordillo. Seguramente había acudido allí a llevar a su hermano pequeño, que sí estaría deslizándose por el tobogán.
… Sur le bord du trottoir…
Aquel muchacho se volvió hacia el hombre, que se inclinaba sobre él. Y Pascal descubrió en sus facciones juveniles, ingenuas, el semblante utilizado por el ente demoníaco.
Pascal sintió asco y una tristeza que calaron hondo en su corazón. Aquella bestia estaba reproduciendo su último crimen ante sus ojos, y seguro que disfrutaba con aquel atroz recuerdo.
Aquello era más de lo que el Viajero podía soportar. Soltó un grito, insultó a su adversario y saltó de la ventana con la daga en alto.
En cuanto sus pies aterrizaron sobre la acera, la canción que impregnaba el aire con su cadencia siniestra se interrumpió súbitamente, y el Viajero sintió sobre su cara la llegada del silencio nocturno como una violenta ráfaga que casi agitó su flequillo.
Todos los niños habían detenido sus juegos y ahora permanecían girados hacia él.
El panorama, estático, había cambiado por completo. Se había transformado. A peor.
Los niños seguían mirándole, mudos. Paralizados.
Sin embargo, Pascal solo distinguió en ellos unos rostros monstruosos, deformes.
Marcel conducía a gran velocidad. Su vehículo oscuro se deslizaba por la noche de París sorteando las calles más estrechas rumbo a la zona donde, en otra dimensión, Pascal se andaba moviendo como un espíritu más. Ahora que la guerra se había desplazado definitivamente al nivel de los fantasmas hogareños, todo el grupo tenía que brindarle su apoyo, un apoyo que dejaba de resultar meramente testimonial gracias al don de Edouard. El joven médium, con su excepcional capacidad, sí podía actuar desde la región de los vivos.
Edouard se preparaba, con unos ojos muy abiertos que no se apartaban del cristal del parabrisas, ajeno al paisaje que iba quedando atrás al otro lado de su ventanilla. Su mente había abandonado ya aquella realidad: el auténtico campo de batalla aguardaba a una distancia remota pero que, al modo accidental de una conjunción de astros, ahora se mostraba demasiado próxima al mundo de los vivos. Casi podía oler la amenaza, envuelta en el penetrante hedor de los cadáveres, estirándose a través de sus jirones hacia la serena silueta de París.
Estaban muy cerca. No pronunciaban palabra mientras terminaban de aproximarse al lugar donde, previsiblemente, el Viajero se hallaba merodeando, tal vez enfrentándose ya al ente demoníaco.
Tampoco hacía falta decir nada. Cada uno era muy consciente de su papel, de su cometido, de su responsabilidad.
Nadie podía fallar en aquel momento.
Ralph, exhausto, se dio cuenta de que cada vez estaba más cerca de la escalera que se alzaba a su espalda, de que sus talones casi acariciaban ya el primer peldaño, chocaban con él con cada movimiento que ejecutaba para mantener bloqueado aquel acceso. El espacio libre del que disponía se había ido reduciendo conforme los fantasmas hogareños ganaban terreno… y convicción. El área que defendía con entrega numantina había pasado a ocupar poco más que el espacio de su cuerpo con los brazos extendidos.
Ahora aquellos espíritus se mostraban más radicales, más osados. Abrían la boca, aullaban, intentaban agarrarle o morderle. Era como si hubiesen perdido el miedo a su arma, que no dejaba de blandir en el aire intentando alcanzarlos. Por si fuera poco, el fantasma al que había dejado tirado en el suelo empezaba a reanimarse.
Y en el piso superior había dejado de escuchar ruidos. ¿Qué estaría haciendo Pascal? ¿Habría encontrado al ente?
Un hogareño le alcanzó en la cara, con una mano cuyos dedos curvados le incrustaron las uñas. Ralph sintió dolor, y aquella sensación, en apariencia tan vital, no le gustó. Furioso, inició una andanada de golpes que los ahuyentó, lo que le permitió volver a recuperar algo del terreno perdido. Ralph se imponía de nuevo en el estratégico emplazamiento de la escalera, cubriendo la retaguardia al Viajero. Recordar aquella importante función le ayudó a mantener las fuerzas, aunque se daba cuenta de que se aproximaba el momento en que, de puro agotamiento, se vería incapaz de alzar su arma, instante en que su pretendida resistencia sería arrasada sin compasión por los enfebrecidos hogareños.
No obstante, esos espíritus parecían ahora más reacios a aproximarse, y eso que él había dejado de esgrimir su palo con la intensidad provocada por el escozor que palpitaba en su mejilla abierta. Ralph incluso empezó a sentir un sutil orgullo. Ante aquella temerosa actitud por parte del enemigo, concluyó que su sola presencia intimidaba. El suicida, complacido, se decantó por suponer que había terminado imponiéndose.
Enseguida descubrió, sorprendido, la verdadera causa de aquel cambio en la disposición feroz de los fantasmas: detrás de Ralph, en silencio, había surgido una orgullosa barrera de fantasmas hogareños que obstaculizaba completamente el avance por la escalera.
Hogareños que no solo no atacaban a Ralph, sino que lo estaban apoyando, procedentes de los sombríos rincones de París donde permanecían anclados hasta que lo que los encadenaba a la vida se resolviera. Llegaban en el momento oportuno.
Espíritus que, superando su miedo, habían decidido no someterse al régimen de terror instaurado por el ente demoníaco.
Pascal, de haber estado presente, habría reconocido en uno de ellos aquellos ojos verdes que había distinguido en el interior del armario de su dormitorio. El espíritu que, en una clara muestra de valor, de rebeldía, aquella misma mañana le había advertido para que adelantara su retorno al Más Allá.
Los fantasmas de uno y otro bando se contemplaban desde un repentino silencio, en medio de una improvisada guerra fría que ninguno de ellos se atrevería a llevar más lejos. Tal vez los espíritus corruptos precisaban la aparición de su líder para una confrontación directa con sus iguales. Ralph, por su parte, ocupaba una precaria posición central de la que se fue apartando con cautela para situarse detrás del bloque de los «aliados». Una vez allí, sobre los primeros peldaños de la escalera, podía permitirse, al fin, acudir en ayuda del Viajero.
Pascal empezó a correr hacia aquellas criaturas espantosas. No quería pensar, no quería recrearse en el miedo, no quería distinguir entre las tinieblas otra salida que no fuera el combate sin intermediarios. Si el germen del pánico se adueñaba de él…
El Viajero alcanzó el recinto y entró sin detenerse, esgrimiendo su daga como una guadaña entre los pequeños cuerpos de los infantes que se le aproximaban con ojos amarillentos y dientes desproporcionados. Alcanzó a alguno, pero los demás se movían demasiado rápido, entre risas y unos cantos que volvían a escucharse como letanías sacrílegas. Aquellos niños satánicos alargaban hacia él sus manitas, cuchicheaban entre sí, lo señalaban como haciéndole objeto de bromas.
…J'ai perdu mon mouchoir…
A Pascal se le erizó la piel de espanto, aunque no se detuvo.
En aquel momento, las voces infantiles iban deshilachándose, se desgranaban dejando al descubierto su auténtica esencia. Su naturaleza muerta, maldita.
La escena resultaba grotesca, y en torno a ella, la atmósfera había vuelto a adoptar tintes oníricos.
Pero el Viajero no se encontraba inmerso en una inofensiva pesadilla.
… Sur le bord du trottoir…
Marc se reía en un extremo, ahora convertido de nuevo en un niño que correteaba por aquel tétrico parque infantil, un crío que lo llamaba con su voz dulce pero gélida, cruel. Sus malignas carcajadas rebotaban en las fachadas de los edificios que rodeaban el parque, en aquel desfiladero urbano de oquedades apagadas. Aquella risa venenosa se introducía en los oídos de Pascal hecha un eco insoportable, lo taladraba, se alimentaba de sus fuerzas y amenazaba su cordura.
El Viajero, alzándose frente a los miedos que despertaban en su interior, luchaba por mantener erguida su daga, convertida en talismán que lo protegía de aquellos seres infernales que acechaban entre las tinieblas.
Una bruma espesa se había ido imponiendo en toda la zona. Las siluetas de los columpios —que continuaban oscilando entre chirridos quejumbrosos, aunque vacíos— y del tobogán iban perdiendo consistencia y se convertían en sombras, al igual que un oxidado balancín y el resto de las pequeñas atracciones, cuyo perfil difuso, en medio de aquel paisaje absurdo, comenzó a recordar a Pascal el contorno solemne de los panteones y las tumbas. Aquello parecía un cementerio.
El Viajero se detuvo momentáneamente, desorientado por la niebla y el resplandor espectral que se había adueñado del lugar. Nuevas risas y correteos llegaban hasta él, lo asustaban. La caricia húmeda de aquellos jirones vaporosos que lo invadían todo le provocó un escalofrío.
¿Dónde estaba Marc?
Un cuerpo pequeño cayó sobre él sin darle tiempo a reaccionar; uno de los niños deformes se agarraba con fuerza a su espalda y empezó a morderle en el cuello. Pascal gritó de dolor, intentando zafarse de aquel pequeño monstruo que mostraba ahora sus dientes manchados de sangre y los movía con delectación, como si masticase algo delicioso.
A pesar de sus movimientos convulsos, el Viajero no lograba alcanzarle con sus brazos ni con su daga, y aquella criatura se mantenía sobre él con la firmeza de un parásito, multiplicando sus mordiscos. Pascal se retorcía y gemía por el daño que le causaban aquellas pequeñas dentelladas que salpicaban su mejilla de sangre. Algunas gotas acabaron precipitándose a la tierra. El impacto de aquel líquido vivo, aún cálido, provocó junto a sus pies el sonido siseante del contacto con un ácido, y la zona del suelo alcanzada por la sustancia comenzó a humear. A continuación, se oyeron gemidos agudos que recordaron a Pascal la forma de comunicarse de las oreas, y de entre la niebla se condensaron figuras que extendían hacia los restos de sangre extremidades esponjosas, con una avidez enfermiza.
En cuanto el bisturí, guiado por los dedos del cirujano, terminó la incisión en el cuerpo dormido de Dominique, la sangre brotó a borbotones, revelando una copiosa hemorragia interna producida por la ruptura del bazo. Todo el equipo allí reunido, ocho personas entre anestesistas, cirujanos y personal de enfermería, sabía que eso podía ocurrir, y estaban preparados para los peligrosos síntomas que sobrevinieron.
Primero, el corazón del chico mostró el ritmo acelerado de la taquicardia, a lo que siguió una súbita bajada de la tensión que desembocó, por fin, en una notable disminución en los latidos del corazón del muchacho hasta umbrales de alto riesgo.
—Atentos, el ritmo sigue cayendo —advirtió uno de los médicos.
A los pocos segundos se materializaba el peor pronóstico: el corazón del herido había dejado de latir. Durante un segundo se hizo en la sala un silencio absoluto, hasta que una advertencia despertó a todos de su ensimismamiento impresionado.
—¡Parada cardiorrespiratoria! —otro de los cirujanos se lanzaba sobre la mesa de operaciones en la que permanecía el cuerpo de Dominique—. ¡Despejadlo todo!
El resto de compañeros se apartó mientras retiraban el instrumental que impedía a su colega acceder al chico. En cuanto el doctor, libre de obstáculos, se hubo colocado correctamente, inició la fase de masaje cardíaco. Nada.
—¡Inyectad un miligramo de adrenalina! —pidió, sin interrumpir su masaje.
Sin reacción aparente.
—¡Un miligramo de atropina!
Fue obedecido al instante, y la sustancia fue incorporada al gotero.
Sin embargo, aquel corazón joven se resistía a despertar. El cirujano reanudó los masajes con fuerza, negándose a permitir su rendición.
—¡Comienza a latir! —comunicó entonces una enfermera, alimentando la esperanza de todo el equipo.
—Pulso demasiado lento —el tercer doctor, muy pendiente de los monitores, se dirigía a quien se estaba encargando de los masajes—. Está entrando en fibrilación ventricular.
Era previsible. El principal riesgo de las reanimaciones cardíacas.
Alguien pidió a la enfermera el desfibrilador, que al momento pasó a las manos del médico que coordinaba la intervención y que seguía inclinado sobre el chico.
—Doscientos julios —indicó, preparándose para la descarga eléctrica—. Apartaos.
El cuerpo del chico saltó sobre la mesa de operaciones.
—Comprobar pulso.
—Muy débil, está fallando.
—Trescientos julios.
La nueva descarga provocó en el cuerpo de Dominique un respingo aún más violento. El cirujano alejó los utensilios humeantes y se volvió hacia sus ayudantes.
—Pulso.
—Mejorando… Va cogiendo fuerza…
Todos aguardaban conteniendo la respiración, no disponían de muchos más recursos para una situación tan crítica. Pero las esperanzas crecían a cada segundo.
Los latidos se visualizaban en una pantalla próxima en forma de saltos que iban ganando en solidez.
—Estabilizado a ritmo normal —terminó notificando una voz, entre suspiros.
Nadie dijo nada, a pesar de la alegría que experimentaban por haber superado aquel trance. La situación era tan delicada que tenían miedo de que cualquier demostración demasiado efusiva pudiera quebrar el equilibrio. Se limitaron a palmearse la espalda y a relajar sus músculos.
En los ojos cansados del cirujano jefe se podía leer, no obstante, una convicción muy prudente. Era consciente, en medio de aquella euforia provisional, de que no habían ganado la guerra; tan solo un asalto de un combate que prometía nuevos episodios de extrema gravedad.
Ralph había terminado de subir por las escaleras. Una vez en la planta de arriba, dirigió una última mirada hacia el vestíbulo, donde proseguía el pulso visual entre los hogareños.
La única puerta abierta que hallaron sus ojos en aquel rellano donde ahora se encontraba le informó de la ruta seguida por el Viajero, así que se introdujo en aquel piso sin dudar. El hecho de que la situación se mantuviera dentro de una cierta serenidad ante sus ojos le llevaba a deducir que a Pascal no podía haberle ocurrido algo malo; al menos, no todavía. Sin embargo, la aparente calma le hacía conjeturar que quizá el ente aún no había aparecido.
¿Qué estaba ocurriendo?
El suicida, sin abandonar sus precauciones, fue recorriendo todas las habitaciones que daban a aquel triste corredor en busca del Viajero, sin encontrarlo. Dentro de una de ellas, que tenía la ventana abierta, alcanzó a escuchar cierto alboroto en el exterior, algo que por fuerza tenía que llamar su atención en medio de aquel entorno apagado. Se acercó hasta el extremo de la habitación y se asomó, inquieto.
Su búsqueda había terminado. Desde allí pudo ver al Viajero. Sin embargo, el semblante de Ralph no reflejaba precisamente satisfacción, y es que la situación en la que se hallaba Pascal era de una angustiosa gravedad: la zona vacía que habían atravesado para llegar hasta aquel edificio en el que ahora se encontraba el suicida se había transformado en una trampa, en un tenebroso recinto asaltado por una niebla baja y pegajosa que lamía el terreno, ocultando criaturas malignas que acosaban al Viajero desde todas direcciones. Pascal, desorientado, avanzaba como a trompicones en medio de aquel sector contaminado, hundiéndose cada vez más en la bruma. Uno de los monstruos le había trepado por la espalda y desde su posición no le daba tregua, mientras otros seres le iban rodeando.
Ralph dio por sentado que todas aquellas eran manifestaciones del ente demoníaco, su maléfica presencia allí estaba fuera de toda duda. ¿Cómo lograría Pascal ganar ese enfrentamiento?
Por primera vez, el suicida se percató de que ni siquiera las prodigiosas capacidades que había descubierto en el Viajero podían garantizar su éxito ante aquel imponente adversario. Marc se mostraba como una criatura poderosa en aquel medio neutro, un espíritu condenado que no estaba dispuesto a dejarse doblegar. ¿Entonces?
¿Debía bajar a ayudarle?
Ralph se miró a sí mismo, asumiendo sus propias limitaciones. El palo que permanecía entre sus dedos resultaba ahora algo casi cómico frente a la apabullante exhibición del Mal que tenía lugar ahí fuera. Sobrecogía incluso desde la distancia. El alma de un suicida era insignificante ante aquel despliegue de poder oscuro capaz de eclipsar la atmósfera pacífica del entorno de los hogareños.
Ralph se pasó una mano por la cara, abrumado. Lo único que él podía ofrecer en realidad era compañía, algo de extraordinario valor en otras circunstancias, pero inútil ahora. De ahí que el origen de sus dudas sobre cómo tenía que reaccionar ante la acuciante situación de Pascal no respondiese a una cuestión de cobardía, sino de eficacia.
¿Podía hacer algo que de verdad ayudara al Viajero?
Su mente le devolvió el eco de la pregunta unido a una respuesta dura, seria, grave.
Sí, había algo que podía hacer. Pero entrañaba un enorme riesgo.
¿Estaba dispuesto a correrlo?
Nuevos gruñidos desde el parque infantil le apremiaron.
¿Estaba dispuesto?
Ralph no se respondió, ni siquiera había tiempo para eso; echó a correr en dirección a las escaleras. Necesitaba la colaboración de un hogareño para lo que se proponía intentar, dado el escaso tiempo del que parecía disponer antes de que Pascal sucumbiera.