51

Pascal había renunciado en esta ocasión a la eventual compañía del capitán Mayer durante el tramo de sendero brillante. Una vez confirmada la ruta, se había lanzado a buena velocidad por aquel reguero luminoso que serpenteaba entre las tinieblas, y por primera vez no le atemorizaba ese paisaje que caía como un espeso cortinaje de negrura a ambos lados del camino. La propia gravedad de la misión y su extrema urgencia bloqueaban su mente.

Pronto reconoció el punto del sendero que marcaba la posición invisible del barranco —el capitán Lafayette le había facilitado la orientación con la referencia de unas grandes piedras que ejercían de señal natural. Tras estudiar con detenimiento qué panorama se abría entre las sombras, se introdujo en la tenebrosa bruma, en dirección a la grieta del terreno que conducía al nivel de los hogareños. Al poco rato ya había penetrado en la gruta que conducía a su destino.

No se detuvo ni frenó, a pesar de que en su agitado descenso se magulló varias veces las rodillas por culpa de dolorosos golpes contra las rocas. Por fin alcanzó el fondo de aquella brecha —continuaba sin percibir sonidos amenazadores a su alrededor—, y entonces se puso a buscar la silueta de Ralph, ese joven suicida de piel cobriza que se había comprometido a esperarle.

¿Habría cumplido su palabra?

Pronto lo distinguió, sentado sobre un relieve del risco más próximo a la zona de las cuevas, inmóvil. Aún no se había percatado de la presencia de Pascal, y se dedicaba a otear la planicie que se extendía ante sus ojos con la actitud lánguida de quien solo atesora recuerdos. El Viajero imaginó miles de perfiles similares, mudos y estáticos en infinidad de cuevas orientadas al vacío.

La sombría región de aquellos que no se habían aferrado lo suficiente a la vida como para soportar sus dificultades.

Pascal no pudo disimular su admiración al comprobar la forma tan exacta en que se cumplían sus expectativas: al despedirse en la ocasión anterior, había advertido a Ralph que no podía concretar ni el día ni la hora de su siguiente cita —pues se trataba de algo próximo pero imposible de precisar— hasta comprobar cómo se iban desarrollando los acontecimientos en el mundo de los vivos. El suicida, sonriendo ante su ingenuidad, se había apresurado a señalar que no hacía ninguna falta concretar nada. Sencillamente, él siempre estaba allí. La existencia de los suicidas se limitaba a eso. A esperar en soledad la promesa de un horizonte.

Los hechos demostraban que Ralph estaba en lo cierto. Allí se encontraba. Como siempre.

—Hola, Ralph.

El aludido se volvió.

—¡Viajero! —exclamó exaltado—. Pensaba que no ibas a volver.

—El tiempo en mi mundo funciona a otro ritmo.

—Eso es verdad.

—Las cosas se han complicado mucho —comunicó Pascal, impaciente—. Necesito volver a este París sin perder tiempo.

El suicida asintió.

—Pues adelante. Yo ya estoy preparado.

Y le mostró, satisfecho, un alargado palo de madera en el que había incrustado de forma tosca una pieza afilada de algún material desconocido, similar al ámbar pero muy oscuro y con estrías rojizas.

Pascal sonrió.

—Eso no te servirá contra la carne muerta, Ralph.

—Te equivocas —repuso con acento triunfal—. Este mineral solo puede conseguirse en las entrañas de las cuevas de mi región.

—Las cuevas de los suicidas.

—Eso es. Desde tiempos inmemoriales, nuestra esencia se ha filtrado a través de la piedra caliza que conforma el macizo de las cavernas, las lágrimas de la gente que se arrebató la vida han contaminado su composición con nuestra tristeza. Eso ha dado lugar a la aparición de vetas de este mineral en lo más profundo de las cuevas. Y por eso su contacto directo con la piel es tóxico, provoca un estado de melancolía que te anula por completo.

Pascal atendía a las explicaciones con cierto escepticismo.

—¿Y qué efecto puede tener eso contra las criaturas malignas?

—Las desorienta —contestó Ralph—. Yo no puedo acabar con ellas, pero las puedo debilitar para ti.

s

Beatrice cayó con fuerza sobre Michelle —esta sintió un escalofrío de espanto al percatarse de que su adversaria ofrecía un sorprendente tacto cálido—, y ambas rodaron por el suelo.

Llegados a aquel punto, incluso Jules se había olvidado por un instante de su situación, y junto a Mathieu se lanzó a separar a las chicas antes de que ese enfrentamiento acabase todavía peor.

¿Qué más podía ocurrir?

Mathieu y Jules tuvieron que hacer uso de todas sus energías para lograr interrumpir aquel combate, pues Michelle se estaba quedando sin respiración bajo su atacante. Así pudieron descubrir la extraordinaria fuerza que Beatrice ocultaba.

«Su propia fuerza la incrimina», alcanzó a pensar Michelle entre mareos. «Ella no es como nosotros. Aunque ya no esté fría y se mueva por este mundo».

Una vez quedó inmovilizada, Beatrice lloró. Y lo hizo con la intensidad, con la rabiosa profusión de lágrimas que solo la repentina conciencia de un error atroz puede provocar.

—Tú no pudiste matar a esas personas, Jules —Michelle dirigía sus ojos a su compañero gótico.

Beatrice seguía sollozando, mientras Mathieu no perdía de vista a su amigo, por si se le ocurría alguna nueva locura.

—Pero qué dices —él se resistía a creerlo, también al borde de las lágrimas—. No sabes el infierno que estoy viviendo. No tienes ni idea…

—Los vampiros no cortan cuellos —insistió ella, terca—. Muerden.

—Pero a lo mejor debo alimentarme así hasta que el proceso termine y me salgan colmillos…

Ella tuvo que reconocer que también había pensado así en un primer momento. Pero la inexplicable presencia de Beatrice, las coincidencias… La versión de Jules era, definitivamente, demasiado fácil, no resolvía todas las incógnitas.

Y, sobre todo, ¿de dónde había sacado el espíritu errante ese sospechoso conocimiento sobre las víctimas? Aquellos crímenes apenas habían trascendido.

No obstante, tampoco la acusación hacia el espíritu errante ataba todos los cabos sueltos. ¿Y la medalla con la inscripción de Bertrand que ella había descubierto en la habitación de Jules?

Aunque, claro, si Beatrice había llegado hasta aquella azotea y había podido espiar de cerca a Pascal… ¿qué limites tenía a la hora de aproximarse a ellos? ¿Hasta qué punto lo había estado haciendo?

Todo era muy confuso. Habían acudido hasta allí para impedir que Jules se suicidara debido a sus remordimientos por las dos muertes. Y ahora, aunque se confirmaba su inexorable infección vampírica, su autoría en los asesinatos no estaba tan clara.

El caso era que los dos cadáveres habían sido desangrados.

Michelle se inclinó sobre Beatrice, todavía sujeta por Mathieu y Jules, y tomó una de sus muñecas.

La otra chica no ofreció resistencia, dejándose hacer con un elocuente gesto de resignación.

No tenía pulso.

Michelle miró a sus amigos moviendo la cabeza hacia los lados.

—Dame —Mathieu cogió con delicadeza el brazo de Beatrice y reanudó la búsqueda, con un resultado igual de infructuoso. Su semblante al soltar aquella mano mostraba un considerable aturdimiento, que se intensificó cuando tampoco pudo localizar los latidos del corazón.

—Jules no ha matado a nadie.

La voz de Beatrice se elevó por encima del rumor bajo del tráfico, un murmullo sordo que alcanzaba aquella altura con una apagada resonancia.

Claudicaba. Por fin.

—Yo… yo ansiaba volver a estar viva.

Beatrice dirigió una mirada cargada de intención a Michelle, que la interpretó a la perfección.

—Todos albergamos la semilla del Mal —comenzó, con la mirada perdida—, su aliento nos acorrala en ocasiones, aprovecha nuestra debilidad y nos hipnotiza con sus tentaciones. Cuando, casi sin darte cuenta, sucumbes a su oferta, esa semilla germina en tu interior, va nutriéndose de ti, te va corrompiendo. Y ya es tarde para todo, no te queda sino seguir adelante, consciente de que avanzas hacia tu propia destrucción.

La voz suave de Beatrice fluía de sus labios teñida de dolor, de un dolor que brotaba de sus mismas entrañas. Nadie osó interrumpirla.

—Yo caí. El Mal, a través de una de sus muchas caras, me ofreció la posibilidad de volver a la vida; mis sueños podían hacerse realidad. Consentí a cambio de un elevado precio: vendí mi alma a cambio de vivir el amor. Sacrifiqué algo eterno… por algo efímero.

«Pero así era el amor», pensaba ella. «Todo por un instante real, por una caricia, por un beso auténtico».

Beatrice lloraba, aunque sus lágrimas parecían envueltas por un extraño sosiego. Michelle escuchaba aquella declaración sin dejar de preguntarse qué papel había jugado Pascal en todo aquello. Ahora los titubeos del chico, su empañada mirada en determinados instantes, despertaron en ella el fantasma del desengaño, de la traición. Porque ¿qué había sucedido entre ellos para que Beatrice estuviera dispuesta a arriesgar tanto?

La magnética voz de Beatrice continuaba, mientras tanto, con su letanía de los horrores:

—Pero el Mal me engañó. Solo cuando mi decisión era irreversible, descubrí que mi cuerpo seguía muerto. Lo único que la oscuridad había hecho por mí era trasladarme a la dimensión de los vivos y ofrecerme la posibilidad de aparentar vida, de calentar este cuerpo que veis, impidiendo la podredumbre que es inevitable.

Beatrice bajó los ojos, hundida ante el peso de los remordimientos que ahora se agolpaban furiosamente dentro de ella.

—Cuando supe que, para mantenerme así, debía alimentarme de sangre caliente, me negué. Me sentí estafada. Solo había una manera de conseguirla en cantidad suficiente, y yo no estaba dispuesta a pasar por eso. Pero a las pocas horas empecé a pudrirme y… sabía lo que me esperaba luego. No tuve elección. Quería causar el menor daño posible… busqué a alguien que estuviera solo, que no tuviera familia… por eso elegí al vagabundo…

A Mathieu se le estaba revolviendo el estómago. Le parecía inconcebible que una chica de apariencia tan delicada, tan armoniosa, pudiera haberse visto implicada en aquellas monstruosas barbaridades. Su mente no era capaz de asimilar el grado de desesperación que puede sentir alguien cuyo amor se enfrenta a la inasequible barrera de la muerte.

Lo racional no tenía cabida entre los sentimientos, se asfixiaba bajo su absorbente densidad.

Beatrice prosiguió.

—Mi segunda víctima fue consecuencia de la mala suerte. Inmersa en este mundo, yo había ido dando largas a mi necesidad de sangre caliente, no quería pensar en ello. Pero se acababa el día, mi cuerpo se iba estropeando y yo necesitaba una nueva… dosis.

A Jules le vino a la mente la palabra «ración». Su propia ausencia de escrúpulos al oír aquello —fruto de la proximidad de la medianoche— le escandalizó.

—Al principio, el cuerpo pide mucho, pero sabía que después apenas tendría que conseguir sangre para mantenerme. Yo buscaba a otro vagabundo, por eso me iba metiendo en sitios abandonados o vacíos… entonces lo vi a él… no quería hacerlo, pero…

—Ahórrate los detalles —Michelle no logró suavizar la severidad de su tono. No estaba dispuesta a olvidar todo lo que representaba esa chica que ahora ofrecía un aspecto tan vulnerable.

En aquel momento fue Jules quien intervino.

—¿Y lo mío? ¿Y la sangre con la que desperté? ¿Y la medalla de Bertrand?

Beatrice se llevó las manos a la cara. La vergüenza ante lo que había estado haciendo se iba revelando más patente, más torturante.

—Yo sabía que mis crímenes se acabarían descubriendo, era una simple cuestión de tiempo. Mi condición de muerta me permite aquí determinadas capacidades y percepciones; por eso me costó poco vigilaros, aproximarme a Pascal, acceder esta noche a la azotea. Supe desde el principio que Jules estaba contaminado. Por eso se me ocurrió que…

—¿Qué? —interpeló Michelle con dureza—. Dilo.

El espíritu errante se sumió en un abatimiento todavía más profundo, pero sus palabras continuaron, quebradizas.

—Debía buscar a alguien a quien pudiera cargar con los asesinatos si la policía se acercaba demasiado. Un chivo expiatorio.

Beatrice logró reunir la valentía suficiente como para alzar el rostro y mirar a Jules.

—Lo… lo siento —se disculpó—, no sabía lo que hacía. No era yo. No era yo.

Los ojos extraviados de la chica se perdieron enfocando hacia la noche que se abría ante ellos, de repente gélida, hostil. Jules se había negado a devolverle la mirada, inmerso en el implacable odio que empezaba a generarse dentro de él. Solo alcanzaba a pensar en el inhumano padecimiento que ella le había infligido al involucrarle en sus perversos planes.

—Yo suponía que la fase de transformación por la que atravesaba Jules, al haber sufrido una mordedura muy superficial, aún no le exigía nutrirse de sangre. Pero sus vacíos de letargo me ofrecían la posibilidad de engañarle, de conseguir que creyese que él era el verdadero responsable de esas muertes. Los síntomas del proceso vampírico me ayudarían. Por eso me metí en su habitación la primera noche y le obligué a beber sangre.

Durante esas horas de vigilia maléfica, Jules es tan maleable como un bebé. La segunda noche le dejé en la mesilla la medalla de Bertrand; era el detalle perfecto para anular cualquier duda que él todavía pudiera conservar.

—Pero entonces —estalló Jules, sin lograr contenerse—, si tan útil te soy, ¿por qué me estabas convenciendo para que me suicidara?

Beatrice no quiso responder al principio. Conforme su confesión avanzaba, el bochorno ante lo bajo que había sido capaz de caer se hacía más insoportable. Al verse obligada a admitir todos aquellos hechos —algo que no había tenido el coraje de decirse a sí misma hasta ese momento—, en el fondo se enfrentaba a su propio juicio, mucho más cruel que el de ellos.

El espíritu errante acababa de despertar a su desolación.

—Me habías visto con Pascal —terminó reconociendo, en voz muy baja—. Eso podía arruinarlo todo.

—Dios… —Jules no daba crédito—. Esta noche has venido para… silenciarme.

El espíritu errante quería explicarle que, una vez que te precipitas por el abismo de tu perdición, la única forma de avanzar es degradándote todavía más. Pero no tuvo fuerzas.

Michelle había dejado de atender. Aquella última información había constituido para ella una auténtica puñalada. Así que Pascal y ella se habían estado viendo…