50

Los desarrollados sentidos de Jules no le habían engañado. Se había vuelto en cuanto aquel sonido había llegado hasta él, en una clara pose defensiva, y ahora se encontraba con la mirada atenta de una atractiva joven, quieta más allá del muro que separaba el interior de la azotea de la estrecha cornisa donde él permanecía.

—Hola, Jules.

Bonita voz. Ella permanecía quieta, a varios metros de distancia. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Con qué propósito?

«Me ha llamado por mi nombre, así que me conoce», pensó.

Jules recorrió con los ojos toda su figura, que le resultó familiar. Entonces cayó en la cuenta. Se trataba de la chica que acompañaba a Pascal esa misma mañana, en el parque. Su físico era inconfundible.

—Sabes mi nombre —observó él—. Y yo no sé quién eres.

Ella dio unos pasos más, hasta que Jules la detuvo con un gesto.

—Mira —le advirtió—, no sé qué haces aquí, pero no es buen momento.

Reparó en que la chica lo contemplaba con una admirable tranquilidad, en aquellas circunstancias extremas. Era evidente lo que Jules se proponía hacer, y sin embargo ella no aparentaba nerviosismo. Al contrario, se la veía serena, como si se acabaran de conocer en un café o al salir de clase.

—Soy amiga de Pascal, como ya sabes —así quedaba demostrado que ella también había alcanzado a verle entre las columnas del templete—. Me llamo Beatrice.

Jules no vinculó aquel nombre con las vivencias de Pascal en el Más Allá; para él se trataba de dos mundos paralelos.

—¿Cómo has llegado aquí?

—Eso es lo de menos, Jules. Lo importante es que sé lo que has hecho.

La chica avanzó un metro más hasta situarse junto al muro que los separaba, aprovechando el gesto confundido que acababa de provocar en su oyente.

La pasmosa naturalidad con la que se expresaba había vuelto a sorprender a Jules, que no sabía bien cómo reaccionar ante una situación que desde luego no había previsto. Ni aunque hubiera planificado su suicidio durante los últimos tres meses habría sido capaz de contemplar la posibilidad de un encuentro así.

—¿A qué te refieres? —él no estaba dispuesto a comprometerse.

Ahora ella sonrió.

—¿Quieres que hablemos de a qué has dedicado tus últimas noches? ¿De qué rastro has ido dejando?

El desconcierto en el chico aumentó hasta la turbación. ¿De dónde salía esa chica que parecía saberlo todo? ¿Qué pretendía surgiendo de aquella forma en su casa?

Jules, en medio de su estupor, sintió que aumentaba el entumecimiento de su cuerpo. A su espalda, la noche iba cayendo, un atardecer extinto que para él anunciaba el comienzo de una contrarreloj.

s

Michelle, cuando vio la reacción de todos y recordó la situación en la que se encontraban, estuvo tentada de echarse atrás o, al menos, de compartir sus deducciones. Sin embargo, sus propias dudas sobre cómo podía afectar al Viajero enterarse de su sospecha —cuando aún no estaba confirmada— frenó sus últimas intenciones. Además, lo de Jules, en caso de ser cierto, no se trataba precisamente de una pequeña dificultad.

—¿Ahora? —preguntaba el Viajero, incrédulo—. Pero ¿cómo te vas a ir ahora? Te… te necesito.

«No, por favor…» pensó ella, consciente de lo que le debía de haber costado a Pascal manifestar aquello delante de los demás. «No me digas eso ahora».

Michelle se aproximó a él y, mirándolo con ternura, le dio un beso en los labios.

—Te lo explicaré a tu vuelta, y lo entenderás —le dijo sin despegar los ojos de los de él, soportando en su interior un arduo conflicto—. Pero ahora no tengo más remedio que irme. Sabes que estoy contigo, pero ahora no soy necesaria. Debo irme. Y tú también —añadió.

Ambos tenían misiones que cumplir.

—Pero ¿tan importante es eso que tienes que hacer en este preciso momento? —insistió el Viajero, ante el gesto mudo de los demás—. ¿No puede esperar?

Ella frunció los labios, puesta en pie delante de todos.

—No —respondió con contundencia—. No puede esperar.

—No está en nuestra mano obligarte a que te quedes —observó Marcel, a quien le gustaban muy poco las sorpresas de última hora—. Pero salir ahora puede ser peligroso. Después de lo de Dominique, está claro que Verger no está quieto…

Mathieu intervino entonces.

—Yo la acompaño.

Marcel y Daphne se miraron titubeando. Lo cierto es que ninguno de los dos jóvenes era imprescindible para iniciar el viaje de Pascal. Michelle, por su parte, no sabía cómo responder a aquella repentina oferta de su amigo.

—De acuerdo —aceptó Marcel a regañadientes—. Llamadme al móvil cuando estéis preparados para volver. Y, sobre todo, tened mucho cuidado.

—No es tarde, pero hoy percibo una gran agitación de fuerzas —advirtió Daphne—. Puede ocurrir cualquier cosa. No lo olvidéis.

«Ya lo creo», convino Michelle. «Puede ocurrir cualquier cosa».

Ella se volvió una última vez hacia Pascal.

—Ya te lo contaré todo. Pero, por favor, vuelve sano y salvo. Tienes que volver. Sé prudente —tomó aliento—. Hazlo por Dominique y por… por mí.

El Guardián y Mathieu —que ya se había despedido de Edouard— aguardaban.

—Lo haré por todos —contestó el Viajero, aún impactado por aquella enigmática marcha que no entendía, apenas mitigada por la promesa de futuras explicaciones—. Ten cuidado tú también, Michelle.

Les faltó valor para decirse sin tapujos lo que sentían el uno por el otro.

Michelle se puso en marcha. Marcel los condujo por una ruta distinta a través del edificio, que iba a parar a una discreta salida lateral.

La chica, ya en la calle, se dispuso a preparar a Mathieu para lo que se avecinaba. Tampoco ella estaba dispuesta, en realidad. Mientras aguardaban a un taxi, miró el cielo cada vez más oscuro, calculando el margen que les quedaba antes de que Jules perdiera el control, si es que en efecto se había convertido en un vampiro.

¿Cuándo lo hacía una criatura de esas? ¿Cuándo se abandonaba a sus instintos y dejaba de reconocer a sus amigos? ¿A medianoche? En tal caso, aún faltaban varias horas. Si por el contrario bastaba con la llegada de la oscuridad… Michelle repasaba mentalmente sus conocimientos sobre esa figura sin llegar a ninguna conclusión, no estaba segura. Por otra parte, el hecho de que Jules todavía pudiese salir durante el día constituía un buen síntoma.

Lo peor, no obstante, era la certeza de que no sabría cómo actuar si finalmente sus temores se materializaban.

—¿Dónde vamos? —preguntó Mathieu, de pie sobre la acera.

Michelle respondió al momento:

—A casa de Jules.

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Verger, resguardado en el hueco de un portal, estudiaba el palacio. No necesitó dar un paso más para concretar el emplazamiento exacto de la Puerta Oscura en las profundidades de aquella vetusta construcción. Su aura de energía traspasaba los muros de piedra, derramándose por los alrededores, al alcance de quien tuviera la capacidad suficiente para captarla.

André Verger poseía ese don. Sabía también que el acceso no iba a ser fácil. No solo porque no había entradas a la vista, sino porque para llegar hasta el Viajero tendría que enfrentarse al Guardián de la Puerta. El hechicero se encogió de hombros, sin experimentar ninguna inquietud. Sí, el Guardián y su espada suponían un problema, pero lo suyo tampoco eran precisamente los escrúpulos a la hora de llevarse por delante a todo aquel que se interpusiese en su camino.

Aunque aún no veía las cosas claras, Verger era consciente de que tenía que actuar ya. Lo más probable era que a aquella hora el Viajero se hallara en el interior del edificio, preparándose para cruzar la Puerta. El hechicero se negó a contemplar la posibilidad de que Pascal Rivas ya hubiese partido hacia la otra dimensión, lo que arruinaría su asedio, colocándolo en una posición muy delicada ante su señor.

—Vaya, qué tenemos aquí —susurró sonriendo—. Menuda sorpresa. Esta tarde hay en palacio una fiesta por todo lo alto…

Los ojos de Verger contemplaron la figura de la detective Betancourt, que acababa de aparecer merodeando también por las proximidades del palacio.

—Hay que reconocer que esa mujer tiene intuición —pensó en voz alta—. Adelante, detective, muéstreme el camino hacia el Viajero.

André Verger se fue aproximando con exquisito cuidado, deslizándose entre las sombras y los peatones. La detective acababa de rodear de forma parcial la construcción y se asomaba en aquel momento por el callejón lateral que ya conocía. Por muy poco no se había cruzado con Michelle y Mathieu, que hacía unos minutos habían desaparecido de la calle en el interior de un taxi.

Marguerite volvió a encontrarse con las puertas que viese en la ocasión anterior, y se detuvo para decidir su siguiente movimiento. Su propósito inicial de ocultar a Marcel aquella «inocente travesura» iba dando paso a la necesidad de hablar con él sobre los últimos crímenes. Entonces se empezó a plantear dejarse de rodeos y llamarlo al móvil directamente para que saliera de aquel edificio, si es que se encontraba allí.

Verger, con la paciencia del cazador, dejaba transcurrir unos minutos antes de superar la última distancia que lo separaba del callejón. Se detuvo justo en la esquina, consciente de que un único paso más lo haría visible desde el interior de aquel angosto pasaje. Por fin, se inclinó levemente y asomó la cabeza.

Ante sus ojos se ofreció un panorama vacío. Suciedad, tabiques oscuros y algunas viejas puertas. De la detective, ni rastro.

Al hechicero le extrañó aquella rapidez en desaparecer. ¿Quizá esa policía disponía de alguna llave para una de las entradas? Porque no había transcurrido el suficiente tiempo para otras posibilidades.

Pero aquella alternativa vinculaba a la detective con la Puerta Oscura, y eso resultaba un poco extraño. Verger, desconfiado, avanzó unos pasos. Fueron pocos, pero los suficientes como para quedar junto al punto en el que los tabiques se replegaban hacia el interior, produciendo un ensanchamiento que generaba a su vez un escondido rincón.

Allí aguardaba Marguerite, apuntando al hechicero con su pistola.

—Caramba, señor Verger —saludó, irónica—. Dígame que me ha venido siguiendo para comunicarme que ya ha averiguado qué empleado de su empresa llamó por teléfono a Pierre Cotin.

El empresario había alzado las manos y sonreía con cara de circunstancias.

—Detective Betancourt, encantado de saludarla.

—Veo que tiene buena memoria para los nombres.

—Y usted, un claro don de la oportunidad. No esperaba encontrarla por aquí.

—La sorpresa es mutua —repuso ella—. Pensaba que usted solo se desplazaba por avenidas.

—No siempre, no siempre.

Marguerite no estaba dispuesta a darle tregua.

—¿Usted cree que puede seguir a una detective sin que se dé cuenta?

—Qué más le da lo que yo crea.

—Me interesa bastante. Sobre todo, a partir de ahora.

—¿Le parezco peligroso? ¿Puedo bajar los brazos?

Marguerite lo meditó un instante.

—Señor Verger, me parece usted muy peligroso. Así que hasta que me explique qué está haciendo aquí y por qué me ha seguido, continuaremos así.

—De acuerdo, entonces.

La detective confirmaba con aquel encuentro tan imprevisto su convicción de que la muerte de Pierre Cotin iba mucho más allá de un simple ajuste de cuentas. Lo que todavía no había podido determinar era el papel que Marcel Laville había jugado en el violento final de aquella alimaña.

André Verger se fue girando con lentitud hacia ella, y enfocó con sus penetrantes ojos los de Marguerite. Ahí la detective cometió el error de devolverle la mirada, de mantenérsela. Una vez sus pupilas fueron atrapadas por la hipnótica intensidad que emanaba del hechicero, ya no pudo apartarlas de él. Se sintió sumergir en aquel semblante penetrante mientras un profundo mareo se adueñaba de su cuerpo. Las piernas le temblaban, y el arma empezó a pesarle demasiado.

Aguantó heroicamente aquel súbito ataque de debilidad, se esforzó por disimularlo ante ese oscuro individuo que iba ampliando su insoportable sonrisa sin que ella acertara a reunir el aplomo preciso para cortársela.

Y es que no podía recobrar el dominio sobre sí misma. Impotente, sentía cómo iba perdiendo el control de su cuerpo.

Marguerite intuía que aquello iba a peor. Su visión periférica se había vuelto esponjosa, difusa, y un entumecimiento general iba ascendiendo por sus piernas agarrotando sus movimientos. Notaba agitación en los labios de Verger. El tipo estaba hablando, aunque su voz llegaba a ella distorsionada, deformada, transformada en un esperpento del lenguaje humano.

Marguerite aún insistía en apartar sus ojos de los del hechicero, incapaz ya de sostener su arma. Sucumbía, iba precipitándose en el pozo abismal de las pupilas de Verger. Se acababa de transformar en un ser sumiso, sin voluntad.

—¿A quién busca en este palacio, detective Betancourt? —preguntó el empresario con su voz más seductora, mientras terminaba de aproximarse a ella.

—A Marcel Laville.

Al hechicero, aquel nombre no le dijo nada.

—¿Un amigo suyo, tal vez?

—Sí.

—¿Conoce a Pascal Rivas, el Viajero?

—Conozco a Pascal Rivas.

—¿Puede tu amigo conducirnos hasta Pascal Rivas?

—Sí.

Verger se mantuvo pensativo unos instantes.

—Muy bien. Ponte en contacto con Marcel Laville y dile que ya estás aquí.

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Una vez en el interior del taxi, Michelle consideró que tenía que aprovechar aquellos minutos en preparar a Mathieu; después no habría ocasión. Ella misma no podía garantizar que lo que se disponían a hacer no fuera peligroso. Su amigo tenía derecho a saber a lo que se enfrentaba y a decidir si continuaba acompañándola.

Michelle, bajando la voz, fue al grano.

—Mathieu, recuerdas lo que te contó Pascal del ataque del vampiro en el desván donde estaba la Puerta Oscura, ¿verdad? —el aludido asintió, cada vez más confundido—. Creo que esa noche Varney llegó a morder a Jules en el cuello, o al menos a rozarle.

El chico frunció el ceño.

—¿A Jules?

—Me temo que sí.

Mathieu se mordisqueó el labio.

—¿Y? No estarás insinuando…

Michelle asintió, muy seria.

—No disponemos de tiempo para explicaciones, pero —se preparó para soltar su tétrica acusación— tengo motivos para pensar que Jules se ha convertido en vampiro.

Mathieu se había quedado sin habla.

—Pero…

—No sé lo que vamos a encontrarnos en la azotea, aún es pronto. Pero puede ser peligroso —se detuvo y miró por la ventanilla, conteniendo el aliento antes de formular la propuesta—. Estamos llegando, Mathieu. No puedes pensarlo más. Tienes que decidir si me acompañas o no.

Mathieu se enfrentaba ahora a una nueva prueba contra su escepticismo. Si bien había aceptado la existencia de la Puerta Oscura, el ámbito de los monstruos legendarios le resultaba mucho más lejano. Pero no se arredró.

—Claro que voy —afirmó, todavía sin asimilar lo que estaba sucediendo—. No te voy a abandonar ahora… sea lo que sea eso que esperas encontrar en casa de Jules.

Con aquella ambigua fórmula final, Mathieu manifestaba que prefería plantearse otros peligros, otras amenazas más tangibles. Ignoraba los indicios que habían llevado a Michelle a convencerse de algo tan terrible en torno a su amigo, pero al menos —dedujo— debía de tratarse de hechos graves, si habían conseguido hacerla marchar justo antes de que Pascal iniciase uno de sus viajes.

Abandonaron el taxi a toda velocidad. Ya en el portal, Michelle llamó al telefonillo.

—¿Sí?

Reconocieron la voz de la madre.

—Hola, soy Michelle. ¿Está Jules?

Cruzó los dedos, tensa.

—Nosotros acabamos de llegar, no está en casa —a Michelle se le subió toda la sangre a la cabeza, pero a los pocos segundos recuperaba la compostura, la situación no era tan grave—. Nos ha dejado una nota diciendo que subía a la azotea. Ya lo conoces, estará viendo las estrellas como hacíais antes, o…

«O a punto de tirarse a la calle». Michelle recuperaba su semblante agónico de ansiedad.

—¿Puedo subir? Necesito hablar con él.

—Claro.

Se oyó el zumbido de la apertura, y ellos empujaron la puerta sin perder tiempo.

No cruzaron ni una palabra, ya estaba todo dicho. Se lanzaron escaleras arriba —Michelle no quiso emplear el ascensor para no delatarse con el ruido— rogando por que Jules todavía estuviese con vida. Por otra parte, si lo encontraban inmerso en el dilema del suicidio sería, paradójicamente, muy buena señal: eso implicaría que su naturaleza humana se resistía a sucumbir al germen maligno.

Atravesaron sin detenerse el nivel del desván y Michelle no pudo evitar una fugaz mirada hacia aquel acceso en el que habían vivido momentos tan intensos, tan sobrecogedores. Todo era demasiado reciente y lejano al mismo tiempo.

A continuación, procurando no hacer ruido, alcanzaron la salida que conducía a la azotea, que estaba siempre abierta. Michelle se llevó un dedo a los labios mientras volvía su rostro hacia Mathieu, advirtiéndole de que a partir de ese momento el silencio era fundamental. El otro asintió, preparándose.

La chica giró el picaporte muy despacio y, cuando hubo entornado la puerta, le sorprendió escuchar en medio de la penumbra el tono quedo de dos voces, una masculina y otra femenina; alguien mantenía muy cerca una conversación. Ella salió entonces al exterior, seguida de su amigo.

Ambos caminaron unos pasos hasta situarse detrás del tronco de una gran chimenea, desde donde tenían una buena perspectiva de la zona de la azotea que daba a la calle principal, el lugar que Jules habría elegido si, en efecto, había decidido acabar con su vida.

Michelle se asomó con cautela y, una vez más aquel indescriptible día, tuvo que asumir que los acontecimientos ponían a prueba su credulidad hasta extremos inconcebibles. Allí estaba, junto al viejo telescopio por el que tantas veces habían mirado las estrellas, sobre todo en noches de verano.

Beatrice.

Era ella, la habría reconocido entre un millón, aunque no hubiera podido ampararse en su voz suave, en su figura estilizada o en la manera delicada de gesticular. Era ella. En el mundo de los vivos.

Y, desde luego, no mostraba el aspecto de una muerta. Al menos, la poca luz y su posición adelantada permitieron a Michelle disimular su estupor ante Mathieu, que, apaciguado por el tranquilizador panorama que se ofrecía ante sus ojos, iba recuperando la calma. ¿Qué estaba sucediendo? Ella no entendía nada.

Al menos Jules seguía siendo Jules, de pie sobre el peligroso tramo más allá del muro que marcaba el comienzo de la cornisa.

Michelle se acercó un poco más a ellos, siempre resguardada tras el cuerpo desgastado de la chimenea. Tenían que escuchar para enterarse de algo antes de intervenir, no fuesen a meter la pata. Desde su ubicación, Michelle atendió a la charla, que llegaba ahora con bastante claridad hasta donde se encontraban:

—… deberías hacerlo —recomendaba Beatrice en aquel instante, con voz cautivadora—. Será una de tus últimas oportunidades… antes de que pierdas el control definitivamente.

Jules parecía indeciso.

—¿No hay algún remedio? Tal vez Pascal, desde el otro lado…

—Demasiado tarde —el espíritu errante no parecía dispuesto a permitir esperanzas—. ¿De dónde crees que vengo yo?

—Ya.

Jules miraba hacia el fondo de la calle, como calculando la distancia, el tiempo de pavor que tendría que soportar antes de estrellarse contra la acera y terminar con todo.

—¿Acaso quieres aumentar la lista de tus víctimas? La de ayer era un pobre chaval poco mayor que tú, un inocente okupa con toda la vida por delante…

Michelle no podía dar crédito a lo que estaba oyendo: ¡Beatrice estaba convenciendo a Jules de que se suicidase! Jules había empezado a dudar en el último momento, y entonces ella había aparecido, a saber de dónde, con la siniestra misión de terminar de persuadirlo.

Absurdo, disparatado. Monstruoso. Pero cierto. Aquella surrealista escena estaba teniendo lugar a pocos metros de ella. Mathieu, un poco más atrás, también se había quedado petrificado al asimilar lo que estaba ocurriendo.

—Pero… mi muerte no evitará el daño que ya he hecho… —se debatía Jules, aún agarrado al muro que limitaba con la zona de peligro.

—Se trata de evitar que provoques más —Beatrice, al otro lado, se mostraba inflexible—. Es momento de que pienses en los demás, no en ti. Si pudiera te ayudaría, pero es tarde; la condición vampírica se ha extendido en ti como una metástasis.

Jules se soltó del muro e hizo un nuevo acercamiento hacia el borde de la repisa. Michelle no aguantó más y se dispuso a intervenir.

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Marcel tenía el rostro demudado cuando colgó el teléfono, tras la llamada que había interrumpido la reunión.

—Era Marguerite… pero no era ella —señaló enigmático—. Se encuentra junto al acceso al palacio. No está sola. Ha pedido entrar.

El Guardián había accedido, claro. Las consecuencias de una negativa podían ser desastrosas.

—¿Verger? —preguntó Daphne, con la lucidez que provocaban las circunstancias extremas.

El forense asintió.

—Emplear a un rehén para acceder al palacio ha sido una buena estrategia —observó la vidente—. Espero que no disponga de más.

Mientras el Guardián, sin abandonar su semblante de máxima concentración, cogía su espada de plata y la tanteaba, la bruja comenzó a repartir instrucciones:

—Pascal —advirtió—, ha llegado el momento de que inicies el Viaje. Te tienes que ir. Ya.

Le tendió un plano de París donde aparecían señalados los dos enclaves a los que él debía dirigirse: primero, la zona del cementerio de Montmartre que alojaba la tumba del ente; después, si aquella suposición no era correcta, el parque infantil donde Marc Vicent había secuestrado a su última víctima.

Pascal introdujo aquellos mapas en su mochila, que ya tenía preparada con todo lo necesario.

La reunión había terminado, aunque quedaban muchas cosas por decir.

—Pero… —al Viajero le resultaba duro tener que abandonarlos cuando el peligro se aproximaba—. Podéis necesitarme aquí. Cuantos más seamos…

Pascal acababa de desenvainar su daga, ofreciéndose.

—No hay tiempo —repuso la bruja, empujándolo con suavidad hacia la Puerta Oscura—. Y donde te necesitamos es allí. Recuerda que eres el único que puede frenar al ente demoníaco. Tenerte aquí supone facilitar a Verger la posibilidad de conseguirte y propiciar la libertad de movimientos de Marc. Aquí te aguardaremos, pase lo que pase. ¡Confiamos en ti!

Edouard se había puesto de pie, conmocionado ante lo que se avecinaba.

—Ayuda a Pascal y no permitas que nadie entre —le ordenó su maestra—. El Guardián y yo vamos a intentar detener a Verger mientras tanto.

Edouard asentía, iniciando su propio ritual de concentración. Llegaba la hora de volver a primera línea. Él sería la última protección con la que contaría la Puerta, si se cumplían las peores previsiones.

Marcel, manteniendo su apariencia solemne a pesar del peligro que se cernía sobre ellos, se le aproximó.

—Toma —el forense se quitó del cuello el medallón de su estirpe, y procedió a colocárselo a él—. Ahora eres un Guardián. Cumple con tu deber si así lo quiere el Destino. Si Verger llega hasta aquí —añadió—, solo tú quedarás para proteger al Viajero. Recuérdalo y actúa con dignidad.

Edouard tragó saliva, sin saber qué decir.

—Así… así lo haré.

La vidente y Marcel abandonaron el sótano. El forense, mientras se dirigía espada en mano hacia su inminente encuentro con el hechicero, pensaba en el sucesor al que habían adiestrado durante años, protegido lejos de allí. Su secreta existencia garantizaba la supervivencia del Clan de los Guardianes, pero de nada serviría su continuidad si la Puerta caía en manos del Mal.

Pascal se introdujo en el arcón. Antes de que se cerrase sobre su cabeza, volvió a preguntarse qué había forzado a Michelle a salir del palacio de aquella forma tan precipitada. Al menos, se dijo, eso la había librado de aquella situación de alto riesgo. Se alegró.

—Suerte —le deseó Edouard, manteniendo a duras penas la compostura— y cuidado, ten mucho cuidado. Recuerda que puedes contactar con nosotros.

Pascal le agradeció aquellas palabras, admirado de la valentía que aquel chico estaba mostrando.

—Suerte también para vosotros, Edouard. Todo saldrá bien.

El médium volvió la cabeza hacia la puerta del sótano.

—Eso espero —respondió—. Vete ya, no sé el tiempo que podrán frenar a Verger.

La tapa del arcón encajó sobre los contornos del mueble emitiendo un golpe seco. Pascal ya no veía nada, sumido en aquella familiar oscuridad que constituía la antesala del viaje al Más Allá. Procuró acomodarse para no sufrir daños durante los embates del trayecto.

Y aun entonces, también tuvo un recuerdo para Beatrice. ¿Qué estaría haciendo en aquellos instantes? La imaginó sola, abandonada, vagando sin rumbo por una realidad que, en el fondo, seguía sin ser suya.

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—¡Basta! —gritó Michelle, surgiendo en medio de la noche—. ¡Jules, apártate de ahí, salta el tabique y ven a la zona segura! ¡Por favor!

El chico y Beatrice se habían girado con un respingo, y ahora la contemplaban como si estuvieran viendo a un fantasma, lo que no dejaba de resultar irónico.

—Michelle… —Jules no acertaba a articular palabra, víctima de su rotundo asombro—. Pero qué haces aquí… Yo no quería que…

Ella, firme junto a la chimenea, no lo miraba, y fijó sus pupilas inquisitivas en Beatrice. El espíritu errante, ante su brusca aparición, no había podido evitar un leve gesto de contrariedad muy comprometedor. Michelle, que sí lo había percibido, se daba cuenta de que allí estaba pasando algo muy, muy raro. Mucho más oscuro, intrincado, que la presunta condición vampírica de Jules, el objetivo que los había llevado hasta esa azotea aquella tarde.

Mathieu consideró que era momento de apoyar a Michelle, y se hizo visible también. El asombro se multiplicó en Jules y Beatrice.

—¿Se ha cancelado el viaje de Pascal? —preguntó el espíritu errante, en un tono molesto.

A Michelle le dolió comprobar lo bien informada que se encontraba aquella chica del otro mundo. ¿Había tenido algún contacto con Pascal? ¿Habría sido Jules quien se lo había dicho? Aunque necesitaba saberlo, no olvidó que su prioridad ahora era conseguir que Jules se apartara de la cornisa; podía dar un paso en falso y entonces todo aquel esfuerzo no habría valido la pena.

—Jules —se apresuró a explicar, desechando sus dudas—, sabemos lo que has estado sufriendo, algo se podrá hacer. ¡Tendrías que haber contado con nosotros desde el principio! No estás solo, Jules. Hablaremos con Daphne, y con el Guardián de la Puerta. Pascal también estará dispuesto a ayudarte. Pero ahora salta el muro y, mientras lo discutimos, aléjate del borde. Por favor.

—Hazle caso —dijo entonces Beatrice—, y dentro de un rato, cuando el cuerpo no te responda, podrás experimentar el dudoso placer de matar a una amiga. Vas a elegir muy bien a tu tercera víctima, Jules. Sigue perdiendo tiempo mientras oscurece. Luego lo pagarás.

Jules dudaba, alternaba miradas hacia cada una de ellas, como rogándoles en silencio que le ayudaran a decidir.

—¿Pero a ti qué te pasa? —Michelle atacaba ahora a la otra chica—. ¡No sé qué haces aquí, pero no entiendo tanto interés en que Jules se mate! ¿Qué pasa, quieres tener más compañía entre los muertos?

Ahora la que saltó fue Beatrice, sufriendo la herida de aquella acusación.

—¡No estoy muerta! —recuperó el aplomo de golpe, como si se arrepintiese de lo que acababa de decir pero fuera tarde para desdecirse—. Ya no.

Mathieu, mientras tanto, se había ido aproximando a Jules dando un rodeo. Gracias a eso había podido llegar al pequeño muro que impedía el acceso a la cornisa, que él salvó sin ser visto. De algo servía estar en tan buena forma. En aquel punto ya nada lo separaba de la caída al vacío, pensó entre temblores. A continuación, se agachó —tragó saliva, sufría de vértigo y si lanzaba una única mirada hacia la calle se jugaba la vida— y empezó a arrastrarse hacia Jules, que permanecía de pie, sin sujetarse, atendiendo a la disputa entre Beatrice y su amiga.

—Claro que estás muerta —Michelle escupía sus palabras, dotándolas de un desprecio desconocido hasta entonces—. Este no es tu mundo, ya no. Vuelve al tuyo y déjanos en paz…

—Podemos seguir discutiendo —a Beatrice se la notaba dolida por el último ataque de Michelle, aunque no estaba dispuesta a ofrecer una imagen débil—, pero eso no ayudará a Jules. Está condenado, y lo sabes. Debe acabar con todo antes de que sea demasiado tarde…

La súbita aparición de Mathieu, que se alzaba junto a Jules y lo empujaba contra el muro, interrumpió al espíritu errante. Ahora Jules se debatía encajonado entre los fuertes brazos de su amigo, cuyas manos se habían anclado al tabique con la energía del miedo. A Mathieu se le había erizado la piel, luchando por no imaginar la nada que se abría justo detrás de él, a un escaso medio metro. Un escalofrío le recorrió la espalda, y deseó que aquello acabara cuanto antes.

—¡Joder, si sigues moviéndote me vas a tirar, Jules! —se quejó—. ¿Es eso lo que quieres?

Aquel argumento pareció convencer al chico que, resignado, terminó por saltar el muro y situarse fuera de peligro, seguido de Mathieu, bajo la atenta y decepcionada mirada de Beatrice.

Solo entonces Michelle se permitió un prolongado suspiro de alivio. En realidad no habían resuelto nada —todo continuaba siendo absurdo, inabarcable—, pero al menos la situación se había vuelto menos crítica.

Tal vez aquella breve tregua fue lo que hizo que la mente de Michelle recuperara su fluidez, su agudeza. Y empezó a caer en la cuenta de nuevos detalles que no había sabido reconocer.

—Beatrice —comenzó—, ¿tú cómo sabías lo de los cadáveres desangrados? Nosotros nos hemos enterado esta misma tarde…

—Yo también lo sabía —confesó Jules, desde su nueva posición, escoltado por la silueta atlética de Mathieu—. Lo han dicho por la radio y en internet también sale algo. Aunque hay muy poca información.

¿Beatrice escuchando la radio, atendiendo a los periódicos online? A Michelle no le cuadró aquella imagen. Pero sobre todo no le cuadró el dato que la propia Beatrice les había facilitado minutos antes:

—¿Y cómo sabes que la última víctima es un okupa? No creo que la prensa haya facilitado ese detalle…

Michelle recordó la explicación del forense. Según la versión de Marcel, horas antes del asesinato de aquel chico, la detective Betancourt había visto en el mismo lugar a una chica joven, de pelo castaño y bellos rasgos, espiando por una ventana, que poco después desapareció sin dejar rastro.

¿Beatrice, acosando a Pascal?

Michelle, impactada ante su propia audacia, establecía conjeturas que superaban todo lo creíble. Pero la presencia allí de Beatrice era tan oportuna… Ahora que la veía, que observaba sus ojos idos, la imaginaba sin esfuerzo obsesionada con el Viajero.

—Tú estuviste allí, ¿verdad? —preguntó—. En el lugar del crimen.

—Yo… —el espíritu errante no continuó.

Beatrice. Ella, una criatura de otro mundo, acechando en el interior de un viejo edificio donde poco después moría asesinado un joven del que parecía saber demasiado. Aquello sonaba cada vez peor.

Esta vez Jules no había sido capaz de justificarla; él tampoco había logrado averiguar ningún detalle sobre la segunda víctima. Se creó un silencio de lo más embarazoso, cortante. El semblante del espíritu errante fue adquiriendo una hostilidad insospechada, nadie habría imaginado que su rostro angelical podía sufrir una transformación tan drástica.

Entonces, rabiosa, se lanzó contra Michelle dando un sorprendente salto.