El ambiente opresivo, triste, que se respiraba en la sala contaminaba la atmósfera esterilizada de aquel espacio sanitario. Muy cerca, tras un tabique acristalado que acordonaba el recinto de la unidad de cuidados intensivos, permanecía Dominique. Su rostro estaba vendado y entubado, y el cuerpo bajo la sábana, hecho un amasijo de cables que lo conectaban con diversos aparatos y pantallas. Un regular sonido como de fuelle delataba la respiración asistida. Sus latidos, débiles, provocaban saltos en la curva verde de la gráfica que mostraba uno de los monitores.
Apenas habían permitido a todos los presentes quedarse unos minutos más allá de la barrera de cristal, asistiendo a esa escena que se les antojaba irreal. Aquello no podía estar sucediendo, nadie podía ni quería aceptarlo. El personal del hospital había obligado a familiares y amigos, con delicadeza, a aguardar en la sala de espera, que, aunque era cómoda, arrastraba el gran inconveniente de que no permitía ver a Dominique.
Al menos Pascal había aprovechado aquel traslado para avisar a Daphne de lo sucedido.
Los padres del chico, desgarrados, habían hecho lo posible —sin éxito— para obtener la autorización que les permitiera continuar junto a Dominique, pues sentían que no debían desperdiciar ni un segundo de la vida de su hijo. Necesitaban verlo a cada instante. El diagnóstico, en cualquier caso, se había revelado demoledor: múltiples fracturas y lesiones, hemorragias internas, traumatismo craneoencefálico severo.
El atropello había sido de una brutalidad sobrecogedora.
«El coche que se lo llevó por delante no podía ir solo a cincuenta por hora», había comentado un policía, impresionado. «Ha destrozado al chaval. Quizá por eso no paró, el muy…».
Los padres, desolados, no lograban comprender cómo alguien podía tener tan poco corazón como para dejar a su hijo tirado sobre la calzada mientras se moría. Tal vez si aquel conductor al menos hubiera avisado a una ambulancia en cuanto ocurrió el accidente…
Todos los detalles de aquel desgraciado suceso parecían confabulados para sentenciar a Dominique. Pero ahí seguía, resistiéndose, mostrando una fortaleza que estaba sorprendiendo a los mismos médicos.
Junto a la familia de Dominique aguardaban Michelle, Pascal, Jules, Mathieu y otros amigos y amigas. Y seguía llegando gente al recinto hospitalario, lo que atestiguaba el aprecio que tenían al muchacho. A pesar de su talante irónico y sus frecuentes salidas de tono, era muy querido.
Dos enfermeras acababan de traer los objetos personales que llevaba Dominique al sufrir el accidente, para que no se perdieran hasta que —si se daba la remota posibilidad de una mejoría— fuese subido a planta. Trasladaban aquellos enseres en una bolsa que depositaron sobre la única mesa de aquella estancia, pegada a una pared lateral. Sus padres no quisieron ni mirarlos; aquel gesto les parecía demasiado vinculado a la muerte.
Pascal sí se aproximó al cúmulo desordenado de objetos, meditabundo, envuelto como todos los presentes en una oleada de recuerdos compartidos con Dominique. Las pertenencias que su amigo llevaba en el momento del accidente eran sencillas: monedas, el móvil aplastado, algún billete, las llaves de casa, un par de carnets, papeles sueltos, un boli.
Pascal los separaba y los volvía a agrupar, abstraído. De aquel modo se iba percatando de que las experiencias compartidas adquieren verdadera naturaleza de recuerdo solo cuando alguien muere, porque todo lo vivido se vuelve irrepetible. Pascal no quería albergar recuerdos con Dominique. Deseaba fervientemente continuar en su mismo presente. Pero nadie podía garantizárselo. Dominique luchaba por su vida. O tal vez no, quizá les habían mentido por piedad y lo único que su amigo hacía era agonizar…
Michelle, víctima de un profundo abatimiento, observaba cómo Pascal acariciaba aquellos resquicios de la realidad cotidiana de Dominique. Anheló abrazarse a él, llorar sobre su hombro. Lo habría hecho sin ruborizarse, pero la presencia desolada de los padres de Dominique frenó su intención.
Desde aquel mutismo con sabor a pulso final, a siniestro cálculo de probabilidades, todos se hacían una misma pregunta: ¿Qué hacía el chico en el lugar del accidente, aquella aciaga mañana?
Pascal, Michelle y Mathieu intuían la respuesta a aquel interrogante. En cuanto se enteraron de la noticia, no les costó deducir que su amigo había acudido hasta allí a intentar localizar la tumba donde reposaban —¿reposaban?— los restos del ente demoníaco.
En principio no parecía una iniciativa peligrosa, pero… ¿quién podía garantizar nada a aquellas alturas?
«Ha caído en acto de servicio», pensó sin saber por qué el Viajero, deseando que Dominique superara aquel obstáculo como había vencido otros a lo largo de su vida.
A los pocos minutos les comunicaron que se llevaban a Dominique para una intervención. Los padres saltaron de sus asientos, se lanzaron por el corredor para seguir la camilla que dos celadores deslizaban hacia la zona de quirófanos. Arañaban imágenes de su hijo respirando.
Pascal, sin volverse, desenvolvió uno de los arrugados papeles que habían encontrado en los bolsillos de los pantalones de Dominique. Era un plano, un boceto.
Apenas tardó en identificar los puntos de referencia que aparecían señalados.
Se trataba del cementerio de Montmartre. Y, en su interior, el emplazamiento aproximado de la tumba de Marc Vicent. En aquellas líneas de trazado imperioso, Pascal reconoció la vitalidad de su mejor amigo, una enérgica determinación que se diluía en aquellos momentos entre tubos, vendajes e interruptores.
Pascal lloraba, cogiendo con fuerza aquel papel como si fuera la mano de Dominique que él pudiera sostener para que no se precipitara al abismo de la muerte.
Y así, entre lágrimas, entendió por fin la esencia de su rango como Viajero: él era un intermediario y, como tal, no podía controlar los destinos de quienes le rodeaban.
La vidente había terminado de hablar con Pascal por teléfono hacía unos minutos, y a continuación se había apresurado a comunicar a Marcel y a Edouard la dura noticia.
La pena y la incertidumbre habían terminado salpicando, por fin, el ambiente sosegado del palacio medieval. Aquel domingo, la penumbra de los corredores parecía más lóbrega, más fría.
—Pobre chico… —murmuró el forense, meneando la cabeza—. Tan joven. Ojalá se recupere y pueda aprovechar toda la vida que tiene por delante. Lo merece.
—Confiemos en la fuerza de esa juventud —Daphne mostraba una pesadumbre sobre la que se imponía la esperanza—. Las ganas de vivir son la mejor medicina. Y ese chico tiene una gran energía interior.
Se quedaron en silencio.
—Todo se nos está yendo de las manos —afirmó entonces Marcel, con perpleja incredulidad—. Primero esos crímenes y ahora esto…
—No sé quién puede estar detrás de ellos —confesó Daphne, mostrando el mismo asombro—. Y en cuanto al atropello de Dominique…
—¿Pensáis que no ha sido un accidente? —Edouard, que había mantenido un impresionado mutismo, adelantó una conjetura que todavía ni la vidente ni el Guardián se habían atrevido a pronunciar.
—La zona tiene poco tráfico en domingo —argumentó Marcel—, y Dominique es muy prudente, según cuentan sus amigos. Si eso es así, ¿qué posibilidades hay de que no vea un coche que, además, va lanzado a toda velocidad? ¿Qué posibilidades, además, de que se trate de un conductor que no se detiene al provocar el desastre?
Daphne confirmó aquel interrogante.
—Porque el tipo no frenó, según lo que me ha dicho Pascal.
—Por lo visto, ni siquiera al sentir el impacto, pues arrastró bastantes metros la silla de ruedas, ¿no? —incidió Marcel, meticuloso.
—Eso es.
A aquel dato sucedió un prolongado silencio de espanto.
—¿Tal vez el conductor iba borracho? —aventuró Edouard después, buscando puntos débiles a la versión más siniestra del accidente.
—El coche no chocó con nada más —explicó la vidente—. De acuerdo con la descripción del Viajero, ninguno de los vehículos aparcados en las zonas circundantes de estacionamiento sufrió daños, ni un roce. No conozco borrachos tan selectivos que solo se lleven por delante peatones.
—Si a esos indicios añadimos el lugar —completó Marcel—, tan cerca de la tumba de Marc Vicent, resulta muy difícil achacar lo sucedido a la mala suerte.
—¿Entonces? —Edouard cobijaba en su interior la contestación a su interrogante—. ¿André Verger?
Marcel se giró hacia él, y en sus ojos la tristeza cedía terreno a una ira que se iba alimentando de los rescoldos todavía activos que guardaba en su interior, brasas de antiguas injusticias que el Guardián no había logrado evitar a lo largo del tiempo.
—¿Quién si no? —sentenció.
En otras circunstancias, el forense habría pedido a Marguerite una exhaustiva investigación para atrapar al culpable. Pero en esta ocasión, él estaba convencido de que no haría falta. Verger se terminaría aproximando a la Puerta Oscura lo suficiente como para brindarle al Guardián la legimitidad para aplicar su propia ley, la misma que le había impedido acabar con el hechicero cuando lo tuvo a su merced y que le obligara días antes, lamentablemente, a terminar con Pierre Cotin. Provocar muertes constituía un último recurso que él siempre procuraba evitar.
Una actitud que Verger pondría a prueba. La ambición del oscuro médium constituiría su perdición.
Los chicos, cabizbajos y apiñados, como si su mutua proximidad pudiese infundirles ánimo, abandonaban el hospital. Los padres del herido necesitarían algo de intimidad mientras una nueva espera se iba desgranando para ellos minuto a minuto. Además, sabían que allí ya no pintaban nada —la operación podía prolongarse varias horas— y que el viaje que aquella misma tarde debía acometer Pascal era una misión ineludible. Sin embargo, el joven español se había resistido a separarse de su amigo.
—Nadie quiere irse —había argumentado con delicadeza Michelle, mirándolo a los ojos—. ¿Crees que yo me siento bien haciéndolo? Pero aquí no podemos ayudar, Pascal. Y de ti pueden llegar a depender muchas más vidas.
—Dominique lo habría querido así —añadió Mathieu—. Se hubiera negado a que concediésemos ventaja al enemigo. Nos habría echado del hospital.
—Pero… —Pascal no alzaba la vista—. Estamos todos en esto y…
—Y esto no ha terminado todavía —concluyó Michelle—. Es tentador, pero no podemos permitirnos el lujo de refugiarnos en la pena. Dominique ya está luchando, ahora nos toca a nosotros.
Todos se quedaron en silencio.
—Os avisaremos en cuanto sepamos algo —le dijo a Mathieu un amigo del lycée.
Más no podían hacer.
Se despidieron de los demás compañeros a las puertas del centro. Todavía tenían que acudir a sus respectivos hogares. Para el Viajero, aquello era importante; consciente de que su cometido en el Más Allá implicaba un riesgo tan elevado como era el enfrentamiento con Marc, deseaba ver a sus padres.
Nunca se sabía lo que podía ocurrir; una reflexión realista, lúcida, que Pascal construía con una calma resignada. No la manifestaría en voz alta para no agudizar aún más la crispación entre los conocedores del secreto de la Puerta Oscura. Y por Michelle, cuyos ojos, conforme se iba aproximando el momento del viaje, iban reflejando un miedo mayor.
«No quiere perderme», se dijo Pascal, sintiendo la amarga mordedura de los remordimientos. «No la merezco».
Absortos en su aflicción, no repararon en una figura que los observaba a media distancia desde las inmediaciones del centro sanitario. Una chica joven, morena y de grandes ojos. Era Beatrice, que despertaba de su enamorada ingenuidad ante la escena que se ofrecía ante ella. Aquel momento tan emotivo —que le estaba vedado, al que no podía incorporarse— le recordó que todavía no formaba parte de la vida de Pascal, sino solo de la de su faceta de Viajero.
El grupo se separó, rumbo a diferentes calles y estaciones de metro.
Por seguridad, Pascal se desplazaría hasta su domicilio en taxi, escoltado por Mathieu. Aguardaban al pie de la calzada, dispuestos a alzar un brazo en cuanto viesen aproximarse el primer vehículo libre que pudiera llevarlos. Michelle les hubiese acompañado de buena gana, pero el aspecto cada vez más extenuado de Jules condicionó su determinación. Dejaría en casa a su camarada gótico antes de dirigirse a la suya. El accidente sufrido por Dominique había supuesto para Jules, dada su extinta vitalidad, un impacto demasiado fuerte.
Beatrice, desde su posición, seguía con la mirada los movimientos de todos. Cuando Pascal desapareció de su vista en el interior de un coche, salió de su escondite y comenzó a caminar en la misma dirección que Jules y Michelle.
No tardó mucho en acercarse lo suficiente como para poder distinguir el contenido de la conversación que mantenían los dos amigos:
—Michelle —advertía Jules, arrastrando las palabras como prolongaciones exhaustas de su propio cuerpo consumido—, no voy a acudir a la reunión. Lo siento. No tengo fuerzas.
La chica se quejó.
—Tienes que hacer un esfuerzo —insistió—. Necesitas distraerte, salir de tu encierro. Además, no hace falta que te diga la importancia de lo que hoy va a hacer Pascal. ¿Te vas a perder la oportunidad de intervenir?
Jules bajó los ojos.
—Creo que sí, Michelle.
—¿En serio? ¿Te vas a quedar en tu habitación rumiando el accidente de Dominique? Eso sí te va a deprimir…
—No tengo más remedio, de verdad. Necesito un poco más de tiempo.
—De acuerdo, no voy a presionarte más.
Transcurrió el tiempo. De nada habían servido aquellos argumentos frente a la inflexible actitud del chico, que, sin alterar su marcha rendida, mirándola con ojos cavernosos como pozos que se abrían en sus mejillas hundidas, abordó entonces —se aproximaban a su casa, ya podía verse la iglesia de la Madeleine desde donde estaban— un preludio de despedida.
—Michelle, os quiero desear mucha suerte —comenzó, en tono melancólico—. Ha sido una pasada para mí que hayamos sido testigos de la apertura de la Puerta Oscura, y…
—Oye, que aunque no vengas, nos vamos a ver mañana —comentó Michelle, sorprendida ante aquella exhibición de dramatismo tan fuera de lugar—. No se acaba el mundo esta tarde, Jules. Y todo va a ir bien. Todo.
El muchacho asintió, con un extraño gesto en su semblante.
«Todo no puede ir bien, Michelle», pensaba como si ya nada fuera con él.
—¿Dónde estás, Jules? —le preguntó entonces ella, sin lograr entender qué pasaba por la ensimismada mente de su amigo.
Él, lacónico, la miró como si en aquellos instantes ya se hubiese abierto entre ellos un abismo insondable. La besó en la mejilla, la abrazó con fuerza y, sin contestar, accedió a su portal.
Jules no volvió la vista atrás.
Michelle se quedó unos instantes allí, de pie, parada. Después, poco a poco, marchó en dirección a su casa, meditabunda. Había hecho todo lo posible para ayudar a Jules; ahora debía entregarse por completo a la causa de Pascal. Beatrice no la siguió.
—Tienes que ser más puntual —la amonestaba su madre mientras se asomaba por la puerta de la cocina—. Si no, no hay manera de que coincidamos para comer. Y últimamente te vemos muy poco. Esto tiene que cambiar.
Pascal asentía, absorto, sentado ante la mesa donde ya había preparado los platos con la comida. Fernando Rivas también se preparaba para salir.
—Es que hoy tenemos café en casa de los Monteuil —se justificó, como si intuyese de alguna manera que no debían dejar solo a su hijo en aquellos momentos—. ¿El próximo fin de semana tendrás algo de tiempo para nosotros? Podemos organizar un pequeño viaje. ¿Qué te parece?
«A saber dónde estaré dentro de una semana», pensó Pascal. «Mira Dominique. Quién le iba a decir hace unas horas que tal vez su vida no pase de este domingo».
Pascal aún no les había confesado la causa de su retraso, y en realidad no sabía por qué. Quizá la única razón había que buscarla en una apática pereza que le había ido invadiendo durante la última hora. Poco a poco se iba encerrando en sí mismo, saturado de problemas. Michelle, Beatrice, Marc… y ahora su mejor amigo. No le apetecía hablar, sencillamente. Todo se acumulaba y él no deseaba dar explicaciones.
—Hoy han atropellado a Dominique —comunicó por fin—. Vengo del hospital.
Aquella información, soltada de aquel modo tan directo y austero, tuvo el mágico efecto de interrumpir con brusquedad los movimientos de sus padres, que se apresuraron a llegar hasta él para confirmar lo que habían creído entender. Después de años de amistad con su hijo, Dominique era muy apreciado por ellos.
—¿Por qué no lo has dicho antes? —preguntó su madre, con visible preocupación—. ¿Qué tal se encuentra?
A Pascal le agobió verles inclinarse sobre él, expectantes.
—Está en coma. Los doctores no lo han dicho, pero me parece que no creen que sobreviva a esta noche.
La madre se llevó una mano a la boca, mientras Fernando se ponía muy serio.
La mujer pasó una mano por el pelo de Pascal con inesperada ternura.
—¿Por qué piensas eso? Ahora la medicina cuenta con muchos adelantos…
—Tendrías que haber visto cómo susurraban los médicos. Y sus caras.
—Sus padres tienen que estar destrozados —observó Fernando, moviendo la cabeza hacia los lados—. Qué mala suerte.
¿Mala suerte? Pascal no sabía qué pensar de lo que había ocurrido.
—Más destrozado está Dominique, papá.
—Claro —parecía confuso—, yo no pretendía decir…
La madre volvió a intervenir:
—¿Quieres que nos quedemos, hijo? No tienes más que decirlo…
Pascal rechazó aquella sugerencia.
—No, gracias. Idos tranquilos, he quedado dentro de un rato con los demás, no voy a estar aquí solo. Iremos al hospital —mintió—. A ver cómo evoluciona Dominique.
Que dramático quedaba emplear la misma terminología de los médicos. Casi sonaba como la voz hueca utilizada por los presentadores de informativos en la televisión, tal vez un recurso concebido con ánimo de ganar distancia con respecto a las tragedias de las que hablaban.
—Ojalá tenga suerte —deseó Fernando Rivas—. En estas cosas nunca se sabe, y el hecho de ser joven siempre es un punto a favor.
—Ojalá —comentaba la madre, impresionada—, porque se lo merece. Primero esa enfermedad que le impide andar, y ahora…
Pascal sentía su interior burbujear de sentimientos encontrados. Por un lado necesitaba que se fueran, que lo dejaran allí en completo silencio; pero, al mismo tiempo, ansiaba su compañía, su contacto. Su voz familiar.
Se levantó y los abrazó. Sobraban más comentarios.
—Nos quedamos con nuestro chico —decidió la mujer, en un repentino arranque maternal—. Podemos quedar con los Monteuil cualquier otro domingo.
Pascal se negó categóricamente.
—No hace falta, de verdad. Gracias, pero me voy a ir enseguida…
—Te acompañaremos al hospital —insistió una vez Fernando Rivas.
—No, de verdad, no hace falta.
Los miró unos instantes.
—Os quiero mucho, ya lo sabéis.
La madre suspiró, emocionada, antes de contestar:
—Nosotros a ti también, cariño.
Fernando asentía de nuevo, apretándole un hombro.
Los padres de Pascal achacaron aquel arrebato sentimental de su hijo, de natural mucho menos efusivo, al terrible accidente que acababa de sufrir su mejor amigo. Pero se equivocaban. Pascal se estaba preparando ya para su propia aventura. Quizá él y Dominique se disponían a compartir aquella noche, por primera vez, el viaje más remoto: ambos enfilaban hacia el mundo de la muerte.
Pero Pascal era el único que contaba con billete de vuelta.
Marguerite, antes de abandonar la escena del crimen, quiso echar una última ojeada por el interior del edificio donde había sido asesinado aquel chico, Bertrand Lagarde. Tan joven… Una lástima. En otras circunstancias, la detective se habría limitado a culpar a las malas compañías de un final así de sórdido: solo, de noche, degollado en el interior de un edificio vacío, cerrado. Muerto en medio de la oscuridad, entre andamios, tablones y vigas. Se hacía difícil concebir unas condiciones más desoladoras para los últimos instantes de una persona, dolorosos pormenores que sería complicado ocultar a los padres.
Sobre todo si se lograba detener al autor y había juicio.
«El azar ha jugado con este joven», pensó ella con cierta amargura, teniendo en cuenta todas las personas que en las últimas horas del día anterior habían pasado por el edificio: la mujer desconocida, el asesino suicida, ella misma, que ahora pisaba aquellas tablas provisionales. O eso, o su asesino era el tipo más afortunado del mundo.
«Las malas compañías», se repitió Marguerite, escrutando cada rincón de aquella casa. No. Descartó muy pronto esa hipótesis. Los detalles tan escabrosos de su muerte, coincidentes con los del asesinato del vagabundo en el parque Des Buttes Chaumont, impedían sacar conclusiones tan precipitadas.
Algo oscuro se ocultaba en aquellas muertes violentas. Algo que no tenía nada que ver con el conflictivo estilo de vida del muchacho.
Marguerite paseó por la planta donde el crimen se había llevado a cabo, cavilando. Junto a la escalera, unas manchas oscuras marcadas con tiza señalaban el lugar exacto de la agresión. El cadáver había sido retirado. En realidad, todo allí empezaba a resultarle familiar a la detective, en el peor de los sentidos. El hecho de haber estado en ese lugar horas antes de que el joven Lagarde cometiera el error de su vida al decidir pernoctar entre aquellas paredes le escocía, como si el hecho de no haber podido anticiparse fuera algo digno de recriminación.
Se encogió de hombros, resignada. A la policía se le podían exigir muchas cosas, pero no que adivinara lo que iba a ocurrir. Afilando su propio sarcasmo, se atrevió a llegar más lejos:
«Quizá Marcel sí contaba con los recursos necesarios para una labor preventiva tan sumamente útil».
No obstante, y tal como había previsto antes de llamarlo para comunicarle las turbias novedades, el enigmático doctor no había podido acercarse hasta allí.
Marguerite decidió que ya era hora de retornar a su labor de espionaje «amistoso». Antes de cruzar los umbrales de la construcción, se giró y dedicó una última mirada a aquel interior sombrío, planteándose un único interrogante.
¿Qué había hecho el asesino con la sangre de su víctima? El cuerpo había sido vaciado de ella, y las manchas en el suelo eran insuficientes para justificar una pérdida semejante. Las mismas particularidades que había presentado el caso del vagabundo. ¿Qué hacía el asesino con la sangre de sus víctimas?
André Verger farfullaba de indignación, de pie a la entrada de una propiedad localizada a las afueras de París, mientras comprobaba la traicionera rapidez con la que iba transcurriendo el tiempo. Los múltiples preparativos para el sacrificio del Viajero habían exigido más dedicación de lo que suponía —no en vano se trataba de una de las más complejas y arriesgadas liturgias que podían llevarse a cabo en el mundo de los vivos—, y ahora todavía tenía que encargarse del vehículo con el que su chófer había atropellado a Dominique Herault. Había que eliminar todas las huellas de su implicación. Aún recordaba con inquietud la imprevista visita de aquella enorme mujer, la detective Betancourt. No, la policía no era tan incompetente como él suponía. Tenía que ser muy meticuloso.
En principio, gracias a la idoneidad del lugar y al momento de poco tránsito en el que se había producido el presunto accidente —y a su propia rapidez, apenas unos segundos destinados a segar quince años de vida—, era muy improbable que hubiese algún testigo capaz de identificar la matrícula de su Mercedes Benz. Y más valía que continuase siendo así, pues, en caso contrario, el hechicero disponía de muchos recursos para acallar comportamientos cívicos de colaboración ciudadana.
Nadie lograría malograr sus planes. Nadie.
Ahora lo prioritario era dejar el coche en un taller ilegal donde pudieran reparar la carrocería abollada y pintarlo por completo. No debía quedar ni una muesca, ni un resto, ni una raya.
Volvió a posar la mirada en la esfera de su reloj, tenso. En realidad no tenía ni idea de cuándo tenía previsto el Viajero atravesar la Puerta Oscura. Tal vez ni siquiera fuese ese mismo día. Pero aquella incertidumbre crispaba sus nervios.
Si se le adelantaba…