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Michelle, cansada ante la falta de noticias de Pascal, recibió al menos el consuelo de una llamada de Jules, que ya se encontraba de regreso en casa. Era tal el desproporcionado agotamiento que aquella incursión en tierra soleada había provocado en el chico, que ambos acordaron verse en su domicilio antes de la hora de comer.

A Michelle, que se había hecho ilusiones tras la primera conversación mantenida con Jules aquella mañana, le entristeció comprobar que su amigo se mostraba ahora tan débil como en días anteriores. Poco después, ya junto a su amigo, pudo atestiguar que la extrema palidez de Jules seguía acentuando los surcos oscuros de sus ojos hundidos, dotando a su rostro de las facciones propias de un enfermo grave.

Michelle se encontraba en el dormitorio de su amigo cuando de nuevo sonó su móvil: en esta ocasión era Pascal. Descolgó sin poder contener su impaciencia y, aunque habría preferido salir de la habitación donde permanecía con Jules para tener algo más de intimidad, no le pareció bien y se quedó.

—Por fin, Pascal. Te he llamado varias veces esta mañana.

—Lo sé, he visto las perdidas. Perdona —el tono parecía muy sincero—. He salido con mis padres y me he dejado el móvil en casa. En cuanto he vuelto te he llamado.

Pascal soltaba la calculada explicación que le permitía ocultar aquel espacio de tiempo en el que había estado con Beatrice, consciente de añadir una mentira más en el cúmulo de engaños que el Viajero iba amontonando en su confusa trayectoria con Michelle.

«Se trata de un mal menor», pensó, «una mentira piadosa para evitar una crisis en toda regla». Más adelante, con calma, le contaría toda la verdad.

Mientras hablaban, Michelle reparó en un pequeño objeto que permanecía en el suelo, junto a la cama, y lo recogió. Se trataba de una medalla de oro, que Jules le arrancó de las manos con un ímpetu que la sorprendió.

—Me trae muy malos recuerdos —se justificó él—, no quiero ni verla. Perdona.

Michelle, que había alcanzado a leer el nombre grabado en la medalla antes de que Jules se la arrebatara, se encogió de hombros, y continuó hablando con Pascal.

—¿Entonces vienes a casa de Jules?

—Sí —confirmó él—, quiero verle. A ver si entre los dos logramos animarlo.

Michelle suspiró.

—Ojalá. No tardes.

—Por cierto —añadió el Viajero, antes de despedirse—, Marcel Laville va a ponerse en contacto con vosotros para adelantar el viaje.

Michelle frunció el ceño.

—¿Y eso?

—Acabo de recibir la visita de un fantasma hogareño —adelantó, serio—. Ahora os cuento.

En cuanto colgó, Michelle compartió la información con Jules, incluyendo aquel enigmático final de la conversación. El chico empezó a preparar una excusa para no acudir de nuevo al palacio.

Y es que —además de que empezaba a darse miedo a sí mismo en cuanto llegaba el atardecer— Jules no lograba experimentar un auténtico interés por lo que estaba sucediendo a su alrededor, debía admitirlo. Al cobijar en su cuerpo su propia batalla, un conflicto mucho más cruento de lo que sus amigos podían sospechar, todo lo demás había dejado de importarle. Se moría, se estaba destruyendo, se consumía. Y no pretendía arrastrar a nadie más en su perdición.

Mientras observaba con melancolía el atuendo gótico de Michelle, su mente daba vueltas a una idea que había ido ganando consistencia a lo largo de aquella mañana: el suicidio. La pregunta clave que se formulaba, procurando rebelarse contra aquella determinación, era si estaba dispuesto a enfrentarse a una noche más de suplicio.

La sombra de la medalla zodiacal pareció anular toda luz a su alrededor, acorralándolo con sus tenebrosos auspicios. Michelle pareció intuirlo, pues sacó el tema en ese preciso instante:

—¿Y ese colgante con el nombre de Bertrand? En tu familia nadie se llama así, ¿no?

Jules apartó la mirada, ganando tiempo. Conocía a Michelle y sabía que ella no se conformaría con la excusa que le había puesto antes. Ahora tenía que enlazar su primera mentira con otra más definitiva. Y no se sentía especialmente creativo para hilvanar falsedades.

—Bertrand es el nombre de un amigo que tuve. De esto hace años, todavía no te conocía. Pero acabamos mal.

—Nunca nos habías hablado de él.

—Es que paso de recordarlo. Solía venir por casa, y aquí es donde perdió esa medalla —improvisó—. Ya ves, no es una gran historia.

—La verdad es que no.

Michelle lo miraba a los ojos con ademán intrigado, y él se sintió intimidado por la agudeza que detectó en su rostro. No se lo había tragado, o al menos imaginaba que algo se guardaba su colega gótico. En cualquier caso, no volvió a insistir.

Jules, aprovechando esa tregua, volvió a interpelarse con aquel crudo interrogante que lo abrumaba: ¿soportaría una noche más?

¿Debía hacerlo, cuando ya sabía que constituía una amenaza para los demás?

Jules había cerrado los ojos. Pero no podía escapar a su realidad.

¿Estaba decidido a cargar con la muerte de más inocentes como consecuencia de su cobardía?

Su falta de energía, la ausencia de salidas, solo podían conducirle a una respuesta. Y esa misma respuesta, a una excluyente vía de salvación… antes de que fuese demasiado tarde.

s

Nada corre más rápido que las malas noticias, que las tragedias, que los dramas sobrevenidos. Como un reguero de pólvora sobre el que se desliza vertiginosamente la chispa, el atropello de Dominique, una vez trasladaron su cuerpo al hospital y se pudo revisar su documentación para lograr contactar con la familia, comenzó a saltar de boca en boca. Alguien llamó al móvil de Pascal, pero el Viajero se encontraba en el metro camino de casa de Jules, así que la falta de cobertura prolongó su ignorancia.

Por el contrario, Michelle descolgó al primer timbrazo. Ella, pillada fuera de juego ante la dimensión de la noticia, descubrió así que dentro del concepto de «sorpresa» existía una aterradora categoría que comprendía aquellas novedades para las que no se está preparado; las que despiertan en el indefenso receptor no el asombro, sino la incredulidad más absoluta. Esas sorpresas tan dolorosas que provocan en la mente un último e inútil intento de rechazarlas, de descartar un giro en el presente que ya es, sin embargo, un hecho irreversible.

Cuando aquella voz familiar volvió a repetir la misma noticia desde el otro lado de la línea, Michelle se derrumbó. No se trataba de una broma de mal gusto, ni de un error. Dominique había sufrido un gravísimo atropello.

La chica estaba llorando.

Jules, que había asistido anonadado a todo el proceso, reaccionó en cuanto Michelle concluyó la llamada, acercándose hasta ella para abrazarla. Aún no sabía qué estaba ocurriendo, pero era evidente que, al menos para Michelle, se trataba de algo muy duro.

—Dominique… —acertó a balbucear.

Jules se irguió; la noticia, por tanto, también le afectaba a él. Justo en ese instante, sin ciarle tiempo a procesar lo que se les venía encima, su propio móvil comenzó a sonar.

Dejó a Michelle y alcanzó su teléfono. A los pocos segundos podía compartir con Michelle el impacto de lo sucedido: habían atropellado a Dominique.

El pobre chico había sido ingresado en el hospital Bretonneau, en estado de coma. Ahora mismo se debatía entre la vida y la muerte. En cierto modo, igual que ocurría con Pascal cada vez que iniciaba uno de sus trayectos «interestelares», como Dominique solía llamarlos con cierta sorna. Y es que también sus viajes suponían un pulso entre la vida y la muerte. O como él mismo, pensó Jules, aunque él en realidad luchaba entre la vida y la no-muerte.

Lo cierto es que a Jules no le habría importado cambiarse por Dominique. Y no se trataba de una actitud noble, sino de puro pragmatismo; de ese modo se habrían resuelto los problemas de ambos. Pero no; la vida se empeñaba en practicar extraños juegos con las personas.

Michelle, conteniendo las lágrimas, propuso esperar a Pascal para acudir todos juntos al hospital.

—Pascal no nos ha llamado —observó, en un susurro—. ¿No se habrá enterado todavía?

—Puede ser. La cuestión es… —Jules volvía a la realidad— si debemos contárselo en el caso de que aún no lo sepa. No creo que sea muy oportuno, si esta misma tarde va a enfrentarse a Marc…

Michelle procuraba reprimir su desolación.

—¿Y si ocurre lo peor? ¿Tenemos derecho a impedir que Pascal se despida de su mejor amigo?

Jules asintió tras asimilar aquel interrogante. No, no podían hacerle eso a Pascal, aunque las consecuencias que podían desatarse en función del resultado de su misión permitían valorar aquella alternativa. Se limitaron a aguardar en silencio, abrumados por los acontecimientos.

Minutos después, el Viajero llegó hasta ellos. En su rostro ceniciento de ojos desvaídos comprobaron que, ahora sí, habían logrado contactar con él. Acababan de hacerlo. Pascal no se terminaba de creer aquella noticia, y buscó en ellos un resguardo que, en realidad, no podían ofrecerle.

—Ha ocurrido —confirmó Michelle abrazándolo—. No podemos decirte más.

Pascal se apartó de ella con el rostro húmedo. Sus ojos llorosos interpelaban a sus amigos alternativamente. El Viajero se sentía tentado de enfadarse con el herido, necesitaba un culpable para tan desastrosa noticia y, en su desesperación, pretendía recriminar a Dominique una hipotética imprudencia. Si terminaba sucediendo lo peor…

Tampoco lograba entenderlo. Pascal luchaba contra los remordimientos de haber matado a un hombre, de haber estado jugando con los sentimientos de Michelle y Beatrice…, luchaba contra tantos obstáculos… Pero aquello ya era demasiado. No. La condición de Viajero le había permitido ir superando su carácter gris, y adoptar un protagonismo con el que, de forma inconsciente, siempre había soñado. Pero no estaba dispuesto a pagar cualquier precio por ello.

No sacrificaría a un amigo. El rango de Viajero no valía la vida de Dominique, y Pascal no lograba quitarse de la cabeza la sospecha de que si Dominique había sufrido aquel atropello había sido, tal vez, por su culpa.

De algún modo, la Puerta Oscura continuaba así con su dramática recaudación, una recaudación a la que todos ellos se oponían. Ninguno iba a renunciar a Dominique. El grupo era indivisible. Incluso Jules se mostraba más erguido, su fatiga había quedado relegada a un segundo plano ante la gravedad de las últimas noticias. Volvió a desear poder cambiarse por su amigo, otorgarle su vida —libre entonces de la contaminación vampírica— para que afrontase un amplio futuro. Ese futuro que le correspondía y que ahora ofrecía a Dominique un horizonte mucho más breve.

Los tres se pusieron en marcha. Recorrieron el pasillo de aquel piso, iniciando así una ruta hacia el hospital que les iba a resultar larguísima. Cuando ya llegaban a la puerta del apartamento, Michelle desvió los ojos hacia un espejo colocado en el recibidor, que le devolvió la imagen del luctuoso desfile que ellos protagonizaban.

Lo único raro fue que, junto al sólido reflejo de Pascal y ella misma, Jules aparecía borroso sobre el cristal, casi desvanecido.

Michelle se frotó los ojos, achacando a sus lágrimas aquel efecto. Cuando volvió a mirar, ya ninguno de los tres quedaba al alcance del espejo, así que lo olvidó y reanudó la marcha sombría. Su mente, brillante y gótica, había estado a punto de atar cabos con una sorprendente precisión. Algo que solo las trágicas circunstancias habían impedido.

s

Marguerite observó aquel palacio con discreción, sin detenerse. A pesar de su experiencia en la persecución de objetivos móviles, había terminado perdiendo de vista al forense, a quien había seguido desde su domicilio un rato antes. Salió del coche y dio todavía varias vueltas antes de decidir que tenía que ser en el interior de ese edificio donde, definitivamente, se encontrara Marcel.

Pero ¿qué lugar era aquel, y qué estaba haciendo su amigo allí en día festivo? ¿Cómo era posible que ella no conociera un palacio que, bajo su capa polvorienta, ofrecía aquel aspecto tan pintoresco en pleno centro de París? A la detective le llamó la atención el extraño fenómeno de mimetismo que producían esas paredes antiguas, camuflando la excepcionalidad de la construcción.

Marguerite se vio obligada a interrumpir su asedio al edificio en cuanto distinguió a cierta distancia una silueta que reconocería a kilómetros.

Se trataba de la excéntrica vidente Daphne, escoltada por un chico que tendría alrededor de veinte años y que Marguerite reconoció al momento: se trataba del mismo muchacho con el que Marcel había llegado al piso en el que habían vivido el inquietante episodio del baño. Vaya sorpresa.

Aunque podía tratarse de una simple coincidencia —no había que olvidar que la médium tenía el local donde ejercía cerca de allí—, a Marguerite no le cupo duda de que la escasa antelación con la que Marcel había llegado a aquel edificio reducía las posibilidades de una casualidad. Se estaba materializando una cita, eso era lo que estaba ocurriendo. Además —y siendo un poco maliciosa—, el propio aspecto algo tétrico del palacio encajaba bien con todo lo que representaba para la detective una figura como la de Daphne. Y eso que, a raíz de los últimos acontecimientos vividos junto a Marcel y la ayuda prestada por Pascal Rivas en el caso Goubert, se habían debilitado mucho sus suspicacias.

Tanto la bruja como el chico avanzaban mirando hacia todos los lados, con una actitud desconfiada que hizo imposible que Marguerite se aproximara mucho. La misteriosa pareja bordeó el palacio entrando por una calle mucho más estrecha. Para cuando la detective llegó hasta la esquina oportuna y calculó que podía asomarse sin incurrir en demasiados riesgos, la angosta vía mostraba un desolador aspecto vacío.

«Vaya», pensó Marguerite, contrariada. «Esta zona es como el Triángulo de las Bermudas: todo el que pasa por aquí acaba desapareciendo sin dejar rastro».

Entonces acarició su arma y, con cautela, comenzó a recorrer el callejón atendiendo a los posibles accesos a través de los cuales Daphne y su acompañante pudieran haberse evaporado.

Localizó tres puertas, todas con una apariencia igual de vulgar. Pero a ella eso le resultó indiferente; hacía mucho que había aprendido a desconfiar de las primeras impresiones. Su curiosidad iba en aumento: ¿qué ocultaban aquellas paredes?

Sonó su móvil. Qué oportuno, refunfuñó. Tras comprobar con cierto fastidio el número, no tuvo más remedio que responder. Era un compañero de la policía.

—Te llamo porque sé que esto te va a interesar.

—Dime, Jacques.

La detective no dejaba de vigilar los alrededores.

—¿Recuerdas el edificio donde impediste el ataque a la chica desconocida?

—Cómo voy a olvidarlo, esa casa abandonada. A saber lo que su agresor se llevó a la tumba, el muy…

La voz de Marguerite había cambiado; esperaba alguna noticia más rutinaria, pero si lo que su compañero se disponía a comunicarle estaba relacionado con aquel emplazamiento, su interés estaba garantizado.

—Así son las cosas. El caso es que el dueño del edificio, al enterarse de todo lo que ha ocurrido, ha decidido pasarse hoy por su propiedad.

—¿Y?

—Adivina. Se ha encontrado con un «regalito» en una de las plantas superiores.

Marguerite contuvo la respiración.

—¿Un cadáver?

—Justo. Un chico joven. Se está procediendo a su identificación. Parece un okupa.

Marguerite retuvo aquellos primeros datos.

—¿Algún detalle reseñable que me puedas facilitar?

—¡Ya lo creo! —exclamó el otro—. Que le han cortado la garganta. Y desangrado.

—Joder, como al vagabundo del parque Des Buttes Chaumont.

La detective decidió que, de momento, su improvisada labor de vigilancia al forense había terminado. A fin de cuentas, ya tenía un emplazamiento sobre el que investigar. Luego volvería.

Se planteó avisar a su amigo, pero al final lo descartó. «No vendrá», aventuró. «Ahora está demasiado ocupado en misteriosos cometidos de los que no quiere hacerme partícipe…».

Lo llamaría desde el lugar del crimen, cuando reuniese más pormenores que compartir. Marguerite tuvo la intuición de que, a pesar de la actitud distante que Marcel empezaba a mostrar con ella para mantenerla al margen, aquel último asesinato, junto al del vagabundo, iba a obligarlos a trabajar de nuevo juntos.

Al menos la prensa todavía no se había implicado apenas, lo que facilitaba las investigaciones. Aquel consuelo —efímero, pues en cuanto se filtrase a los medios aquel segundo crimen estallaría el impacto mediático— les otorgaba un respiro.

Ella no podía saber que ya se había iniciado una cuenta atrás.

s

Acomodados en los mullidos sillones del vestíbulo del palacio, los tres llevaban un buen rato planificando el próximo viaje de Pascal tras el shock que había supuesto para ellos la revelación de que Verger trabajaba en realidad para el ente demoníaco. El Guardián había soltado a bocajarro aquel descubrimiento, al comienzo de la reunión. Daphne había asentido con prontitud, como si se tratara de una información que de forma inconsciente se hubiera esperado.

Cada cierto tiempo, Marcel consultaba su reloj, mostrando una visible preocupación a medida que los minutos transcurrían.

—¿Qué ocurre? —preguntó Daphne, víctima también de extrañas vibraciones desde el día anterior.

El forense suspiró.

—Ya están todos avisados del adelanto de la reunión, salvo Dominique —comentó, mirándola a ella y a Edouard—. No sé dónde se ha metido ese chico. Su móvil sale desconectado o fuera de cobertura.

—Además le necesitamos —añadió Daphne, compartiendo su inquietud—. Para orientar a Pascal en la ciudad de los hogareños, su información es importante. Seguro que puede concretar la zona a la que se tiene que dirigir el Viajero para buscar a Marc.

—Me dijo que esta mañana averiguaría más detalles —confirmó Marcel—. Pero no podemos permitirnos retrasos.

—Llamad a Pascal —propuso Edouard—. Seguro que sabe dónde localizarle.

—Ya lo he hecho —informó el forense con un ligero abatimiento—. Y nada. Tampoco contesta.

—Qué raro —observó el joven médium.

Marcel frunció el ceño.

—Empiezo a estar preocupado.

Entonces el móvil del forense comenzó a emitir su zumbido acostumbrado. El número de Marguerite, comprobó él de un vistazo. ¿Tampoco descansaba los domingos aquella mujer? Marcel cogió aire, se dispuso a disimular su angustia, y respondió.

A los pocos minutos, el Guardián colgaba con el rostro descompuesto. Ya no había duda; había perdido por completo el control de los acontecimientos.

Una muerte más. Un cadáver sin sangre. Un crimen de reminiscencias oscuras del que no sabía absolutamente nada.

Alguien estaba jugando por libre, aprovechando la caótica situación imperante.

Y ese alguien se iba aproximando al Viajero. En esta ocasión había tenido la audacia de estampar su tenebrosa firma frente a su casa.

Marcel experimentaba el agrio sabor de la inseguridad, algo a lo que no estaba acostumbrado. No podía sospechar, sin embargo, que todavía el destino les reservaba un nuevo revés.

Otra terrible noticia se dirigía hacia ellos, una noticia que ya había visitado con su halo fúnebre al resto de conocedores del secreto de la Puerta Oscura…