Michelle decidió emplear parte de aquella mañana de domingo en quedar con Pascal. En realidad, le habría gustado aprovechar esa cita para mantener con él la conversación que tenían pendiente, pero no le pareció oportuno, dadas las circunstancias. Prefería esperar a que su amigo estuviera más centrado, y con la perspectiva del inminente enfrentamiento con Marc eso no sería posible, ni ella debía exigírselo.
Al menos, estaba dispuesta a que Pascal acometiese su siguiente viaje al Más Allá teniendo muy claro lo que sentía por él. Se acabaron las insinuaciones, los gestos más o menos equívocos, los besos robados. Michelle podía hacer el esfuerzo de esperar a que todo hubiera pasado para obtener una respuesta (¿acaso no había hecho él algo parecido al acudir a rescatarla de manos de los espectros?); aunque, eso sí, ella no iba a retrasar su propia decisión hasta entonces. Bastante sufrimiento suponía para Michelle contemplar cómo Pascal se embarcaba en un nuevo desafío sin saber qué pensaba él sobre ellos dos, como para arriesgarse a futuros remordimientos por no haberse atrevido, por segunda vez, a manifestar sus sentimientos. Esta vez no.
Michelle se lo iba a decir, sin evasivas. Sería su manera de transmitirle fuerzas. Se disponía a entregarle su corazón como equipaje. Era todo lo que ella poseía, lo único que podía ofrecer.
Michelle cogió su teléfono móvil y tecleó el número de Pascal. Aguardó hasta escuchar el primer timbrazo mientras preparaba mentalmente su invitación a tomar algo. Debía sonar informal, casual…
Los timbrazos se sucedieron sin que nadie descolgara al otro lado, hasta que Michelle, decepcionada, se vio obligada a colgar. Se consoló pensando que tal vez Pascal tenía el móvil en silencio o se encontraba en la ducha. Como también había previsto llamar a Jules para ver qué tal se encontraba de su migraña, tomó la determinación de hacerlo ya para dejar tiempo antes de volver a intentar contactar con Pascal. Buscó en la agenda y presionó el botón verde.
—Hola, Michelle.
—Hola, Jules. Cómo te encuentras.
—Mmmm… Mejor, gracias. ¿Qué tal la reunión de ayer? Ya leí tu mensaje.
—Pero no contestaste.
—Pensaba hacerlo esta mañana. Ayer es que no podía con mi alma.
Jules se dio cuenta de que aquella frase hecha podía resultar mucho más exacta de lo que suponía. Ahora que había probado la sangre, supuso que acababa de atravesar un punto sin retorno en su degeneración vampírica.
—¿Te apetece que quedemos hoy? —Michelle, ajena al drama en el que se hallaba envuelto su amigo, proseguía con la ingenua charla telefónica—. Puedo ir a tu casa, si no quieres moverte.
Jules tardó en responder. Aunque ella ofrecía aquella amable alternativa considerando que su amigo todavía estaría convaleciente de su dolor de cabeza, al chico le hirió comprobar con qué facilidad empezaban a normalizarse en su entorno sus escasas salidas, exceptuadas las mañanas de clase. Revolviéndose contra su propia sumisión, decidió que saldría, a pesar de lo mucho que le molestaba la luz solar. Saldría.
—No hace falta, gracias —contestó, simulando más energía de la que en verdad sentía—. Ahora voy a irme, te llamo cuando esté libre y me paso a verte por la residencia.
Michelle no disimuló su asombro.
—Vaya, te veo muy bien esta mañana. Por mí perfecto, entonces. No te olvides de avisarme antes, igual salgo también.
—Vale.
Michelle deseó que así fuera, porque eso implicaría que había logrado quedar con Pascal. Le llamó de nuevo, rogando por que su voz interrumpiese los timbrazos.
Pero no ocurrió. Probó con el fijo de su casa, obteniendo el mismo resultado. Nadie respondió. Michelle se quedó sentada en su cama, sin otra alternativa que aguardar a que Pascal diese señales de vida.
«Tarde o temprano, él verá las llamadas perdidas», se dijo.
¿Qué estaría haciendo un domingo por la mañana? Tenía prohibido moverse solo por la ciudad… La ausencia confirmada de sus padres en casa la tranquilizó. Seguramente había salido toda la familia.
Jules, por su parte, acababa de decidir dar un paseo por el parque Des Buttes Chaumont para intentar relajarse. Las ruinas de un viejo templete, el templo de Sybille, una construcción de inspiración romana en pleno corazón de aquel parque, parecían un buen rincón para perderse. No quería encontrarse con nadie, solo disfrutar de un poco de paz, si es que su cuerpo podía albergar algo tan benigno.
No había sido capaz de contestar. Pascal se había quedado absorto contemplando la pantalla iluminada de su móvil, donde la acusadora porfía de los timbrazos proyectaba un nombre propio: Michelle.
Para colmo, se había visto obligado a repetir su cobarde comportamiento una segunda vez, lo que había intensificado su malestar. De hecho, sin atreverse a colgar, durante el último intento de Michelle había ocultado el teléfono bajo las mantas de la cama, deseando reducir la contundencia de aquel timbre que lo martirizaba de remordimientos. No lo soportaba. ¿Cómo podía estar actuando así con su amiga, con su amor?
Poco después había sido el fijo de casa el que había empezado a sonar. Por suerte estaba solo, y se mantuvo sin descolgar aquel auricular que parecía increparlo desde la cocina.
No podía hablar con ella, no en esas circunstancias. No antes de haber resuelto la situación con Beatrice, que era justo lo que se proponía hacer aquella mañana. No sabía cómo, pero estaba decidido: iba a hablar claro de una vez. Con ese propósito se había citado con ella un poco más tarde; un encuentro sumamente incómodo, pero inevitable.
Pascal se había pasado toda la noche en vela, abrumado por la cantidad de secretos que iba acumulando a espaldas de Michelle. Nunca se había imaginado que la situación pudiese adquirir una complejidad semejante. Ahora todo estaba a punto de estallarle en las manos, y no dejaba de pensar que, si hubiera actuado con valentía desde el principio, nada de aquello estaría sucediendo.
Las mentiras conducían a otras mentiras. Y aún quería creer que él no valía para engañar.
Pascal se daba cuenta de que, con su actitud, iba camino de perder a su amiga. De perderlo todo, en realidad. La pasión que experimentaba junto a Beatrice le había impedido dilucidar la verdadera índole de los sentimientos que albergaba por Michelle.
Aquel embrollo, de todos modos, no era culpa del antiguo espíritu errante, una víctima más en aquel juego prohibido al que Pascal se había lanzado por pura necedad. Solo había un culpable, y era él. Un culpable y dos damnificadas.
Beatrice era inocente; si acaso, se la podía acusar de atreverse a soñar, a confiar de nuevo. Y es que, cuando ambos se conocieron, la relación con Michelle todavía pendía de una incógnita; él mismo, casi inconscientemente, se había mostrado desde un principio esquivo, ambiguo, a la hora de aludir a Michelle ante el espíritu errante.
Y ahora, por culpa del egoísmo de Pascal, de su falta de escrúpulos al no tener en cuenta las consecuencias que podían desatarse, Beatrice había tomado una decisión cuya envergadura superaba todos los planteamientos. Había renunciado a su pasado, se había convertido en una persona invisible, inexistente; cuando la apuesta —he ahí el drama— estaba perdida de antemano.
Lo que habría dado Pascal por poder retroceder en el tiempo, rectificar, borrar sus calamitosos errores. La noche anterior, tras el encuentro con Beatrice, la realidad se había mostrado a sus ojos con una claridad cegadora. Y Pascal, sin conseguir valorar si era demasiado tarde, había tomado por fin una decisión.
¿Existiría algún mecanismo, alguna fórmula que permitiera a Beatrice anular su decisión? Estaba dispuesto a hablarlo con Daphne.
Su móvil volvió a sonar. El Viajero apartó las mantas que aún lo cubrían, deseando que en esta ocasión no fuese Michelle. Se sentía incapaz de mantener su vergonzosa actitud y no coger el teléfono.
En cuanto los ojos de Pascal reconocieron el número entrante, se le demudó el rostro. Todos sus pensamientos se cortaron de cuajo y su respiración se interrumpió. No podía ser.
Se trataba del número de su propia casa.
Donde ahora se encontraba. Solo.
La piel se le erizó.
Mathieu y Edouard estaban sentados alrededor de una de las mesas más apartadas de una cafetería próxima a los Campos Elíseos, frente a sendos vasos de coca-cola. Habían preferido escoger aquella ubicación discreta, junto a un ventanal lejos de la barra, para poder tratar asuntos privados.
—Lo bueno de que haga poco que nos conocemos, es que podemos hablar de mil cosas sin entrar en cuestiones delicadas —afirmó Mathieu, arrepintiéndose al momento de haber elegido ese adjetivo—. Me refiero a temas que debemos mantener en secreto.
—Es cierto.
Edouard sonrió en silencio. Escoger entre «delicados» o «secretos» para calificar los temas que podían tratar implicaba cosas muy distintas: lo «secreto» hacía referencia a la Puerta Oscura, mientras que lo «delicado» aludía a ellos mismos, a la difusa relación que, casi sin proponérselo, había comenzado entre los dos desde el momento en que se habían cruzado por primera vez.
Una relación, por otro lado, que avanzaba a un ritmo extraordinariamente cauteloso. Para ambos, aquella velocidad tan mesurada constituía la prueba de que podía tratarse del germen de algo más profundo, por lo que ninguno se atrevía a acelerar.
El joven médium entendió que Mathieu sí pretendía referirse a ellos al abordar la índole de lo que iban a hablar durante esa cita, a pesar de su comienzo poco audaz. Al menos deseó que así fuera. Aquel domingo le apetecía desconectar un rato y dedicar esos instantes de tranquilidad a algo reconfortante, como disfrutar de la compañía de aquel chico tan atractivo. No pedía más, una vez que ya había interiorizado su dudosa actuación ante el fantasma hogareño que había atacado al Viajero.
—Pascal se va a enfrentar a un gran peligro, ¿verdad? —rompió el hielo Mathieu—. Si lo hubieras conocido solo hace unos meses… menudo cambio ha dado, es alucinante.
—A todos nos cambiaría lo que le ha sucedido —repuso el otro—. Y sí, ese ente demoníaco es muy peligroso, pero tampoco se encuentra en su entorno natural. Eso es importante.
Mathieu alzó una ceja en señal de interrogación.
—¿Qué quieres decir?
—Que ninguno juega en casa. Los dos, como visitantes en el nivel de los fantasmas hogareños, se van a encontrar en mayor igualdad de condiciones de lo que cabría pensar.
—Pero Marc…
—Marc —cortó con suavidad Edouard—, como criatura maligna fuera de su prisión, tiene sus capacidades. Pero Pascal, como Viajero, también; no lo olvides.
—Quien no tiene que olvidarlo es él. Como le entre el canguelo, no habrá nada que hacer.
—Es verdad. Imagino que Daphne ya se encargará de recordarle todo esto —Edouard cambió el tono—. Mathieu, quería preguntarte… ¿qué sentiste cuando Pascal te contó toda la historia? Tuviste que quedarte de piedra…
Ahora le tocaba a Mathieu sonreír; el joven médium, bajo cuya apariencia absorta se ocultaba una osadía innegable, acababa de dar un salto importante: abordar el susceptible terreno de los sentimientos.
—Sí —reconoció—, como le pasó a Dominique, según me contó. Con cada uno, Pascal empleó diferentes estrategias, pero el muy capullo nos convenció a los dos. Eso sí —añadió—: Pascal, que nos conoce muy bien, y tenía pruebas que ofrecernos.
Mathieu contó entonces a Edouard lo de la carta que Dominique escribiera de niño a su difunta abuela y que Pascal recuperó del Mundo de los Muertos, y lo de la moneda que le había mostrado a él.
—Argumentos irrebatibles, al menos para los amigos —comentó Mathieu—. Supongo que en el fondo estábamos deseosos de creer. Es algo tan alucinante…
—Desde luego.
—Cuando Pascal me contó lo del secuestro de Michelle y su viaje a la Tierra de la Oscuridad… —Mathieu adoptaba una mueca evocadora—, no lo pude evitar, me recordó a Orfeo y Eurídice. ¡Era la misma historia, solo que en la actualidad! En todo lo que rodea la Puerta Oscura hay un componente maravilloso, mágico.
«Y de tragedia», habría añadido el médium.
Edouard acababa de asentir. Compartía con aquel chico su pasión por la mitología y conocía ese mito de la Grecia clásica: Orfeo, bendecido con el don de la música, había sido catapultado a la inmortalidad del héroe legendario al acudir a rescatar a su amada esposa, Eurídice, de los infiernos del Hades, donde esta había sido conducida al morir envenenada por la picadura de una serpiente.
—Gracias a su música —recordó Mathieu—, los señores del infierno accedieron a la petición de Orfeo y dejaron que Eurídice marchara con él de vuelta al mundo de los vivos. Fue un viaje terrible, duro, envueltos ambos en una permanente oscuridad. Se parece tanto a lo que cuenta Pascal…
—Sí, Hades y Perséfone permitieron ese regreso hacia la luz, pero con la condición de que ella caminara detrás de él y de que Orfeo no volviera la cabeza ni una sola vez antes de llegar a la superficie —completó Edouard—. Una condición que se incumplió justo cuando ya llegaban, lo que provocó que Orfeo perdiera a su amada para siempre.
—Eso es. Por suerte, el desenlace del viaje de Pascal y Michelle ha sido mucho más feliz.
—De momento no hemos hablado ni de cosas delicadas ni de asuntos demasiado secretos —dijo de pronto Edouard, que aquella mañana estaba dando muestras de un coraje indiscutible—. Vaya decepción.
Mathieu se echó a reír.
—Eres tan listo que ni siquiera das pistas sobre tu preferencia entre las dos opciones —comentó.
—Eso ya te toca a ti. Algo tendrás que poner de tu parte, ¿no?
Mathieu se humedeció los labios, bajando un instante la mirada.
—Claro que me apetece hablar de ti… —confesó al fin— y de mí, Edouard. De nosotros.
El médium hizo un gesto afirmativo con la cabeza, serio pero agradecido por el esfuerzo que implicaba aquella declaración.
—Nos está costando decirlo a las claras. Es normal, hace tan poco que nos conocemos…
—Si estamos siendo tan prudentes es porque nos da miedo fastidiarla, ¿verdad? —observó Mathieu, bebiendo un sorbo de su bebida.
—Sí —convino el joven médium.
—Luego los dos estamos ilusionados.
La pregunta que en aquel punto de la conversación habría debido pronunciarse consistía en «con qué». Pero en realidad no hacía falta; ambos sabían muy bien a qué se estaban refiriendo.
Mathieu nunca se había mostrado tan cauteloso, su forma de relacionarse con otros chicos solía ser mucho más impulsiva. Sin embargo, con aquel chico no le estaba costando mantener aquel compás de pasos calculados. La intensidad de lo que empezaba a sentir compensaba la inversión de tiempo. Además, el hallazgo de la Puerta Oscura estaba suponiendo para él mucho más que una aventura imposible. ¿Descubriría el amor, gracias a la existencia de aquel umbral?
A pesar del prometedor rumbo que había adquirido la conversación, un ostensible cambio en el semblante de Edouard hizo comprender a Mathieu que aquellos valiosos minutos de intimidad se terminaban.
Al principio, la propia concentración de Edouard le impidió articular palabra, lo que terminó asustando a su acompañante.
—¿Qué te pasa, Edouard? ¿Estás bien?
—Pascal —logró decir el médium con los ojos cerrados, sometido a un repentino despliegue de su don—. Un ente hogareño está accediendo a su casa…
El vínculo que Edouard mantenía con el Viajero a través de Daphne se había multiplicado a raíz de su contacto directo desde la otra dimensión. Del rango de Pascal emanaba ahora un magnetismo inconfundible para el joven médium.
Pascal contuvo la respiración. En su casa no había nadie, solo él. Aquella llamada, por tanto, no podía estar teniendo lugar.
Pero ocurría. Sin interrumpirse. Tan constante y regular como los latidos de un corazón joven. Una vez tras otra, aquel aparato sonaba y sonaba. Llegaba a los oídos del Viajero flotando con su cadencia misteriosa, en cierto modo incitante.
Pascal tenía los ojos clavados en el teléfono. Paralizado junto a la cama, no dejaba de mirar el número que mostraba la pantalla, el número de su casa.
El chico alargó una temblorosa mano para alcanzarlo. Supo que como Viajero no podía eludir aquella manifestación incomprensible. Cogió el móvil, lo aproximó a su rostro, incrédulo. Por fin, reunió el coraje suficiente para presionar el botón verde y colocarse al oído el aparato.
Escuchó una respiración entrecortada. Después, silencio.
Frente a él, el armario de su habitación empezó a abrirse provocando un quejido muy familiar. Pronto quedó ante su vista el espejo interior de una de las puertas del mueble.
Se había empañado.
Pascal supo que estaba recibiendo la visita de un fantasma hogareño. Después de su última experiencia con aquellos seres, prefirió actuar con cautela hasta confirmar la intención del recién llegado. Se aproximó unos pasos, tras armarse con la daga de Viajero.
Quiso tocar su talismán para comprobar si se había enfriado. Con la mirada puesta en el espejo, los dedos de Pascal recorrieron su pecho, después su garganta, y por fin se detuvieron sorprendiendo al chico con una desagradable constatación. ¡No estaba! ¡Había perdido el amuleto! ¿Cómo era posible? ¿Cuándo podía haber sucedido? Su memoria recuperó el enfrentamiento en aquel baño desconocido con el fantasma hogareño, que había estado apretándole el cuello mientras él se revolvía. Tuvo que haber sido entonces. Vaya mala suerte.
Pascal abandonó aquellas elucubraciones para enfrentarse al nuevo desafío que se iba materializando.
Entre los jirones de niebla que cubrían el cristal del espejo, el Viajero acertó a atisbar unos ojos verdes que lo acechaban. Unos dedos agitados comenzaron entonces a dibujar sobre la superficie de vidrio, desde el otro lado, los trazos de varias letras.
Pascal aguardó para leer el mensaje:
Ven pronto
Aquellos ojos verdes se volvieron entonces hacia la oscuridad que se abría tras ellos, más allá del espejo, y entonces Pascal detectó en el tono apagado de esas pupilas la avidez temerosa de la ansiedad.
Ese espíritu tenía miedo de algo.
Ven, volvió a escribir. Y desapareció tras la bruma, devolviendo a Pascal la imagen reflejada de su propia perplejidad.
Dominique avanzaba sobre el firme algo irregular del cementerio de Montmartre, dispuesto a abandonar aquel recinto.
Ya había conseguido la información que quería: tenía la sepultura de Vicent localizada. Incluso había dibujado un pequeño plano en un papel que se había guardado en un bolsillo de sus vaqueros.
Satisfecho, Dominique cruzó el umbral que comunicaba la zona de los enterramientos con el exterior, y se detuvo junto a un paso de cebra hasta que el semáforo se pusiera en verde. Apenas había tráfico, tan solo un coche se aproximaba a velocidad creciente, así que prefirió esperar; la silla de ruedas le obligaba a extremar los comportamientos cívicos.
A su lado se detuvo entonces una silueta alta y oscura. Dominique no la miró, imbuido en sus propias reflexiones. De refilón llegó a distinguir las perneras de un traje muy elegante, y unos pulidos zapatos de cuero negro inmóviles sobre la acera, algo más retrasados que su silla.
Esos zapatos, ese traje…
Y el perfume.
Fue aquel insignificante detalle lo que, sin embargo, le hizo caer en la cuenta, lo que le recordó al tipo con el que se había cruzado al llegar al cementerio. Y, como un chispazo, su mente se iluminó y reconoció en aquel individuo, de forma vivida, la descripción que Pascal hiciese de André Verger.
Ambos acababan de coincidir en la visita a la tumba de Marc Vicent, dedujo Dominique experimentando una fulminante ansiedad.
El chico, sin osar girar la cabeza, adquirió al instante conciencia de que estaba en peligro y echó mano a las ruedas de su silla.
Su reacción resultó tardía.
Unas manos enguantadas empujaron con fuerza el asiento de Dominique hacia la calzada, al paso de aquel vehículo que ahora sí llegaba a ese punto de la calle, a toda velocidad.
No había testigos.
El chico procuró resistirse sobre la rampa de la acera, dirigiendo miradas frenéticas al coche que se aproximaba; pero fue en vano.
La silla lo precipitó a la calzada en el preciso instante en que el vehículo alcanzaba el paso de cebra. Lo último que vio Dominique, antes de salir despedido por el aire varios metros, fue un macizo radiador de coche que se iba agigantando conforme se aproximaba con rapidez a la altura de su rostro.
Luego, el impacto brutal, violento. El sonido contundente, la silla arrugada como un acordeón, aplastada, escupiendo piezas como metralla mientras se doblaba, un cuerpo volando con la agitación absurda, inconexa, de un títere desencajado. Por fin, la escena se detuvo, una oleada de silencio barrió la zona como una onda expansiva. Una zapatilla había quedado suelta en el pavimento y, más lejos, la gorra de la víctima que todavía oscilaba mientras el coche asesino se iba alejando con rumbo desconocido. El teléfono móvil del joven, destrozado muchos metros más allá. Y ahora, sobre la calzada, un bulto inmóvil de piernas atrofiadas envuelto en sangre.
Aún transcurrirían varios minutos antes de que un visitante del cementerio saliese por aquella puerta lateral y, percatándose de lo sucedido, avisase a una ambulancia.