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Jules abrió los ojos al tenue resplandor del amanecer que se colaba por la ventana de su habitación. El domingo había llegado. Como cada día, su cuerpo reaccionaba a la aparición del sol activando su otra cara, más fatigada, menos vital. Bajo aquella luz se apreciaba muy bien el tono marmóreo que su piel estaba alcanzando. Pestañeó, desorientado.

El letargo se despegaba de él conforme en el exterior las tinieblas se retiraban, un manto oscuro que arrastraba terribles secretos que involucraban al chico y que volverían con la llegada de la siguiente noche.

Una dinámica maligna, inamovible, que lo iba consumiendo con exquisita lentitud, casi con delectación. Jules podía percibir cómo el Mal se recreaba en su transformación, cómo parecía demorarla para prolongar —cuando ya era inevitable— el placer de su conversión definitiva.

Jules se mantuvo inmóvil durante bastante rato, mientras iba perdiendo los últimos resquicios de su sosiego matutino al recordar los detalles del comienzo de aquel letargo. ¿Habría ocurrido algo durante esas horas de siniestra incógnita? El hecho de haber vomitado sangre la noche anterior no ofrecía perspectivas demasiado halagüeñas. ¿Su otro «yo» habría vuelto a tener hambre? El apetito de un vampiro no se sacia con facilidad.

«Al menos no noto los labios pegajosos», pensó, aferrándose a aquel pequeño consuelo para afrontar la amenaza de próximos descubrimientos.

Hablando de descubrimientos… Se pasó la lengua por los dientes, comprobando con meticulosidad que no sobresalía la longitud puntiaguda de los colmillos. De nuevo acogió con agradecimiento la normalidad en aquel detalle.

El chico no se atrevía a levantarse del lecho, ni mucho menos a encararse al crudo testimonio del espejo del baño.

¿Qué nueva sorpresa le depararía aquella jornada? ¿Qué paso adelante habría sufrido en su maléfico proceso de vampirización?

«¿Cuánto tiempo me queda antes de perder por completo la humanidad?», tradujo para sus adentros.

Lo peor era la ausencia de un horizonte de descanso eterno. Frente a todos los problemas que la vida podía ofrecer, como enfermedades incurables, uno siempre contaba con la existencia de un desenlace definitivo, con una muerte que llegaría antes o después.

Pero él no… si se completaba su transformación.

Jules solo giró los ojos hacia la ventana, ansiando una luz más sólida que terminara de eliminar los jirones de miedo que parecían adheridos a su piel, restos de bruma que lo acongojaban con su tacto húmedo y sinuoso. Solo giró los ojos. Pero fue suficiente para confirmar que había estado activo durante la noche: la ventana estaba abierta.

Jules sintió un aire frío que no había percibido hasta ese instante. O tal vez la sensación gélida que le invadía era consecuencia de aquel hallazgo.

Jules había salido de su dormitorio aquella noche. No había duda.

Todo era tan aterrador…

Por fin se levantó de la cama, impulsado por una incógnita que aún no había resuelto, y que todavía alimentaba sus esperanzas: de dónde procedía la sangre que había descubierto en su cuerpo la mañana anterior. Con pasos vacilantes de animal que retorna de la hibernación, llegó hasta su ordenador y lo encendió. Absorto en sus cavilaciones, no llegó a percatarse de que su rostro apenas se reflejaba en el cristal del monitor.

Accedió al Explorer y buscó la página de un conocido diario local. Quería conocer todas las noticias de París, y le interesaba una actualidad tan imperiosa, tan de última hora, que la prensa en papel no era suficiente.

Jules movía los labios en silencio, envuelto en una plegaria a favor de su inocencia. Quería, necesitaba recuperar su realidad de adolescente. Pero no pudo ser. En efecto, sus peores temores se materializaban en el mismo momento en que sus ojos medio abiertos se posaban, dentro de la sección de sucesos, en un sensacionalista titular que rezaba así:

Hallado cadáver desangrado

en el parque Des Buttes Chaumont.

Por lo visto, habían encontrado el cuerpo aquella misma madrugada, pero se suponía que llevaba sin vida alrededor de veinticuatro horas.

Jules, abatido, no tuvo que hacer grandes cálculos para comprobar que el momento de la muerte coincidía con la noche anterior al día en que él había amanecido con la boca manchada de restos sanguinolentos. Haciendo acopio de todo su agonizante aplomo, leyó hasta la última línea de aquella noticia, sintiendo cómo cada palabra que se clavaba en él iba destruyendo algo en su interior, para siempre. Y lo dañado no se trataba de músculos, tejidos u órganos. No. Era algo más íntimo, más esencial. Lo que se quebraba en las entrañas de Jules era el amor por la vida, por su vida. En el preciso instante en que alcanzó el punto y final de aquella noticia, el mundo se terminó de derrumbar para él.

Pero aún le quedaba algo más por descubrir: encima de su mesilla de noche descansaba una cadena de oro algo sucia, entre cuyos eslabones sobresalía una medalla circular que tenía grabado un signo zodiacal. No era suya. Él jamás había tenido algo así.

Jules se aproximó arrastrando los pies, con el avance resignado de los condenados, y tomó entre sus manos aquel colgante, temeroso, como si fuera un arma que pudiera dispararse en cualquier momento. Sus pupilas descubrieron en el dorso una breve inscripción, un simple y aséptico nombre masculino: Bertrand.

Una mancha reseca, de tonalidad sospechosa, teñía en parte aquellas letras.

Jules no pudo evitarlo y, en un arranque de frustración, tiró contra la pared la cadena, que acabó rebotando tras un tintineo acusador.

«Por lo visto he decidido llevarme un recuerdo de mi última víctima», pensó, resquebrajado por dentro.

s

El Mercedes negro permanecía aparcado en la entrada del camposanto. La corpulenta silueta de su chófer, apoyada en él, iba quedando cada vez más lejos conforme el hechicero se adentraba en su recinto.

André Verger, con riguroso traje negro y gafas de sol, caminaba por los senderos flanqueados de lápidas del cementerio de Montmartre, procurando no ensuciarse sus lustrosos zapatos. A su paso iba dejando un efluvio a perfume caro. En una mano portaba un ramo de flores, un insignificante detalle que, sin embargo, otorgaba a su presencia una oportuna invisibilidad.

Verger buscaba una tumba en concreto, de acuerdo con las instrucciones que le había dado el ente la tarde anterior. Se trataba de la sepultura de Marc Vicent, un discreto rectángulo de granito gris que se alzaba un metro sobre el suelo y ofrecía en su parte superior una doble puerta de hierro forjado. No le costó mucho encontrar la construcción.

«Así que esta es la identidad extinta de esa criatura del Averno», meditó Verger.

Una vez allí, extrajo de un bolsillo su instrumental y, agachándose, procedió con disimulo a forzar la cerradura de aquel acceso. Las hojas rechinaron un poco, pero como la tumba era reciente, giraron sobre sus bisagras sin problemas, dejando al descubierto una estrecha y empinada escalera. Al fondo se vislumbraba un espacio más amplio, la cripta donde estarían depositados los ataúdes familiares.

Verger miró hacia los lados. No había nadie en las inmediaciones, nadie dirigiendo hacia él miradas sospechosas. Armado de su ramo de flores —continuando con aquella pantomima— y de una linterna, comenzó a descender los intrincados peldaños.

«Ingredientes», recordó Verger. «El ente necesita ingredientes para su ceremonia de retorno».

Aunque el principal es el Viajero.

s

La detective Betancourt recibió de mala gana la novedad que le transmitía Marcel por teléfono.

—Pascal no ha dudado, Marguerite —comunicaba el forense, en cuya voz se notaba también un descanso insuficiente, además del dolor por las heridas sufridas la noche anterior—. El suicida no es la persona que intentó secuestrarle. Lo siento.

Ella bostezó, sin alterar su gesto de resignación. Contaba con ello, la previsión sobre malas noticias no fallaba nunca. Por si fuera poco, un compañero de la comisaría había estado investigando el pasado de André Verger a petición suya, sin hallar nada sospechoso.

«Una jornada poco fructífera, desde luego. Aunque, en ocasiones, un pasado limpio constituye el más incriminatorio de los indicios», pensó Marguerite.

—Una pregunta, Marcel —repuso, volviendo a la conversación—. ¿Cómo encuentras fuerzas para comenzar cada día? Empiezo a necesitar nuevos trucos.

Al otro lado de la línea se escuchó una breve risa.

—¿Tan poco te ha durado el efecto de haberme salvado la vida? Hasta tus jefes habrán tenido que felicitarte, ¿no?

—Sí, bueno. Ver sus caras contrariadas no ha estado mal, aunque empiezan a correr rumores en comisaría de que soy una especie de gafe, o algo así. Y no me extraña: cada vez me cuesta más justificar mi presencia accidental en las escenas de los crímenes. Llego siempre demasiado… a punto. O soy gafe, o estoy implicada, ya sabes.

—¿Por qué la gente siempre tiende a pensar mal? ¿Acaso no puedes tener una buena racha?

La detective carraspeó.

—En la policía no creemos en esas cosas. Trabajamos en un entorno real, serio.

Marguerite, a raíz de su observación, se preguntó si todavía era capaz de delimitar lo real de lo que no lo era. Y descubrió que el problema no estribaba en distinguir lo ficticio, sino en que ahora todo le parecía posible. Y ella precisaba límites. Necesitaba la consoladora seguridad que le transmitían las fronteras. La que separaba su jurisdicción de ese páramo desdibujado del esoterismo, en el que Marcel se colaba de vez en cuando con provocadora naturalidad.

Pero nada era lo mismo. Ya no.

—Allí no creéis en nada —se quejó el forense—, se me olvidaba. ¿Ni siquiera en la Justicia?

—No me hagas preguntas tan difíciles, he dormido poco —refunfuñó Marguerite—. Yo en lo que creo es en el cinismo. Y en ti como su máximo exponente.

—Tocado y hundido, Marguerite. Vuelves a ganar el combate en pocos asaltos, y por K.O.

Marcel no pudo ver la sonrisa ladina que esbozó ella antes de matizar:

—Te las vuelves a apañar para que lo parezca, Marcel. Para que parezca que gano yo. Pero el único que vence siempre eres tú, el Gran Manipulador.

—Desde luego, hay que ver lo mal que te sienta dormir poco.

—Siempre duermo poco, Marcel. Y aun así me faltan horas. Será que el tiempo no me cunde como a ti.

—A lo mejor es eso. Cambiando de tema, qué lástima no haber podido pillar a alguno con vida, ¿eh?

El forense se refería a sus atacantes de la noche pasada.

—Cierto. ¿Pero me habrías dejado interrogarle, llegado el caso?

—Pues claro que no —Marcel volvió a reírse—. Tras tu actuación, me habría tocado a mí, ¿no? Es lo justo.

—Ya —ella suspiró largamente—. ¿Pero cómo puedes estar tan animado? Es que no lo entiendo… Ayer salvaste la vida de milagro, joder. Y te tiene que doler todo…

No estaba animado, en realidad. La suya era una simple pose. Y en medio de sus dolores y del agobio por el extraño crimen del vagabundo desangrado, se presentaba otra mala noticia que acababa de comunicar a la Vieja Daphne: se había confirmado la muerte del maestro Girardelli, degollado en su domicilio de Roma.

A cada victoria sucedía una derrota. El desafío con el ente se mantenía así equilibrado, aunque cada hora que transcurría los agotaba más a ellos que a Marc.

—Lo que te hace falta es ver el lado positivo de las cosas —afirmó el forense—. Así que te ofrezco una buena perspectiva: aunque sigamos sin conocer la identidad ni el paradero del tipo que intentó secuestrar a Pascal Rivas, seguro que en la clase donde murió Sophie Renard encuentras indicios que vinculan a alguno de nuestros atacantes de ayer o al suicida. Huellas… o algo. Así, a cambio de un caso no resuelto, tienes otro mucho más importante solucionado.

—¿Crees que uno de ellos es el asesino de esa mujer?

—Estoy convencido.

—Tú y tus corazonadas.

—Ya sabes que manejo más información que tú.

Aquella afirmación molestó a la detective.

—¿Y hasta cuándo vamos a jugar a esto? —le interpeló—. Ya sabes lo nerviosa que me pone no saber a qué me enfrento.

A Marcel no se le escapó el tono de recriminación.

—Tranquila —la voz de Marcel había adquirido un insospechado tono profético—. Tengo la impresión de que tu intervención en esta historia toca a su fin.

La detective no entendió aquellas enigmáticas palabras. Pero Marcel sabía que, descartados los cazarrecompensas, solo quedaban como enemigos Marc y Verger. Se preparaba para una confrontación a la que Marguerite no estaba invitada.

A cada hora sentía precipitarse el desenlace de aquella nueva amenaza que se cernía sobre la Puerta Oscura. Lo único que no terminaba de encajar era aquel asesinato del parque.

—Ahora que ya he comprobado que hay suficientes indicios de que Pascal Rivas está siendo espiado —dijo entonces la detective—, si te parece oportuno, puedo intentar incluirle en el programa de protección de testigos. Aduciré… determinadas colaboraciones con la policía, sin especificar. Confío en que eso baste.

—Te lo agradezco —respondió Marcel, reflexivo—, pero de momento vamos a dejar las cosas como están. Ese tipo de apoyos acaban por señalar demasiado al beneficiario. Puede llegar a ser contraproducente.

Marguerite, al otro lado de la línea, se encogió de hombros.

—Lo que tú digas. Yo he cumplido.

—Lo sé muy bien.

Marcel era consciente de que, desaparecida la amenaza de los sicarios, los riesgos a los que se enfrentaba el Viajero no podían ser contenidos por protocolos tan limitados. Tal como había adelantado a su amiga, llegaba la hora de jugar en otra división.

—Pero sigo queriendo interrogar a ese chico —añadió Marguerite, negándose a soltar aquel cebo—. Ya no solo se trata de ese presunto intento de secuestro que sufrió. Me refiero a que parece que el suicida se disponía a espiarle… Tengo que hablar con él.

Marcel se humedeció los labios.

—Dentro de poco tendrás ocasión de hablar con Pascal Rivas. Te lo prometo.

—Más te vale —ella se tomó un respiro—. Marcel.

—Dime.

—Ninguno de nuestros agresores estará fichado, ¿verdad? ¿Merece la pena que me haga ilusiones?

El forense conocía bien la respuesta a ese interrogante. En los vehículos de aquellos tipos habían encontrado documentación falsa, y en sus ropas, ni un solo papel.

—La verdad es que no. Tendrás suerte si consigues identificarlos siquiera. Por cierto, ¿qué sabes del caso Cotin?

Ella emitió un elocuente gruñido.

—Han dejado todo el material junto a otro montón de asuntos pendientes y no prioritarios. No me extrañaría que lo archivaran pronto.

—Un vulgar ajuste de cuentas por narcotráfico, ¿eh?

Marguerite se mordió la lengua, no quiso entrar en ello. No merecía la pena, y sin la colaboración de Marcel, aquel asunto era un callejón sin salida que terminaba en la empresa de André Verger. A la detective no le motivó la alternativa de volver a abordar al empresario.

«Sí, Marcel siempre gana» se dijo.

Minutos después, agotados los temas, se despedían para regresar a sus respectivos quehaceres. Incluso entonces, en medio de su estado de fatiga, incertidumbre y mal humor, Marguerite habría pagado por averiguar a qué iba a dedicar Marcel aquel día de descanso.

s

Dominique avanzaba por la calle a buena velocidad, impulsando su silla de ruedas mientras esquivaba a los peatones más lentos. Contra todo pronóstico, había dormido bien —la fatiga se terminaba imponiendo a los nervios—, y mientras sus amigos aprovechaban la mañana dominical para recuperar fuerzas, él había optado por otros planes.

Se dirigía al cementerio de Montmartre. Su intención era continuar investigando en torno a la sórdida figura de Marc Vicent. Estaba dispuesto a localizar su tumba, un dato que a la vidente y al Guardián seguro que les resultaría relevante.

Para aquella misión improvisada, Dominique se había planteado contar con Michelle, debido a su pasión por los cementerios; y es que su mente no cejaba en el absurdo empeño de buscar situaciones que poder compartir con ella. No obstante, finalmente, se había impuesto el sentido común: con ella cerca, Dominique no podría concentrarse en su tarea. Lo tuvo que asumir, era más fácil así.

Al cabo de unos minutos, llegó hasta el recinto funerario. Desde la entrada contempló los centenares de lápidas que se extendían por todos los rincones. Si bien aquel cementerio era mucho más pequeño que el de Pére Lachaise, seguía contando con unas dimensiones que le superaban. Decidió ir a hablar con alguno de los enterradores para que le orientase en su investigación.

El chico llegó hasta un ennegrecido panteón del siglo XIX mientras buscaba con la mirada a algún encargado del recinto. En principio, al no tratarse de un personaje ilustre, las posibilidades de que los empleados recordaran una tumba habrían sido muy reducidas. Pero Dominique no perdió la esperanza; a fin de cuentas, no hacía tanto tiempo del entierro de Marc Vicent —apenas unos meses—; además, aquel cementerio estaba tan saturado que contaba con un número bastante limitado de entierros.

Por fin avistó a un hombre ataviado con un uniforme de trabajo que caminaba entre las lápidas. Sin pensarlo dos veces, se aproximó a él.

—Buenos días —comenzó, adoptando una pose desvalida para exagerar su minusvalía—. Verá, he venido de lejos para visitar una tumba que no encuentro…

El tipo se encogió de hombros.

—Pues si no tienes alguna referencia… —repuso, sin alterar su semblante rutinario.

Dominique aún extremó más su gesto vulnerable al insistir:

—No tengo más datos —reconoció—. Pero supongo que dispondrán de algún listado donde queden anotados los entierros que se hacen aquí, ¿no? Es que me cuesta tanto con la silla de ruedas buscar entre las tumbas… Si no, no le molestaría…

El hombre observó al chico, valorando la petición con cierta pereza.

—Está bien —concedió—. Tendrás que acompañarme a las oficinas. Contamos con un registro donde aparecen las sepulturas y el sector en el que se encuentran. Tendrás que buscar de todos modos, pero te ahorrarás bastante tiempo.

Dominique sonrió agradecido.

—Muchas gracias, ya estaba pensando que al final me iba a ir sin haber podido ver la tumba.

Al cabo de unos minutos habían salido del recinto para llegar hasta un pequeño local cercano. Una vez allí, el empleado preguntó el nombre completo del fallecido y, a continuación, se puso a consultar unos papeles.

—Aquí está, sí —confirmó—. Marc Vicent. Vamos a ver…

Dominique aguardó. Enseguida dispuso de la información que precisaba y los detalles de la zona a la que debía dirigirse.

No le costó mucho llegar hasta allí. Durante el trayecto se cruzó con un hombre muy perfumado y elegantemente vestido que caminaba ya hacia la salida del cementerio con una bolsa en las manos. El tipo se quedó mirando a Dominique unos instantes, con una extraña intensidad que molestó al chico.

«Ni que nunca hubiera visto una silla de ruedas…», pensó.

Una vez en la zona señalada, Dominique empezó a leer inscripciones, porque el empleado había sido incapaz de recordar cómo era la tumba. Pronto se detenía ante un rectángulo de granito gris cubierto por diferentes nombres donde se repetía el apellido Vicent.

Allí estaba, Marc Vicent.

Mientras Dominique, exultante ante el hallazgo, aproximaba su silla todo lo posible, observando cada detalle, no se percató de que alguien estudiaba sus movimientos desde la distancia. Alguien de rostro frío y ojos calculadores que se apresuraba a efectuar una llamada por el móvil.

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Daphne recorría con la vista las estanterías de su biblioteca. Cientos de volúmenes que atesoraban sabiduría de siglos. Papeles, telas y pergaminos erosionados por la huella de los dedos impacientes de sabios y magos, sacerdotes y brujas que habían hallado —o no— entre aquellas líneas respuesta a sus interrogantes más oscuros. Una sabiduría que había permitido a testigos privilegiados, más allá de la fe, ratificar la existencia de otra realidad que trascendía de lo tangible, de lo mortal. Observadores conscientes de la absoluta inmensidad del mundo… y de los abrumadores peligros que se agazapaban tras aquel remoto horizonte. Pero la mirada de Daphne, de por sí acuosa, se perdía en esos instantes por derroteros ajenos a aquellos libros. La confirmación de la muerte de Francesco Girardelli la había sumido en un estado de profunda tristeza. Con él se iba una parte importante de su vida, de sus recuerdos.

El destino se empeñaba en mostrar su rostro más amargo.

Girardelli había sido ejecutado, y en esta ocasión, por una mano humana. El sangriento rastro de Verger se dejaba intuir en aquel último crimen que aniquilaba el Triángulo Europeo decapitando la Hermandad de Videntes Vivos. Daphne se dejó invadir por el dolor; necesitaba abandonarse durante unos minutos al sufrimiento como homenaje a los que ya no volverían.

En medio de su amargura, la vidente supo que el momento de ajusfar cuentas con Verger se aproximaba.

Se prepararía para el encuentro. Daphne, recuperando de forma gradual su entereza, salió de la estancia y llegó hasta una pequeña habitación donde guardaba documentación especialmente valiosa. Debía refrescar sus conocimientos; Verger era más fuerte, pero ella contaba con el poderoso recurso de una mayor experiencia.

Allí, entre incunables y manuscritos prohibidos, la Vieja Daphne localizó un antiguo tratado de magia negra sepultado bajo un grueso volumen sobre vudú, obra de un conocido hechicero haitiano. Y, traduciendo su contenido escrito en una lengua extinta, descubrió por casualidad lo que el ente pretendía.

La bruja palideció. Sí, había una ceremonia infernal que permitía a un condenado volver a la vida manteniendo su naturaleza inmortal. Un rito satánico cuyo principal ingrediente, por fortuna, era tan difícil de conseguir que jamás se había llevado a cabo. A Daphne le temblaron las manos. Un ingrediente primordial casi imposible de obtener: el corazón palpitante de un Viajero.