Pascal, insomne, continuaba meditando junto a la ventana cuando un pequeño impacto contra su cristal le hizo dar un respingo. ¿Qué había sido eso?
Intrigado —aunque con cautela—, se aproximó a la ventana cuando un nuevo proyectil vino a rebotar contra el vidrio, provocando un sonido similar al anterior. Pascal llegó a distinguir el pequeño objeto que continuaba su camino hacia el fondo del patio.
¿Una piedra?
Pascal estaba asombrado. ¿Alguien estaba tirando piedras a su ventana en plena madrugada?
Desde luego, no parecía el cauce que pudiese emplear una entidad maligna. ¿Tal vez un fantasma hogareño? Alzó los ojos primero en dirección a las ventanas de los dormitorios de los otros pisos, a diferentes alturas, pues no podía concretar desde qué planta estaban tirando aquella peculiar munición. Por la fuerza con la que llegaban, especuló con que lo hicieran desde arriba, pero no solo no distinguió a nadie, sino que ninguna de las ventanas estaba abierta.
Entonces miró hacia los cristales que daban a los tramos de escaleras.
En efecto. Uno de ellos, justo en el piso superior, estaba entornado. Y una figura, hundida entre las sombras, lo contemplaba, absorta desde su muda oscuridad.
Pascal no pudo verle el rostro y tuvo miedo. Permaneció inmóvil, sin responder a la extraña llamada, negándose a facilitar un gesto hasta que nuevos indicios confirmaran la ausencia de peligro.
Por fin, aquella figura se inclinó, quedando levemente iluminada por la luz de la luna. Sus movimientos titubeantes sorprendieron al Viajero. ¿Tenía miedo de él?
Cuando la luz pálida dibujó los rasgos de su semblante, el chico, estupefacto, comprendió por qué.
No podía creerlo. Sencillamente, era imposible.
La Puerta Oscura daba a su vida una nueva vuelta de tuerca.
No podía ser; no en su mundo.
Se trataba de Beatrice.
Su mente buscaba respuestas a aquella imagen desconcertante, sobrecogedora.
¿Acaso había accedido a su realidad por la vía de los hogareños? ¿Era eso factible, se había arriesgado a hacerlo? Tal vez los errantes sí podían.
Ya se había apresurado a abrir su ventana cuando le asaltó una dolorosa duda. ¿Y si era una trampa? ¿Y si alguna criatura maligna había adoptado la forma del espíritu errante para obligarle a salir de su casa? Recordaba que los vampiros, por ejemplo, no podían acceder a una residencia si no eran invitados.
Pascal se esforzó, a pesar de su visible entusiasmo, por aparentar una actitud indiferente. Pero llegó hasta él la voz de la chica, que trasladaba en su tono la misma transparencia de sus ojos.
Tenía que ser ella.
No obstante, Pascal aún se resistió a creer. Su presencia allí no tenía sentido.
Fue entonces cuando Beatrice empezó a hablar.
El Mercedes negro con los cristales tintados frenó con suavidad hasta detener su carrocería impresionante junto al portal número sesenta y tres de la calle de Berry, un elegante edificio napoleónico muy próximo a los Campos Elíseos, en el exclusivo distrito VIII. El corpulento chófer, cuya indumentaria no lograba camuflar un perfil claro de matón, se apeó del vehículo para abrir una de las portezuelas traseras. André Verger surgió entonces de allí y se dirigió a su domicilio. El coche desapareció por la avenida en cuanto él abandonó la acera.
Una vez en el vestíbulo, Verger llegó hasta el ascensor y, cuando se disponía a presionar el botón de llamada, detuvo su mano. Cerró los ojos un instante, confirmó su reciente percepción y se puso en guardia.
No estaba solo.
Empezó a girarse, desplegando su poder mental, pero el pulido filo de una espada que acababa de apoyarse en su hombro detuvo su movimiento. El hechicero maldijo para sus adentros. ¿Quién podía imaginar que alguien tendría la osadía de atacarle, a él, en su propia casa?
«Experimentar confianza en entornos familiares hace perder eficacia» se dijo, recriminándose aquel despiste, pero sin experimentar ningún miedo. Superar un encuentro con el ente permitía quitarse de encima el temor a todo lo demás.
—No se vuelva, Verger.
El hechicero tuvo que reconocer que no solo se enfrentaba a una voz —grave, férrea— que transmitía un abrumador aplomo, sino que era completamente desconocida para él. Se enfrentaba a un agresor anónimo. A regañadientes decidió obedecer —cuánto le humillaba verse obligado a hacerlo, pero no cometería más errores—, prefirió mostrase cauto hasta poder delimitar el alcance de aquella amenaza.
—Adversario sin identidad —susurró, con una calma contenida que resultaba desafiante—, ¿sabe lo que está haciendo? ¿Sabe quién soy?
El magnate, aun sin verlo, ya había condenado a muerte a aquel temerario que había tenido la audacia de atreverse a molestarle en su propio domicilio.
—Lo sé —respondió aquella voz con una suficiencia seca que todavía agravó más la cólera que empezaba a consumir al empresario.
Verger sentía un enorme lastre en el hombro que aún sostenía la aguda hoja de la espada. ¿Tanto pesaba aquella arma? Enseguida pudo comprobar que se trataba de una katana, una magnífica espada japonesa de impecable y antigua factura, labrada en plata con una exquisitez asombrosa. Aquella templada joya tenía que ser obra de un maestro, de un virtuoso en la forja para samurais.
Pero lo que transformó su rostro con brusquedad, lo que enfrió su semblante y le hizo perder seguridad, fue reconocer las inscripciones grabadas en el filo.
Ese lenguaje atávico… no era de aquel mundo. Ya no.
Esa arma no podía existir, Verger ahora entendía el peso que lastraba su cuerpo a su contacto y la propia merma en sus facultades psíquicas.
Y sí. Aquella majestuosa espada le llevó a deducir contra quién se enfrentaba.
—Debo suponer que tengo el placer de conocer al Guardián de la Puerta…
La voz de su anónimo atacante se dejó oír al momento, inflexible como la piedra.
—Cuántos.
Por lo visto, quien empuñaba la espada no estaba dispuesto a prolongar el encuentro más de lo imprescindible.
—No entiendo —repuso el hechicero, algo desorientado ante aquella escueta intervención.
—Cuántos cazarrecompensas ha enviado contra el Viajero.
Verger sonrió.
—Así que se trata de eso…
En realidad, no. Marcel había acudido allí aquella extenuante noche, al borde del agotamiento, con la cara hinchada y amoratada y el cuerpo cubierto de magulladuras, por una razón bien diferente. Pero dejó que el hechicero lo creyera. A fin de cuentas, se trataba de una información que también le interesaba.
—Cuatro, Guardián —respondía Verger, quien a aquellas alturas no tenía inconveniente en facilitar ese dato—. Y no habrá más. Estoy dispuesto a negociar alternativas menos… violentas. Puedo cancelar ahora mismo el encargo…
Verger no pudo ver la sonrisa del forense. Según los cálculos de Marcel, aparte de Cotin, eran cuatro los sicarios que habían caído ya: el secuestrador de Pascal, el suicida y los dos perseguidores de aquella noche. Esa amenaza estaba resuelta, por tanto. Aunque Verger no estuviera al corriente.
—¿Qué me dice? —insistía el empresario, adoptando un tono de negocio—. No tengo ninguna intención de atentar contra la Puerta Oscura, si es eso lo que le preocupa como Guardián. Solo necesito al Viajero. Consígamelo, y no volverá a saber de mí. Se lo prometo.
A Marcel le repugnó la frialdad con la que aquel tipo prepotente y ambicioso estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. De aquella falta de principios, de aquella ausencia de nobleza, se nutría el germen del Mal. La corrupción.
Marcel no respondió a la oferta, no se dignó a hacerlo. No obstante, la siniestra incógnita de aquel interés por Pascal había ganado fuerza.
—¿De qué sirve el Viajero sin la Puerta? —inquirió el forense, aproximando su espada al cuello del hechicero.
Hasta el Guardián llegó su risa de tiburón.
—Eso no debería preocuparle, si a cambio salva la Puerta Oscura. ¿No le parece?
Marcel tuvo claro que Verger no contestaría a aquella pregunta ni a cambio de su vida, así que decidió abordar la verdadera cuestión que le había impulsado a una iniciativa tan arriesgada:
—Quién está detrás de la muerte del vagabundo.
Ahora sí que André Verger se quedó perplejo.
—No sé de qué me está hablando.
Marcel y Marguerite habían confirmado, tras enterarse de los detalles por la emisora de la policía, que el cadáver encontrado aquella noche en el parque Des Buttes Chaumont había sido desangrado. No a la manera vampírica tradicional, no a la vieja usanza, pero desangrado. La sangre de la víctima, aparte de las manchas en su ropa y algún pequeño charco junto al cuerpo, no aparecía por ninguna parte.
Y cinco litros es mucha sangre.
—Ya me ha oído.
Marcel repitió su pregunta, pero había captado tal autenticidad en la reacción del hechicero que, por primera vez, se planteó si aquel último crimen no estaba relacionado con el médium.
—De verdad —repitió Verger, sin disimular su extrañeza—. No tengo ni idea de esa muerte, es la primera noticia que tengo. ¿Tengo pinta de ir matando vagabundos?
La voz del hechicero iba ganando fuerza, toda la que el Guardián, esa interminable noche, había perdido de puro desgaste. Era momento de largarse.
—Voy a irme ahora, Verger. Si se vuelve, lo mato.
El aludido sonrió.
—No me hace falta verle —observó—. Ahora sé lo que buscar, Guardián. Ya nos encontraremos.
Marcel levantó su espada de forma gradual conforme sus pasos iban alejándolo de la figura parada del hechicero, aún frente al hueco vacío del ascensor, que no había llegado a llamar.
—¡Todavía puede cambiar de estrategia, Guardián! —gritó Verger, sin girarse—. ¡No podréis contra Él!
Marcel se detuvo bruscamente al escuchar aquella última advertencia. ¿«Contra Él»? ¿Qué significaba eso? ¿Acaso el hechicero no constituía el verdadero adversario al que se enfrentaban en el mundo de los vivos?
Laville no dudó: aquel médium se estaba refiriendo al ente demoníaco. Se trataba del único apoyo lo suficientemente poderoso como para provocar en Verger aquel tono de superioridad.
La mente del Guardián hilvanó entonces, iluminada por esa revelación, la información de la que disponían: el interés tan avasallador que mostraba el hechicero por conseguir a Pascal y, sobre todo, la asombrosa coincidencia en el tiempo de los movimientos de ambos contrincantes, cada uno en su terreno. Todo confluía en una misma dirección: Verger era tan solo un vehículo de Marc.
¿Para que quería el Ente al Viajero, entonces?
Marcel volvió sobre sus pasos hasta situarse ante Verger, que por fin se había girado. Ambos se estudiaban, frente a frente. El hechicero contemplaba con sorpresa el aspecto destrozado del forense.
—Toda esa historia que le contaste al Viajero de que querías utilizarlo para ganar dinero era falsa, ¿verdad? —interrogó el Guardián a media voz—. Tú solo eres un intermediario.
Verger esbozó una sonrisa maliciosa.
—Prefiero calificar mi papel de «mensajero».
Marcel frunció el ceño.
—¿Y cuál es tu mensaje?
—El advenimiento de un nuevo reino en el mundo de los vivos. El triunfo de la noche. Mi momento.
—¿Tu momento?
El hechicero no podía ocultar su satisfacción espoleada por el gesto escéptico de su adversario.
—Cuando la entidad maléfica se mueva entre nosotros, yo seré su brazo derecho.
Tan evidente como el protagonismo de Marc en aquel desolador horizonte resultaba la recompensa que el ente habría prometido a su aventajado discípulo: poder.
Cada nuevo dato se ajustaba a la perfección con todo lo anterior.
Ahora ya sabían con exactitud la verdadera amenaza que se cernía sobre ellos. Por fin.
Marcel comenzó a distanciarse de Verger sin bajar la guardia. El otro ni se molestó en intentar nada, tal era su seguridad en ganar aquella guerra llegado el momento.
El forense salió a la calle y desapareció pronto de la vista del hechicero. Necesitaba dormir. Por desgracia, seguía siendo humano y aquella ardua jornada le estaba pasando factura. En el palacio curarían sus lesiones.
Siguió caminando hacia su vehículo, sobrecogido por la última averiguación y por el misterioso crimen que no había logrado resolver. Porque los cazarrecompensas enviados por el hechicero no podían haber hecho eso, desde luego; la víctima no tenía nada que ver con el Viajero. ¿Entonces?
¿Tal vez un crimen ritual ajeno por completo a la Puerta Oscura?
Marcel lo deseó fervientemente. Aunque no lo creyó.
Estaba confuso, pero sobre todo… tenía miedo.
Nada hay más peligroso, no hay nada contra lo que uno se encuentre más indefenso que lo desconocido.
Pascal y Beatrice se encontraban hablando a media voz en la última planta del edificio, un piso destinado a albergar los trasteros que permitía un poco más de intimidad que la escalera donde se habían encontrado.
Pascal, todavía con el arrepentimiento pintado en el rostro por su comportamiento en el panteón, trataba de mantener la serenidad. Y eso que la simple visión del espíritu errante, de sus facciones tiernas, de su cuerpo insinuado bajo aquellas prendas ceñidas, seguía provocándole un baile desbocado de hormonas. No podía evitarlo.
Beatrice había aparecido. Y en su mundo.
Ambos se miraban con una intensidad casi eléctrica. Ella, con semblante maravillado; él, combatiendo su perplejidad.
—Pero ¿desde cuándo? —el Viajero seguía sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.
—Llevo toda la tarde aguardando cerca de aquí, no aguantaba más sin verte, sin hablar contigo —reconoció ella—. En realidad, llevo en la vida desde ayer.
El aspecto petrificado del Viajero se iba acentuando a cada palabra de ella. No entendía nada, se pellizcó en un brazo concibiendo la posibilidad de hallarse inmerso en un sueño.
—¿En la vida? —repitió, confuso—. ¿Eso qué significa?
Ella aproximó aún más su rostro.
—Que ya no soy un espíritu errante, Pascal —confirmó con solemnidad—. Vuelvo a estar viva. Como tú.
Beatrice tendió sus blanquísimas manos hacia él.
—Tócame, Pascal.
El Viajero obedeció, y comprobó sobrecogido la inesperada calidez de su piel. Ante aquel fenómeno, no se atrevió a exteriorizar todo su asombro; ni siquiera estaba seguro de cómo debía reaccionar.
—No sabía si acercarme a ti —continuó Beatrice—, ni cómo hacerlo sin desorientarte. Me he mantenido cerca de tu casa, la zona es peligrosa —le advirtió, recordando el brusco final de su vigilancia—, hace unas horas me ha atacado un hombre… Ha sido tan extraño…
Pascal se irguió al escuchar aquello.
—¿Que te ha atacado un hombre? —el Viajero se puso alerta—. ¿Cómo era? ¿Dónde ha sido?
—En el edificio abandonado enfrente de tu casa.
El asombro de Pascal avanzó un grado más.
—¿Pero se puede saber qué hacías allí?
Ella se ruborizó.
—Buscarte, Pascal. Esperar para encontrarme contigo.
Era todo tan insensato… Pascal se pasó las manos por la frente, agobiado y entusiasmado al mismo tiempo. Como siempre ante la presencia de aquella chica, loco, disperso, desubicado. ¿Tal vez ella se acababa de enfrentar a otro de los secuaces de Verger?
—¿Y puedes describir a ese hombre?
—Apenas pude verlo, iba todo de negro. Pero era fuerte y alto.
—Madre mía…
—Menos mal que una mujer muy grande apareció allí justo a tiempo y ese tipo salió huyendo. Si no…
El Viajero extrajo con rapidez sus propias conclusiones. Vaya, ahora descubría que debía a la detective Betancourt un gran favor.
—Ten mucho cuidado, Beatrice —la avisó, con gesto de gravedad—. Hay gente que me está buscando. Gente peligrosa que no se va a detener ante nada con tal de conseguirme.
Ella no dudó.
—A tu lado no tengo miedo.
El Viajero se sintió halagado por esas palabras, por aquella afirmación en la que no se distinguía ni un ápice de inseguridad.
No obstante, esas mismas palabras demostraron a Pascal que Beatrice no entendía lo que estaba ocurriendo.
—Debes mantenerte alejada de mí hasta que todo acabe —insistió, aunque su voz le traicionó con un leve temblor—. Cerca de mí estás en peligro.
Ella, sin saberlo, se había interpuesto en el camino de los sicarios enviados por Verger. Había tenido mucha suerte de salir con vida de aquel encontronazo.
—Pero… —Beatrice ofrecía un gesto confuso, decepcionado—. Ahora que he conseguido llegar a ti…
Pascal no podía enfrentarse a aquel rostro suave e indefenso. ¿Cómo negarse? Su propia convicción se debilitó.
No obstante, la situación de Beatrice seguía siendo demasiado vulnerable. Pascal dedujo que su cambio esencial la habría privado de sus capacidades como espíritu errante, lo que la convertía ahora en una presa fácil. Por ello tenía que recomendarle que se alejara de él hasta que todo hubiera pasado, era lo más prudente; en aquel instante, Pascal constituía un foco cuyo magnetismo atraía todo tipo de riesgos.
A pesar de eso, ahora que podía disfrutar de su tacto tibio, de su sonrisa transparente, Pascal no tuvo ánimo de renunciar a Beatrice tan pronto. A fin de cuentas, aquel encuentro ya se había producido, así que bien podían separarse después sin que ello supusiese exponer a la chica a mayores peligros.
—Te… te quiero pedir perdón, Beatrice —titubeó—. Lo que pasó en tu mundo…
Ella sonrió, iluminando la cara de Pascal.
—Ya no es mi mundo —pronunció irradiando una alegría inmensa—, y estoy dispuesta a olvidarlo.
—Pero… cómo…
Sentía la boca seca. La terrible barrera que los había separado hasta el momento, aquella cruda afirmación que ahora no se atrevía a conjurar y que había inclinado la balanza en favor de Michelle, ahora parecía diluirse. Imposible.
Beatrice, con exquisita delicadeza, lo abrazó. Y así, en aquella posición, con una voz cargada de ternura, le hizo partícipe de su decisión:
—Huí del panteón, Pascal. Pero no estaba enfadada contigo —confesó—, sino conmigo, con mi suerte, con mi destino injusto. Tenías razón, y no quería aceptarlo. Yo estaba muerta, lo nuestro no tenía futuro. Pero estoy enamorada de ti, Pascal. Completamente. No puedo evitarlo. Mi caminar por los senderos brillantes se ha vuelto un sufrimiento, ya no soporto mi soledad. Por eso, negándome a perderte, recordé que otro espíritu errante al que conocí en uno de mis viajes me habló de que existía un rito para volver a la vida, algo que no se había hecho nunca por el precio que acarrea, un tabú entre los muertos.
Pascal tembló, abrumado por el coste que ella hubiera podido asumir para estar con él. Sintió vértigo.
—¿Cuál es ese precio? —murmuró Pascal, alimentando un vago temor—, ¿qué has hecho para llegar hasta aquí, Beatrice?
La chica no respondió enseguida; se quedó mirando hacia un punto del infinito sobre el hombro de Pascal.
—Algo tan sencillo como irreparable —afirmó por fin—. Renunciar a mi vida anterior. He sacrificado un pasado a cambio de un futuro contigo, Pascal. He perdido a mi familia, mis recuerdos. Si me cruzase con mis padres por la calle, no me reconocerían, no les pertenezco. Mis raíces me anclaban a una historia agotada, así que las he cortado. No tengo pasado, pero gano un horizonte. Un horizonte contigo.
O sea, ahora ella no era nadie. Al menos, para todos los demás, porque para él continuaba teniendo una identidad muy definida, reflexionó Pascal. Escapaba de su mundo y llegaba al de los vivos en las mismas precarias condiciones que un «sin papeles». Peor aún: cruzándose con los sicarios que le buscaban.
Ella pareció intuir sus pensamientos.
—No te preocupes por mí —pidió, acariciándole la mejilla con aquellos dedos tibios—. Me las arreglaré. He venido cargada de conocimientos, y eso es el mejor equipaje para abrirse paso en la vida. Además —aproximó su rostro al de Pascal—, cerca de ti nada me importa.
—Pero…
—No te preocupes —repitió Beatrice, sellando los labios del chico con un dedo.
El Viajero no supo qué decir, superado por aquel nuevo giro brutal en las circunstancias que, para variar, lo pillaba a él en medio.
«Por una vez, me gustaría sentir que manejo las riendas de mi vida», quiso gritar.
Sufrió un mareo. En el Más Allá había tenido un argumento para ir canalizando sus convulsos sentimientos, un argumento que había creído inamovible: la naturaleza inerte de Beatrice (qué bien le había venido aquel hecho para ir definiéndose en la delicada elección entre Michelle y ella). Pero ahora que se veía desprovisto de aquel razonamiento, y ante el inconmensurable gesto que ella acababa de protagonizar, no era capaz de manifestar al antiguo espíritu errante que la situación seguía sin ser fácil, sin ser clara.
Pascal estaba cada vez más confundido, y Beatrice, más decidida a luchar por aquel chico.
Mil cuestiones se agolpaban en su cabeza, contaminada además por la excitante proximidad del cuerpo de Beatrice. Quería preguntarle cómo se las arreglaría a partir de ahora, cómo viviría… Quería recriminarle que no hubiera contado con él para una decisión así, quería decir tantas cosas… Pero también tenía que resistirse. Una vez más, los sensuales labios de ella tan cerca. Sus ojos diáfanos, su piel que ahora se mostraba más real, el novedoso calor. Él no debía sucumbir, se había prometido no seguir con aquel juego a dos bandas. Pero no podía.
¿Cómo negarse a un beso? Cómo negarse a un beso tras ese encuentro, un beso breve. Aquella encantadora sonrisa, aquella suavidad en su piel. Una última vez…
Unieron sus labios y empezaron a saborearse. El largo pelo de ella le hizo cosquillas. Y se dejó llevar, abandonándose a esa región carente de recuerdos, ataduras y remordimientos. Solo ellos dos.
El fruto de las reflexiones de Pascal, todos sus argumentos a favor de un futuro junto a Michelle, se diluyeron en medio de aquellas caricias que iban recorriendo cada centímetro de sus cuellos, de sus rostros, de sus cuerpos, entre gemidos que procuraban ahogar para no ser descubiertos. Cada movimiento era electrizante. Pascal sintió las piernas de Beatrice entre las suyas, se le erizó la piel al notar en su pecho la turbadora presión de las curvas de la chica. Su juventud recién recuperada, que se abría paso con una vitalidad arrasadora. Una vitalidad que necesitaba verse correspondida. Los latidos del corazón de Pascal se aceleraron todavía más, se dejó llevar por su ardor imparable mientras volvía a hundir su boca entre los sensuales labios de ella.
Las manos del Viajero abandonaron la cintura de la chica, dispuestas a recorrer aquella piel de calidez insospechada. A su alrededor, el vecindario dormido parecía haber desaparecido. Beatrice ya no estaba muerta.