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Pascal, solo en su habitación, pensaba en Beatrice conforme el sueño iba llegando hasta él. El hecho de que su historia de pasión vivida con el espíritu errante en el Más Allá fuera todavía un secreto —¿con quién iba a compartirla si intuía que Dominique sentía algo por Michelle?— le impedía buscar apoyos, consejo entre sus amigos.

Y el caso es que lo necesitaba.

Sus padres todavía estaban más descartados para solicitar su complicidad, pues pedir su opinión ante un tema así ya le daba cierto reparo, pero en este caso concreto habría implicado ponerlos en antecedentes, iniciar la gran confidencia.

Lo que hubiera dado por poder hablar con Dominique. Soportar su sarcasmo, reírse con él y, finalmente, recibir su opinión sincera.

Pero no podía ser, no en aquellas circunstancias. Por primera vez surgían dentro del grupo temas tabú.

Pascal no quería herir a su amigo, y para ello evitaba con sutileza el tema de Michelle. Pero es que, además, la delicada situación de Dominique lo anulaba como juez imparcial ante aquel inimaginable triángulo en el que el Viajero se hallaba inmerso. Amor y deseo incontrolable se fusionaban, lo confundían.

Tal vez podría haber contado con Mathieu. Seguro que comprendía su situación, dada su afición a tontear con varios chicos a la vez. Pero bastantes impresiones se había llevado últimamente. Además, ahora la mente de Mathieu parecía estar centrada en una única cosa: Edouard, algo de lo que todos se habían percatado.

Por su parte, Jules sencillamente estaba desaparecido, y de todos modos nunca había tenido con él tanta confianza como para abordarle en una situación así.

¿Qué le quedaba?

Padecer, para variar. De aquel último viaje a la otra dimensión había retornado no solo con el susto del ataque sufrido en el nivel de los hogareños, sino sobre todo con el desvelo de no haber podido averiguar nada sobre el paradero de Beatrice. Nadie parecía saber nada sobre ella, y eso lo estaba machacando. Se sentía tan mal, aplastado bajo el peso de la responsabilidad de lo que había ocurrido en el panteón…

¿Dónde estaba ella? ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué sentía?

La ausencia de noticias le atormentaba. Por si fuera poco, los mensajes de Michelle, cada vez más explícitos, aún acrecentaban más su culpabilidad. Sentía que la suya era una actitud rastrera, en la que subyacía la imperdonable pretensión de no querer renunciar a ninguna de las dos —una novia en cada puerto, una novia en cada mundo—, como si prolongar aquella insostenible situación garantizase un desenlace más halagüeño que el inevitable. ¡Él nunca había sido así! ¿Acaso tantos años en compañía de Dominique lo habían contaminado de su hedonismo sin límites?

No, ni siquiera Dominique habría sido capaz de mantener algo así.

Tendría que elegir, tarde o temprano. Y cuanto más retrasara su decisión, más daño causaría.

Por otra parte, ¿realmente Beatrice entraba dentro de las alternativas?

«Está muerta», se repitió, como había hecho en incontables ocasiones. «Está muerta. Olvídate de ella».

Pero no podía, así de sencillo. Era solo pensar en Beatrice y todo su cuerpo se estremecía como si sufriese una descarga eléctrica.

Claro que los besos de Michelle también le dejaban un sabor que necesitaba; en cuanto ella estaba presente todo lo demás se evaporaba. Agradecía la serenidad que le trasmitía, su belleza, su mirada directa, su tacto, su apoyo.

Michelle estaba diciendo que sí con cada gesto, se materializaba lo que había soñado durante tanto tiempo. Mientras Pascal fue libre, mientras no tuvo un pasado que ocultar, ella se mantuvo inaccesible. Y ahora que el Viajero se hallaba envuelto en turbulentas aguas, ella respondía.

Michelle…

Pascal se levantó de la cama y se puso a mirar por la ventana, que daba a un estrecho patio interior en el que desembocaban también las cristaleras que iluminaban cada planta de las escaleras de la casa.

Michelle. Decidirse por ella implicaba ponerla al corriente de lo que había sucedido con Beatrice. Otra de las razones por las que había eludido tomar una decisión. Pura cobardía, una vez más.

La condición de Viajero no le había cambiado tanto.

Y mientras daba largas, el asunto se iba complicando. La misión de frenar el avance de Marc era la excusa que le servía para no afrontar sus propios conflictos.

Pero ese dilema absurdo estaba llegando al final. Aquella noche, al regresar al sótano donde permanecía la Puerta Oscura, había detectado en el semblante fatigado de Michelle un leve tono de advertencia.

Con Michelle no se jugaba; ella nunca lo había consentido.

s

Le había obligado a tirar al suelo su pistola.

Ahora Marcel, desarmado, se fue girando con lentitud. Cuando pudo mirar frente a frente a quien le apuntaba, descubrió un rostro vacío de unos treinta años, de facciones muy pálidas sombreadas por la barba incipiente; un semblante inexpresivo bajo unos ojos azules glaciales que se dedicaban a analizar al prisionero sin ningún disimulo. La mirada inerte, cruda, de un hombre sin sentimientos, sin remordimientos.

De complexión atlética, aquel tipo llevaba el pelo rubio rapado y mediría cerca del metro noventa. Dirigía a su víctima una 9 mm Parabellum dotada de silenciador, que mantenía ahora muy cerca de la cara del Guardián.

Pertenecía a alguna raza eslava. Tal vez era serbio, pensó el Guardián. En cuanto Marcel escuchó su voz, se confirmó su impresión; desde luego, no era francés.

—¿Dónde está?

Aquellos ojos herméticos no pestañeaban.

«Tampoco lo harán cuando llegue el momento de matarme», pensó Marcel, con una extraña parsimonia. «Ya le he visto, y esta gente no deja testigos; su vida pende del hilo de su invisibilidad».

El hecho de que aquel sicario le hubiera permitido verle la cara equivalía, por tanto, a una segura condena a muerte. Por eso mismo, Marcel se planteó lo absurdo de aquel interrogatorio que ahora empezaba. ¿Para qué hablar, para qué claudicar si el final iba a ser el mismo? Ni siquiera la tortura lograría arrancarle información. Estaba adiestrado para resistir el dolor.

Moriría sin desvelar el secreto, protegiendo hasta su último aliento la vida del Viajero y la integridad de la Puerta Oscura.

El forense estaba cada vez más preocupado por la ausencia de la detective. Empezó a barajar la peor de las opciones. Y ni siquiera entonces albergó miedo. Si finalmente era ejecutado —no dejaba de resultar irónico que hubiese conducido a su asesino hasta el lugar idóneo para el crimen—, lo único que sentiría sería dejar en la estacada al Viajero en plena misión contra Marc. Su sucesor como Guardián no estaba todavía preparado, pero no tendría más remedio que coger las riendas.

—Dónde-está-el-chico —repitió el cazarrecompensas, escupiendo las palabras una a una, lo que les otorgó un tono nítidamente amenazador que, sin embargo, no consiguió impresionar al forense.

Marcel, preparándose para recibir el impacto de una reacción más violenta —ese individuo no ofrecía el aspecto de una persona paciente, y él continuaba sin responder—, se planteó si aquel tipo sería el asesino de Sophie Renard.

Una detonación fuera de la casa interrumpió el interrogatorio. El sicario no dio el más leve respingo —Marcel se imaginó que a un tipo así debían de acunarlo de pequeño con el sonido de fondo de fusilamientos—, pero al menos, por puro reflejo, desvió sus pupilas un instante hacia el origen del ruido. Aquello bastó a Marcel para apartarse de la trayectoria del cañón y descargar un golpe en el brazo de su captor. El mercenario, soltando un bufido, apretó el gatillo en cuanto percibió la maniobra. Marcel sintió el proyectil silbar junto a su oreja y, sin detenerse, volvió a golpear al hombre, esta vez decidido a alcanzarle en el pecho para cortarle la respiración. Pero aquel tipo estaba muy bien entrenado. Adivinando aquel golpe, giró el torso a tiempo, y toda la fuerza del forense acabó estrellándose contra un costado del sicario, que, aunque acusó el impacto, no perdió el dominio de la situación. De hecho, intentó volver a apuntar con la pistola a Marcel, pero este se apresuró a inmovilizarle el brazo armado y a forzar la articulación hasta que el mercenario, lanzando un grito de dolor, se vio obligado a soltar el arma.

Nuevos disparos se oyeron fuera de la casa: también en el exterior se estaba librando un combate.

Marcel se tiró entonces para recuperar su pistola, pero no logró alcanzarla. El asesino acababa de propinarle una contundente patada en el estómago que lo impulsó contra la pared de la ventana. Quedó tumbado en el suelo, dolorido. La rabia había empañado los ojos de aquel joven asesino que, sin pensarlo dos veces, se dejó caer sobre el médico para machacarlo a golpes.

Marcel no sabía cómo protegerse de aquella lluvia de puñetazos y patadas que magullaban su cuerpo. Lo único que podía hacer era cubrirse la cabeza, la parte más vulnerable. Sin mirar, tomó impulso contra la pared y, al separarse de ella, logró desembarazarse del agresor, que rodó cerca. Ahora fue Marcel quien, puesto de pie, asestó una patada en la boca al otro, que chocó contra un tabique lateral salpicándolo de sangre.

Laville lamentó no tener a mano su espada japonesa, que le hubiera permitido evitar la embestida que vino a continuación. El mercenario se abalanzó contra él, y lo arrastró hasta que ambos volvieron a caer al suelo en un revoltijo de piernas y brazos que procuraban infligir el mayor daño posible.

El asesino había quedado encima, y reanudó sus golpes contra Marcel, que empezaba a acusar la diferencia de edad. Los puños del joven se estrellaban con extraordinaria fuerza. Durante un momento pareció que una tregua se iniciaba, y Marcel dejó de sentir los mazazos de aquellos nudillos. Pero el anuncio de aquella calma fue peor; un brillo acababa de refulgir en el aire.

El sicario había extraído una navaja de un bolsillo. El Guardián, arrinconado, apenas vio posibilidades de esquivar la hoja que aquel tipo se disponía a dirigir hacia él con precisión.

—Hola.

Aquella voz llegaba desde la puerta de la casa y su serena contundencia tuvo el efecto de un hechizo que rompiera un encantamiento; el sicario se había detenido al escucharla, con la navaja en alto, dispuesto ya a dejarla caer sobre Marcel. El tiempo parecía haberse detenido, prolongando la angustiosa posición del forense. Nadie se atrevía a hacer el mínimo movimiento.

El sicario miraba sorprendido a la recién llegada, una mujer muy gruesa que, con los brazos extendidos, permanecía apuntándole con una pistola. La reconoció inmediatamente: era la detective Betancourt. Quien no aparecía era el compañero del asesino, así que la conclusión para aquel tipo fue evidente.

—¿Te importa tirar la navaja? —de nuevo aquella voz potente, cabreada, autoritaria. Una voz que llegaba a Marcel transformada en un apoyo inquebrantable.

Aquella voz. Y el esclarecedor sonido del percutor.

El joven asesino, mientras fingía valorar todas las opciones, dirigió una última mirada de odio a la agente. Evidentemente, Marguerite lo quería vivo; si no, ya habría disparado contra él.

Procurando ampararse en ese hipotético titubeo inicial de la detective, el sicario se dispuso a morir matando, y alzó la navaja con intención de hundirla en el cuerpo de Marcel. Pero Marguerite no dudó; disparó una, dos, tres veces. El cuerpo del mercenario cayó impulsado hacia atrás, la navaja abierta salió volando más lejos.

Poco después, todavía procurando recuperarse de aquel enfrentamiento, ambos se enterarían de que sus compañeros de la policía acababan de notificar la aparición de un cadáver desangrado en un parque de la ciudad, perteneciente a un vagabundo.

—¿Pero es que esta noche no se va a acabar nunca? —acertó a murmurar Marguerite.

—La noche no tiene límites —sentenció el forense, a quien aquella novedad había dejado todavía más petrificado, limpiándose la sangre de la cara—. No los tiene.

s

Michelle permanecía sentada frente al escritorio de la habitación, en silencio. Incapaz de conciliar el sueño, había terminado levantándose de la cama. Atrapó el móvil que había dejado sobre la mesilla. La diminuta pantalla se iluminó como alegrándose de sentir el contacto de sus dedos, hundiendo la habitación en un resplandor fantasmagórico.

Aquella penumbra, siendo muy distinta, le recordó, sin embargo, la claustrofóbica atmósfera de la otra dimensión. Sintió un escalofrío y decidió encender la lámpara. Estaba a punto de sufrir uno de aquellos ataques de ansiedad que la asaltaban de vez en cuando y que mantenía en secreto. Procuró frenar su respiración. El psicólogo al que había acudido durante los primeros dos meses tras su retorno del Más Allá —un misterioso médico recomendado por Marcel que hacía las preguntas justas— le había dicho que aquel tipo de secuelas irían desapareciendo poco a poco, pero que debía contar con ellas y asumir una mejoría pausada.

Michelle, intentando acelerar ese proceso, incluso había quitado de la habitación de la residencia algunos pósteres góticos demasiado siniestros, cediendo espacio a las fotografías de «tíos buenos» con las que su compañera se había apresurado a ocupar los huecos vacíos.

Eso sí era una terapia de shock. Si no acababan con ella los traumas derivados de la Puerta Oscura, lo haría aquella sobredosis de horteradas. Todo fuera por su restablecimiento, se resignó, por mitigar aquellas molestas secuelas. Al menos parecía encontrarse mejor que Jules.

Le había mandado un SMS al llegar a casa esa noche, pues imaginó que, a pesar de su malestar, se encontraría inquieto al no haber podido acudir a la reunión, contándole a grandes rasgos cómo había ido todo. No había contestado.

Michelle apagó de nuevo la lámpara, forzándose a enfrentarse a la oscuridad con el apoyo del brillo de su móvil. Su respiración empezó una vez más a agitarse en cuanto percibió las sombras cayendo sobre ella, pero resistió, terca, y la ansiedad empezó a remitir.

Tecleando en su móvil, llegó hasta la bandeja de entrada de los mensajes recibidos, y dejó presionada la tecla correspondiente para ir recorriendo todos hasta llegar a los de Pascal. Nunca lo hubiera reconocido, pero cada día releía aquellos breves textos salpicados de abreviaturas. Y no se cansaba de hacerlo.

Tuvo la tentación de enviar al Viajero algún SMS de apoyo —la mera perspectiva de recibir una respuesta suya la intranquilizó, era todo tan absurdo—, pues apenas habían podido hablar desde que volviese de su último viaje al Más Allá. Era algo tarde, pero… El miedo a agobiarle hizo que, tras redactar el texto, no se decidiera a mandarlo.

Pascal se había convertido para ella en una obsesión, tal vez por su inexperiencia en ese pantanoso terreno de los sentimientos.

Incluso cada vez que aquel móvil sonaba, en el fondo, Michelle siempre esperaba que fuera Pascal quien llamaba, y cuando no era así, se veía obligada a disimular una sutil decepción. Nunca imaginó que ella se vería inmersa en algo así.

Su compañera, que algo había empezado a notar, la había interrogado al respecto, pero ella no soltaba prenda. No tanto por discreción, sino porque su relación con Pascal era ahora tan extraña…

Realmente no habría sabido qué decir, cómo empezar. De hecho, ni siquiera sabía bien cómo habían llegado hasta esa situación tan incómoda. Por eso mismo, tampoco se había decidido a hablar con Jules o Dominique, los cómplices habituales para un asunto tan delicado. Primero necesitaba que todo se concretara un poco más. Algo que tenía que ocurrir pronto, pues ella, exhausta, no estaba dispuesta a soportar mucho más tiempo aquella situación. Ahora bastaba cualquier gesto de Pascal —un guiño, una mirada, la simple mención del nombre de ella dejado caer en una conversación— para provocarle una euforia absurda, injustificada, y cualquier otro detalle, elevado a la categoría de síntoma perturbador —que no la mirara durante un rato cuando se encontraban reunidos en grupo, que planeara algo sin contar con ella, por insignificante que fuera el asunto—, derivaba en un bajón exagerado.

Aquel constante pulso entre alegría y tristeza generaba en ella una erosión insoportable. Los últimos besos de Pascal le daban ánimos, pero no debía engañarse: aquello no podía prolongarse indefinidamente. Michelle había estado dispuesta a asumir el coste de su propia indecisión inicial; quizá Pascal le pagaba ahora con la misma moneda que ella había utilizado cuando él le pidió salir, abriéndole su corazón con una enorme dosis de riesgo que la chica siempre había valorado sobre otras cuestiones. Pero todo tenía un límite.

Michelle ya había tomado una determinación: estaba dispuesta a apostar por Pascal. En cuanto las circunstancias lo permitieran, mantendría con él una conversación en la que ambos tendrían que hablar a las claras, sin tapujos.

Y entonces, con las cartas sobre la mesa, acabarían las dudas… para bien o para mal.

Todo era mejor que la poco piadosa tortura de la incertidumbre, un suplicio cuya capacidad destructiva Michelle descubría por primera vez.

s

A André Verger casi se le salieron los ojos de las órbitas cuando, inclinado sobre el tablero de ouija, empezó a sentir la presión sobre su cuello. En su biblioteca clandestina, que continuaba manteniendo como un improvisado templo desde el que rendir culto al ente diabólico, se enfrentaba a la furia de aquella criatura, que se estaba cansando de esperar. No se atrevía a alzar los ojos, intuía ante él una imagen demoníaca cuyas formas casi podía recrear en esa atmósfera pesada y turbia que se había impuesto.

La paciencia del ente se iba consumiendo gota a gota, hastiado de permanecer oculto en la región de los fantasmas hogareños para evitar que lo sorprendieran los centinelas de la Tierra de la Espera. Cada vez más inquieto, deslizándose por los corredores vacíos de aquel París remoto, anhelaba alcanzar ese otro mundo, aquella tierra prometida rebosante de vida donde nadie podría frenar sus pasos.

Antes de que un error pudiera conducirlo de nuevo a la sórdida Tierra de la Oscuridad, de donde ya nunca más saldría.

El hechicero, intimidado, notó desde su posición el poder oscuro que emanaba de aquel tablero de letras inmóviles, percibió su iracundo flujo dirigirse hacia él y rodearle la garganta como un abrazo de serpiente. El oxígeno empezó a faltarle, su rostro congestionado suplicó unas horas más.

El miedo ante aquella exhibición de rencor hizo que Verger sintiera nacer dentro de él una profunda rabia que necesitaba canalizar hacia alguien. Alguien tenía que pagar por todas aquellas complicaciones que habían impedido desde el principio que sus planes llegaran a buen término en el plazo previsto.

Pero lo prioritario en ese momento era sobrevivir a la cólera del ente. Rogó piedad, su voz deshilachándose conforme aquella fuerza invisible iba estrechando el cerco sobre su cuello.

Rogó algo más de tiempo.

Y se le concedió.

Hasta que no hubo recuperado el aliento, Verger no fue capaz de agradecer aquella decisión. Pero el ente ya había abandonado aquella dimensión, había retornado a su cubil entre corredores lóbregos donde ni las ratas existían, donde solo permanecían el eco de sus correteos furtivos y los perfiles nebulosos de los fantasmas.