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Jules aguardaba sobre la cama, con la luz apagada y los ojos muy abiertos, a que sus padres se acostaran. Luchaba por mantenerse erguido, experimentando el invasivo entumecimiento general que precedía a su letargo.

Tenía la esperanza de que, después de lo sucedido durante la cena, su madre no acudiera a la habitación. Era muy importante para él que nadie le molestara, pues se disponía a montar allí algún dispositivo que le inmovilizase. La prioridad estaba clara: se trataba de impedir a toda costa su propia libertad de movimientos, puesto que parecía confirmado que su insomnio nocturno podía convertirlo en un peligro.

Consultó el reloj de su despertador. No disponía de margen para preparar la trampa, corría el riesgo de caer bajo el hechizo de todas las noches antes de poder garantizar su encierro. Entonces…

Sentía miedo de imaginar el próximo amanecer.

Jules había llegado a la conclusión de que, dado que ni su ventana ni su puerta contaban con cerraduras, era imposible quedarse como prisionero en su dormitorio. Por ello había pensado en colocar objetos ruidosos que bloqueasen las vías de escape. De este modo, si en medio de su inconsciencia los empujaba para salir, sería despertado por el estruendo y podría resistir aquel instinto depredador.

El chico se mantuvo en su silenciosa posición unos minutos más; la oscuridad le relajaba. Al fin consideró que ya había esperado lo suficiente; llegaba el momento de organizar el zafarrancho. Escuchó por última vez los ruidos que se percibían en la casa tras la puerta de su cuarto —su acentuada capacidad auditiva le permitía seguir los pasos de sus padres sin necesidad de verlos— y se dispuso a alargar un brazo para encender la lámpara de su mesilla.

Pero no pudo.

Tragó saliva, sin atreverse a siguientes intentos que confirmaran el tenebroso presagio que acababa de restallar en su mente como un latigazo. Quiso refugiarse en la ignorancia, volver a los instantes previos en los que creía controlar la situación. En los que todavía se consideraba libre.

Sin embargo, lo que acababa de suceder obstaculizaba aquella fuga. ¿Lo había soñado, o de verdad no había conseguido alcanzar la lámpara? Pero si aún estaba despierto…

La creciente consciencia de lo que estaba ocurriendo le cortó la respiración. Procuró calmarse, reuniendo el valor para iniciar un nuevo intento de maniobra.

Quiso encender la luz.

Nada. Su extremidad no le obedecía. La frustración le impulsó a chillar, pero sus labios no se abrieron para dejar pasar su grito.

Se percató entonces de que estaba postrado en la cama. ¿Cuándo había cambiado de postura?

Había buscado una prisión para su cuerpo y ahora era precisamente su cuerpo el espacio que encarcelaba su mente. Comenzaba la oscuridad.

Jules hubo de asumir que había esperado demasiado, aunque ninguna noche se había precipitado tanto el proceso. Envuelto en esas ironías con las que parecía entretenerse el Mal mientras manejaba a títeres como él, ahora que anhelaba la aparición de su madre, sabía que su acostumbrada visita no tendría lugar.

Él lo había querido así.

Notó la humedad de una lágrima que resbalaba por su mejilla.

Pronto perdería la consciencia por completo, sucumbiría al Mal. Y ya no podría mitigar los impulsos de su cuerpo hasta el amanecer…

s

Los dos habían abandonado ya el taxi, y permanecían hablando frente al portal de Mathieu.

—No entiendo por qué te metes tanta caña —comentaba el amigo del Viajero—. Tu intervención ha sido vital para ayudar a Pascal. ¿Es que no lo ves?

—Supongo que sí —contestó Edouard, sin molestarse en ocultar su falta de entusiasmo—. Sin mi orientación, Marcel Laville no habría podido apartar al hogareño. Pero… ¿qué habría pasado si el Guardián no hubiese llegado a tomar las riendas? ¿Si hubiese estado yo solo? ¡Me quedé paralizado, Mathieu! Joder, lo único que hacía era gritar como un imbécil histérico.

Mathieu se encogió de hombros.

—Si no hubieses podido contar con nadie más, seguro que habrías reaccionado, Edouard. Estoy convencido.

El otro sonrió.

—Gracias por tu apoyo, de verdad. Me has ayudado.

Mathieu le devolvió la sonrisa.

—No hay de qué. Estamos juntos en esto, ¿no?

Ambos se quedaron mirando, conscientes del doble sentido que podía darse a esa frase pronunciada de un modo tan casual. No obstante, ninguno de los dos se atrevió a matizar aquellas palabras.

—Tú también me has ayudado mucho —reconoció entonces Mathieu, acabando con aquel repentino silencio que empezaba a resultar incómodo—, más de lo que imaginas.

—¿Yo? —Edouard pareció sinceramente sorprendido—. No he podido hacer nada por ti… todavía.

¿Había en aquella última palabra otro mensaje sutil, un nuevo avance? Mathieu no pudo precisarlo, pero disfrutó con la posibilidad. Los ojos de los dos continuaban transmitiendo mucho más de lo que la charla permitía intuir.

—Ya lo creo —insistió—. No te haces idea de lo mucho que conocerte me ha facilitado implicarme en toda esta locura, Edouard. Gracias a ti me he lanzado a esta aventura sin dudar, me has ayudado a querer creerme todo esto.

El joven médium no supo qué decir. Bajo la luz tenue de las farolas, Mathieu percibió en su rostro un leve rubor.

—Si me hubieras conocido hace tan solo unos días —añadió—, te darías cuenta del cambio que he experimentado. Yo mismo no me lo creo, aunque supongo que a Dominique, que es todavía más racional, le pasaría lo mismo —suspiró, admirado de lo rápido que podía cambiar una vida—. Al contrario que tú o tu maestra, nosotros no estamos acostumbrados a… estos fenómenos.

—Me hago a la idea de lo que ha debido de suponer para vosotros.

—Sí. Un verdadero impacto. Incluso me dan ganas de ponerme a avisar a todos los que no creen que haya algo después de la muerte.

Mathieu señalaba a los escasos viandantes que caminaban cerca.

—No te molestes —Edouard adoptó en su semblante un gesto melancólico—. Si no son capaces de ver otros indicios, tampoco te creerán a ti. Vivimos en una época tan superficial…

—Eso está claro. Además, la gente querría saber cómo lo he averiguado, y lo de la Puerta es un secreto que no podemos compartir…

—Eso es fundamental. Por la seguridad de todos.

—Sí.

Los dos volvieron a a quedarse en silencio, incapaces de poner fin a su mutua compañía.

—Debo irme ya —anunció el médium al cabo de unos instantes, con una pincelada de fastidio en su voz—. Hemos llegado a un punto en el que cada día hay que estar al cien por cien, necesitamos dormir bien. No se sabe lo que puede ocurrir.

Mathieu asintió con resignación.

—Gracias por acompañarme.

—Ha sido un placer.

El tono con que Edouard había pronunciado aquellas palabras dejaba pocas dudas sobre su sinceridad, que Mathieu compartió acariciándole la mejilla durante un instante.

—Hasta mañana, Edouard.

El médium aguardó a que el otro entrara en el edificio. A continuación, se volvió hacia la calzada para esperar el próximo taxi.

En ningún momento había descuidado la vigilancia de los alrededores.

s

Marcel conducía su coche por las calles de París con semblante ausente. Había tantas cosas en las que pensar…

Esa misma noche le facilitarían información sobre Francesco Girardelli, por quien Daphne, como era lógico, no paraba de preguntar. Pero aquel asunto no era el único que le preocupaba. Estaba también la protección de Pascal frente al asedio de Verger, el enfrentamiento del Viajero con Marc que se avecinaba como algo ineludible en el Más Allá, su cada vez más conflictiva relación con Marguerite Betancourt…

Y luego, los cazarrecompensas contratados por André Verger, que a buen seguro continuaban acechando por las inmediaciones, como demostraba la aparición del tipo que se había suicidado esa noche. ¿Cuántos de aquellos mercenarios quedarían? Tal vez uno, quizá dos. Siendo honesto consigo mismo, deseó que no fueran más. A pesar de que la condición mortal de aquellos sicarios y su ignorancia sobre el terreno que pisaban —Verger no habría podido contarles gran cosa— limitaban mucho su eficacia, Marcel no subestimó la amenaza que representaban.

—Hablando del rey de Roma…

Marcel había susurrado aquellas palabras, frente al volante, al detectar por el espejo retrovisor un vehículo que le resultó familiar. ¿Lo había visto ya hacía un rato? Acostumbrado como estaba a fijarse en esos detalles, retuvo el modelo y el color de aquel coche: un Renault Mégane gris metalizado. A continuación, describió con su automóvil una ruta absurda, un gran rodeo que nadie seguiría y que lo llevó al mismo punto, cerca de Châtelet. Parado ahora ante un semáforo en rojo podría comprobar si, en efecto, aquel coche le estaba siguiendo.

Justo, su conjetura había sido de lo más certera. Tres coches más atrás, distinguió los faros encendidos de un Megane gris. Vaya. Así que ya lo habían descubierto, acababa de perder su invisibilidad.

Seguramente lo habían logrado a través de Marguerite Betancourt. Ella había sorprendido a un sicario en plena faena —¿quién podía descartar que no hubiese otro cerca en ese instante?—, y la detective lo había interceptado cancelando su misión. Marcel supuso que ahora vigilarían a su amiga, por lo que, al encontrarse con ella aquella noche, él había quedado expuesto, pasando a engrosar la lista de individuos potencialmente útiles para los cazadores enviados por Verger. Al menos aquella hipotética explicación mantenía a salvo el palacio.

Por eso la primera medida que tomó el forense una vez confirmado que le seguían fue no acudir allí, preservar el secreto del emplazamiento de la Puerta Oscura. En el peor de los casos, él constituía un elemento prescindible. Como Guardián de la Puerta había sido adiestrado en la convicción de que, si la situación lo requería, debía entregar la vida en el ejercicio de su sagrado cometido.

Lo trascendente era el umbral que conducía al Más Allá.

Marcel continuó conduciendo, comprobando de vez en cuando que la persecución no se había interrumpido. Reflexionaba ante aquel brusco giro en las circunstancias. ¿Le podría dar la vuelta, y convertir ese inesperado peligro en una ventaja?

Su mente empezó a idear un plan prometedor.

Tal vez podía aprovechar la coyuntura para devolver la confianza a Marguerite. La llamó por el móvil, manteniendo la velocidad para que su perseguidor no sospechase que había descubierto la maniobra. Ahora resultaba esencial que el espía no lo perdiese en medio del tráfico de París, pero que al mismo tiempo mantuviera la sibilina persecución. Se trataba de cazar al cazador, de invertir la trampa.

Marcel explicó a grandes rasgos la situación a Marguerite, le describió el coche que le seguía —no pudo precisar la matrícula, pues en ningún momento había quedado ante su vista— y le concretó la ruta que iba a recorrer y su destino, una pequeña granja en las afueras donde acababa de decidir que podrían enfrentarse a aquel misterioso enemigo con garantías y sin poner en peligro a terceros.

El forense casi pudo escuchar cómo la detective amartillaba su pistola al recibir aquella información. Él sintió bajo la axila el tranquilizador bulto de su propia cartuchera, y comenzó a prepararse.

s

Bertrand Lagarde leía envuelto en unas mantas junto a una antigua chimenea de mármol, aprovechando el resplandor de una vela. Se apartaba con una mano las rastas rubias que le caían sobre los ojos. A sus veinticinco años, llevaba dos unido a un grupo antisistema de tendencia hippy —su atuendo de pantalones raídos a rayas, aquel poncho de lana gruesa y el palestino al cuello no engañaban—, en el que además de manifestarse contra la globalización y el capitalismo cada vez que se presentaba una ocasión, había asumido un estilo de vida comunal que le satisfacía. Con pequeños trabajillos iban sobreviviendo, todo lo compartían y en las últimas semanas estaba aprendiendo a elaborar pequeñas obras de artesanía que luego vendían en ferias ambulantes.

Ahora buscaban una casa vacía para quedarse en ella como okupas, pues su refugio actual se había quedado pequeño. En París había bastantes edificios viejos y vacíos en el centro, y él acababa de descubrir aquel en el que se encontraba, muy prometedor y bien situado. Se trataba de una construcción muy antigua de cuatro plantas que, como era habitual en aquella ciudad, tras una fachada en un razonable estado de conservación, ocultaba pisos que se caían a pedazos. Aunque, por fortuna, la casa no ofrecía un estado lo suficientemente ruinoso como para resultar insegura. Al menos, no todavía.

Serviría para pasar los próximos meses.

En realidad, aquel edificio contaba en el exterior con un enmarañado andamiaje y verjas oxidadas, como si se hubiera interrumpido su rehabilitación bastantes años atrás para no reanudarse. Todavía mejor.

No obstante, Bertrand había decidido quedarse a pasar la noche en el último momento, para comprobar que, en efecto, se trataba de una construcción olvidada que podían aprovechar. Por la mañana, si todo iba bien, avisaría al resto de la comunidad para empezar la mudanza.

El sonido chirriante de una puerta coincidió con el del suave aleteo que produjo el chico al pasar una nueva página de su libro. En realidad, en una casa como aquella había multitud de ruidos, pero lo que llamó la atención de Bertrand fue lo prolongado del que acababa dé escuchar. No parecía el típico crujido de materiales.

Bertrand apagó su vela, no quería que lo descubrieran. No podía sospechar que aquella iniciativa, más que ayudarle, facilitaba la labor de quien llegaba en esos momentos.

El chico se encontraba en el segundo piso, así que solo podía dedicarse a ubicar en la planta inferior lo que escuchaba, sin mayor detalle. Se limitó, por tanto, a aguardar, buscando con la mirada posibles escondites que utilizar si llegaba el caso de tener que hacerlo.

¿Quién podía estar por allí a aquellas horas? Dudaba mucho que fuera el propietario —lo que habría descartado de forma automática el edificio para el inminente aterrizaje okupa—, así que dedujo que, al igual que había hecho él, tal vez algún vagabundo buscaba en aquel momento un lugar protegido donde dormir. Eso o algún yonqui que solo necesitaba un poco de intimidad para pincharse, o incluso chavales que se habían montado aquella aventura. ¿Quién no se había metido en una casa abandonada alguna vez?

El silencio que se mantenía en el edificio le hizo descartar la última de las opciones. Los chavales eran por naturaleza ruidosos, ya se habrían delatado con risas o gritos. Y estos no se habían producido.

¿Entonces? Las otras dos alternativas se ofrecían ahora más probables, pues además ambas conducían a la elección de la planta calle por parte del recién llegado. Bertrand lo agradeció: no tenía ganas de compañías desconocidas y allí había sitio para todos sin necesidad de ningún contacto.

Ya empezaba a relajarse cuando un crujido en las tablas del suelo lo alcanzó desde la inquietante altura en la que él se encontraba: el segundo piso.

Alguien había subido. Alguien que no permanecía quieto, y que se iba aproximando a él de una forma sorprendentemente silenciosa. «Tal vez se trata de algo casual», procuró animarse el chico. Quien se acercaba podía pretender tan solo recorrer por completo la casa, curiosear e irse. Pero ¿y si quien subía era una persona hostil, quizá un borracho de talante agresivo o un delincuente con malas intenciones? Bertrand, cayendo en la cuenta por primera vez de que su situación podía volverse peligrosa, decidió que había llegado el momento de buscar un escondite. Tomó la determinación de llegar hasta la última planta; a lo mejor aquel individuo que se estaba moviendo por la casa se cansaba de seguir subiendo escaleras y así evitaba el encuentro.

Bertrand inició con cautela sus pasos, guiándose por el resplandor mortecino que llegaba desde el cristal empañado de suciedad de la ventana más próxima. Dio la espalda a aquel turbio foco de luz y se fue adentrando hacia las profundidades del edificio, sin percatarse una vez más de que cada una de aquellas zancadas que lo conducían a las entrañas de la construcción lo iba sumergiendo en un trágico desenlace.

s

Marcel atravesaba ya la periferia de la ciudad y, por el momento, el acoso persistía. Quien conducía el Renault Megane, metros más atrás, sabía bien lo que hacía; en ningún momento se dejaba ver con claridad, siempre oculto tras varios vehículos, sin efectuar maniobras raras y respetando una distancia prudencial que, sin embargo, le permitía mantener en márgenes razonables el riesgo de perder a su presa.

Lo que el Guardián ignoraba eran las intenciones concretas de aquel espía. ¿Qué pretendía: solo obtener información, o algo más amenazador?

Marcel procuraba escoger carreteras con tráfico para que resultara creíble que continuara sin percatarse de que era acechado. El perseguidor no debía escapar, y además tenían que capturarlo con vida si aspiraban a que aquella trampa sirviera de algo. Recordó el suicidio que había provocado la detective aquella misma noche gracias a su celo policial. Si su perseguidor pertenecía al mismo grupo criminal, había que evitar que lograra envenenarse si conseguían capturarlo.

Marguerite acababa de llamar al forense por el móvil. Aunque el médico no la había llegado a ver, por lo visto ella los había adelantado —había reconocido el coche gris metalizado y tomado nota de su matrícula— y ahora se alejaba rumbo al lugar de la cita para no levantar sospechas que pudiesen estropear la emboscada. No podían permitirse el lujo de que el espía reconociese el vehículo de la detective y abortara sus planes.

Al cabo de unos minutos, Marcel llegó al desvío que le obligaba a abandonar la carretera principal para incorporarse a una secundaria que atravesaba un viejo pueblo absorbido por la onda expansiva de París, una aldea de antiguas casas unifamiliares, cobertizos y granjas en desuso. Allí se encontraba el lugar al que se dirigían.

Para avisar con sutileza a quien le seguía, puso el intermitente con bastante antelación y se apresuró a reducir la velocidad. Varios coches le adelantaron, y por un instante quedó tras él el Mégane gris. Sus ojos rastrearon entonces detalles a través del espejo retrovisor, siempre con la máxima discreción. Gracias a los focos que alumbraban cada cierta distancia la carretera, no se vio deslumbrado por los faros del otro coche. Pudo comprobar así que en el interior de aquel vehículo que le iba pisando los talones solo iba el conductor, cuya silueta parecía masculina.

Marcel giró por fin hacia el pueblo, tomó el desvío y enfiló hacia el lugar que le interesaba. Tal como preveía, el otro coche no hizo lo mismo —hubiera sido demasiado descarado—, sino que siguió a poca velocidad por la carretera principal.

Laville sabía que, a la primera oportunidad, aquel coche abandonaría también esa vía y retrocedería hasta allí, lo que le concedía un margen de unos cinco a diez minutos.

Aparcó el coche en un lugar bien visible, junto a la puerta de la granja elegida. Le interesaba que no hubiera dudas sobre dónde se encontraba, ya que el resto de edificios sí estaban habitados y no quería provocar daños colaterales en el vecindario. Comprobó su arma, quitó el seguro y se dispuso a entrar. Marguerite debía de estar ya por los alrededores, pero se las había ingeniado para ocultar su vehículo, que podría estar fichado por el perseguidor. Un error en el último instante podía comprometer toda la operación.

El forense accedió a la granja, un espacio abierto no muy amplio que albergaba tres edificaciones en franco deterioro: un granero de techo hundido, una casa vacía y un pequeño establo que no había perdido un inconfundible olor a heno. Escogió la vivienda para aguardar —allí tendería a buscarlo su perseguidor— y se apostó en su interior eligiendo una posición junto a una ventana que le ofreciera una buena perspectiva de la entrada a la propiedad. Sacó su arma.

Marcel no creyó que la apariencia abandonada del lugar despertara las suspicacias del espía. A fin de cuentas, debían de sospechar que estaba metido en algo oscuro, clandestino, así que cuadraba que utilizara instalaciones que no llamaran la atención y estuviesen alejadas de los núcleos importantes de población. Es más; posiblemente, aquel insospechado emplazamiento les haría concebir esperanzas sobre un hallazgo importante.

Consultó la pantalla de su móvil mientras lo dejaba en silencio. Seguía sin tener noticias de Marguerite. Todo continuaba según lo previsto.

Se dedicó a esperar. La luz de la luna iluminaba el exterior, ausente de luces. El panorama silencioso y algo tenso que quedaba ante sus ojos le recordó los escenarios de las películas del oeste elegidos para decorar inminentes escenas de enfrentamientos. El sheriff que se aproxima por las calles desiertas del pueblo. El adversario que aguarda. Y las presencias intuidas tras las cortinas, refugiadas por si se escapa alguna bala.

Allí nada se movía. Ladridos cercanos, aleteos repentinos de murciélagos.

Por fin, un resplandor blanquecino precedió al murmullo de un motor aproximándose, que enseguida se apagó junto con la luz. Alguien acababa de aparcar muy cerca. Comenzaba el juego.

Nuevos minutos de tranquilidad aparente. Marcel, notando sudada la mano que empuñaba su pistola, pudo adivinar el curso de los acontecimientos: el tipo no entraría en la granja sin efectuar antes un recorrido visual general; debía reconocer el terreno antes de arriesgarse.

Verger solo contrataba a profesionales, y eso que hasta el momento eso no le había servido de mucho.

Marcel reflexionaba, calculador. Aunque la pretensión del espía fuese solo obtener información de nuevos emplazamientos donde podía estar escondido Pascal Rivas, Marcel dudaba que el individuo se fuese a detener en ese punto sin saber lo que se ocultaba en aquella granja abandonada. Además, los sicarios solían trabajar solos y cobraban en función de su eficacia. Si intuía que podía capturar al chico esa misma noche, no esperaría.

En caso de que, al contrario de lo que pensaba, el espía decidiese largarse tras echar un vistazo para volver más preparado, Marcel confió en que Marguerite estuviera pendiente para cortarle la retirada.

Seguro que así ocurriría. Betancourt era buena en lo suyo, muy buena.

El forense sonrió. Aquel sí era el campo de juego de la detective. Ella no podría quejarse esta vez del espectáculo que le estaba poniendo en bandeja… Estaba siendo una noche plena: cada uno obtenía su ración.

Al cabo de unos minutos, una silueta de movimientos furtivos se recortó contra la puerta de entrada a la granja, interrumpiendo las cavilaciones del forense. Marcel se apartó un poco del hueco de la ventana sin perder de vista al recién llegado.

Acércate, chico, adelante, no te cortes… Estás en tu casa.

El desconocido —Marcel no pudo precisar qué llevaba en una mano, pero dio por hecho que se trataba de un arma— pareció pensárselo un poco más antes de echar a andar hacia los edificios, lo que hizo a través de breves carreras que no provocaban ni un ruido, amparándose en las sombras. El resplandor de la luna traicionaba su avance meticuloso.

El individuo se introdujo primero en el granero, del que salió poco después para orientar sus pasos hacia el establo.

«Está comprobando los espacios más pequeños», se dijo Marcel, «antes de dirigirse hacia aquí». Se preparó para el inminente encuentro. Percibía la corriente de aire gélido que se colaba por la ventana, una sensación que fue anulada por otro impacto mucho mayor.

Acababa de notar un contacto frío en la nuca. A pesar de que no podía distinguir la sección circular de la pieza que acababa de apoyarse en su piel, supo que se trataba del cañón de una pistola. Joder.

El Renault Megane no era el único coche que lo había seguido. No se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad.

«Sicarios actuando en equipo», acertó a deducir todavía, en medio de su estupor. «Pues sí que deben de estar apurados».

Supo que aquel tipo moviéndose entre la penumbra del exterior había constituido una simple maniobra para distraerle mientras, a su espalda, alguien se introducía en la casa.

Profesionales.

Aunque ahora el mayor apuro era el suyo. ¿Dónde estaría Marguerite? ¿La habrían capturado también?

s

Bertrand, conteniendo la respiración, se detuvo dispuesto a subir la escalera. Pretendía localizar el avance de aquella persona que parecía seguirle los pasos, lo necesitaba antes de perderse por la planta superior.

Silencio. A sus oídos no llegaba ningún sonido aparte del sordo rumor del exterior, lo cual era extraño; él mismo, por culpa de aquel suelo de tablas desencajadas, no había podido evitar provocar inoportunos chasquidos a cada paso, que le hacían maldecir sin abrir la boca.

Por eso aquel silencio espeso era complicado, sospechoso. Quienquiera que fuese el que se encontraba en ese segundo piso, se había detenido. Bertrand tuvo la turbadora intuición de que, en aquel preciso instante, ambos se encontraban haciendo lo mismo: escuchar, rastrear entre los ecos de aquel caserón sonidos delatores de presencias ajenas.

Aquella calma iba ganando tensión conforme se prolongaba entre las paredes desconchadas del edificio, y a Bertrand se le iba metiendo por los oídos bloqueando su mente con un zumbido agobiante. Sus ojos nerviosos escudriñaban el ambiente lóbrego que dejaba atrás, extendiéndose como una marisma de sombras en la que —seguro— alguien permanecía acechando, y volvían después a la escalera de madera que se abría ante él como una invitación a la fuga.

No se percibía ni la más ligera respiración.

Bertrand, como consecuencia del imprevisible miedo que se había alojado dentro de él —jamás le habían atemorizado ni los desconocidos, ni la soledad, ni la oscuridad—, había descartado ya su plan de subir a la tercera planta. Lo que buscaba era salir cuanto antes del edificio. Huir.

Mantenía todavía su cuerpo inmóvil, negándose a ser el primero en revelar su posición con cualquier sonido. Sus pupilas, más libres, se deslizaron por la barandilla que quedaba a su alcance. Miraba hacia abajo, se inclinaba sin mover los pies buscando los peldaños. Estaba dispuesto a salir como una exhalación de aquel edificio, sin importarle el estruendo que su estampida pudiera provocar.

Ahora se arrepentía de su decisión de pernoctar allí. Pero no podía recriminarse nada; en sus dos años de vida comunal no había conocido, en realidad, la verdadera naturaleza de la noche.

Sus ojos, negándose a pestañear, le llevaron a un hallazgo escalofriante: no había continuación en la escalera hacia el piso inferior. En tiempos remotos, aquellas dependencias debían de haber formado parte de un dúplex y ahora él se encontraba con el único acceso a la planta superior. Ya era mala suerte.

Estaba claro que por allí no podría salir del edificio. Sus pasos le habían conducido en la dirección equivocada —en realidad no, puesto que su primera intención había sido alcanzar el tercer piso— y ahora lo condenaban a continuar con un plan inicial que lo alejaba de la salida.

Confió en que arriba sí lograse encontrar la escalera principal.

Bertrand volvió a fijarse en la oscuridad tras él, indeciso, para acabar girando una vez más hacia los peldaños. ¿Cómo adivinar sin tocarlos cuál se mantenía firme y cuál rechinaría al sentir su peso?

Aquella noche, la luna había terminado por imponerse a las nubes, y desde las ventanas que había dejado atrás se derramaba un resplandor metálico que le permitió vislumbrar los tramos de madera que ofrecían una apariencia fiable. No lo pensó más, nada le garantizaba que aquella presencia que intuía próxima no estuviese acercándose —incluso sin hacer ruido— mientras él dudaba.

Alargó una pierna y la fue apoyando poco a poco en el primer escalón. Tras comprobar que aquel movimiento no provocaba ningún crujido, contuvo un suspiro y se animó a completar el avance con la otra pierna, escogiendo otro escalón que se mantenía firme y recto. De nuevo con calma, fue descargando todo su peso. Apenas un ligero quejido ahogado dejó escapar la pieza de madera.

De aquel torturante modo, como sorteando minas, Bertrand fue ascendiendo por la escalera, mientras dirigía miradas angustiosas hacia el piso que iba dejando más abajo.

Ya quedaban pocos metros para llegar hasta el final, cuando se equivocó. No lo supo hasta que fue demasiado tarde. Su pie derecho aterrizó en una tabla que se astilló al momento, produciendo un crujido seco no muy fuerte, pero suficiente para romper la quietud que le rodeaba.

«Mierda», pensó, y notó como si se le parara el corazón. Hubiera echado a correr de buena gana, pero reprimió su ansia: aún cabía la posibilidad de que la otra persona que se movía por la casa estuviese algo más apartada; entraba dentro de lo factible que el sonido que acababa de provocar hubiese pasado inadvertido, tal vez anulado por el momentáneo fragor del tráfico nocturno en el exterior.

Tenía que aguantar; aquel juego lo ganaría el más paciente.

Pero él no lo era. Lo supo en cuanto terminó de subir la escalera, cuando se detuvo para apoyarse en la pared junto a la puerta que se abría comunicando con las dependencias de aquella nueva planta.

Allí se quedó quieto, recuperando algo de resuello antes de continuar. La calma que parecía provenir del piso inferior, que no se había roto en ningún instante conforme él iba superando los tramos de peldaños, le ayudó a serenarse.

Y fue allí donde descubrió que quien lo rastreaba en la oscuridad le aguardaba ya en aquel piso. Solo llegó a percibir de reojo un fugaz destello, y a continuación el frío contacto de un filo que le desgarraba la garganta de cuajo. La sangre salió a borbotones.

Bertrand perdió pronto las fuerzas y se desplomó emitiendo apenas un gemido. Aún acertó a distinguir una silueta que se abalanzaba sobre él y se empapaba de su sangre con una voracidad repugnante.