Marguerite exhalaba el humo de su cuarto cigarrillo, convertida en una máquina de consumir nicotina. Siguió con sus ojos las volutas vaporosas mientras ascendían sin prisa hacia el techo del bar, disgregándose conforme ganaban en altura hasta hacerse invisibles. Deseó poder hacer lo mismo, o al menos poder hacer lo mismo con el último episodio de aquella larga noche.
—¿Lo dejamos para mañana? —ofreció Marcel desde el otro lado de la mesa, con suavidad—. Los dos estamos muy cansados. Mañana podremos hablar con más calma.
La detective bajó la mirada hasta él y esbozó una sonrisa vencida.
—¿Acaso crees que voy a poder pegar ojo? —se quejó, llevándose de nuevo el cigarrillo a los labios—. Así que tú y ese chico habéis solucionado los fenómenos paranormales experimentados en esa casa manteniendo una conversación con alguien invisible. Estupendo.
La detective daba leves toques a la boquilla del cigarro con el pulgar de la mano que lo sostenía. Provocó una diminuta lluvia de restos de tabaco consumidos sobre el cenicero, que contempló ensimismada hasta que todas las partículas hubieron aterrizado.
Tras las misteriosas palabras que se habían pronunciado en el baño de aquel domicilio que acababan de abandonar, y que quedarían bajo una especie de secreto sumarial entre quienes habían compartido la escena, lo cierto es que no habían vuelto a producirse fenómenos extraños en el piso. Ellos, al comprobarlo, no habían tardado mucho en abandonar ese hogar cuyos inquilinos iban recuperando la calma poco a poco, y a los que habían pedido que llamaran a los compañeros de la policía para advertirlos de que la emergencia estaba ya controlada. Así evitaban la llegada de los efectivos que podían presentarse en cualquier momento.
—Marguerite, no tengo intención de utilizar lo que ha ocurrido esta noche para recriminarte nada —comunicó Marcel, conciliador—. Lo mejor es que lo olvidemos, ¿no te parece?
Ella dedicó toda su atención a la siguiente calada de su cigarrillo, profunda, antes de responder.
—No quieres explicarme qué ha sucedido, ¿verdad?
—No lo necesitas.
La detective cerró los ojos y se pasó una mano por la cara.
—Marcel, no sé si voy a poder seguir con esto —confesó con la voz quebrada.
El forense nunca la había visto tan hundida y se asustó. No se podían permitir perder un apoyo tan importante, tan oportuno, en la policía. Ella debía seguir en la brecha. No podían renunciar a Marguerite Betancourt.
—¿Por qué no me cuentas lo del suicida? —propuso Marcel tomándola de las manos—. Eso te ayudará a ganar convicción. Metámonos de lleno en tu terreno, hazme perder pie…
«No es mala idea», pensó ella, agradecida por el gesto cariñoso de su amigo en un instante en el que una extraña soledad la invadía. El síndrome de aislamiento que inundaba a quien iba adquiriendo conciencia de sus propias limitaciones precisamente cuando más necesitaba avanzar sin barreras. Ella jamás lograría acompañar a su amigo más allá del paisaje cotidiano de las calles.
Marguerite habló entonces sin parar, por miedo a que su silencio le hiciese volver al interior de aquella casa donde acababa de ser testigo directo de realidades que escapaban a su control, realidades que interferían en la suya, que se solapaban desbordando los diques de su escepticismo. Y lo contó todo, hasta el mínimo detalle. Después, extrajo del bolsillo de su abrigo unas fotos hechas con una Polaroid.
—Veo que no pierdes las viejas costumbres —comentó él—. ¿No te gusta la tecnología digital?
—Me gustan los resultados rápidos —le pasó las fotos, donde se apreciaban primeros planos del rostro de un cadáver—. ¿Podrías enseñárselas a Pascal Rivas? A ver si la suerte nos ayuda un poco y se trata del mismo individuo que intentó secuestrarle la otra noche.
Marcel podría haberle dicho en ese momento que no era él. Pero no debía delatarse de aquel modo, así que accedió.
—¿Qué te hace sospechar que se trata del mismo tipo? —le preguntó.
Al forense le gustó apreciar en el rostro de Marguerite la mueca entre concentrada y hambrienta que ella siempre esbozaba cuando se hallaba inmersa en sus indagaciones policiales.
—La primera vez no consiguió lo que pretendía —argumentó ella—. Parece lógico pensar que se ha mantenido cerca de su víctima esperando la ocasión ideal para rematar la faena, ¿no?
Marcel asintió.
—¿Y por qué quiso atacar a esa chica desconocida que has mencionado? Si a quien buscaba era a Pascal…
—Qué coño hacía esa chica allí es un enigma —reconoció la detective—, aunque desde luego no era una delincuente profesional, a juzgar por la posición tan visible que ocupaba junto a la ventana y la ingenuidad con la que se mantenía distraída respecto a lo que podía ocurrir a su espalda. No sé qué hacía allí ni quién es, pero desde luego su presencia molestaba al profesional que llegó después —Marguerite consultó las notas de su libreta—. De hecho, nuestro amigo pareció sorprendido al verla, me di cuenta desde mi posición. Lo que confirma que ellos no habían acordado esa cita. Se trató de un encuentro fortuito que nuestro hombre procuró resolver de una forma algo… radical. Hasta que yo intervine.
—Tu planteamiento parece sólido —observó Marcel rascándose el mentón—. Le haré llegar las fotos a Pascal. Quién sabe, aunque ya te adelanto que puede haber más gente interesada en el chico. Gente… tan impaciente como ese individuo.
—¿Te refieres al que presuntamente acabó con Sophie Renard? Tal vez se trate de la misma persona…
Marcel sonrió.
—Pides demasiado a la suerte, Marguerite. Pero me encanta verte en acción.
Las entrañas del palacio estaban sirviendo de escenario para el final de la reunión que se prolongaba desde media tarde, aunque en esta ocasión faltaba la solemne figura del Guardián. Obligado por las circunstancias a quedarse con la detective Betancourt, Marcel había enviado a Edouard en un taxi para que se encontrara con los demás y les relatara los últimos acontecimientos.
Allí, junto a la mole poderosa de la Puerta Oscura, todos escuchaban con perplejidad los detalles del último trayecto de Pascal, que ya se encontraba con ellos gracias a la velocidad con la que el tiempo de los muertos transcurría en la dimensión de la vida. Hacía unos minutos que el Viajero había emergido del arcón, y desde entonces no había dejado de hablar a su atento auditorio.
—¿Y cómo pude tocar el mueble del baño? —el Viajero se dirigía a Daphne—. Se supone que no es posible, ¿no?
La vidente negó con la cabeza.
—Muchos fenómenos de ese tipo que se producen en nuestra realidad están protagonizados por espíritus que, por alguna razón, pretenden llamar la atención de algún vivo. Así que, teóricamente, es posible. Si ellos son capaces de hacerlo…
—Entonces, ¿cómo lo logré?
La vidente reflexionó unos instantes antes de aventurar una respuesta. Los intrépidos pasos de Pascal estaban conduciéndola a interrogantes para los que en el mundo de los vivos empezaban a faltar respuestas. Ni la colección de manuscritos de Daphne, ni siquiera la fabulosa biblioteca que contenían aquellos muros del palacio, y que solo conocía el Guardián, contenían información sobre grandes parcelas del Más Allá. El mapa del otro mundo presentaba demasiadas regiones en blanco.
Pascal Rivas estaba ejerciendo, sin percatarse, de explorador.
Y a la antigua usanza, lanzándose a la aventura en primera persona, como Livingstone o Amundsen.
—La tensión del momento que estabas viviendo concentró tus energías —adujo por fin Daphne—. De alguna manera, eso te solidificó en nuestra dimensión, aunque no te otorgó visibilidad —se detuvo, atando cabos sobre la marcha—. El mismo esfuerzo energético que llevó a cabo ese fantasma hogareño para atrapar las cuchillas de afeitar, si te das cuenta.
Pascal tuvo que admitir que aquella explicación tenía sentido, al menos en el ámbito esotérico en el que se movían. Un argumento que, por otra parte, multiplicaba sus posibilidades en el entorno de los fantasmas hogareños.
«Y las de Marc», cayó en la cuenta.
—¿Así acabó el ente demoníaco con tus colegas? —indagó entonces Michelle, que acababa de llegar a la misma conclusión a través de sus propios vericuetos mentales.
—En efecto —afirmaba ahora la vidente con un velo de tristeza—. Marc también puede entrar en contacto con los objetos de nuestra realidad, una vez logra acceder en espíritu. Con la afortunada diferencia de que él, al no tener naturaleza de hogareño, necesita ser convocado por un médium, no puede filtrarse en nuestra dimensión a través de los resquicios que permanecen abiertos entre los dos mundos, esos huecos por los que se mueven los fantasmas.
Pascal pensaba en los fenómenos paranormales que había sufrido en su habitación y en los vestuarios del lycée, cada vez más convencido de que el ente, por el contrario, sí se estaba aprovechando de los cauces de los hogareños.
—O sea… —reflexionó Michelle en voz alta—, Marc se tuvo que aprovechar de sesiones abiertas de espiritismo, se coló, vamos.
Y desde allí atacó.
Edouard, sentado junto a Mathieu, asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Aún sentía cierta culpabilidad por su escasa eficacia durante el ataque de Pascal. Cobijaba la dolorosa convicción de haber suspendido una suerte de examen práctico. Y eso que nadie, ni la bruja ni Marcel Laville, le había recriminado nada. Muy al contrario, su maestra había afirmado con orgullo que el mero hecho de haberse mantenido sin flaquear frente a la impactante escena que solo él acertaba a distinguir, ya constituía de por sí una buena actuación.
Pero él siempre había soñado con retornar de su primera misión, aquella para la que tanto esfuerzo y tiempo había invertido, portando un éxito rotundo, sin grietas, sin matices. Esto ahora se convertía en un obstáculo para valorar con objetividad la propia actuación. ¿Qué anhelaba Edouard en realidad: aprovechar la utilidad de su don, la admiración ajena o quizá una felicitación más contundente de Daphne?
Tenía que aclarar sus prioridades.
—Gracias a ti, Edouard, el Guardián ha podido frenar al ente hogareño —había concluido la bruja—, lo ha obligado a regresar a su mundo. Nuestra valiosa labor se oculta a menudo bajo la apariencia de la intermediación. Pero no por ello es menos importante.
Aquellas palabras iban ayudando al joven médium a rescatar su dignidad, a superar incluso el antecedente que arrastraba de su fase de aprendiz: el ataque de Varney, la insultante facilidad con la que tiempo atrás había caído en sus manos.
A pesar de que todavía era pronto para lo que acostumbraban en aquella familia, Jules ya había terminado de cenar. Había comido bastante poco, y su madre insistió en que tomara algo más de postre. Él negó con la cabeza, manteniendo la misma pose huraña que había mostrado durante toda la tarde, al menos en las escasas ocasiones en las que se había dejado ver más allá de los umbrales de su habitación, un recinto cerrado que había pasado a convertirse en su madriguera, en su minúsculo reino. Pasaba tantas horas allí…
—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó por segunda vez la mujer, mientras todos recogían los platos—. Ni siquiera has quedado con tus amigos…
—¿No ves que cada vez tiene un aspecto más tétrico? —intervino el padre, con una sutil mueca de desprecio—. ¿Qué le va a pasar? Las tonterías esas de los góticos le están sorbiendo el seso. Cada vez más antisocial, más triste —se volvió hacia su hijo—. Me aburres, Jules. Ya estoy cansado.
A continuación, malhumorado, abandonó la cocina para dirigirse al salón a ver la tele.
No estaban habituados a que Rene Marceaux perdiera los papeles; siempre había sido un hombre pacífico y distraído. Su esposa reaccionó, saliendo al pasillo.
—¿Pero qué te pasa? —le increpó—. Sabes que el niño está enfermo…
Jules, que había alcanzado a escuchar aquellas palabras, movió la cabeza de un lado a otro. ¿Cuándo dejaría de ser un niño para su madre?
—¿Enfermo de qué? —contestaba ahora el padre, desde la sala de estar—. Los médicos no han visto nada después de un montón de análisis… ¡Es todo psicológico!
—¿Quieres bajar la voz? —ella, que ya había llegado hasta aquella estancia, se giraba temerosa de que Jules pudiese seguir oyéndolos—. Eso no es verdad, le han diagnosticado depresión…
—Sí, claro. Eso es lo que diagnostican a todos los que no tienen nada y siguen yendo de consulta en consulta, para que dejen tranquilos a los médicos. Unas pastillitas, y a correr. Pues de momento no están haciendo mucho efecto.
Jules no se tomaba la medicación, ya no. Conocía demasiado bien su dolencia, para la que no había tratamiento.
Rene Marceaux cambiaba de canal una y otra vez sin atender a ningún contenido de los que se precipitaban en la pantalla. En el fondo, su esposa sabía que lo que se ocultaba tras aquella actitud agresiva era la misma preocupación que la dominaba a ella: la ausencia de mejoría en su hijo, que se iba convirtiendo en una sombra de sí mismo.
Aunque cada uno tenía su propia manera de exteriorizar aquella inquietud: ella, a través de su instinto maternal; él, enojándose como vía de escape.
—Si no os importa —Jules acababa de hacer acto de presencia en el salón—, me voy a mi habitación. Estoy cansado.
Rene hubiera deseado que le respondiera, que se enfrentara a su injusta acusación. Pero el chico no hizo ninguna alusión a lo que se había dicho de él. Su padre ni le miró mientras la madre asentía con un semblante que se debatía entre la desazón y la culpabilidad.
Conforme se alejaba rumbo a su cuarto, Jules aún alcanzó a distinguir la voz de su madre.
—Pues parece que a estas horas se le ve más despierto, ¿verdad?
Daphne detuvo su cochambroso vehículo frente al domicilio de Pascal. Descendieron del coche el Viajero, Michelle y Dominique. Los demás no los acompañaban, y eso que la vidente habría preferido llevar a cada uno a su respectivo domicilio, pero no cabían todos en el coche y Marcel aún no había vuelto. Por eso había permitido que Edouard acompañase a Mathieu a su casa en taxi. Era la opción menos imprudente, llegada la noche, pues ellos dos eran sin duda los más desconocidos para los que buscaban a Pascal.
El resto del grupo todavía se entretuvo unos instantes hablando junto al portal, ajenos aún a lo que había sucedido tan solo un rato antes entre los andamiajes del edificio de enfrente.
Aunque, una vez más, alguien acechaba entre las sombras, no muy lejos.
Unos ojos cobijados en la penumbra se mantenían fijos en Pascal, registraban cada movimiento, estudiaban a los demás y se apartaban fugazmente para retener los detalles de aquel coche que se mantenía con los intermitentes puestos, parado junto a la acera. A través de las ventanillas, aquellas pupilas anhelantes acertaron a distinguir una silueta junto al volante.
Por fin acabó la charla, todos debían volver a sus casas. En esta ocasión, Michelle y Dominique acompañaron al Viajero hasta el ascensor, y solo cuando Pascal les hubo hecho una llamada perdida desde su móvil —era la consigna pactada para confirmar que ya se encontraba dentro de su piso—, volvieron al vehículo de la vidente.
El Viajero, desde una de las ventanas de su domicilio, vio el coche perderse al final de la calle. Lo que no pudo adivinar es que unos ojos próximos volvían a seguir sus movimientos desde la oscuridad. Unos ojos que, segundos después, se encontraban más cerca.