Edouard había descendido, acompañado por Marcel, hasta el sótano donde reposaba la Puerta Oscura. El Guardián regresó en pocos minutos para reunirse con el resto.
—Podría ser Marc Vicent —adelantó entonces Dominique—. Fallecido a los cincuenta y dos años mientras cumplía condena en la prisión de la Santé de París, tres días antes del secuestro de Michelle. Todo va cuadrando. Parece. Está enterrado en Montmartre.
Su secuestro. A Michelle todavía le producía escalofríos recordar aquella noche en la que se enfrentó por primera vez a la figura acechante del vampiro, aunque no lo exteriorizó. Se trataba de algo que tenía que terminar de superar ella sola.
Como había hecho siempre con sus problemas.
—¿Cincuenta y dos años? —preguntaba en ese momento Mathieu, confuso—. ¿No es un poco mayor? Creía que era mucho más joven ese otro prisionero de… los espectros.
A pesar de que a aquellas alturas su credulidad estaba garantizada, aún le costaba aludir a este mundo con naturalidad. Se sentía como un mayor de edad hablando de monstruos de cómic con arrebatada convicción infantil, y eso le avergonzaba. Al menos lo hacía rodeado de amigos y verdaderos adultos que actuaban de la misma forma, con lo que su incomodidad se iba diluyendo poco a poco.
—Fue a un niño de diez años a quien trajeron inmovilizado a la caravana que me trasladaba por la Tierra de la Oscuridad —aclaró Michelle, consciente de que Mathieu se había visto obligado a procesar una gran cantidad de información en muy poco tiempo—. Pero se trata tan solo de la apariencia que ese ser escogió para engañarme, para ganarse mi confianza.
Mathieu asintió, agradeciendo la explicación. Michelle, que recordaba lo maniatado que habían llevado a Marc los espectros, se recriminó una vez más haber sido tan ingenua como para no sospechar que tras aquella imagen inofensiva se ocultaba algo mucho más oscuro. No obstante, tal como le dijera Pascal para liberarla de los remordimientos, en el momento en que tuvo lugar el encuentro ella no sabía nada del mundo en el que se encontraba, así que no se podía exigir a sí misma haber sacado unas conclusiones que, en realidad, no estaban a su alcance.
—A lo mejor no fue esa la única razón por la que Marc eligió esa apariencia de niño —añadió Dominique—. Acabo de encontrar algo muy interesante.
Todos aguardaron, expectantes, a que se explayara un poco más.
—Sí, no cabe duda —insistió, prolongando aquellos segundos de incógnita—. Marc Vicent tiene que ser la identidad del ente demoníaco.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le animó a continuar Marcel.
—He engañado al servidor, falseando una contraseña. Así he logrado localizar su ficha policial —explicó, visiblemente satisfecho—. Tiene unos jugosos antecedentes penales, se trata de un asesino pederasta. Abusaba de niños y luego se deshacía de ellos. Llegó a secuestrar y matar a tres antes de que lo detuvieran.
Un silencio muy elocuente siguió a aquel nauseabundo hallazgo.
—Está claro que ya era un auténtico hijo de puta en este mundo —declaró Michelle, indignada—. ¿Cómo puede haber gente así?
Todos secundaron sus palabras. La vida, en ocasiones, ofrecía un semblante demasiado crudo.
Dominique, con el tono aséptico de un hacker, continuó:
—¿Entiendes, Michelle, por qué te he dicho que en la elección de su imagen hubo algo más que su intención de engañarte? El muy cabrón se permite guiños a su pasado…
—No os sorprendáis —advirtió Daphne, inquieta—. Ese ente es una personalización más del Mal. Una manifestación de la Oscuridad. Apuesto a que le encantaría volver a vagar por nuestro mundo.
Claro, era eso lo que estaba intentando. ¿Quizá para ello necesitaba al Viajero?.
—Es posible que sus planes persigan ese objetivo —convino Marcel, frunciendo el ceño—, aunque no tengo ni idea de cómo pretende hacerlo. Vieja Daphne, ¿hay alguna manera de…?
La aludida negó con la cabeza, perpleja.
—Ignoro si existe una ceremonia con semejante poder. ¡Supondría desafiar al orden de las cosas! Tendré que investigar…
A pesar de que nadie osó añadir más comentarios en torno a aquella turbulenta idea, en las mentes de todos tomó forma el rostro de Pascal. Fuese cual fuese el método que Marc aspiraba a emplear, si es que en efecto pretendía retornar a la vida, la figura del Viajero parecía constituir un ingrediente imprescindible.
—Michelle —Dominique se dirigió entonces a la chica, enigmático—, descríbeme a Marc, por favor. Con todos los detalles que recuerdes.
Ella obedeció, sin hacer preguntas. Tenía tan grabados aquellos rasgos en su memoria que no le costó ningún esfuerzo.
Dominique escuchaba sin apartar la vista del ordenador. En cuanto Michelle terminó, él emitió un gemido de admiración.
—¡No puede ser! —exclamó, sin apartar los ojos de la pantalla del portátil—. ¿Es este?
Dominique giró el ordenador mientras hablaba, para que todos pudieran contemplar la fotografía maximizada que ocupaba por completo la pantalla.
Michelle se quedó anonadada, casi no podía articular palabra.
—Sí… —logró al fin contestar—. Es increíble… es él…
Marcel se había puesto de pie.
—¿De dónde has sacado esa foto? —preguntó.
Dominique resopló:
—Es la imagen de su última víctima, Leonard Valette, once años —cogió aire, luchando contra su propia emoción—. La misma foto que la policía utilizó para elaborar los carteles que se colocaron cuando se comunicó su desaparición. Lo mantuvo con vida varias semanas antes de…
Michelle no pudo reprimir las lágrimas.
—¿Pero a qué clase de monstruo he dejado suelto? —acertó a murmurar entre sollozos.
Pascal recorrió las primeras calles de aquella ciudad paralizada manteniendo su cuerpo muy pegado a los edificios. Ralph le seguía de cerca. Ganaban terreno con el mismo avance a trompicones que llevaría a cabo alguien expuesto a la presencia de francotiradores.
¿Quién podía adivinar los peligros que se ocultaban tras aquellos muros levantados sobre el silencio?
Y es que, conforme se adentraban en París, ambos experimentaban la sensación incómoda de que eran observados, seguidos por las pupilas muertas de seres encadenados a prisiones que una vez albergaron la esencia de un hogar. Así lo percibían, a pesar de que todo permanecía en la misma quietud que la ciudad había exhibido desde un principio.
En un lugar como aquel, donde nadie respiraba, no podían empañarse los cristales delatando clandestinos centinelas, pensó de pronto Pascal, atendiendo a los vidrios de las ventanas bajo las que se desplazaban a hurtadillas.
Ventanas abiertas, cerradas. Con o sin postigos. En aquel mundo no parecían conducir a las entrañas de los edificios, sino a otras profundidades mucho más remotas. De vez en cuando alzaban los ojos hacia ellas, cuyo interior ni siquiera contaba con la caída estática de unas simples cortinas; dirigían sus miradas hacia áticos abiertos, hacia puertas entornadas. Nada detectaban, ni el más leve movimiento. Sus propias pisadas, ante aquella quietud extrema, parecían resonar como estallidos.
El Viajero, sintiéndose como un corresponsal de guerra, había extraído de su mochila la linterna. Pretendía entrar en alguna de aquellas casas para conocer con más detalle el terreno en el que tendría que enfrentarse con el ente demoníaco. Recordaba bien que ese y no otro era el objetivo de aquella visita al nivel de los fantasmas hogareños; por eso no aspiraba a interferir en la existencia de ninguno de ellos.
—¿Qué te parece ese? —proponía entre murmullos Ralph, señalando un edificio de apartamentos que se alzaba en la siguiente manzana—. No deberíamos adentrarnos más en la ciudad; el tiempo apremia.
Pascal comprobó una vez más en su reloj el transcurso de los minutos. El suicida tenía razón: pronto tendría que estar de vuelta si quería cumplir con el plazo impuesto por la Vieja Daphne.
—De acuerdo —asintió—. Vamos.
Los dos se fueron aproximando sin reducir la cautela.
—¿Qué se supone que nos vamos a encontrar dentro? —preguntó Pascal a Ralph, ya junto al portal.
El chico se encogió de hombros.
—Para mí también es la primera vez —reconoció—. Jamás me había apartado mucho de las cuevas, es demasiado arriesgado. Son los mismos espacios de tu realidad, supongo —añadió—, pero vacíos. He oído que, una vez dentro, a través de las superficies de cristal puedes acceder al mundo de los vivos. Es lo que hacen algunos de los fantasmas hogareños para combatir el tedio de sus jornadas.
Pascal reflexionó sobre el alcance de las palabras del otro chico. De modo que podían salir… Desde luego, aquella información cuadraba con la aparición del fantasma de la madre de Daniel Lebobitz en el baño de la casa de su abuela, e incluso con la agresión que él mismo había sufrido en su propio dormitorio poco después, cuando una criatura maligna le había atacado desde el armario. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordarlo. Por no hablar de los últimos fenómenos paranormales que Pascal había experimentado, siempre en las proximidades de planchas de cristal. Descubría ahora el verdadero papel que había jugado el armario de su habitación, una de cuyas puertas contaba con un espejo de cuerpo entero.
En cualquier caso, no iba a tardar en comprobar hasta qué punto la información de Ralph era veraz.
—Pero esos espíritus… no son peligrosos, ¿no? —quiso confirmar, ante la inminencia de la intromisión directa en sus refugios.
—En principio, no. Salvo que los cabrees.
Pascal imaginó lo que habría añadido Dominique de haber estado presente y esbozó una leve sonrisa:
«Muy simpáticos no serán; si tú estuvieras en su situación, no estarías de muy buen humor, ¿no?».
Cuánto echaba de menos a su familia, a Michelle, a sus amigos.
Pascal no permitió que aquella nostalgia lo distrajese. Quería acabar cuanto antes para recuperar su vida, al otro lado de la Puerta Oscura. Poco acostumbrado de nuevo a la permanente oscuridad, su cuerpo empezaba ya a pedirle su dosis de luz.
—¿Estás preparado? —avisó a su camarada muerto, atenazando con una mano el picaporte del portal.
—Sí —respondió Ralph, asustado pero incapaz de frenar su impulso en aquella aventura que, por primera vez desde hacía años, le permitía sentir como si sus vacíos pulmones se llenaran de oxígeno. Y es que esa incursión a territorio vedado, en apariencia una simple travesura, constituía para él una auténtica transfusión de vida, al haber logrado quebrar la rutina a la que estaba condenado hasta que culminara su tiempo de espera.
Acompañaría al Viajero, lo ayudaría. Sería, tal vez, su manera particular de expiar pasados errores.
—¿Y si está cerrado? —aquella duda acababa de surgir en la mente de Pascal.
—No lo estará —tranquilizó el suicida, alegrándose de poder facilitar, en esta ocasión, una respuesta segura—. ¿Qué sentido tendría aquí?
Claro. Ante ellos, todos los accesos se mostraban expeditos, como manos inertes de dedos abiertos, extremidades sin fuerza de aquellos cadáveres que eran las construcciones en la ciudad muerta.
En cierto modo, Pascal sintió como si profanara esos espacios con su presencia palpitante. No obstante, mantuvo su determinación de seguir adelante. Encendió su linterna, cuyo haz procuró mover poco para hacerlo menos visible.
La puerta se rindió al primer empujón del Viajero. Los dos accedieron entonces al edificio y, en completo silencio, avanzaron hasta la zona de las escaleras. Todo estaba vacío; no había sillas ni otros muebles. Solo tabiques y el hueco despejado del ascensor.
—¿A qué piso vamos? —preguntó Ralph, impaciente.
—Cualquiera sirve. Por ejemplo… ¿al segundo izquierda?
El otro asintió, y al momento ascendían por las escaleras hasta encontrarse frente a la puerta que buscaban.
—¿Y ahora? —Pascal preguntaba, simulando que todavía le hacía falta alguna instrucción. Como siempre, estrategias pueriles para ganar tiempo.
—Cuando tú digas, estás en tu casa —concluyó Ralph con una tenue pincelada de humor.
El Viajero mantuvo su gesto concentrado, demasiado tenso para valorar aquel esfuerzo de su compañero por suavizar la situación. Sin hacer más comentarios, alargó el brazo y empujó la puerta. Esta, sin emitir el más leve chirrido, se venció hacia el interior ofreciendo la vista de un apartamento tan ausente de contenido como el vestíbulo del edificio que acababan de atravesar. Numerosos desconchones en la pintura adornaban las paredes de aquel presunto hogar.
—¿Tampoco aquí hay muebles? —preguntó Pascal, sorprendido de aquel vacío tan deprimente—. ¿Y es aquí donde los hogareños tienen que permanecer?
Pascal había imaginado que se encontraría en aquel nivel con un reflejo de todos los objetos de su mundo, lo que incluía, ahora se daba cuenta, los accesorios que de alguna forma daban vida a una residencia. Pero no. Los pisos eran allí, una vez más, meros esqueletos carentes de sustancia, huecos comunicados entre paredes desnudas.
El suicida, mientras tanto, había asentido a sus interrogantes.
—Por lo visto, este es el panorama que tienen que soportar los fantasmas —confirmó—. No es mucho mejor que lo mío, la verdad. Ahora entiendo que a veces se cuelen en el mundo de los vivos. Lo que estamos haciendo es como… —Ralph entrecerró los ojos, esforzándose por elegir la metáfora más adecuada—. ¿Si tú, en tu dimensión, te metieras en la televisión y aparecieras en medio de alguna serie? Eso es, sí. Aunque los personajes continuarían sin poder verte, claro.
—Muy gráfico, Ralph, pero ¿quieres bajar la voz? —le amonestó Pascal—. No sabemos si aquí hay algún hogareño…
El otro cayó en la cuenta de que, en efecto, todavía no podían confirmar que estuviesen solos. Por eso obedeció de inmediato al Viajero, y ambos comenzaron a recorrer las diferentes estancias con pasos cautelosos. Avanzaban rápido; inspeccionar interiores vacíos no requería mucho detenimiento y la casa no era muy grande. Pronto pudieron confirmar que no había presencias extrañas en las proximidades, lo que les permitió relajarse un poco.
—Mira —Ralph señaló un espejo colgado en el baño—. Como te dije, el cristal sí se mantiene en esta dimensión.
—Es cierto —Pascal se aproximó para rozar aquella superficie en la que se veía reflejado su rostro—. Increíble.
Su mano acababa de sumergirse en la plancha de vidrio, convertida ahora en una capa de tacto aceitoso que le resultó familiar. Sí, conocía aquella sustancia en la que el movimiento de sus dedos inmersos provocaba turbulencias, ondas que deformaban el reflejo de su rostro. Ya había experimentado su contacto, arrastrado por la insistencia de Melissa Lebobitz.
—Esto se supone que es… —comenzó, dirigiéndose a Ralph.
—Un acceso a tu mundo, Pascal —concluyó el suicida.
El Viajero no pudo evitarlo; introdujo la cabeza en el espejo provocando un breve sonido de succión. Allí, al otro lado, en ese impreciso espacio oscuro que le recibía, se encontró con el resplandor que producía la luz encendida en el mismo baño que estaba a punto de abandonar, pero del mundo de los vivos, un destello que se filtraba entre las tinieblas a través de algún otro espejo frente al que, tal vez, alguien permanecía observándose.
Pascal se dirigió a su compañero.
—No puedo irme sin comprobar el acceso a mi mundo desde esta región —declaró—. Será solo un momento, vamos.
Ralph dudó: aquella última decisión implicaba un grado más de osadía que quizá superaba su determinación en esa primera fuga de las cuevas. No obstante, acabó cediendo. Bastante soledad había soportado ya… y lo que le quedaba.
Pascal resopló mientras percibía los movimientos tímidos de su compañero, que ya se había situado a su lado sin decir nada. Reuniendo la convicción necesaria frente a su imagen, el Viajero fue aproximando lentamente su cuerpo a la superficie de vidrio hasta entrar en contacto con ella. Había cerrado los ojos, presintiendo el impacto progresivo. Notó sobre toda su figura, durante un instante, una consistencia pegajosa algo asfixiante, como si estuvieran plastificándolo entero. Pero aquella sensación duró muy poco, lo que tardó él en atravesar por completo ese umbral que ofrecía a su avance la resistencia resbaladiza del mercurio. Segundos después, Ralph aparecía también en aquel ámbito cavernoso.
—Deprisa —acució Pascal, recordando los gusanos gigantes que vagaban por aquel paisaje opaco—. Lleguemos hasta la luz.
Pascal enfocaba con su linterna el espacio que los acababa de engullir y que resultó ser una cavidad mediana, de composición rocosa, de la que partían algunas galerías que recordaban el intrincado escenario de una mina. Solo una llevaba hasta la luz.
Los dos se apresuraron a llegar hasta allí. Una nueva plancha de cristal los recibió, en la que el Viajero introdujo la cabeza sin dudar. Tras aquella cortina de vidrio untuoso, quedó ante su vista el escenario acogedor de un cuarto de baño donde —aquí sí— se respiraba vida: cortinas, luz, toallas, un armario… el grifo que goteaba. Descubrir un pequeño cubilete sobre el lavabo con varios cepillos de dientes en su interior emocionó a Pascal de una manera asombrosa.
Aquel era su mundo, al que se asomaba furtivamente.
Una mujer se secaba el pelo en aquel momento, envuelta en un albornoz de ducha. Por suerte no miraba hacia el espejo —tenía sus ojos posados en una revista—, porque Pascal se habría sentido muy violento, aunque ni siquiera estaba seguro de que ella pudiera verle.
No hubo tiempo de más. Oyó a Ralph emitir un breve grito de advertencia y, a continuación, notó la sombra de un cuerpo que se abalanzaba sobre él para atacarle por detrás, precipitándolo de un empujón sobre la dimensión de los vivos.
Algo debió de tirar Pascal en su aparatosa caída sobre el lavabo, porque la mujer del secador se había vuelto hacia el espejo con cara de susto.
—¿Nada? —repetía Marguerite en plena calle, crispándose por momentos—. ¿No la habéis encontrado por ninguna parte? Pero si es una simple cría…
El agente se encogió de hombros. Ambos se encontraban hablando junto a un coche patrulla, a las puertas del edificio en obras que había sido escenario del encontronazo múltiple de aquella noche y que ahora estaba siendo inspeccionado.
—Tal vez viva cerca de aquí y se ha metido en su casa —aventuró el policía—. Pero lo que te puedo asegurar es que, con la descripción que nos facilitaste, no hemos visto a nadie en un radio de un kilómetro a la redonda. Y no se nos habría pasado: es de noche, y con este frío no hay mucha gente por la calle.
La detective rechazó de plano aquella excusa.
—No. Demasiada casualidad que esa chica viva cerca del lugar desde el que se dedica a espiar. ¿Y el tipo del pasamontañas?
El policía puso cara de circunstancias.
—Todavía te van a gustar menos las novedades, Marguerite.
Ella hinchó los carrillos y taladró con la mirada a su compañero.
—¿Menos? A ver, dispara.
—Por lo visto iba sangrando, estaba herido.
A Marguerite no le gustó el uso del pasado que estaba empleando el agente. ¿Qué le faltaba por oír?
—Eso ya lo sé —repuso, impaciente—. Creo que le alcancé en un hombro. Qué más.
—Un coche patrulla lo localizó hace un rato cerca del Sena y le dio el alto.
—Pues sí que ha corrido, el hijo de perra. ¿Así que lo tenéis?
—Bueno —matizó el otro, con cierta incomodidad—, el tío no se detuvo, así que le han estado persiguiendo. Los compañeros no se acercaban demasiado. Dijiste que iba armado, ¿no?
—Ya lo creo. Menuda pieza…
—Al final se dio la alerta por radio, han hecho falta tres efectivos —en su tono se distinguía una admiración sorprendida; era evidente que no estaba acostumbrado a enfrentarse a profesionales—. Entre todos le han conseguido acorralar. El tipo se movía rápido, a pesar de estar herido. Casi escapa varias veces.
—Daba la impresión de estar muy preparado —convino ella—. No se trata de un cualquiera.
Marguerite se humedeció los labios, escéptica, recordando que su compañero no había confirmado aún la captura de aquel hombre. Todavía faltaban datos.
—Pues no me parecen tan malas noticias… —animó al otro a continuar, temiéndose una desagradable sorpresa.
—Es que… —el policía, que conocía de oídas los arranques de furia de la detective, no se decidía a describir el inesperado desenlace de aquella persecución nocturna—. Ese hombre, al verse atrapado, se ha suicidado.
Contra todo pronóstico, Marguerite se mantuvo serena. Por alguna misteriosa razón, ella se esperaba un final parecido. ¿La perniciosa influencia de Marcel?
—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó con sequedad.
—Cianuro —aquella nueva voz se incorporaba a la charla; procedía de un forense, compañero de Marcel Laville, que estaba de guardia aquella noche y que acababa de acercarse hasta ellos—. Reconocería a distancia ese peculiar olor a almendras amargas. No se pudo hacer nada. Para cuando los agentes llegaron hasta él, agonizaba. Vuestro tipo debía de jugarse mucho si disponía de una pastilla letal por si las moscas, y no dudó en utilizarla ante la inminencia de que lo arrestaran.
—A saber en qué estaba envuelto… —susurró el policía moviendo la cabeza.
Marguerite le dirigió una mirada ausente.
«¿Lo sabría Marcel?». La detective, suspicaz, tenía en cuenta que el intento de homicidio se había producido frente al domicilio de Pascal Rivas. ¿Casualidad?
¿Y quién era la presunta víctima desconocida que había desaparecido?.
—¿Había visto algo así antes, doctor? —preguntó Marguerite, volviendo de sus propias reflexiones.
—¿Te refieres a esa tipología de suicidio? —quiso precisar el forense, aludiendo a la pastilla de cianuro—. Había oído hablar de casos parecidos. Me recuerda a los comandos de espías que se introducían tras las líneas enemigas en tiempo de guerra. Pero aquí y ahora resulta tan… exagerado. ¿Mafias rusas?
—¿Llevaba nuestro hombre el cuerpo tatuado? —indagó la detective.
—No.
—Entonces su alternativa queda descartada, doctor. ¿Portaba algún tipo de documentación?
Ahora intervino el policía:
—No, Marguerite. No llevaba absolutamente nada.
La detective refunfuñó.
—¿Ni siquiera el arma?
—Tampoco. Estamos rastreando todo el recorrido que hizo el tipo para llegar hasta allí. En algún momento tuvo que deshacerse de la pistola. La encontraremos.
Daba igual; seguro que le habían borrado el número de serie. Y la munición, elegida entre las más comunes, tampoco arrojaría datos relevantes.
Así funcionaban los profesionales.
—¿Qué van a hacer ahora? —preguntó el forense.
Marguerite se giró hacia él.
—Supongo que habrán tomado las huellas dactilares al cadáver, así que iremos a la comisaría para escanearlas y comprobar en la base de datos si ese hombre está fichado.
La escasa convicción con la que ella se había referido a aquel trámite dejaba clara la nula esperanza que Marguerite depositaba en ese recurso. Los profesionales, los mercenarios, eran siempre criminales invisibles, sin pasado ni futuro. Solo disponían de un furtivo presente que al morir se llevaban consigo.
No sacarían nada del cuerpo que aún permanecía tendido sobre una acera de París. Ella estaba dispuesta a jurarlo. Más le valdría preparar una versión que justificase ante sus jefes su presencia fuera de servicio en un edificio abandonado. Tuvo clara su adaptación de los hechos: había oído ruidos raros mientras paseaba cerca, por lo que, tras comprobar que alguien había forzado el candado, había decidido entrar a comprobar qué estaba ocurriendo. Con aquella sucinta explicación, Marguerite acallaría las impertinentes bocas de sus superiores. Y podría seguir trabajando en paz.
Lo verdaderamente extraño era que Marcel Laville no se hubiese presentado allí. Qué raro que no hubiera olfateado a tiempo aquellos misteriosos acontecimientos. Marguerite se mostró contrariada ante aquella sorprendente ausencia. Le habría gustado tenerlo cerca.
Sonrió con ironía, percatándose de que le daba miedo imaginar qué estaría haciendo Marcel en esos momentos, qué innombrable cometido le habría impedido presentarse con puntualidad en el exacto lugar donde había caído el agresor anónimo.
No obstante, tampoco dispuso de demasiado tiempo para barajar posibilidades sobre aquel enigma. La radio del coche patrulla junto al que se encontraban empezó a emitir un aviso de lo más sorprendente: unos vecinos del distrito VIII de París habían avisado a la policía afirmando que extraños fenómenos se estaban produciendo en su casa: muebles que se movían solos, gritos…
«Hay noches aciagas», pensó la detective Betancourt. «No es la primera vez».
Aquel aviso no era asunto de Marguerite. Pero le dio igual; incluso aunque en esta ocasión no encontrara la forma de justificar su intromisión, estaba dispuesta a acudir. Además, conociendo la forma de funcionar de la policía ante requerimientos así de absurdos —y más en noches complicadas como aquella—, tardaría bastante en presentarse alguna unidad en el domicilio afectado, así que ella tenía muchas posibilidades de ser la primera en llegar.
Hasta hacía poco se habría reído de un aviso así, y no hubiera aceptado acercarse ni por un millón de euros. Odiaba las pérdidas de tiempo y los temores supersticiosos. Pero algo en su interior iba cambiando. Ella ya no era la misma, los últimos casos a los que se había enfrentado la habían transformado más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Pensó que necesitaba acudir a aquella presunta emergencia para descartar explicaciones no racionales. Así recuperaría la convicción de que el mundo continuaba como siempre, rigiéndose por parámetros tangibles: la convicción, en definitiva, de que a los malos se los podía detener y encerrar sin más armas que las que ella tenía a su alcance.
Marguerite encendió un cigarrillo.
Había llegado el momento de averiguar dónde estaba Marcel. Porque iban a acudir juntos a esa nueva cita. Si hacía falta, lo llevaría a rastras. Pero ambos iban a comprobar qué estaba ocurriendo en esa casa.
Jules dejó de contemplar los últimos vestigios del atardecer desde la ventana de su habitación y se sentó en la cama. Hacía rato que había anochecido, y se aproximaba la temida hora de la cena, momento inevitable en el que tendría que exhibir una normalidad ante su familia que minuto a minuto le iba pareciendo más difícil de aparentar. Cada vez resultaba más arduo engañar a la mirada alerta de su madre. Jules debía impedir que ella se percatara de la realidad, algo a lo que no ayudaba el hecho de que apenas hubiese salido de su cuarto en todo el día, inquieto como un animal enjaulado ante la creciente cercanía de la noche.
Tal vez lo era. Un animal enjaulado… que aguarda el crepúsculo para escapar de su cautiverio.
Jules se dedicó a escuchar la música que había puesto en su ordenador, Evanescence. Seguía con los labios la letra de aquellas canciones, recuperando de su memoria imágenes mucho más pacíficas que las que conformaban su presente.
Ahora podía confirmar que para disfrutar de la belleza indómita de la noche había que estar dispuesto a sufrir su hostilidad.
La noche era salvaje.
Jules volvió a enfocar sus pupilas hacia la ventana. A pesar de que la reciente oscuridad había activado la energía de su cuerpo, sabía que para cuando llegase la medianoche, él ya habría caído una vez más en el peligroso letargo. Tenía que hacer algo. Antes de que fuese demasiado tarde.
De momento, no había descubierto ninguna noticia sobre algún cadáver hallado en París ni en periódicos, ni en la radio ni en internet. Todavía se planteaba en serio que la sangre con la que se alimentara la noche anterior tuviese un origen menos delictivo.
Él no lograba concebir que hubiera matado a nadie.
Pero ahora llegaba otra vez la noche, y él había vomitado por la mañana buena parte de la sangre desconocida. ¿Exigiría su cuerpo, por ello, una nueva dosis en aquella inquietante velada que se abría a la madrugada?
«Tengo que hacer algo», se repitió. «Algo que impida mis movimientos cuando pierda la consciencia».
Llegaba el instante de pensar solo en él. No había recibido noticias de sus amigos, así que dedujo que todavía se encontraban en el palacio de Le Marais. Deseó suerte al Viajero desde la prisión de su propio cuerpo contaminado. Jules no podía acompañarlos en aquel nuevo viaje. Estaba inmerso en su propia batalla.
Enseguida tendría que acudir a la cocina, donde ya aguardaban sus padres. Miraba por todos los rincones de su dormitorio. ¿Qué buscaba?
Algo con lo que bloquear la puerta de su habitación cuando regresara de la cena.
De repente cayó en la cuenta del riesgo que suponía incluso la ventana. El piso era alto, sí. Pero… ¿podía un vampiro deslizarse por la atmósfera nocturna? ¿Podía volar?
Recordando el relato del secuestro de Michelle, llegó a la conclusión de que sí.
Jules tragó saliva, intimidado ante tantos frentes abiertos. ¿Dispondría él ya de aquella capacidad?
No estaba dispuesto a arriesgarse, así que también debería ocuparse de obstaculizar aquella vía.
Jules se sintió superado por las dificultades. ¿Cómo conseguiría imponerse a su lado oscuro? En el fondo, aquella sombría confrontación lo obligaba a luchar consigo mismo.
Ahí radicaba la auténtica tragedia.
Un ligero hormigueo por las piernas le advirtió de que el proceso de aletargamiento había comenzado. Debía cenar pronto, antes de perder el control y quedar en evidencia ante sus padres.
Salió de su habitación secándose las lágrimas que no había logrado contener. Y eso que, en lo más recóndito de su ser, continuaba apreciando una sobrecogedora hermosura en la oscuridad que lo iba consumiendo.
No podía renunciar a su alma gótica, del mismo modo que los románticos sucumbían con heroica fidelidad a su trágico destino a pesar de intuirlo de antemano, negándose a traicionarse a sí mismos con tal de salvarse.
Jules amaba la noche, aunque no el Mal que se cobijaba en ella.
¿Demasiado tarde para rectificar?