35

Aquel espléndido vestíbulo volvía a servir de escenario para una nueva reunión del clandestino círculo de los conocedores de la Puerta Oscura. Una vez más, todos habían llegado de forma gradual siguiendo el procedimiento de seguridad establecido. Todos salvo Jules, que había llamado a Michelle un par de horas antes para avisar de que no se encontraba bien y prefería quedarse en casa.

—Tiene que estar bastante malo —terminaba de comunicar la chica, preocupada— para haber decidido no acudir. Ya sabéis lo que le mola esto.

—¿Te ha dicho qué le ocurría? —preguntó Pascal.

—Ha insistido en que no era nada grave; por lo visto, una jaqueca muy fuerte.

—Bueno —intervino Daphne—. En ese caso, su ausencia no debe retrasarnos. Ya le pondréis al día mañana. Ahora, el Viajero tiene que contarnos algo.

Pascal se apresuró entonces a referir el intento de secuestro de la noche anterior, despertando un estupor en los rostros de sus amigos que se intensificó cuando la narración alcanzó su trágico desenlace. La situación se revelaba muy peligrosa… e inmisericorde para el Viajero; lo había obligado a matar.

—Verger nos ha declarado la guerra —explicó a continuación Marcel, de una manera muy gráfica—. Y debéis tener en cuenta que, aunque su objetivo prioritario sea el Viajero, vuestra complicidad con la Puerta os convierte en adversarios directos suyos. Por lo visto ha contratado los servicios de algunos espías profesionales que no dudarán en haceros daño si os interponéis en su camino.

—Que nadie piense que el único que arriesga es Pascal —tradujo Daphne—. A estas alturas ya dispondrán de fotos de todos nosotros, el entorno de la víctima es lo primero en que se fijan.

Tal vez el único que permanecía en el anonimato era Marcel Laville, un experto en desplazamientos encubiertos.

A Mathieu, el último en incorporarse a aquella locura, no le había hecho ninguna gracia aquella declaración que lo situaba en el punto de mira de unos asesinos invisibles. El sugerente panorama al que accediera el día anterior estaba transformándose en un paisaje poco halagüeño… Suspiró, admirado de la serenidad que, por el contrario, mostraba Edouard.

—Pascal —intervino el forense—, es posible que la detective Marguerite Betancourt se mueva cerca de ti a partir de ahora. Le he pedido ayuda para protegerte hasta que todo se resuelva. He tenido que contarle lo del intento de rapto.

El Viajero abrió mucho los ojos.

—¿Se lo has contado todo?

Marcel negó con un gesto.

—No. Tan solo le he dicho que, como lograste escapar en el último momento, el agresor huyó. Y que, debido al susto, te has quedado tan impactado que no puedes recordar ningún detalle de tu atacante. Debes tener muy en cuenta esto —insistió—. Podría ser que Marguerite intentase hablar contigo. Nuestras versiones tienen que coincidir.

—De acuerdo, Marcel —aceptó el chico, con gesto concentrado.

Michelle admiró la entereza que exhibía Pascal, teniendo en cuenta que había acabado con la vida de una persona hacía tan solo unas horas. Sin duda había sido en legítima defensa, pero aun así el impacto tenía que ser brutal para alguien de su personalidad sosegada y pacífica.

¿Qué habría pasado por la cabeza de su amigo ante el cadáver todavía caliente de su agresor? Ostentar la condición de Viajero implicaba determinados costes, cada vez más elevados. Y todos los involucrados en aquella aventura empezaban a darse cuenta.

—Bueno —avisó Marcel entonces—, es hora de bajar al sótano. ¿Tenemos los relojes sincronizados?

Aquel era un detalle importante, con objeto de que el Viajero pudiese calcular el tiempo que estaba en el Más Allá. Todos habían asentido al forense tras breves comprobaciones entre ellos.

—Pues vamos allá. El objetivo de este segundo viaje —les recordó mientras se levantaba de su asiento, pero en especial al propio Pascal— consiste en una primera toma de contacto con la zona donde permanecen los fantasmas hogareños. Se supone que en esta ocasión hay que evitar cualquier contacto con el ente.

—O sea, que Pascal acude allí en plan observador de las Naciones Unidas —tradujo Dominique.

—Eso es —confirmó Daphne, ya de pie—. Se trata de una avanzadilla discreta. Hoy se estudia el panorama, el terreno donde se mueve Marc, y a partir de ahí ya podremos organizar una estrategia que aumente las probabilidades de éxito en una confrontación directa con ese demonio. Hay que recordar que todavía contamos con el elemento sorpresa, no hay que malgastarlo.

Pascal se quedó pensativo.

—Pero se supone que hay que frenar a ese ser cuanto antes… —observó indeciso.

—Nunca conviene precipitarse —terminó Marcel—. Un paso demasiado rápido puede convertirse con facilidad en el último. Pascal, olvídate de la impaciencia como compañera de viaje.

El asintió. Los nervios acrecentaban su ansiedad, tenía que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse. Por otro lado, la acuciante necesidad de volver a encontrarse con Beatrice para aclarar las cosas no le ayudaba a serenarse.

Dominique, mientras tanto, se preparaba sobre su silla para aquella embrollada ruta por las entrañas del edificio que se disponían a iniciar para llegar hasta la Puerta Oscura.

—¿Te empujo?

Dominique se volvió para descubrir el rostro cordial de Michelle.

—No, muchas gracias —rechazó con suavidad—. Si en algún momento me quedo atascado, ya os aviso.

—De acuerdo.

Dominique la vio alejarse hacia unos portones junto a los que ya los aguardaba Marcel.

No, Michelle, no permitiré que me ayudes. No soportaría que me vieras en inferioridad de condiciones. Aunque no pueda aspirar a tu amor, déjame imaginarme como un contrincante digno.

s

El teléfono situado sobre el inmenso escritorio sonó. Verger, tras identificar el número de su secretaria, interrumpió la lectura de unos documentos notariales para atender la llamada.

—Qué pasa.

La voz sumisa de aquella mujer no tardó en dejarse oír a través del auricular:

—Señor Verger, tiene una visita.

El hechicero esbozó un gesto contrariado —no solía olvidar sus compromisos— y repasó su agenda.

—Hoy no estaba prevista ninguna —confirmó, molesto—, y no dispongo de tiempo. Cítela para la semana que viene.

—Pero…

—¿Me ha oído?

—Es que… se trata de una detective de la policía. La detective Marguerite Betancourt. Está aguardando en la salita de espera, yo ya le he dicho que usted estaría muy ocupado, pero ha insistido en que puede esperar…

André Verger se quedó estupefacto. ¿La policía allí? Por un instante pensó que alguno de los cazarrecompensas había sido arrestado y lo había delatado tras algún interrogatorio; pero descartó enseguida aquel temor, eran demasiado profesionales. La causa de esa visita inesperada debía por fuerza de tener otro origen, tal vez la muerte de Pierre Cotin. Pero, de ser este el motivo, Verger no lograba imaginar cómo lo habían asociado a él. Confió en que se tratara de algo menos comprometido que la reciente desaparición del espía.

—¿Le ha enseñado la credencial? —preguntó a su secretaria.

—Sí, señor.

Nuevo silencio.

—¿Ha concretado la razón de su visita? —indagó, cauto.

—No, señor Verger. Solo ha dicho que necesitaba hablar con usted.

—¿Ha mencionado mi nombre?

—No, se ha referido simplemente al gerente de la empresa.

El médium suspiró.

—De acuerdo —aceptó, suavizando su semblante—. Hágala pasar. Espere diez minutos e interrúmpanos con una llamada. No pienso conceder más tiempo a esa mujer, sea lo que sea lo que la trae por aquí.

—De acuerdo, señor Verger.

A los pocos segundos, la puerta doble del despacho se abría para dejar paso a una figura de un considerable volumen, que asombró al empresario tanto por su tamaño como por la firmeza de sus andares. La magnificencia de la estancia no pareció impresionar a la recién llegada, que avanzó con paso resuelto hasta situarse frente a la mesa de Verger.

El empresario se había levantado para recibirla, exhibiendo una sonrisa que, a pesar de su intención diplomática, quedó algo desvaída a los ojos de la detective.

Verger podía fingir, pero hasta cierto punto. Su orgullo le impedía llegar más lejos, salvo cuando se trataba de exigencias delictivas.

—Buenas tardes. Soy André Verger —se presentó extendiendo la mano—, director general del Grupo Verger. Me han dicho que quería hablar conmigo.

Marguerite se la estrechó. El empresario contuvo su desagrado al notar la humedad de aquella mano femenina sudada.

—Buenas tardes, señor Verger. Me llamo Marguerite Betancourt, detective de la comisaría central de la policía.

—Encantado. Pero siéntese, por favor —el empresario señaló uno de los dos sillones colocados frente a la mesa—. Lamentablemente no dispongo de mucho tiempo, pero confío en que estos minutos que puedo dedicarle sean suficientes.

A Marguerite le gustó el tono cortés de aquel hombre tan elegante. Tenía clase, se notaba.

Y dinero, mucho dinero. No hacía falta ser un experto en marcas ni en interiorismo para darse cuenta de ello. El traje que llevaba Verger —le sentaba como un guante— tenía que haber sido hecho a medida, y se notaba, sin necesidad de acariciarla, que su tela era de una calidad extraordinaria.

En cuanto el hechicero se enfrentó a los penetrantes ojos de aquella rubicunda detective, a su brillo inteligente en medio de un rostro de gesto directo y resuelto, se dio cuenta de que, a pesar de la apariencia inofensiva de la mujer, debía andarse con cuidado. Se encontraba ante una persona sagaz.

Aquella no era una visita de cortesía.

—Pues usted dirá —invitó Verger a la detective.

Marguerite se acomodó en su asiento antes de comenzar.

El ejecutivo lanzó una fugaz mirada hacia el mueble que ocultaba su biblioteca secreta.

—¿Usted conoce a un hombre llamado Pierre Cotin?

Así que se trataba de eso. Verger mantuvo su semblante imperturbable, ni siquiera pestañeó antes de mentir.

—No, no me suena. Desde luego, en mi empresa no trabaja. ¿Debería sonarme? ¿Quién es?

Marguerite le alargó una foto, que el hechicero cogió aparentando interés. En ella, aquella comadreja insulsa no había salido, para variar, muy favorecida. Ni siquiera había logrado disimular su perfil escorado ante la cámara. No tardó en devolver a la detective la instantánea, manteniendo su negativa en el reconocimiento.

—En realidad no sabemos qué vínculo guarda con su empresa —confesó ella—, pero alguno guarda, eso seguro.

Verger se mostró sorprendido.

—¿Y cómo es que está tan segura? ¿Se lo ha dicho él?

Aquella última pregunta, absurda cuando Verger sabía que llevaba días muerto, iba destinada a reforzar la impresión en Marguerite de que el empresario no sabía nada de aquel hombre.

—Verá; este hombre ha fallecido en… extrañas circunstancias. No hemos localizado su móvil, pero en el teléfono fijo de su domicilio tenía varias llamadas de un número desconocido.

Verger, bajo su apariencia fría, empezó a sulfurarse. Cuando ordenó a su secretaria que se pusiera en contacto con Cotin, no podía imaginar que ella lo llamaría a su propia casa. Estúpida.

—Solicitamos a la compañía telefónica que nos facilitase el número desde el que se produjeron esas llamadas —continuó la detective, sin sospechar lo que sus palabras acababan de descolocar al ejecutivo—, y resulta que proceden de estas instalaciones.

—Vaya. Pues tenemos un problema —improvisó Verger fingiendo contrariedad—. Se tratará, sin duda, del número de la centralita, así que es imposible determinar desde qué teléfono exacto se efectuó la llamada.

Marguerite se acarició el mentón, con cierto fastidio.

—¿Cuántos empleados tiene en estas oficinas?

—Veinte, señora Betancourt. Y todos con acceso telefónico.

—¿Tendría algún inconveniente en que hable con cada uno de ellos?

Verger lo negó con la cabeza.

—En absoluto. Están a su disposición. Faltaría más.

En aquel momento sonó el teléfono de la mesa. André Verger descolgó y atendió a la llamada. Colgó a los pocos segundos, volviendo la mirada hacia Marguerite.

—Me temo que no dispongo de más tiempo, detective —se excusó, levantándose—. Le deseo que consiga solucionar lo que la ha traído hasta aquí. Si vuelve a necesitarme, no dude en acudir a mí.

—Muchas gracias —Marguerite también se había puesto de pie, y le estrechó la mano—. Ahora me dedicaré a hablar con algunos de sus empleados.

—Por supuesto.

Mientras la detective caminaba hacia la puerta del despacho, oyó cómo Verger volvía a descolgar el teléfono y se dirigía a su secretaria. Cerró las macizas puertas a sus espaldas, y entonces fue cuando Verger transmitió sus instrucciones:

—La detective tiene permiso para hablar con los empleados.

—De acuerdo, señor Verger.

—Y otra cosa muy importante, por tu bien: jamás has oído hablar de Pierre Cotin, borra su contacto de todas las bases de datos de las que dispongamos. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor Verger.

—Cotin nunca ha pisado estas oficinas.

Su tono había sido tan taxativo que nadie, y mucho menos ella, se habría atrevido a replicar.

—Sí, señor Verger.

El hechicero colgó. Luego hablaría con ella sobre su error, pero de momento lo más urgente había sido advertir a la única persona en la empresa que, aparte de él, podía reconocer aquel nombre.