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El señor Lebobitz disfrutaba con cada paso de su libertad recién recuperada, aunque rescatar de su maltratado interior la dignidad perdida iba a costar mucho más tiempo. El paso por la cárcel marcaba a fuego, como lo atestiguaba su estado físico: delgadez extrema en un cuerpo consumido, profundas entradas sobre su frente cuarteada de arrugas y un rostro vencido que aparentaba bastantes más años de los que tenía.

Aunque el mayor deterioro había que buscarlo en su espíritu, en su quebrantado interior que se asomaba a una realidad que ya no era la suya, ensimismado a través de unos ojos de inalterable melancolía.

Nada compensaba lo que había sufrido.

Al menos la justicia se había terminado imponiendo, y él ahora volvía a encontrarse en la misma situación que le arrebataron unas circunstancias incomprensibles. Recuperaría su patrimonio, recibiría una indemnización por aquellos años perdidos, y ya no había barrotes a su alrededor, ni alambradas, ni torretas de vigilancia.

Ni compañeros de celda hostiles. Ni el crudo testimonio de vidas ajenas arruinadas.

Ahora solo faltaba que la prensa lo dejase en paz. Por eso confió en que su caso no saliera a la luz. Un inocente declarado culpable era siempre un sabroso plato para los medios de comunicación.

La policía se lo había explicado todo: estaba al corriente del suicidio de su mujer, algo que le dolió en el alma; sabía que acababa de perder a su hijo, ese hijo que jamás fue a visitarle a la prisión y que había terminado siendo el responsable de todo. El culpable, matizó con irremediable rencor. Solo la muerte había restablecido la normalidad —aunque ahora solitaria, desmantelada—, como fue la muerte la que la interrumpió años atrás.

El señor Lebobitz atravesó los umbrales del cementerio de Montmartre. Siguió caminando y pronto se detuvo ante el panteón familiar donde, junto a los restos de algunos ascendientes, descansaba su mujer desde que decidiera acabar con su vida. Lloró con la misma fuerza irrefrenable con la que había llorado al enterarse de que su caso se había aclarado por fin y lo excarcelaban.

Abrió la herrumbrosa puerta de aquel monumento fúnebre y entró, colocando el ramo de flores que llevaba entre las manos al pie de la tumba. Allí, sin miradas indiscretas, cayó de rodillas, cansado de aguantar la vida con una pose de dureza. Apoyó su frente en la lápida de mármol donde aparecía grabado el nombre de su mujer, y volvió a sollozar. La seguía echando tanto de menos… ¿Por qué tuvo que hacer eso? ¿Por qué se suicidó? Frente al inmenso dolor por su muerte, la maldad de su hijo constituía tan solo una anécdota. Un hecho que ella, sin embargo, no pudo superar.

Las flores del ramo que acababa de depositar se agitaron, a pesar de la ausencia de viento. Él no podía saberlo, pero con aquel último gesto acababa de liberar definitivamente a su mujer. Ella abandonaba su reclusión espiritual para dirigirse hacia el lugar que le correspondía. Por fin.

El señor Lebobitz oyó tras él unos tímidos golpes y se levantó, procurando secarse los ojos enrojecidos. Alguien llamaba a la puerta del panteón.

—Adelante —dijo, sorprendido. ¿Ni siquiera iba a estar tranquilo allí?

El desconocido visitante obedeció. Ante los ojos de Lebobitz apareció un chaval delgado, de unos quince años. Vestía cazadora y pantalones caídos que se abombaban sobre las zapatillas mostrando unos bajos deshilachados y sucios. Su mirada gris bajo el flequillo negro era intensa, aunque algo cohibida.

—¿Qué quieres? —preguntó Lebobitz con voz débil—. No es buen momento.

—Lo sé, perdone que le moleste —se disculpó el chico—. Me llamo Pascal y traigo algo para usted.

La situación era tan extraña que Lebobitz no se molestó en indagar cómo aquel muchacho le había localizado en ese lugar. Quizá llevaba rato esperándole, pues era evidente que tarde o temprano iría a visitar la tumba de su mujer. De todos modos, era demasiado joven para ser un periodista.

Le dio igual. Todo le daba igual.

Pascal alargó el brazo y le ofreció un sobre.

—Seguro que sabrá quién le escribe —advirtió, enigmático—. Que tenga mucha suerte a partir de ahora.

Pascal no esperó respuesta, y mientras oía cómo aquel señor rasgaba el papel, fue hacia la puerta. Justo antes de salir, se giró.

—Señor Lebobitz, todos nos alegramos de que se haya aclarado lo que ocurrió. Ánimo. Recuerde —añadió entre titubeos— que la vida sigue.

El aludido sintió un nudo en la garganta, abrumado por la emoción de todo lo que le estaba ocurriendo y ante aquel apoyo inesperado que le brindaba un joven desconocido.

—Gracias —susurró con aire ausente.

Lebobitz se quedó solo. ¿Quién le escribía? No le hizo falta leer ni una sola palabra para responder a aquel interrogante. En cuanto vio aquella letra delicada, meticulosa, de trazo inclinado, supo que era ella quien le hablaba a través de las líneas. La misma caligrafía de aquel otro sobre terrible donde su mujer se despedía antes de suicidarse.

¿Su esposa le había escrito?

¿Cómo era posible, si estaba muerta desde hacía años? Tal vez se trataba de un documento antiguo. Sin embargo, en cuanto comenzó a leer, descartó esa posibilidad. Y entonces, ¿qué explicación quedaba? Su delicado corazón dio un vuelco y las lágrimas afloraron en su rostro. Comprobó que era un mensaje de amor más allá de la distancia y del tiempo, un compromiso de espera que le otorgaba la esperanza que le hacía falta para enfrentarse a la vida. Poco a poco, fue recuperando la sonrisa.

En aquella carta se mencionaban cosas que solo ellos dos, marido y mujer, sabían. Por imposible que fuese, nadie más podía haber escrito ese texto maravilloso, íntimo.

El señor Lebobitz no entendía nada, pero descubrió, maravillado, que no le hacía falta. Simplemente, creyó aquellas líneas que le recibían en la libertad. En cuanto reunió la entereza necesaria y pudo reaccionar, se asomó fuera del panteón, intentando distinguir al misterioso mensajero que le había llevado el sobre. Quería darle las gracias, un abrazo, sin formular preguntas. Pero sus ojos no pudieron descubrir, entre las tumbas que conformaban el panorama y los desconocidos, la silueta del chico moreno que le había devuelto la alegría, las ganas de vivir.

Pascal, en aquel instante, caminaba junto a Michelle hacia una cita con Dominique fuera del recinto funerario, experimentando una euforia difícil de describir. Acababa de ayudar a una persona buena a recuperar su felicidad.

Todavía tenía la piel de gallina. Se sentía el Viajero, era el Viajero.

s

Marcel Laville asomó la cabeza por la puerta del despacho de Marguerite.

—Buenos días, detective.

La mujer levantó la vista hacia él.

—Sabías que iba a llamarte —observó ella— y has preferido adelantarte. Muy bien. Pasa.

El forense obedeció, cerrando la puerta a su espalda.

—Si acudo por voluntad propia parezco menos sospechoso de todo eso que piensas sobre mí, ¿verdad?

Aquel tono jocoso hizo fruncir el ceño a Marguerite.

—Me alegra que estés de tan buen humor, Marcel. No lo entiendo, dadas las circunstancias, pero me alegra.

—Si en el fondo eres un encanto.

La detective recogió los expedientes que cubrían su mesa.

—¿Alguna novedad en la autopsia de Sophie Renard?

Marcel se encogió de hombros.

—Podríamos decir que no he encontrado nada incompatible con la versión del asesinato.

Marguerite se rascó la nariz, pensativa.

—O sea, que tampoco has encontrado nada que demuestre esa hipótesis.

—Solo he podido descartar el uso de anestésicos. Pero ya te dije que, tanto si acabaron con Renard inyectándole una dosis suficiente de insulina como si emplearon otro de los métodos existentes, hallar rastros en su cuerpo iba a ser casi imposible. En el primero de los casos, solo buscar el orificio de una aguja hipodérmica entre el cuero cabelludo, por ejemplo, es una labor de chinos. Y conste que lo he intentado. Pero nada.

Marguerite refunfuñó.

—Pero digo yo que si a la víctima le introdujeron insulina, tendrá en su cuerpo restos de esa sustancia…

Marcel asintió.

—Claro. El problema es que nuestro cuerpo la fabrica también, así que no podemos determinar si la insulina que he encontrado en el cadáver de Sophie Renard tiene un origen endógeno o exógeno.

—Pues vaya.

—Los profesionales hacen bien su trabajo. Lo importante —añadió— es que tampoco he logrado descubrir nada en el cuerpo de la mujer que justifique el fallo cardíaco. Sí, tenía todos los desarreglos propios de su edad, pero ninguno de la gravedad suficiente como para motivar esa muerte tan fulminante.

—Pero aun así puede ocurrir, ¿no? Hay muertes naturales fulminantes.

Marcel hizo un gesto afirmativo.

—Sí, por supuesto. Las hay incluso más rápidas e indoloras que la que, por desgracia, tuvo Sophie Renard. Me refiero a los síndromes de muerte súbita.

Ambos recordaban el trágico final de algunos futbolistas en pleno campo de juego.

—Pero en esos casos sí hay malformaciones en el corazón, ¿verdad? —aventuró la detective.

El forense pareció sorprendido.

—Veo que estás bien informada. No siempre, pero es frecuente que sí haya situaciones previas de riesgo, como defectos congénitos.

—Lo que no se cumple con Renard.

—Eso es.

Marguerite se levantó de su asiento para contemplar el panorama desde la ventana. Meditaba.

—Tu información nos deja en un punto muerto, Marcel. No define una línea a seguir. De hecho, sirve para argumentar cualquier dirección.

El forense sabía muy bien que aquel era el flanco más débil de su planteamiento.

—En las investigaciones hay que apostar para obtener resultados —cogió aliento—. Tu experiencia lo demuestra.

—¿Qué propones? —el tono que ahora empleaba la detective la situó a la defensiva. Había aprendido a temer las iniciativas de su amigo.

Marcel prefirió ser transparente, algo que ella valoraba mucho.

—¿Te parece que trabajemos partiendo del supuesto de que, en efecto, la muerte de Renard no fue natural? —se lanzó—. Si al cabo de un tiempo no hemos hallado nada que lo sustente, siempre podemos rectificar el rumbo y recuperar la versión más inofensiva.

—Y mientras tanto, dinero del contribuyente malgastado, tiempo nuestro desperdiciado y mis jefes revoloteando alrededor como buitres, pendientes de que cometa un error que confirme sus rancias impresiones sobre mi forma de trabajar —la detective había vuelto a sentarse y hacía oscilar el respaldo de su asiento, Marcel la miraba a los ojos—. No es que me disguste incordiar a mis superiores —sonrió, sarcástica—, pero necesitas convencerme para llegar tan lejos.

—¿Y cómo puedo hacerlo?

—Mira —explicó ella—, a estas alturas he aprendido a desconfiar de las casualidades. Y lo de la taquilla de Pascal Rivas es una coincidencia de libro, ¿vale? Pero no veo ninguna amenaza ni motivación criminal seria en forzar armarios de estudiantes de secundaria.

Habían llegado a donde pretendía Marcel. A su amiga, pues, le hacía falta un argumento que situase la muerte de Sophie en un escenario mucho más delictivo que un mero lycée vacío. Ningún problema. El forense le iba a ofrecer un planteamiento que no solo justificaba aquella muerte, sino que iba a permitirle solicitar protección policial para Pascal.

—Pues la hay —afirmó, solemne.

—¿El qué?

—Una amenaza, Marguerite.

La detective sacudió la cabeza entre aspavientos.

—¿Una amenaza? —repitió—. ¿Cuál? ¿Que algún crío acabe rompiendo una cerradura en ese centro escolar? ¿Que roben alguna consola de la Wii y su ex propietario, al borde del suicidio, se vea obligado a leer en sus ratos libres? Auténticos dramas, desde luego. ¿No deberíamos llamar a la Europol para montar un operativo al más alto nivel?

Marcel aguantó con estoicismo aquel chaparrón que permitía que Marguerite descargara la presión de su incertidumbre. Sabía que, a continuación, ella se tranquilizaría y ofrecería un talante mucho más proclive a escuchar.

Después de tantos años trabajando juntos, se conocían muy bien. Demasiado bien.

—¿Y si te dijera que ayer alguien intentó secuestrar a Pascal?

Marguerite puso los ojos en blanco.

—¿Esa es otra de tus historias?

—No, va en serio.

—¿Lo ha denunciado?

—No debe hacerlo, por su propio bien.

Aquella última frase consiguió, al fin, llamar la atención de la detective.

—¿No debe comunicar la policía que han intentado secuestrarle? Venga, cuéntame de qué coño va esto, Marcel. Antes de que pierda la paciencia y te eche de mi despacho. Cómo se nota que los muertos no se pueden quejar, si es que no hay quien te aguante cuando te pones en plan enigmático…

—Y lo que me gusta —azuzó él—. Me encanta provocarte. Es tan sencillo…

—¡Habla!

—Después de los últimos acontecimientos —comenzó—, estoy convencido de que se ha filtrado la ayuda que Pascal ha prestado a la policía.

Marguerite se quedó boquiabierta.

—¿Te refieres a…?

Marcel prefirió obviar el asunto de Lebobitz y ceñirse a la única colaboración oficial de Pascal:

—Al caso Goubert.

La detective se opuso con rotundidad a aquella teoría tan rebuscada.

—Imposible. Solo tú y yo estamos al corriente de eso.

A Marcel no le pilló desprevenido aquella reacción.

—No podemos estar seguros de que en la residencia de los Goubert, plagada de compañeros tuyos cuando llevamos al chico, no nos escucharan hablar. Recuerda la forma tan… repentina en que tus hombres descubrieron el cadáver de la mujer. Ellos mismos estaban asombrados. También pudieron vernos salir de la casa.

—De ahí a que ellos lograran concluir qué estabais haciendo en ese lugar…

—Son policías, ¿no? Se supone que deducir e investigar forma parte de su trabajo. Y ya sabes que cuando se trata de algo tan exótico, tan al margen del procedimiento como el recurso a un vidente, los rumores corren como la pólvora.

Marguerite agarró con fuerza un paquete de tabaco que guardaba en un cajón, extrajo de él un cigarrillo y se apresuró a encenderlo.

—Y todo esto me lo cuentas ahora para concluir que…

Ella calló, instando a su amigo a terminar la frase. Marcel no se arredró ante el rostro severo de la mujer.

—… que, comprobada la eficacia de la cooperación de Pascal con la policía, alguien tiene interés en silenciarlo antes de que pueda volver a ayudaros. Intuyo que para siempre.

—Alguien que estuvo en el lycée la tarde en la que murió Sophie, deduzco.

—Muy bien, detective. Sophie Renard lo vio, le debió de sorprender mientras buscaba información sobre Pascal. Y eso la condenó.

—Ya.

—Un simple ladrón de instituto jamás la hubiera matado; habría escapado corriendo, a lo sumo dándole un empujón.

—Eso, a no ser que, en efecto, se trate de una muerte natural.

—Por supuesto.

Marguerite aspiró con fuerza de su cigarrillo. Después dejó escapar el humo de entre sus labios, dosificándolo con extraordinaria calma. Sus ojos cayeron sobre el forense, que se mantuvo firme.

—Alguien quiere acabar con Pascal Rivas para siempre, ¿eh? Tus intuiciones suelen ser de lo más apocalípticas, Marcel.

Ella trataba de ganar tiempo. Marcel supo así que su teoría había convencido a Marguerite.

—Con lo que me cuentas, sin denuncia del intento de secuestro ni confirmación de que lo sucedido en el lycée esté vinculado a él, no puedo solicitar para Pascal protección policial. Me creerían más estúpida de lo que ya me creen. Y no es cuestión de aumentar mi prestigio.

—¿Entonces?

Marguerite meneó la cabeza hacia los lados, procurando asumir aquella nueva complicación en la que su querido amigo la estaba introduciendo.

—Me encargaré yo —claudicó—, de momento. Todo el tiempo que me permitan mis compromisos profesionales. Algo es algo, ¿no?

Marcel se mostró satisfecho.

—Claro. Como yo también voy a estar apoyándole, te avisaré cada vez que necesite tu colaboración —aquel planteamiento era perfecto, pues a Marcel no le interesaba que Marguerite estuviese fisgoneando cada vez que quedasen en el palacio para reunirse o para iniciar un nuevo viaje al Más Allá—. Sobre todo es importante que esté protegido por las noches y durante los trayectos al lycée, ¿sabes?

—Parece razonable. De todos modos, en cuanto puedas ofrecerme pruebas que apoyen tu teoría, tu chico contará con una protección en condiciones.

—Gracias, Marguerite.

—Aunque quizá eso llegue demasiado tarde. ¿No me puedes facilitar algo más ahora?

Marcel sonrió ante la acostumbrada avidez de Marguerite.

—Me temo que no, detective. Pero en cuanto lo tenga, serás la primera en saberlo.

—¿Ni siquiera me dejas interrogarlo? Solo unas preguntas…

Marcel mantuvo su pose inflexible.

—No. A su debido tiempo, para que estés preparada, te haré saber a qué creo que nos enfrentamos, ¿de acuerdo? Te prometo que si me ayudas a proteger a ese chico, te va a salir muy rentable. Vas a poder dejar a tus jefes con un palmo de narices.

Ese, desde luego, era un argumento de peso para ella.

s

Verger, con las manos en los bolsillos de su traje, contemplaba una vez más París desde el ventanal de su despacho. Oteaba el panorama general, llegando a vislumbrar sobre las aceras las diminutas figuras de los oficinistas que se dirigían a comer.

El cielo había terminado por nublarse y ofrecía ahora a bastante altura un techo esponjoso y grisáceo que suavizaba los brillos del cristal de los edificios, ensuciando con su resplandor plomizo el escenario urbano.

El médium, sin cambiar de posición, procedió a encender uno de sus Davidoff. Precisaba del efecto tranquilizador que le provocaba el tabaco. A su espalda, sobre el escritorio, descansaba el móvil privado cuyo número había facilitado a los cazarrecompensas, y de vez en cuando se giraba hacia él, anhelando novedades.

A la vista de los misteriosos apoyos con los que contaba el Viajero, Verger era consciente de que no podía exigir logros inmediatos. Se trataba de un encargo bastante complicado, sobre todo teniendo en cuenta que sus secuaces no podían ejercer de asesinos, pues necesitaba a Pascal vivo.

Aun así, no podía evitar aguardar resultados con ansiedad. Y es que había mucho en juego…

—Paciencia, paciencia —se dijo a media voz, antes de dar una prolongada calada a su puro—. No conviene precipitarse. Mantengamos la sangre fría.

Poco después, Verger volvía a su sillón para encargarse de otros negocios.

Aunque, en el fondo, ya nada le parecía suficientemente rentable.

Ahora su ambición se movía en niveles estratosféricos que jamás se había atrevido a soñar.