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Marcel contemplaba aquella mañana el cadáver de Sophie Renard sobre la mesa de autopsias, valorando el resultado de los análisis que acababa de efectuar. El hecho de que, después de todo el trabajo, no pudiera especificar la causa concreta del paro cardíaco, alentaba sus sospechas de un asesinato encubierto.

A pesar de su detallado examen, no había hallado restos de fármacos anestésicos en sangre ni residuos de psicotrópicos. Poco satisfecho con aquellas conclusiones que solo servían para descartar algunos métodos sutiles de matar, el forense había buscado minuciosamente alguna marca de jeringuilla en zonas idóneas para disimularla, con objeto de lograr confirmar la hipótesis de la muerte por inyección de insulina. Su búsqueda, no obstante, había sido infructuosa: no había conseguido hallar ningún rastro. Estaba claro que se enfrentaban a profesionales… o que se equivocaba en sus suposiciones. Marcel no quiso plantearse aquella última alternativa. Si bien defendía que el final de la señora Renard había sido un asesinato improvisado, también era cierto que los sicarios siempre, cuando se hallaban inmersos en sus trabajos, llevaban encima su propio material para imprevistos. Nunca se les pillaba fuera de juego.

El problema era probar lo que pensaba. De todos modos, el hecho de que fuese la taquilla de Pascal y no otra la que estuviese abierta en el momento del fallecimiento de Sophie Renard, era de por sí un indicio valioso. Si a eso se unía la identidad del secuestrador al que Pascal se había enfrentado —cuyo cadáver ya estaba a buen recaudo—, la conclusión era evidente: André Verger no había perdido el tiempo a la hora de movilizar secuaces capaces de conseguir lo que ambicionaba. Y eso era el Viajero.

Pierre Cotin por un lado, el secuestrador por otro y, en tercer lugar, el asesino de Renard. De momento, tres esbirros del hechicero, de los que habían anulado a dos. ¿Cuántos más habría? ¿Cómo actuarían?

Y otra cuestión interesante: ¿qué les habría ofrecido a cambio? Conocer el precio de la cabeza de Pascal le habría permitido a Marcel intuir la importancia de los planes malignos que lo implicaban.

Al menos, concluyó para tranquilizarse, tras la conversación telefónica con el Viajero, podían contar con que Verger lo quería vivo, y eso suponía una indudable ventaja.

Marcel notó, bajo la bata, una vibración insistente que reconoció al instante: su móvil estaba recibiendo una llamada.

Se apartó de la mesa y, ya sin la mascarilla, salió de la sala con rapidez. Una vez fuera, se deshizo de sus guantes y logró alcanzar su teléfono bajo la ropa.

—¿Sí?

—Marcel, soy Daphne.

Aquella llamada era oportuna, así que el doctor la aprovechó, todavía sin percatarse del tono nervioso con que la vidente se acababa de dirigir a él.

—Yo también iba a llamarte, tenía que hablar contigo —comunicó—. Tal como habíamos previsto, en Londres, las investigaciones en torno a la muerte de Agatha la Serena están ya a pleno rendimiento. Por lo visto, Scotland Yard no ha escatimado medios…

Al otro lado de la línea se produjo un breve silencio. Daphne valoraba aquella información inesperada.

—¿Cuál es la versión que manejan? —preguntó ella.

—De momento están muy perdidos. Como era previsible, no falta nada en la casa de tu colega, lo que los ha obligado a descartar el móvil del robo.

—No encontrarán rastros.

—Lo sé. La muerte de tu compañera terminará siendo uno de esos casos sin resolver. Como la de Dionisio Guillen en España —suspiró—. Confío en que a través de Europol no vinculen esas muertes, porque eso sí podría darnos algunos problemas.

—No ocurrirá, no tienen tanta imaginación —afirmó Daphne—. Lo importante es que nosotros hemos deducido lo suficiente como para saber hacia dónde tirar. Ojalá el prematuro final de Agatha y Dionisio sirva de algo.

—Esa es nuestra intención, Daphne. Al menos su muerte nos puso sobre aviso —Marcel se detuvo—. Y ahora, dime. ¿Por qué me has llamado? ¿Ocurre algo?

Se hizo el silencio; durante unos segundos, el forense solo percibió el zumbido de fondo de la línea a través del auricular. Aquello le preocupó.

—¿Daphne? ¿Ha ocurrido algo?

—He tenido un sueño —comenzó ella, visiblemente trastornada—, un mal augurio que relaciono con el maestro Girardelli.

—Lo que faltaba —Marcel se había llevado una mano a la cabeza, presa de una creciente inquietud—. ¿Has hablado con él?

La respuesta de la vidente intensificó su desasosiego.

—Lo he intentado —gimió—. Pero nada. No coge el teléfono y tampoco logro contactar a través de nuestra propia conexión mental. Marcel, ¿el ente demoníaco ha destruido por completo nuestro Triángulo Europeo? ¿Ha podido hacerlo? ¿Ha decapitado a la Hermandad?

Acaso advertir a Girardelli, un anciano sabio demasiado benevolente, no había constituido suficiente protección. Pero sabían tan poco aún del adversario al que se enfrentaban…

—¿Han acabado con el maestro Girardelli? —repitió la vidente con la voz rota.

El forense no supo qué contestar. Esta vez no. La posibilidad de que hubiesen muerto los tres miembros dirigentes de la Hermandad era angustiosa.

—Si lo han hecho —observó al fin Marcel con tono grave—, la necesidad de que Pascal no acabe en sus manos se ha vuelto más imperiosa. Déjame investigar. Pronto te podré decir algo.

—¿Y mientras tanto?

—Debemos continuar con lo planificado. ¿Puedes convocar a tu Hermandad para preparar el nombramiento de sucesores que ejerzan de Triángulo? Lo digo por si se cumple la peor conjetura…

Daphne, al otro lado del teléfono, movió la cabeza en ademán negativo.

—Lograr la asistencia de todos los médiums a un cónclave extraordinario lleva tiempo, un lujo que no me puedo permitir teniendo en cuenta lo poco que sabemos todavía de los movimientos del ente. Además —añadió—, los únicos con potestad para hacer algo así son los vértices del Triángulo Europeo. Tendría que encargarse de eso el maestro Girardelli; seguiré intentando contactar con él. Es la única posibilidad.

—Joder…

—Jamás se había producido algo así —procuró justificarse la vidente—, no estamos preparados…

—Pues no queda más remedio que adaptarse, Daphne. Tenemos que reaccionar.

Ella asintió.

—En cuanto averigüemos qué ha ocurrido con el maestro Girardelli, comunicaré a los demás hermanos videntes la situación actual. Es conveniente que, al menos, estén al tanto de las circunstancias. La Hermandad nunca había estado sin dirección, no hay precedentes de algo así.

—Todo se hace nuevo cuando se abre la Puerta Oscura, Daphne.

Nuevo silencio.

—¿Mantenemos la cita de esta tarde? —inquirió la bruja, dubitativa.

—Me temo que sí —repuso el Guardián—. Por desgracia para Pascal, a Marc solo se le puede detener en su mundo. Y el único que puede acudir a esa cita es el Viajero.

s

Jules observaba como hipnotizado el reloj de su mesilla. Oía cómo sus padres empezaban ahora a moverse por la casa, aunque él no había querido todavía salir de su habitación.

¿Y si no lograba aparentar normalidad ante ellos? El último acontecimiento era demasiado fuerte. Brutal.

A pesar de su desolación, se dio cuenta —su pasión gótica siempre resurgía— de que asistir desde fuera a lo que le estaba ocurriendo tenía que ser algo fascinante.

Se estaba transformando en vampiro, un proceso tan increíble como pavoroso.

Jules, consternado, reconoció la tragedia implícita en el hecho de que, para poder asistir a un espectáculo así de auténtico, uno debiera condenarse por toda la eternidad.

La oscuridad había terminado engulléndolo. La máxima manifestación de aquel fenómeno perverso era que Jules no había podido decidir su participación en él, se había visto arrastrado.

¿Era inmortal, entonces?

Más allá de cuestiones anecdóticas —lo eran en su dramática situación— como aquella, un interrogante continuaba alojado en su interior, lo sentía clavado como una estaca —muy ocurrente, se dijo, aliviado al comprobar que iba recuperando su negrísimo sentido del humor—, impidiéndole respirar: ¿de quién era la sangre con la que había amanecido manchado?

¿A quién pertenecía aquel líquido esencial del que se había alimentado durante la noche sin ser consciente de ello?

Anheló, con cierto masoquismo, leer en internet los periódicos del día siguiente. No podía reprimir su ansia de rastrear la sección de sucesos sobre hallazgos de cadáveres desangrados en París. Y es que seguía necesitando pruebas, seguía sin poder concebir que hubiese matado a alguien. Imposible.

Para lo que ya no precisaba más indicios era para confirmar que la mordedura de Gautier había sido lo suficientemente profunda como para infectarlo del eterno virus de la no-muerte —los colmillos del monstruo habían llegado, por tanto, a acceder al torrente sanguíneo de su yugular—, pero al mismo tiempo tan superficial que lo había sumergido en una vampirización sutil, delicada, muy gradual. Aunque igual de efectiva que si Gautier lo hubiera desangrado por completo la noche del asalto. El desenlace iba a ser el mismo, al fin y al cabo.

El dilema sobre si contar o no a sus amigos aquel tenebroso proceso degenerativo que estaba viviendo adquiría ahora mayor protagonismo. ¿Cómo debía reaccionar ante los últimos acontecimientos? Ya no podía utilizar la incertidumbre como argumento para justificar su silencio.

¿Entonces?

¿Debía aprovechar la reunión de aquella tarde para comunicarles a todos que… era un vampiro?

No podía hacer eso, así de sencillo.

¿Y procurar hablar por separado con Daphne? Ella parecía una experta en aquellos temas…

Tampoco se vio capaz. Imposible.

¿Qué alternativas quedaban? Porque tal vez era todavía posible frenar la transformación.

Jules enfocó con sus ojos enrojecidos las pilas de cómics manga por los rincones de su habitación: Fullmetal Alchemist, Kingdom Heart… Recordó todo lo que había leído sobre su admirada cultura japonesa.

Y su memoria, hilvanando retazos de todo aquello, le trajo la imagen de los hikikomoris, aquellos jóvenes orientales que un día, sin previo aviso, decidían escapar de la sociedad, aislarse por completo de cuanto los rodeaba. Fieles a su determinación de ascetas tecnológicos, aquellos muchachos se encerraban en sus habitaciones para no volver a salir de ellas durante un plazo indefinido —que podía durar años—, conectados al mundo a través de internet y mantenidos por sus desesperadas familias, que imploraban mientras tanto para que, en algún momento, recuperaran la cordura y se incorporaran al mundo que les vio nacer.

Jules siempre se había sentido atraído por el lado romántico de aquel abandono voluntario, por aquella existencia paralela de esos ermitaños domésticos que renunciaban de algún modo a la realidad a cambio de una existencia virtual. Aquella soledad autoimpuesta a la que se consagraban tenía algo de sacrificio, de retiro espiritual, de ofrenda a algo profundo, místico, demasiado insondable para resultar comprensible desde el exterior.

Desde el mundo convencional.

Jules, que nunca se había planteado nada semejante más allá de su admiración curiosa, comenzaba a percibir en aquella especie de clausura vital una alternativa. Y es que había empezado a contemplarse a sí mismo como un peligro para los demás.

Ya no quedaban resquicios en los que ampararse para eludir aquel devastador diagnóstico.

Tal vez por eso lo mejor sería que, en cuanto llegasen las horas oscuras, él se recluyera en su cuarto, se encerrase de algún modo que garantizara la imposibilidad de sus movimientos mientras permanecía en aquel estado semiletárgico que no podía controlar.

Empezaba a darle miedo lo que pudiera hacer su otro yo.

Resolvió que tenía que impedir nuevas incursiones nocturnas suyas que pusieran en peligro a la gente. Al menos hasta que descubriese el origen de aquella sangre adherida a sus labios. ¿El sabor de la muerte? Aún cobijaba en su interior la esperanza de que alguna explicación sencilla pudiese justificar los restos en sus comisuras. Alguna causa que lo liberara del germen de culpabilidad que estaba anidando en su interior.

¿Había hecho daño a alguien?

Reflexionaba, luchando por seguir a flote bajo aquellas circunstancias demenciales.

Si lograba mantenerse a raya, no tendría que confesar a sus amigos lo que le ocurría. Mientras pudiese seguir respetando su rutina diurna…

Jules tenía pánico a que, si él confesaba, alguien mostrase la valentía suficiente como para declarar que la única forma de salvarle era sacrificarlo… antes de que fuese demasiado tarde.

Quería impedir a toda costa una escena semejante.

Jules lloraba sobre la cama, ahogando sus sollozos con la almohada.

«Puedo llegar a ser un peligro para la gente», se repetía entre lágrimas. «Si es que no lo soy ya».

«Incluso para mi familia», añadió, todavía más lívido de lo que se había levantado esa mañana que jamás podría olvidar. «También para mi propia familia puedo constituir un riesgo».

¿Dónde estaba el límite? ¿Cuál sería la siguiente fase en aquel diabólico proceso, en virtud del cual la oscuridad iba introduciéndose en su cuerpo con la lentitud delicada y sutil de una caricia? Abochornado, hubo de reconocer que en la paulatina metamorfosis que estaba experimentando había cierta sensualidad.

Aquella degeneración inexorable se le antojó casi obscena. Sus ojos se desviaron hacia una novela que permanecía en su mesilla: Drácula, de Bram Stoker.

«La realidad supera a la ficción», se dijo. «Y lo peor es que uno no cuenta con el recurso de poder cerrar la última página».

s

—¿Adónde vamos? —preguntó Michelle sin dejar de caminar junto a Pascal.

—Al cementerio de Montmartre —comunicó el chico mientras se subía un poco los pantalones, lo justo para mantener asomando el borde de los calzoncillos—. Vamos a visitar una tumba que tengo localizada.

Michelle asintió, reflexiva. Seguramente, durante esos tres meses, Pascal habría efectuado alguna visita a aquel recinto… solo. Ella disimuló su desencanto, tenía la impresión de que últimamente resultaba demasiado fácil agobiar a su amigo. Sin embargo, no pudo evitar una leve recriminación:

—Ya sabes que me gusta mucho visitar cementerios —dijo como de pasada—. Si me hubieras avisado, te habría acompañado encantada.

Pascal, que continuaba dando vueltas a la muerte que había provocado la noche anterior, enfocó hacia ella sus ojos grises sin frenar sus pasos. Una mirada que cada vez impactaba más en el corazón de Michelle, a pesar de que la chica distinguía en ella un área de misteriosa opacidad, una región que le estaba vedada por alguna razón que escapaba a su entendimiento.

De alguna manera, Pascal no era tan transparente como antes, aunque su gesto había ido ganando en intensidad.

—Lo sé —respondió él—. Muchas gracias. Pero es que ni siquiera tenía claro lo que pretendía, necesitaba pensar, estar solo. Han sido paseos que me han venido muy bien. Pero ahora es diferente. Cuento contigo, Michelle. De verdad.

En aquel momento, no obstante, Pascal también hubiera precisado la soledad. El rostro desconocido del secuestrador muerto no se apartaba de su mente, el semblante inerte de aquel individuo adquiría una solidez acusadora en su cerebro. Fue en legítima defensa, se repitió como había hecho a lo largo de toda la noche.

Mientras tanto, ajena a lo que pasaba por la cabeza de Pascal, Michelle había sentido ante las últimas palabras de su amigo un agradable calor que la inundó por completo. Su leve irritación había desaparecido de forma fulminante.

¿Por qué le había hecho tanta ilusión aquel simple reconocimiento de Pascal? Tampoco había sido una declaración, precisamente.

Michelle nunca había experimentado una necesidad tan nítida de querer hacer cosas junto a otra persona. Deseaba acompañar a Pascal en todo. Cada vez lo veía más claro. Vencidas sus primeras reticencias, era como si su interior hubiese abierto las puertas de par en par. ¡Jornada de puertas abiertas en su corazón! Michelle sonrió sin decir nada ante aquella imagen que hacía no mucho le habría parecido insoportable, empalagosa. Si Jules, paladín del rigor gótico, se llegaba a enterar de semejantes pensamientos… Pero Michelle quería conseguir a aquel chico que de pronto se mostraba tan… huidizo.

A ella siempre la habían estimulado los desafíos, y el hecho de que Pascal no lo pusiera fácil había acentuado su determinación de seguir adelante.

Michelle suspiró, impresionada por el rumbo que adoptaban los acontecimientos a su alrededor. De nada servían la tensión imperante o las amenazas que se cernían sobre ellos. Se estaba enamorando perdidamente de ese chico y, conforme sus sentimientos cogían velocidad, frenar se iba volviendo un esfuerzo inútil que, además, no estaba dispuesta a acometer.

No obstante, su auténtica esencia enérgica imponía sus propios plazos: no aguantaría mucho tiempo aquella incertidumbre, esa actitud titubeante en Pascal. Si no percibía cierta complicidad por parte del chico, ella misma cortaría aquel camino. Por mucho que le doliese hacerlo.

Porque ahora la incógnita había que ubicarla en lo que sentía él por ella.

«El amor nunca es un terreno pacífico», concluyó Michelle frunciendo el ceño. Decidida a apostar por él, estaba resuelta a luchar. Sin embargo, atendiendo a la permanente sombra de misterio que parecía abrumar a Pascal desde que volviesen del Más Allá, el problema estribaría en conocer a qué se enfrentaba Michelle, qué se interponía en una relación en la que, tan solo unos meses atrás, la disposición inequívoca que ahora mostraba a su amigo habría bastado para materializarla.

Se trataba de un enigma en el que le daba un poco de miedo husmear.

Los dos llegaron, en silencio, hasta las escaleras que conducían a la estación de metro, donde se mezclaron con multitud de personas que avanzaban en todas direcciones. Ambos disfrutaron de la seguridad que ofrecía el gentío, de una desordenada compañía que nunca les había parecido tan acogedora. A lo largo de las horas diurnas, y en zonas muy transitadas, la multitud les permitía bajar la guardia durante un rato. Y eso los relajaba.

—Si tú fueras Lebobitz —empezó Pascal, sin sospechar las cavilaciones de Michelle y ya dentro del convoy de vagones que los conduciría hasta la estación más próxima al cementerio, Place de Clichy— y te acabaran de sacar de la cárcel tras varios años acusado de la muerte de tu esposa, ¿dónde acudirías en primer lugar?

Michelle lo pensó unos instantes.

—Supongo que a verla a ella, ¿no?

Pascal pareció satisfecho con la respuesta.

—Justo.

Michelle entendió entonces el sentido de aquel trayecto.