31

Guillaume Cardinet llevaba muchos años viviendo en la calle, ejerciendo de vagabundo por los albergues y los rincones más sucios de París. No había cumplido aún los cuarenta, pero una infancia en el seno de una familia desestructurada y con escasos recursos, bajo la arbitraria autoridad de un padre alcohólico que llegaba a casa malhumorado con demasiada frecuencia, deseoso de pagar con él y con su madre sus frustraciones, le había impulsado a escapar de ese hogar en cuanto tuvo edad suficiente para hacerlo. Huyó de aquella pesadilla, y jamás había vuelto la vista atrás. Si acaso, de vez en cuando se sorprendía recordando a su madre, un rostro ya borroso, a la que guardaba una suerte de rencor infantil por no haber sabido protegerle. Años después, se daba cuenta de que ella había sido una víctima más de aquella bestia que había arruinado sus vidas.

Porque las había arruinado. Por culpa de su marcha prematura, Guillaume no había contado con formación, dinero, ni amigos en su aventura en la gran ciudad, que muy pronto mostró su verdadero rostro desalmado. Si había esperado encontrar algún resquicio de esa suerte que hasta aquel momento se le había mostrado esquiva, no lo halló perdiéndose entre las calles. Se había lanzado a sobrevivir con el único equipaje de la soledad y sus traumas, una penosa combinación que le había conducido a perder un trabajo tras otro y a tontear con las drogas en un estúpido intento de escapar momentáneamente de su realidad.

Ahora, pobre, yonqui y sin estudios, convertido en un marginal irreversible, en un indigente enfermo, había sido apartado de la sociedad. Solo quedaba arrastrarse dando tumbos por la vida, mendigando, robando para una nueva dosis de heroína. Al alcohol, sin embargo, no había recurrido nunca; el crudo testimonio de su padre servía, en definitiva, de lección. Qué ironía.

Lo único que a aquellas alturas había descubierto Guillaume Cardinet eran las venenosas secuelas de vivir en la calle, el impacto emocional que se producía el día en que eras desahuciado del último alojamiento que habías podido pagar y, por fin, asumías que debías vivir entre cartones, ignorado por todos.

Hablaba solo, estaba enfermo, los dientes se le estaban cayendo y violentos temblores lo acompañaban a cada paso. Aparentaba veinte años más de los que en realidad tenía.

La vida no era justa. Guillaume se quejaba de que nunca había tenido, realmente, una oportunidad. Moriría sin haber podido luchar por un futuro en igualdad de condiciones con todos aquellos hombres y mujeres que paseaban bien vestidos por las avenidas de París, indolentes, ajenos a su drama. Guillaume moriría sin que nadie hubiera llegado a percatarse de su presencia en el mundo. Algo que iba a suceder mucho antes de lo esperado.

Un crujido acababa de llegar hasta él desde una arboleda cercana, lo que le hizo despertar del todo.

Era noche cerrada, y un silencio pesado dominaba el ambiente. A pesar de la fatiga y el penoso estado de su salud, la experiencia durmiendo a la intemperie, expuesto a los peligros de la oscuridad, había adiestrado a Guillaume Cardinet en el sueño ligero. La noche de París podía ocultar serios riesgos. Nadie debería estar solo y sin cobijo al llegar el atardecer. La oscuridad saca lo peor de las personas.

Por eso, Guillaume Cardinet había reaccionado de inmediato al escuchar el crujido, irguiéndose en actitud vigilante. Un vagabundo aislado constituía una víctima muy vulnerable, y él lo sabía. Por eso se había metido en lo más profundo del parque, envuelto entre las sombras de una densa arboleda. Pero, por lo visto, no había sido suficiente.

¿Había alguien merodeando por allí? Entrecerró los ojos, procurando distinguir alguna presencia. No vio nada más que penumbra, troncos y ramas oscilando por las ráfagas de aire. Lejos quedaba la zona iluminada de las calles, los semáforos, los edificios. La zona civilizada.

El resplandor vacilante de una farola que se alzaba a media distancia apenas lograba aclarar el panorama.

Otro chasquido. Si Guillaume buscaba una confirmación para su inquietud, ahí la tenía. Alguien se estaba acercando. Y a juzgar por el modo tan intencionadamente invisible, su aproximación no parecía obedecer a buenas intenciones. Sin entender aún cómo podían haberle visto en medio de aquella negrura, fue consciente de que llegaba el momento de largarse de allí. No estaba dispuesto a esperar para comprobar si sus temores eran fundados. Levantó como pudo su cuerpo débil, castigado, recogió sus exiguas pertenencias en un maloliente petate y, procurando no delatarse con nuevos ruidos, empezó a alejarse con el avance renqueante de un herido.

Una silueta recortada entre los árboles, que lo observaba quieta y silenciosa, lo obligó a detenerse.

Guillaume, asustado, perdió los estribos.

—¡Qué quiere! ¿Por qué no me deja en paz?

La silueta no respondió. Cardinet sentía sus ojos clavados en él. No aguardó más y, cambiando de dirección, inició una nueva fuga.

Pronto se veía obligado a detenerse de nuevo ante la brusca aparición de aquella figura muda entre los árboles, siempre cerca, siempre interpuesta en el camino de sus pasos.

Guillaume tragó saliva. La situación estaba adquiriendo un aspecto muy, muy malo. El peligro llegaba bajo la apariencia de una sola persona, sí. Pero, sin saber muy bien por qué, aquella solitaria presencia le provocó un pavor mucho más intenso que el que le hubiera metido en el cuerpo una turba rabiosa de chavales rapados. ¿La lucidez del terminal?

Se encomendó a Dios, ese Dios que pareció abandonarle en el momento de nacer. Tal vez iba a tener muy pronto la ocasión de rendir cuentas con él. Cara a cara.

s

Pascal no lograba conciliar el sueño. Tras la bronca de sus padres por llegar tarde a cenar sin haber avisado, había fingido que no se encontraba bien para poder encerrarse en su cuarto directamente. No tenía apetito, ni mucho menos ganas de mantener una conversación con ellos simulando una naturalidad que se sentía incapaz de aparentar.

Su rostro desencajado hablaba por sí mismo.

Precisaba soledad, algo que por fin consiguió cuando su madre dejó de asomarse a la habitación para comprobar, inquieta, que no le pasaba nada serio. Solo cuando Pascal se aseguró de que sus padres ya se habían acostado, se atrevió a ofrecer su verdadero semblante afectado.

Horas después, continuaba dando vueltas en la cama, procurando mantener los ojos cerrados en un intento poco exitoso de escapar a todo lo que había vivido antes de la cena. No obstante, y a pesar de la fatiga que comenzaba a hacer mella en él, la acogedora seguridad que había experimentado al cruzar los umbrales del piso de sus padres y el escenario familiar de su habitación hacían aflorar dentro de él una mayor consciencia de lo que había sucedido, algo que imposibilitaba cualquier probabilidad de dormirse.

Había matado. Había vuelto a matar, solo que ahora la situación era mucho más cruda que la primera vez, cuando terminara con un carroñero en el Más Allá, puesto que la víctima era un ser humano vivo. Como él. Como Michelle, como Dominique.

Pascal se insistió para serenarse en que las circunstancias sí habían sido las mismas: la defensa propia. Se trataba de una cuestión de supervivencia, pero la constatación de ese hecho no conseguía transmitirle todo el calor que necesitaba, abrumado por el vértigo de asumir que él podía arrebatar una vida. Que lo había hecho.

Analizó sus remordimientos. En realidad, no se sentía culpable por haber acabado con un tipo que, en definitiva, pretendía hacerle daño, sino por la confirmación de que era capaz de hacerlo.

Ya no le quedaba inocencia que perder. La única alternativa consistía en ir curtiéndose mediante el ejercicio de su condición de Viajero.

¿Le aguardaban nuevos episodios así?

Volvió a girar sobre la cama, atrapó la almohada y la estrujó antes de colocarla de nuevo bajo su cabeza ladeada. Sudaba. Con los ojos muy abiertos, se dedicó a contemplar, como extasiado, la pared que tenía enfrente.

Había matado a un hombre.

Pascal se había dicho muchas veces que su condición de Viajero podía implicar mancharse las manos de sangre, y que tenía que estar preparado para eso. Pero decirlo resultaba mucho más fácil que interiorizarlo.

Sintió deseos de aproximarse hasta la habitación donde dormían sus padres; lo habría hecho de haber tenido edad para poder acurrucarse junto a ellos, en su cama.

La soledad, en determinados instantes, constituía una carga inherente a su misión. Se planteó llamar a Michelle o a los demás, pero solo serviría para multiplicar la preocupación, para extenderla, lo que todavía empeoraría las cosas. Por teléfono uno no puede dejarse abrazar, y eso era lo que necesitaba.

No. Tenía que aprender a afrontar determinados hechos sin compañía.

La imagen de Beatrice adquirió forma en su memoria. También le hubiera gustado tenerla a su lado, sumergirse en su dulzura, en su comprensión, en sus ojos cristalinos. ¿Dónde se encontraría en ese preciso instante? Tal vez no hubiera retornado aún al cementerio de Montparnasse, quizá seguía enfadada con él. Pascal no soportaba aquella incógnita, en su viaje del día siguiente tenía por fuerza que hablar con ella, que pedirle disculpas de todo corazón.

No, las cosas no habían empezado bien.

Sus miedos, en cualquier caso, no terminaban ahí. Aunque había logrado esquivar el ataque de aquella noche, ahora era consciente del alcance de las amenazas de Verger. Pascal no podía olvidar que, en esos momentos, su cama podía haber estado vacía, sus padres en vilo y él prisionero de un individuo sin escrúpulos en un lugar desconocido, sometido a inimaginables sufrimientos, consciente de que jamás volviera a ver la luz. Michelle ya había experimentado lo que era perder la libertad. Una sensación, quizá, peor que la misma muerte.

s

Guillaume Cardinet no desperdició tiempo pensando y, sin dudar, giró con brusquedad para apartarse de la silueta silenciosa que insistía en acosarlo.

Avanzaba a trompicones, volviendo la cabeza cada pocos segundos. Los ruidos que provocaba quien iba tras él le hicieron ver que su cazador se mostraba cada vez menos cauto. Es decir —contuvo el aliento, aterrado—, más decidido a actuar. Lo que quedaba claro es que el objetivo, el blanco, era él.

Maldijo en silencio su mala suerte, percatándose de que, precisamente aquella noche, no se había cruzado en aquel espacio verde con ningún otro indigente, ni siquiera con los típicos jóvenes haciendo botellón cuya presencia le habría salvado de aquel ataque que no lograba comprender.

Guillaume no tenía enemigos, la gente como él resultaba invisible para el resto de ciudadanos. Daba igual. Estaba harto de comprobar cómo en aquella sociedad no hacían falta excusas para infligir dolor.

Todavía se agarró a la alternativa de que todo respondiera a la broma de un borracho o a un vulgar intento de robo. Él, a esas alturas, estaba dispuesto a dar todo lo que tenía con tal de que le dejaran en paz, de que no le hicieran daño.

Poco después se veía obligado a desprenderse de sus pertenencias, lo único que poseía tras años de vivir en la calle, porque su peso se iba convirtiendo en un lastre conforme sus fuerzas se agotaban. Lo peor no fue renunciar a sus escasos bienes, sino la consciencia de que quien lo asediaba entre la vegetación no se había detenido para recogerlos.

El robo, por tanto, no constituía la razón de aquel ataque silencioso.

La oscura intuición de Guillaume iba tomando cuerpo, del mismo modo que el terror iba bloqueando sus articulaciones. Una imperiosa necesidad de inyectarse heroína le subió por la garganta como una arcada. No podía respirar.

De una forma cada vez más penosa, Guillaume se empecinó en continuar avanzando. El objetivo del vagabundo era un sendero entre árboles que conducía hasta la puerta lateral más próxima del parque. Si alcanzaba aquel límite, demasiado visible desde los edificios colindantes, confiaba en que el perseguidor abandonase sus intenciones o buscara una nueva víctima.

No pudo, una vez más, proseguir por ese camino. Bastante más adelante, junto a unos matorrales muy crecidos, acababa de surgir la silueta muda que lo hostigaba, quieta, observándole como un depredador que aguarda el momento oportuno para saltar sobre su presa.

Guillaume se detuvo, sin aliento, incapaz de concentrar su colapsada mente para concebir nuevas estrategias. No podía más, su corazón estaba a punto de estallar, sus entrañas castigadas se revolvían provocándole unos fuertes retortijones. Se dejó caer de rodillas, intuyendo de refilón cómo aquella figura que lo había acorralado se iba aproximando sin emitir ni una sola palabra.

Tal vez era el momento de acabar con todo. Bastante había sufrido ya. Consolidó aquella convicción mientras aguardaba el contacto con su misterioso agresor, ente toses, carraspeos y esputos. Por eso ni se molestó en levantar la cabeza cuando percibió su perfil junto a él.

Se dejó hacer. Notó la cuchilla abriéndole el cuello, y su sangre manar en abundancia.

Su instinto de supervivencia se activó por un momento, pero era tarde. Su cuerpo, entre espasmos, se vaciaba.