30

Dominique, tumbado en su cama, recreaba el improvisado paseo nocturno que había compartido con Michelle después de que Jules se separara de ellos para continuar hasta su casa.

Amparándose en la poca iluminación de las calles, el chico había aprovechado, una vez más, para contemplar a su amiga con detenimiento. Era tan hermosa… A su altura —ella medía un metro setenta—, que todavía se multiplicaba más desde la baja posición de Dominique en su silla de ruedas, se añadía la tonalidad dorada de sus largos cabellos rubios, cuyo tacto sedoso él conocía bien. Siempre que podía los acariciaba, jugaba con ellos, gozaba sintiendo su rostro envuelto en las cosquillas que le producía aquel pelo lacio y suave que olía tan bien. Bromas amistosas que Michelle jamás habría consentido de sospechar los verdaderos sentimientos de Dominique. Como cuando ella tocaba el torso musculoso o los bíceps marcados de él, riéndose en medio de comentarios maliciosos. Cómo le excitaban a él esos momentos… Tenía que reconocer que a veces los buscaba, los provocaba.

Y luego estaba aquella cintura estrecha, sus pechos bien desarrollados, erguidos, tan desafiantes como ella misma. Y sus piernas largas…

El toque gótico aún la hacía más seductora, algo que no dejaba de sorprender a Dominique. La imaginó con un traje de cuero negro, ajustado. Aquel morboso vestuario pegaba muy bien con la forma de ser tajante, firme, de Michelle. La veía ante él, maquillada, la ropa marcando sus contornos, su culo que rompía la línea moderada de su cintura para desplegarse en unas curvas muy sugestivas.

Dominique suspiró, haciendo un verdadero esfuerzo por contener su imaginación.

«Sí, soy humano», se dijo Dominique. «Tengo mis flaquezas».

¿Por qué otras chicas que sí estaban dispuestas a tener algo con él no conseguían, sin embargo, aplacar el alienante efecto de su atracción por Michelle? Se propuso volver a intentarlo, tenía que liarse con alguna chica que lograra quitarle de la cabeza la imagen de Michelle. Lo necesitaba.

Acaso la naturaleza humana no estaba diseñada para hacer posible la felicidad. El amor no correspondido constituía un suplicio mucho más doloroso que su imposibilidad de andar.

Michelle.

¿Qué estaba ocurriendo entre ella y Pascal? El beso antes del viaje al Más Allá había partido de Michelle, así que parecía claro que ella sí estaba por la labor de empezar algo con Pascal. Aquel paso suponía un salto considerable con respecto a la prudencia que Dominique había observado hasta el momento.

Todavía, por una sensibilidad desconocida en él —o acaso porque, en el fondo, le aterraba la alternativa de que se confirmaran sus últimas sospechas—, no había querido sacar el tema con ninguno de los dos, pues era evidente que cuando realmente tomaran una decisión, él sería de los primeros en saberlo.

¿Era ella la razón por la que Pascal había vuelto tan raro del Más Allá? No tenía mucho sentido. Dominique se daba cuenta de que las conversaciones pendientes entre ellos se acumulaban. Preocupado, tuvo la impresión de que la comunicación dentro del grupo se había hecho más difícil conforme la Puerta Oscura desplegaba su influencia. No acusó a nadie de aquel fenómeno, que descubrió tan inevitable como natural.

Bajo el clima de sinceridad que todos procuraban cultivar como amigos que eran, cada uno albergaba sus propios secretos.

s

Se encontraban ya en el lycée, rodeados por la atmósfera irreal que siempre ocasiona una muerte.

Marguerite se volvió hacia Marcel, que permanecía inclinado sobre el cuerpo. Aunque el juez ya había autorizado el levantamiento del cadáver, los policías habían preferido mantener intacta la escena de la muerte a petición de la detective Betancourt.

—¿Cómo lo ves?

El forense tardó un poco en contestar; con sus manos enguantadas movía el cuerpo y apartaba la ropa que lo cubría para inspeccionar diferentes zonas de la piel que no quedaban a la vista.

—Tal como ha señalado mi compañera, no se aprecian señales de violencia —comenzó él—. La mujer se encontraba en esta clase cuando, imagino, sufrió un vahído y, apoyándose en los pupitres —fíjate que están movidos—, alcanzó el suelo, donde poco después murió por alguna insuficiencia, previsiblemente cardíaca.

—La cuestión es qué hacía aquí.

La detective ya había puesto al corriente a su amigo sobre sus suspicacias en cuanto a eso. Siempre que encontraba un cabo suelto, se negaba a calificar una muerte de natural, un planteamiento de lo más coherente dentro de su profesión.

—¿Dónde están los materiales de limpieza que ella estaba utilizando?

—Al extremo del pasillo encontrarás una fregona apoyada en la pared —informó la detective—. El resto queda todavía más lejos. Parece que los dejó de una forma algo precipitada.

—O sea, que no estaba trabajando en esta sala… y algo llamó su atención, la atrajo hasta aquí.

—Este pasillo no le correspondía, desde luego. Ya lo hemos comprobado: tres empleadas se encargan de la limpieza del lycée, y este pasillo ya había sido limpiado con anterioridad por una de sus compañeras.

Marcel frunció el ceño.

—Pues sí que es raro, ¿verdad?

—A lo mejor terminó su labor y, como aún no tenía bastante, decidió repasar la de sus compañeras —aventuró Marguerite, sarcástica—. Eso es amor al trabajo, teniendo en cuenta que ya se le había hecho tarde. Eso sí, dejó sus utensilios en su zona para poder dedicarse con comodidad a decidir lo que iba a limpiar por segunda vez. ¿Qué te parece como hipótesis de partida?

—Muy creativa, Marguerite. Felicidades.

—Gracias.

—¿Huellas?

—Miles, como comprenderás. Tardaremos mucho en comprobar si hay alguna interesante, cosa que dudo.

—Yo también —Marcel se levantó—. Así que algo llamó la atención de la señora Renard cuando ya se disponía a irse y vino hasta aquí, pero no pudo continuar porque le sobrevino una muerte casi fulminante.

—Eso es.

—A veces pasa, Marguerite. ¿No deseamos todos una muerte rápida y sin dolor? La naturaleza es imprevisible.

—Indolora y rápida, sí —convino ella—, pero en su momento. Con esta mujer, la naturaleza se ha dado demasiada prisa, ¿no crees? Además, hasta que no me ofrezcas una razón de peso para justificar su presencia en esa clase, no daré mi brazo a torcer. A mí esto me suena raro.

—Ya. En realidad, mi pregunta era algo tramposa.

—¿Y eso?

—Mira sus facciones. Están contraídas. Su final pudo ser rápido, pero, desde luego, no indoloro. Sufrió.

—Qué alegría —comentó ella entre resoplidos—. Bueno, dejémonos de juegos. ¿No decías que me ibas a ayudar? Dime algo que no sepa o voy a empezar a pensar que nuestro pacto de silencio no me compensa.

Marcel sonrió, reflexivo.

—Sigues empeñada en que su muerte oculta algo. A lo mejor es porque en este lycée, después de lo que vivimos hace unos meses, todo nos parece sospechoso.

—Puede que eso ayude —reconoció ella—, pero lo más determinante ha sido la incongruencia de que esta pobre mujer se encontrara aquí cuando ya había terminado su jornada laboral. Dame una respuesta razonable que lo justifique y me olvidaré del asunto.

—¿Alguna sugerencia?

Marguerite puso gesto resignado.

—No. En este centro ha habido algunos robos recientemente, pero todos de escasa envergadura, tonterías de críos.

—Ya veo.

—Ahora te toca a ti.

—Para empezar, debo informarte de que se puede provocar una muerte así.

Marguerite se aproximó a su amigo, atraída por la posibilidad de desenmascarar un fallecimiento de apariencia tan natural.

—¿En serio?

—La autopsia puede no resultar suficiente para demostrarlo —el forense se mostró cauto—. Pero sí es posible matar a una persona y evitar que los análisis habituales lo detecten.

—Qué poco tranquilizador. ¿Cómo se hace eso?

Marcel no respondió en un principio. Primero invitó a su amiga a salir del aula y, manteniéndose apartados, continuaron su conversación en el corredor.

—Inyectando una dosis letal de fármacos anestésicos, psicotrópicos… Sus restos en sangre pueden llegar a pasar desapercibidos en una autopsia rutinaria. Otra de las formas, más eficaz, es administrar a la víctima insulina en cantidad suficiente —explicó Marcel—, lo que provoca fallos cardíacos letales. Para ello se utilizan jeringuillas hipodérmicas, muy finas, que casi no dejan señal, y se elige para el pinchazo alguna zona donde sea casi imposible detectar el orificio ocasionado.

—¿Por ejemplo?

—No sé… axilas, cuero cabelludo… Una autopsia no permite descubrir esos rastros si no hay un recelo previo. Y los restos de la insulina no se detectan en los análisis toxicológicos. Así que, oficialmente, nos encontraríamos ante una muerte natural.

Marguerite se acariciaba la barbilla, concentrada.

—¿Y cuánto tarda en morir una persona sometida a esa dosis de insulina?

—Depende de la cantidad inyectada, de la constitución de la víctima y de las condiciones de salud en las que se encuentre. Pero en cualquier caso es cuestión de minutos, si se acierta con la dosis adecuada.

—Interesante.

—Te recuerdo que son elucubraciones, Marguerite.

La detective sucumbió a la tentación de creer que eso era justo lo que había ocurrido, aunque era muy consciente de que se adelantaba demasiado y podía estar metiendo la pata. Si su superior se hubiera enterado de las pesquisas a las que estaba destinando su tiempo, la habría enviado a la comisaría de inmediato con una amonestación.

Pero nadie se iba a enterar de lo que estaba hablando con su amigo. Al menos hasta que hubieran comprobado la veracidad de sus sospechas.

Marguerite se dedicó ahora a contemplar a Marcel. Los dedos de ella acariciaron su jersey hasta dar con el collar de amatistas. El forense, percatándose de aquel indicio, se preparó para un nuevo asedio de la detective.

—Tú ya contabas con venir, ¿verdad?

Marcel puso los ojos en blanco.

—Marguerite, no empieces…

—Has sido tú mismo quien ha propuesto echarme una mano —le acusó—. Y tus conclusiones, esta información que me acabas de facilitar… Lo tienes todo muy pensado. En realidad, no me has regalado nada con el trato que hemos hecho. Eres un cabrón muy listo.

Marcel mantuvo la entereza.

—No sé adonde quieres llegar… ¿Continuamos con la investigación?

—Quiero llegar a que ahora sí estoy convencida de que el final de Sophie Renard no ha sido una muerte natural. Tu presencia aquí constituye una auténtica evidencia de ello.

—¿Qué insinúas?

—Que eres como los buitres, solo que en vez de detectar la carroña, tú detectas a kilómetros los crímenes extraños. Pareces intuirlos. Bueno —ella adoptó un semblante de extrema gravedad—. Los detectas… como mínimo.

Marcel se echó a reír, aunque fue una risa que sonó algo forzada.

—Estás llegando demasiado lejos, Marguerite.

—En absoluto —rechazó ella, sin ceder ni un milímetro de terreno en aquella pugna—. Tengo la impresión de que ese es precisamente el riesgo que has empezado a correr tú conmigo. Porque me da la impresión de que tu relación con alguna de estas muertes va más allá de un sexto sentido.

—Y tú —replicó él sin perder la sangre fría, destinándole una severa mirada— vuelves a inmiscuirte donde te habías comprometido a no hacerlo.

Aquella reacción terminaba de confirmar el temor de la detective: allí estaba ocurriendo algo que tenía poco de natural.

—Incluso los compromisos cuentan con límites, Marcel. Lamento ser tan… humana.

Marguerite sabía cómo atacar.

Marcel se encogió de hombros, envueltos ambos en aquella discusión que los había obligado a irse alejando de donde todavía permanecían algunos policías y el director del instituto, en una suerte de velatorio anticipado de un cadáver al que nadie parecía atender de verdad salvo ellos dos.

—Si te va a tranquilizar, no tengo inconveniente en reconocer que me estoy planteando también que esta muerte oculta algo, Marguerite.

—Intuyo que lo estás haciendo desde hace bastante más rato de lo que me quieres dar a entender, pero me sirve igualmente.

—Dios mío, somos como el perro y el gato —se quejó Marcel, buscando consuelo en la serena penumbra del pasillo del lycée que se prolongaba ante ellos—. No me explico cómo llevamos tanto tiempo trabajando juntos.

Tal vez sus frecuentes enfrentamientos servían de estímulo a sus neuronas.

—No llores tanto, hasta ahora no nos ha ido mal. Y la culpa es tuya —añadió ella, alevosa—. Tú eres quien ha destapado la caja de Pandora de los fenómenos paranormales, arruinando mi confianza profesional y obligándome a irregularidades que ni yo, y ya es decir, me habría planteado nunca.

Marcel hizo un elocuente gesto de rendición, alzando los brazos.

—¿Cuánto tiempo más me vas a castigar por eso con tu venenosa lengua?

—No dramatices. Acostumbrado a conceptos como el de la eternidad —de nuevo el sarcasmo—, no creo que te resulte tan duro soportar de vez en cuando alguna eventual bronca merecida.

—Si tú lo dices.

—Retomemos el asunto.

—Estoy de acuerdo. A este paso se va a pudrir el cadáver.

La detective hizo caso omiso de aquella observación.

—Entonces —recapituló ella—, ¿estás de acuerdo en que algo llamó la atención de la mujer, lo que provocó que abandonara sus utensilios y viniera hasta esta aula, una decisión que a la postre provocó su muerte?

—Parece lógico, atendiendo a los indicios.

—Así que el motivo de su muerte es que llegó a ver algo que no tendría que haber visto, y eso la condenó.

Marcel arrugó la nariz.

—Más bien vio a alguien —matizó—. Una ejecución fulminante de una víctima tan inofensiva como Sophie Renard suele venir asociada a mantener en el anonimato a otra persona. Sophie murió por mala suerte, víctima de su curiosidad. Supongo.

El forense cayó en la cuenta de que no era la primera vez que se enfrentaba a una tragedia en la que se hallaba presente aquel injusto azar. Recordó su última visita al cementerio de Pere Lachaise para depositar unas flores en la tumba de Agnes Perigueux, y se le revolvió el estómago de rabia.

Marguerite había comenzado a pasear, dando vueltas a todas aquellas ideas que se apelotonaban en su cabeza.

—Pero ¿a quién pudo ver en un simple lycée fuera del horario de clases, cuya identificación obligara a matarla? Eso no podemos saberlo, pero…

—¿Pero?

—Pero seguro que será más fácil averiguar qué estaba haciendo ese desconocido o desconocida aquí, lo que nos acabará conduciendo hasta él.

Marcel sonrió. Su amiga empezaba a despertar, por fin libre de escrúpulos.

—Marguerite, te puedo confirmar que nos enfrentamos a una presa de sexo masculino, al menos a una, con un mínimo margen de error.

—¿Y eso?

—Si la autopsia confirma que a Renard le inyectaron algún tipo de sustancia letal —explicó Marcel—, tuvo que ser sujetada mientras lo hacían. Y como no tiene marcas de autodefensa en los brazos, ni un solo hematoma, eso implica que la diferencia de fuerza con quien la sujetaba era desproporcionada. Su agresor era un hombre. O varios.

—Gracias, Marcel.

El forense modificó su anterior impresión. Eran ambos, como equipo, quienes despertaban. Y se sintió reconfortado.

Sí. Los dos se necesitaban. Estaban condenados a entenderse.

—¿Qué propones, Marguerite?

—Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, nuestro asesino se movía por esta zona del lycée, ¿no?

—Sí —convino él—, no hay indicios de que la víctima fuera arrastrada, así que la mujer murió en el mismo lugar donde la encontraron.

—Y si ella vino por voluntad propia hasta aquí…

En eso Marcel también estuvo de acuerdo. No tenía ningún sentido que el asesino la condujera hasta allí viva, con el riesgo que eso suponía teniendo en cuenta que el director estaba en su despacho y el conserje en su cabina del vestíbulo. Por eso era mucho más lógico pensar que Sophie Renard había aparecido por allí de improviso y había sorprendido al tipo en plena faena, lo que había provocado su muerte.

—Si ella vino por propia voluntad hasta aquí —repitió Marguerite—, quiere decir que era por aquí por donde nuestro hombre estaba haciendo algo feo. Hay que estudiar muy bien todo el escenario, en busca de algún detalle que no cuadre.

—Al acudir hasta esta zona, ella cortó la retirada a su agresor —Marcel reconstruía visualmente la trayectoria de los pasos del asesino hasta la salida del centro—, lo que la condenó. Quienquiera que estuviese aquí, tenía mucho interés en no dejar testigos de su presencia. Y al verse acorralado, decidió improvisar…

—… Para desgracia de la señora Renard —concluyó la detective—. Lo veo todo tan desproporcionado… Un simple móvil de robo no justifica esa hipótesis de trabajo, Marcel.

Marguerite llamó al director del lycée, que acudió al momento escoltado por uno de los agentes que todavía permanecían allí. La forense, por el contrario, se había ido en cuanto había visto llegar a su jefe, sorprendida ante la segunda labor de aquella noche que Laville asumía sin corresponderle. Pero la doctora no hizo preguntas, se limitó a volver al instituto anatómico forense por si surgían nuevas emergencias. Los jefes no acostumbraban a dar muchas explicaciones, así que ella tampoco las esperaba.

—Dígame —contestó el director con el rostro agotado—. ¿En qué puedo ayudarla?

Era evidente que aquel hombre no estaba en las mejores condiciones para obedecer ninguna instrucción, pero no había alternativa. Tenían que aprovechar antes de que la propia rutina del lycée arruinase la escena del crimen.

—Usted conoce muy bien el instituto —comenzó la detective—. Necesito que se fije bien en todos los rincones de esta zona. Se trata de ver si puede distinguir algo que no cuadre, algo fuera de lugar. Por insignificante que pueda parecerle.

El hombre suspiró, desconcertado, pasándose una mano por la cabeza. Al impacto por la muerte de la empleada había que añadir todo el caos de trámites y avisos que había puesto ya en marcha.

—¿Pero a qué viene esto? —cuestionó contrariado—. ¿Qué tiene que ver con la muerte de la señora Renard?

Se hizo el silencio.

—Es un favor que le estoy pidiendo —respondió Marguerite con suavidad—. Es lo último; después autorizaré el traslado del cadáver y nos podremos ir todos a casa.

La detective sabía cómo persuadirlo.

—Haré lo que pueda, señora —consintió al fin.

Mientras el director se movía por el corredor prestando atención a todo, Marcel y Marguerite lo imitaban con mayor precisión. Contrarrestaban su ignorancia sobre la normalidad en aquel centro con su amplia experiencia. No sabían lo que buscar, pero sí cómo hacerlo.

Al cabo de un rato, Marguerite se detuvo y señaló algo en el pasillo.

—Esa taquilla no está cerrada —advirtió.

El director y Marcel se acercaron para comprobar aquel dato, en apariencia intrascendente.

—Pues es verdad —comentó el docente—. Es raro. Desde que se produjeron los primeros robos, todos los chavales tienen bastante cuidado en dejar bien cerradas sus taquillas.

—Me lo creo, no hay más que ver las demás —dijo ella.

—De todos modos, no creo que un despiste así tenga importancia —opinó el director—. Mire en el interior, nunca guardan ahí nada de valor.

Marguerite resopló.

No siempre se puede saber lo que un hipotético ladrón está buscando.

—Es la número 1410 —se volvió hacia el director—. ¿Podría decirme a qué alumno pertenece?

«Buena pregunta», pensó Marcel, asaltado por una repentina corazonada.

—Por supuesto —respondió el director—, aguarde un momento. Tengo las listas en mi despacho.

El hombre tardó poco en volver. En sus manos traía unas hojas arrugadas.

—¿Qué número me ha dicho?

—El 1410.

—Vamos a ver… Sí, aquí está.

Marcel contuvo la respiración mientras aguardaba para comprobar si su reciente intuición se materializaba. Marguerite, menos informada, tan solo era consciente de estar abordando un detalle más en la investigación.

—¿Y bien? —animó ella, preparándose para reanudar la comprobación de la escena.

El director levantó la vista de los papeles.

—Pascal Rivas, señora. Un alumno bastante normal. No da problemas.

«Pascal Rivas. Y una mierda que no da problemas», pensó la detective, ofuscada.

Nunca un dato facilitado con una voz tan cotidiana provocó una reacción tan radical, tan contundente. Marguerite se había vuelto hacia el forense, lívida.

—No me jodas… —acertó a decir—. No me jodas. ¿Ya empezamos?

El director y los otros policías se mantenían al margen, incapaces de comprender qué estaba ocurriendo exactamente. Lo único en lo que pensaban era en irse de una vez de aquel lugar en el que llevaban demasiado tiempo.

—Qué poco necesaria es ya tu autopsia, Marcel —acusó la detective, recuperando el aplomo—. Y qué oportuna, como siempre, tu presencia aquí.

Marguerite recuperaba su convicción de que el pacto de silencio ofrecido por su amigo había sido, en realidad, una maniobra más del forense. Molesta, empezaba a asumir que resultaba imposible pillar a Marcel desprevenido, fuera de juego. Marguerite volvía, pues, a verse implicada en sus sombrías tretas conspiratorias, y encima casi parecía que era ella quien había tomado la iniciativa. El colmo. Sacudió la cabeza, incrédula. Se sentía como una ingenua aprendiz de ajedrez enfrentándose a un maestro internacional. Las mentes de ambos, a pesar de estar jugando simultáneamente la misma partida, se situaban en turnos diferentes, muy distantes una de la otra en el tiempo, en los movimientos de las fichas. El forense siempre iba por delante, algo que nunca dejaba traslucir, amparándose en su estudiado semblante de permanente desconcierto.

Las pupilas de la detective cercaban a Marcel, inquisitivas.

El médico, frío como el acero ante el asalto visual de su amiga, no exteriorizó una satisfacción que de hecho sentía pero que hubiera sido imposible de justificar y hubiera crispado aún más los ánimos. Aquel dato ratificaba sus suposiciones. La huella de Verger, o de alguno de sus secuaces, estaba allí.

Lo que le venía muy bien respecto a sus planes de involucrar a Marguerite en la protección de Pascal.

No obstante, a esa muerte había que unir el intento de secuestro que había sufrido Pascal aquella noche —otro indiscutible rastro de Verger—, lo que arrojaba un saldo angustioso: el hechicero, tan solo unas horas después de que el plazo de que disponía el chico para responder a su oferta hubiese concluido, ya había sido capaz de movilizar a varios cómplices. Tipos bastante profesionales, a juzgar por la muerte de Sophie Renard.

Verger contaba, pues, con una sorprendente capacidad de reacción. O eso, o ya daba por supuesto que Pascal se negaría a colaborar y había previsto tal contingencia.

Gracias al cadáver que había dejado oculto Pascal, y del que ya se habrían ocupado sus subordinados, Marcel pronto podría averiguar el perfil de los tipos a los que se enfrentaban. Imaginó que las conclusiones no serían muy alentadoras.