Marguerite Betancourt irrumpió en el vestíbulo del Instituto Anatómico Forense. Su collar de amatistas producía chasquidos al bambolearse sobre su pecho. En pocas zancadas salvó la distancia que la separaba del mostrador donde aguardaba una secretaria muy joven de aspecto adormilado —debía de ser nueva, no la había visto nunca—, a la que avasalló con su porte enérgico.
—Buenas noches —saludó—. ¿Puedo hablar con el doctor Laville?
—En este… en este momento no —respondió la chica, algo intimidada por aquella visita tan imperiosa, retrocediendo ligeramente mientras levantaba los ojos de unos papeles—. Está ocupado en una autopsia. Si me deja sus datos, la llamará cuando termine.
—Pero es que es muy urgente. Tengo que hablar con él ahora.
La secretaria pareció molesta ante aquella aclaración, la detective no supo si por su insistencia o por el tono acuciante que acababa de emplear al manifestarla.
O a lo mejor por alterar la serenidad de una noche aburrida.
—Son las normas, señora —la chica se había erguido, adoptando una pose impertinente—. Ahora el doctor no puede atenderla. Tal vez la forense de guardia pueda servirle… pero ha tenido que salir, no sé cuánto tardará.
Las normas, siempre las normas. La detective suspiró, no tenía tiempo para niñas contrariadas.
Además, acababa de caer en la cuenta de dónde se encontraba aquella otra doctora. En el lycée Marie Curie. Claro.
—No, señorita, esa forense no me serviría aunque estuviera —repuso, obstinada—. Y tampoco puedo perder más tiempo. Conozco muy bien este edificio, así que —le enseñó la credencial de la policía— haga el favor de indicarme en qué sala de autopsias está el doctor. No hace falta que me acompañe.
—Pero…
Estaba claro que la inexperiencia había puesto en un brete a aquella chica. Como Marcel Laville era el director del centro, ella tenía miedo de fastidiarla dejando pasar a aquella enorme mujer. ¿Y si luego se ganaba una bronca por haberlo permitido? Pero no tuvo valor para seguir impidiendo el paso de Marguerite, sobre todo después de comprobar que trabajaba para la policía.
—Sala dos, primer sótano.
—Gracias.
Marguerite se dirigió a las escaleras y poco después —ahora con algo más de delicadeza— se asomaba a la sala donde Laville, enfundado en su bata verde, enguantado y con el rostro oculto tras unas enormes gafas y una mascarilla, procedía a trepanar un cuerpo masculino de mediana edad y complexión escuálida.
—Hola, Marcel.
El forense detuvo sus movimientos y se giró hacia la recién llegada. Incluso escondido tras aquel vestuario que parecía el uniforme de campaña para una guerra bacteriológica, la detective percibió el gesto de resignación que adoptaba su amigo.
Lo que Marguerite no podía imaginar es que la contrariedad de su amigo no respondía al incumplimiento de las normas por parte de ella, sino a la inoportunidad de su visita, en un momento en que él acababa de enviar a sus colaboradores a encargarse del cadáver que había escondido Pascal. Su móvil, en el bolsillo de la bata, aún estaba caliente.
Por un instante, el médico se planteó si la detective habría descubierto el cadáver del secuestrador, pero rechazó aquel temor; su compañera forense había acudido a una muerte en el lycée Marie Curie, así que lo más probable era que su amiga viniera de allí. Conocía su predilección por aquel instituto que tanto los había unido.
—Marguerite —empezó—, sabes muy bien que…
—Sí, lo sé —le cortó ella, esbozando la mejor de sus sonrisas—. ¿Podemos hablar? Seguro que Cotin no se queja por tener que esperar un poco…
Ahora el doctor movía la cabeza hacia los lados. La detective supo que su amigo no se estaba negando, sino rindiéndose a ella. Se conocían demasiado bien como para que él pretendiese combatir su terquedad.
—Como siempre —recalcó él, con aquella voz estrangulada por la presión de la mascarilla—. Espérame en mi despacho mientras termino de pesar estos órganos. No tardaré.
—Eres un encanto, Marcel.
Marguerite desapareció de allí. A los pocos minutos, ambos se encontraban sentados frente a frente, separados por una mesa de madera demasiado funcional para resultar bonita, sobre la que descansaban diversos accesorios de oficina y un par de carpetas con expedientes. Una lámpara metálica dejaba sus rostros a media luz.
—¿Un café? —ofreció Marcel, mientras se levantaba de su asiento para dirigirse a una máquina de bebidas que había en el pasillo—. Yo lo necesito.
—Me vendrá muy bien, gracias. Cortado, ya sabes.
El forense volvió enseguida. Cerró entonces la puerta del despacho y, después de alargar a su amiga el vaso humeante de plástico, se acomodó en su sillón con el suyo.
—Qué sorpresa tan… agradable —Marcel había prolongado intencionadamente aquella pausa, exagerando el esfuerzo por encontrar el adjetivo con el que calificar la aparición de Marguerite. Logró su propósito y la detective se echó a reír al captar el sarcasmo.
—Seguro que te ha hecho ilusión verme esta noche —comentó ella, compartiendo su ironía.
—Siempre es un placer. Molesto, incómodo, pero un placer. Eres un encantador coñazo. Dime qué te trae por aquí.
—Por cierto, me ha extrañado verte trabajar sin ayudante —comenzó Marguerite—. Nada menos que un director de amplia trayectoria encargándose de todo en una autopsia. No es habitual.
Marcel sonrió, acostumbrado a los calculadores comentarios de su amiga. Incluso en aquel punto, en la fase introductoria de la conversación, tuvo en cuenta que debía medir muy bien sus palabras.
—A estas horas tenemos muy poco personal —explicó—. Y ya sabes que me apasiona mi trabajo. Se trabaja muy bien solo, tú lo sabes mejor que nadie.
—Bueno, mi caso es distinto. Tú no tienes jefes estúpidos.
Marcel no pareció muy convencido de aquella afirmación.
—Eso habría que comprobarlo.
—De todos modos —aquel comienzo puso en guardia a Marcel—, lo que más me sorprende es que estés trabajando esta noche, cuando no tenías guardia.
—Siempre tan bien informada —ganó tiempo él—. Es cierto, hoy le toca a una compañera.
—¿Entonces? No creo que tu pasión por diseccionar, como la has calificado, llegue a tanto como para que le dediques también tu tiempo libre…
Marcel bebió un sorbo de café mientras se pasaba una mano por su pelo grisáceo. Marguerite siempre había pensado que aquella tonalidad en su cabello, salpicado de múltiples hebras color ceniza, le otorgaba un aire de lo más interesante. Sí, su amigo era un tipo atractivo, que además se conservaba en una envidiable forma física. Marguerite se preguntó cómo lo conseguía, cuando su trabajo era más bien sedentario y no le constaba que practicara ningún deporte.
Marcel y sus misterios.
—¿No te ha ocurrido que en ocasiones te apetece ponerte a trabajar porque te relaja? —planteó Marcel—. Cuando te concentras en trabajar, te distraes. Y eso viene bien.
Marguerite se le quedó mirando, valorando el contenido real de aquellas palabras.
—Sí, a veces pasa —concedió suspicaz—. ¿Y puede saberse qué es lo que te preocupa tanto que te ha traído hasta aquí esta noche? ¿Qué te ha obligado a salir de casa?
Marcel sonrió.
—Esto parece un interrogatorio, Marguerite.
—No, es una simple charla.
Marcel inició su propia ofensiva, destinada a distraer la atención de su amiga:
—A mí no me correspondía esa autopsia… ni a ti el caso Pierre Cotin, si no me equivoco —acusó—. No sé a qué viene tanto interés por un cutre asunto de drogas. Creía que tus preferencias eran otras.
Ahora fue ella la que apuró su vaso de plástico. Lo depositó en la mesa con fuerza antes de enfocar con sus pupilas inquisitivas al forense.
—¿No sabes a qué viene tanto interés por ese caso? —repitió—. Pues vaya decepción; pensaba que si alguien podía entenderlo…
Marcel contestó de inmediato:
—Pura rutina, Marguerite. Olvídate del asunto.
—¿Es un consejo? ¿Una recomendación? —ella se puso seria—. O una advertencia.
Marcel puso cara de hastío.
—No dramatices. Consigues que todo parezca tan grave… Deberías relajarte.
La detective alzó los brazos en ademán recriminatorio.
—Joder, Marcel, la última vez que me relajé, resultó que me estabas ocultando información.
—Creí que, después de lo de Goubert, ese tema había quedado claro.
La detective entrecerró los ojos, detectando un flanco vulnerable al que podía agarrarse.
—¿Y qué tiene eso que ver con la muerte de Cotin? —se relamió, hambrienta de indicios—. ¿No se supone que se trata tan solo de un ajuste de cuentas por narcotráfico?
—A todo le das la vuelta, Marguerite. Así es imposible hablar contigo.
Aquella respuesta resultó más incriminatoria que un reconocimiento explícito. Ambos se dieron cuenta.
—Déjame adelantarme al diagnóstico de tu autopsia —dijo ella—: Cotin murió estrangulado a manos de los que asaltaron su casa de madrugada. Se supone que como represalia por deudas impagadas. ¿Me equivoco?
Marcel se mostraba muy cauto.
—No sé qué quieres demostrar, me he perdido.
—¿No me has oído? Pretendo demostrar que, gracias a tu análisis, se podrá confirmar que Cotin murió en su casa, de madrugada.
Marcel se encogió de hombros.
—¿Y?
Marguerite se inclinó sobre la mesa, aproximando su rostro al del médico.
—Que eso es falso, Marcel.
Jules, embutido en su abrigo negro, había preferido no subir todavía a su casa para disfrutar de esa noche no demasiado gélida. Apoyado en la pared del edificio, junto al portal, se dedicaba a mirar a los escasos peatones que pasaban a su lado o a los coches que atravesaban la calzada metros más allá.
Sus padres habrían empezado a cenar, enseguida tendría que subir. Decidió prolongar unos minutos más aquel lapso de solitaria serenidad.
El pálido rostro de Jules resaltaba sobre su flaca figura envuelta en ropas oscuras y rematada por sus pesadas botas de suela gruesa. Inclinado sin moverse, con una falsa apariencia abúlica, tan solo dispuesto a girar la cabeza para seguir aquello que llamaba su atención, pasaba inadvertido, era una sombra más. Aunque sus ojos claros no perdían detalle hasta extremos sorprendentes. Nunca había reparado en lo bien que veía cuando la iluminación escaseaba.
O eso, o nunca había visto con aquella precisión, pensó. ¿Podía mejorar la visión de repente? Jamás había escuchado un caso así. No solo eso. También había notado mejorías inexplicables en otros sentidos, como el del oído —si se concentraba, podía percibir el contenido de la conversación que mantenía una pareja que todavía se encontraba lejos— o el olfato, que le permitía descomponer algunos olores e identificar sus diferentes ingredientes.
Ahora, incluso, podía reconocer a sus amigos por sus respectivos olores corporales, sin necesidad de verlos.
Tenían algo de animal esas capacidades superdesarrolladas dentro de él.
Todo aquello hubiera tenido su gracia si la fuente de esos cambios, su detonante, no estuviera vinculado de alguna manera con su cicatriz del cuello, algo de lo que Jules era consciente aunque continuaba negándose a reconocerlo. Podía jugar a engañarse por pura cobardía, como un niño que se empecina en no reconocer una evidencia sin darse cuenta de que así no soluciona nada; tan solo gana tiempo.
El problema —y eso Jules sí empezaba a planteárselo— era si ese tiempo que ganaba constituía realmente una ventaja, o tan solo agravaba el problema.
Porque los síntomas iban a más, como su propia cicatriz, más abultada bajo el jersey de cuello alto. Ahora incluso la comida empezaba a desagradarle.
Te mordió, ¿verdad? ¿Te mordió el vampiro?
Se apartó el pelo desordenado que le tapaba parte de la cara cayendo como una cascada rubia. Allí estaba él, se dijo, sin contestarse al interrogante, gozando de la noche que siempre le había atraído tanto.
Aunque su afición por la oscuridad era una cuestión estética. ¿Había pasado a ser algo más? ¿Algo… existencial o —todavía peor— inherente a su naturaleza?
¿Pertenecía él a la noche?
En realidad, la razón por la que a Jules le estaba resultando tan placentero aquel rato no era tanto por disfrutar de la humedad fría, algo cotidiano en el París invernal, como por la sensación de recuperar las fuerzas. En cuanto el atardecer empezaba a intuirse, Jules había comprobado que su fatiga disminuía, sensación que culminaba con la llegada de la noche, momento en el que llegaba a encontrarse pletórico de energía. Como si sus baterías se cargaran con la ausencia de luz, un fenómeno contrario al mecanismo solar de su calculadora.
Aunque aquella mejoría —también lo tenía muy comprobado— duraba poco: se contaminaba enseguida de ese otro estado semiletárgico que parecía activarse también con la llegada de la noche, y que lo iba sumiendo en un insomnio inconsciente del que no lograba librarse hasta el amanecer, cuando ya sus energías comenzaban a diluirse de nuevo. Maldito círculo vicioso.
Y es que cada mañana se despertaba con la convicción de no haber conseguido dormir nada, pero al mismo tiempo no lograba recordar a qué había dedicado esas horas muertas.
Se acarició la cicatriz del cuello y se preguntó si llegaría un momento en que merecería esculpirse a sí mismo en látex, como ya había hecho con otras criaturas terroríficas que guardaba en su cuarto.
Asediado por una dolorosa melancolía, cayó en la cuenta del verdadero cariz del interrogante que acababa de formular.
¿Llegaría a convertirse en un monstruo?
Eso era, en realidad, lo que se había preguntado.
Jules se apartó de la pared y, suspirando, sacó las llaves de casa. Llegaba el momento de enfrentarse a la cena y, sobre todo, a la soledad silenciosa de su habitación durante las horas malditas de sueño.
¿La vigilia del vampiro?
Marcel Laville miraba a su amiga con gesto pétreo. La detective no se andaba con insinuaciones, acababa de lanzar una afirmación rotunda… y muy comprometedora.
—No sé qué quieres decir con eso. ¿Cómo puedes estar tan segura?
La detective se echó sobre el respaldo de su silla.
—Estuve inspeccionando la escena del crimen, Marcel. Y no me cuadra la hipótesis que están manejando mis compañeros.
—¿No?
—No. Alguien que conoce muy bien nuestra forma de trabajar preparó ese montaje para ocultar los verdaderos detalles de la muerte de Cotin. Y, por lo visto —añadió, muy seria—, tú tienes mucho interés en que ese montaje se mantenga si estás dispuesto a mentir en tus análisis. Eso es un delito, Marcel.
El forense resopló, atrapado por aquel interrogatorio camuflado bajo la apariencia de una charla entre amigos.
—Después de lo de Goubert, quedamos en que no harías preguntas cuando me vieras actuar de modo… irregular —procuró defenderse—. Cada uno en su terreno, ¿recuerdas?
Así que el violento final de Cotin sí ocultaba particularidades extrañas. Marcel acababa de reconocerlo de forma implícita.
La particular ayuda que la pitonisa le había prestado en el caso de Goubert por intermediación de Laville había servido para callar la boca de la detective en cuanto al aparatoso suicidio de Lebobitz. Pero no suponía una patente de corso para que a partir de aquel momento el forense pudiera hacer y deshacer a su antojo, eso debía quedar muy claro.
—Claro que recuerdo nuestro pacto —aceptó ella—. ¡Pero en ningún momento se mencionó la posibilidad de que tú llegaras a hacer nada ilegal, joder! ¡Y te propones falsear los resultados de una autopsia, nada menos!
El rostro de Marcel se mantuvo imperturbable.
—No tengo alternativa, Marguerite. Por el bien de todos.
—Tú y tus frases grandilocuentes —se quejó ella—. Reconozco que no tengo ninguna intención de meterme en asuntos esotéricos, te los dejo a ti. Pero en nuestro acuerdo de mutua confidencialidad se sobreentienden ciertos límites, Marcel.
—¿Tanto te preocupa la muerte de una pieza como Cotin?
Marguerite era muy consciente de que, con el fallecimiento de Pierre Cotin, la sociedad no había perdido precisamente a una buena persona. Pero las leyes estaban para cumplirse. Además, no soportaba a la gente que se tomaba la justicia por su mano. Y Marcel parecía exhibir últimamente una turbadora tendencia a ello.
Por otra parte, su amigo forense ofrecía una trayectoria impecable en su trabajo al servicio de la policía. Al menos hasta el caso Delaveau, siempre le había parecido el tipo más cabal que había conocido: no tomaba decisiones a la ligera ni asumía el coste de consecuencias que fueran evitables. En el fondo, hubo de reconocer que lo que de verdad le molestaba en torno a lo que estaba sucediendo con la muerte de Cotin era una simple cuestión de formas. Asombrada, se percató de que su confianza en el forense permanecía intacta a pesar de todo, y de que apenas le había costado considerar el final de Cotin como algo necesario.
Pero las cosas tenían que poder hacerse de otro modo…
—No se trata de eso —replicó, molesta—. Sino de algo mucho más básico: vivimos en un estado de derecho, y las normas hay que respetarlas. En Francia contamos con una legislación, ¿recuerdas?
—Mantenerte en la ignorancia sobre según qué cosas te permitirá dormir tranquila —avisó Marcel, recordando cuánto desestabilizaba a su amiga todo lo que tuviera que ver con aspectos no racionales.
—Y darme cuenta de otras me roba el sueño igualmente —repuso ella—, así que no hacemos nada. Llega un momento, Marcel, en que no puedo cerrar los ojos a lo que ocurre. ¿Olvidas que soy policía?
—Imposible hacerlo. Eres policía hasta cuando duermes. A veces creo que naciste policía.
«Buena definición de vocación», se dijo ella.
Marcel, a su vez, se planteaba que de lo que se trataba era de que ella no muriese en acto de servicio. Y con su manía de meter las narices en todas partes…
—Te ofrezco un acuerdo —dijo el forense.
—¿Un acuerdo? —ella soltó una breve carcajada—. ¿Otro? ¿Crees que estás en condiciones de negociar?
—Eres demasiado inteligente como para rechazar una oferta así… incluso en estas circunstancias.
—Habla, y déjate de cumplidos estratégicos.
Marcel sonrió antes de plantear su oferta sin tapujos:
—Abandona toda pesquisa en torno a Cotin, que además no es un asunto que te corresponda —comenzó Marcel—. Deja que tus compañeros de la policía lleguen a las conclusiones previstas. Investigarán, no encontrarán nada y, dentro de un tiempo, se archivará el expediente y caso cerrado.
Marguerite frunció el ceño.
—¿Y a cambio?
—Te ayudaré con la muerte que ha tenido lugar esta tarde en el lycée Marie Curie.
—Veo que estás al tanto de todo.
—No olvides que ha acudido nuestra forense de guardia.
La detective permaneció en silencio unos segundos, reflexiva.
—¿Y qué te hace pensar que voy a necesitar tu ayuda en un caso de muerte natural?
Marcel adoptó un gesto enigmático:
—¿Lo es?
Marguerite se dio cuenta de que su amigo sabía soltar muy bien los cebos. Ella misma había salido del instituto pensando que la insuficiencia cardíaca de Sophie Renard ofrecía puntos oscuros. Y ahora Marcel, siempre tan clarividente, se dedicaba a alimentar sus conjeturas.
—Más te vale que tu colaboración resulte útil —advirtió al forense—. O no te será tan fácil callarme la boca.
Marcel, al otro lado del escritorio, ya planificaba cómo aprovechar la intromisión de la detective para sus propios fines. Y se le acababa de ocurrir una manera muy interesante.
De momento decidió que lo prioritario era consolidar el acuerdo:
—Déjame terminar la autopsia de Cotin, y te acompaño al lycée.
Marguerite encendió un cigarrillo, a sabiendas de que Marcel no se atrevería a quejarse.
—Date prisa —dijo ella, exhalando el humo—. Adulterar una autopsia no debe de costar mucho, ¿no? La falta de rigor aligera el procedimiento.