Sophie Renard, que desde hacía más de veinte años era una de las encargadas de mantenimiento del lycée Marie Curie, terminó de ordenar aquella aula y salió al corredor. Todavía ataviada con la bata y los guantes que se ponía para trabajar, llevaba en las manos el cubo de la fregona medio lleno de agua turbia. Lo depositó en el suelo embaldosado mientras se tomaba un respiro. Los estudiantes de aquel grupo habían dejado su clase tan sacia que se le estaba haciendo mucho más tarde de lo habitual. Enseguida acudiría a la sala donde guardaban los utensilios de la limpieza para cambiarse e irse a casa. Le tentó la posibilidad de fumarse un cigarrillo allí mismo, aunque al final prefirió no incumplir las normas.
Los últimos docentes se habían marchado ya; solo quedaban el director en su despacho, enfrascado en papeleos justo en el extremo de la otra ala del edificio, y el abúlico conserje, que estaría leyendo algún periódico atrasado sin prestar atención al vestíbulo del lycée.
Casi mejor así, tener al jefe lejos. Ella prefería trabajar a su aire, sin la presión de controles próximos, bajo la calma silenciosa de aquellos pasillos vacíos inmersos en la penumbra del atardecer.
Bueno, no tan silenciosa. Acababa de oír un tintineo que, gracias a su experiencia allí, reconoció al instante: la portezuela metálica de una de las taquillas que habían instalado para los estudiantes junto a cada clase.
Qué raro. ¿Habría vuelto algún alumno a buscar algo olvidado? ¿Sería el conserje? Sophie arrugó la nariz, desconfiada. Ya habían tenido lugar varios robos en el centro. Por lo visto, los chavales se quejaban de que los móviles y los aparatos de música desaparecían con excesiva frecuencia.
Quizá algún chico con la mano demasiado larga aprovechaba algún momento fuera del horario de clases, como aquel, para intentar forzar taquillas ajenas y llevarse lo que hubiera.
Había formas más honestas de ganar dinero.
La señora Renard decidió que debía comprobar qué había originado ese ruido. El sonido parecía proceder del corredor donde estaban las aulas de Seconde. Sophie dejó apoyada la fregona en la pared y se dirigió hacia allí procurando no hacer ruido.
Si algún crío estaba haciendo de las suyas, lo iba a pillar in fraganti. Así aprendería.
Salvó el recodo que le impedía controlar la zona que le interesaba, y ante su vista, estrechando un poco el espacio de paso, quedaron las taquillas numeradas junto a cada una de las puertas de las clases, viejas planchas de cristal traslúcido enmarcadas en madera. No se veía a nadie.
Sophie avanzó unos pasos y comprobó que las taquillas estaban intactas. Ya se disponía a marcharse cuando se dio cuenta, casi de refilón, de que una de ellas, correspondiente a las del segundo grupo, no estaba cerrada del todo. Se aproximó hasta allí. En efecto, la tapa había sido empujada hasta la cerradura, pero no la habían bloqueado. Era la número 1410.
En su interior, salvo libros y papeles, no había nada de valor. Al menos en ese momento. Tal vez hacía un rato…
La señora Renard dudó. ¿No estaba siendo demasiado mal pensada? A lo mejor, como los chavales salían despavoridos cuando sonaba el timbre, alguno se había dejado la taquilla abierta.
Eso habría pensado hasta hacía poco. Pero los recientes robos… Nada asustaba más a los jóvenes que la posibilidad de que alguien les arrebatase su móvil o su aparato de música.
Se imaginó que descubría al ladrón y las felicitaciones del director del centro. Le gustó aquella imagen, así que tomó la determinación de echar una última ojeada. A fin de cuentas, no le costaba nada.
Sophie se giró, dando la espalda a las taquillas, para contemplar el pasillo desierto. Si algún chico se acababa de llevar algo de allí, tenía por fuerza que estar todavía en el lycée. Para llegar a la salida se hubiera cruzado con ella, y eso no había ocurrido. Pero, entonces, si el ladrón permanecía cerca, ¿dónde podía haberse escondido? Porque las aulas se cerraban con llave…
La señora Renard movió la cabeza hacia los lados. ¿Y si olvidaba el asunto y se iba a cambiar? Además, ¿cómo iba a estar un chico escondido? Le pareció excesivo y ya era suficientemente tarde. Hora de volver a casa.
No obstante, el recuerdo de los últimos robos volvió despertar en ella la inquietud investigadora y decidió comprobar, al menos, que todas las puertas de las clases continuaban cerradas.
Sobre todo porque no se le ocurría otra posibilidad de ocultarse en esa zona del edificio. Ni siquiera los baños de alumnos quedaban cerca.
Un nuevo ruido —muy breve— llegó hasta ella, que alzó la cabeza más sorprendida que antes, paralizada ante una de las aulas.
¿Había sido un pupitre lo que acababa de escuchar? ¿Dónde? ¿El fugaz movimiento de un pupitre resbalando contra el suelo?
Había sido muy leve, muy rápido. Pero suficiente para constatar —ahora sí— que por allí había alguien. Alguien que acababa de empujar de forma accidental una mesa.
Por primera vez, Sophie se sintió intranquila. Cayó en la cuenta de lo sola que se encontraba en aquel momento.
Pascal, manteniendo una actitud lo más neutra posible, acababa de terminar el relato de su viaje al Más Allá. A pesar de no haber mencionado el episodio con Beatrice, todos percibieron en él un sutil malestar. Y es que no había encontrado a la chica, no había logrado pedirle disculpas antes de que, concluido el plazo acordado, hubiera tenido que regresar a su mundo. Los otros muertos ya le advirtieron que resultaba imposible alcanzar a un espíritu errante que se precipitaba por los senderos de luz.
—Ella volverá —había aventurado el capitán Mayer—. Solo necesita algo de tiempo, no te preocupes. En cuanto aparezca, le diremos que estuviste buscándola. Todo se solucionará. Ten paciencia.
Paciencia. Se decía fácil, cuando en su interior Pascal continuaba experimentando hacia ella un cúmulo de sensaciones poderosas que, paradójicamente, habían ganado en virulencia con aquel desastroso final que había protagonizado en la Tierra de la Espera. ¿Cómo era posible que ahora, tras ese desenlace nefasto, hubiera aumentado su necesidad de Beatrice?
Pascal miró a Michelle buscando en ella un refugio que le permitiera desembarazarse de la culpabilidad. Atender a sus facciones hermosas bajo aquel pelo rubio que siempre olía tan bien le devolvió algo de templanza. Ella captó su petición sutil de ayuda, de apoyo. Y, levantándose, llegó hasta él y lo abrazó. Él respondió al gesto, agradecido, recuperando una necesidad de ella que la sombra de Beatrice no había logrado anular.
Pascal no había vuelto igual, no. Algunos, con cierta ingenuidad, lo achacaron a la fatiga o a la tensión que suponía una vivencia de aquel tipo. Michelle, por su parte, estaba demasiado contenta por volver a ver a Pascal sano y salvo como para analizar con detenimiento el estado de su amigo. Es cierto que le había percibido distinto, preocupado; pero le pareció lógico, dadas las circunstancias.
Mathieu, sintiéndose en un sueño del que no estaba seguro de querer despertar, todavía alucinaba con la imagen de Pascal saliendo de un arcón que hacía poco él mismo había comprobado que estaba vacío. Ahora sí, de modo definitivo, estaba con sus amigos; y, por supuesto, con aquel atractivo médium que acababa de conocer. Le debía unas disculpas a Pascal por mostrarse tan reacio a creer su historia, aunque no le cupo duda de que él no se lo habría tomado a mal.
El Viajero concluyó:
—Todos coinciden en afirmar que Marc debe de estar oculto en el nivel de los fantasmas hogareños, al que es posible acceder desde la Tierra de la Espera. Pero ningún muerto puede acompañarme hasta allí —añadió con cierta contrariedad—. Por lo visto, los espíritus que permanecen anclados en nuestro mundo deben hacerlo en soledad hasta que se resuelva lo que los retiene aquí.
—¿Entonces? —preguntó Marcel, frunciendo el ceño.
—Un espíritu errante me conducirá hasta el acceso —su voz le traicionó por un momento, quebrándose; se negó a imaginar que fuese otra alma y no Beatrice quien le tendiese la mano para llevarle hasta aquel lugar—. Una vez allí, tendré que avanzar solo —se encogió de hombros ante los rostros poco convencidos de todos—. Es lo que hay.
—¿Es necesario que Pascal acuda a ese lugar aislado para anular la influencia del ente? —cuestionó Dominique, molesto por la imposibilidad de ayudarle desde el mundo de los vivos si se lanzaba a aquel nuevo rumbo.
La Vieja Daphne suspiró.
—Me temo que sí. Desde aquí poco podemos hacer, salvo protegernos. Y eso no basta —se interrumpió—. Pascal tiene que expulsarlo de su refugio, solo así los servidores de las tinieblas podrán llevarlo al lugar que le corresponde como condenado. Y eso requiere que el Viajero acuda hasta él. Cuanto antes.
—La defensa nunca es resolutiva —apoyó Marcel—, solo permite ganar tiempo. Nada más. Tiempo del que también dispone el Mal para reaccionar.
—Al menos mientras viaja, Pascal quedará fuera del alcance de Verger —planteó Edouard en voz alta.
El grupo recordó las maniobras del hechicero. Lo que había observado Edouard tenía sentido: la ventaja de mantener varios frentes abiertos era que una misma iniciativa podía acarrear efectos positivos no contemplados. Aunque todos habrían preferido a Verger como adversario y el mundo de los vivos como escenario del conflicto.
El Viajero se quedó pensativo ante esa nueva perspectiva que arrojaba algo de luz en su camino. No obstante, el recuerdo de los ataques paranormales que había sufrido, y para los que continuaban sin hallar una explicación sólida, le hicieron recelar de lo que iba a encontrarse en el Más Allá.
—Será difícil pillar a Marc desprevenido, de todos modos.
Daphne afirmó con la cabeza, rotunda.
—No olvides que se trata de una criatura maligna —advirtió—, jamás te fíes. Cumplir con tu misión te obligará a atentar contra él, a amenazar su supervivencia en la Tierra de la Espera.
—Lo que despertará su instinto —concluyó el Guardián con profunda gravedad—. En cuanto advierta tu presencia, irá por ti. Es como atacar a un animal salvaje en su propia madriguera. Una vez te detecte, no tendrá compasión.
Marcel podía haber dicho aquello de un modo menos amenazante, pero prefería asustar a Pascal. Debía ponerle en guardia, no cabía el maquillaje cuando había vidas en juego.
Pascal había asentido mientras tragaba saliva. Qué poco había durado la esperanza de un camino menos abrupto para sus próximos pasos. Al menos le había quedado clara la importancia de aprovechar al máximo el factor sorpresa una vez llegase hasta el nivel de los fantasmas hogareños.
Todos le observaban en silencio, procurando camuflar una compasión sincera que nacía de la relación de amistad que los unía a él y de su consciencia de la inevitable soledad con la que Pascal se vería obligado de nuevo a ejercer su condición. Nadie de los allí reunidos habría dudado de haber sido posible acompañarle en aquel último desafío.
—Pensaba que, tras la cuarentena, mi retorno como Viajero sería más… progresivo —se quejó Pascal, a media voz—. Pero está claro que me equivocaba.
Los Viajeros siempre han luchado en primera línea.
—Me gustaría poder decirte que controlamos los acontecimientos, Pascal —respondió Daphne, apesadumbrada—. No es así. Los poetas románticos aludían a la vida como un mar proceloso. Nosotros nos limitamos a luchar para mantenernos a flote. A mí nada me hubiera gustado más que poder acompañarte con tranquilidad en tu proceso de interiorización como Viajero, igual que he hecho con Edouard en su preparación como médium. Pero las circunstancias no lo han permitido.
Marcel Laville se levantó de su sillón y señaló al chico:
—Hay algo más que no debes olvidar en ningún momento —advirtió, con el dedo índice apuntándole—: la condición de Viajero entraña, en realidad, una naturaleza de servicio. Estás, eres, para ayudar a los demás.
Sophie se planteó avisar al director, pero si al final resultaba ser un simple alumno, habría quedado como una estúpida. Así que decidió continuar. ¿Quién podía haberse metido en un instituto? Desde luego, los verdaderos malhechores tenían cosas mejores que hacer.
Encendió todas las luces del corredor, aunque el resplandor resultante no era suficiente para iluminar el interior de las clases a través del cristal velado de sus puertas.
Confirmó enseguida que la puerta de la primera aula estaba cerrada, aunque eso no le supuso ningún avance. A fin de cuentas, el último ruido que había escuchado ya había hecho que descartase esa clase como escondite del presunto ladrón.
Quedaban otras tres. Sophie se aproximó a la segunda y, sin lograr controlar su nerviosismo, extendió la mano hasta el picaporte y la dejó allí, paralizada en el aire, a pocos centímetros de la pieza metálica.
Las dudas, la inquietud, la atenazaban a bandazos, ralentizando sus movimientos.
Ahora el silencio era completo, casi la angustiaba la idea de romperlo con un inoportuno chirrido al girar el pomo. Se le ocurrió que así, provocando aquel sonido, ella misma orientaba al desconocido que se había colado en el centro. Al fin superó aquella paranoia y, atrapando el picaporte, comprobó que aquella clase también estaba cerrada.
Faltaban dos.
Nunca había deseado tanto equivocarse.
Caminando con extremo cuidado, llegó hasta la clase contigua, se situó frente a su puerta y se dispuso a llevar a cabo la misma comprobación, procurando atenuar al máximo el ruido.
Otra oleada de miedo la invadió entonces. Pasillo iluminado, interior del aula a oscuras, la puerta de cristal traslúcido ante ella. Desde dentro se dio cuenta de que ofrecía ahora mismo una silueta perfecta, recortada contra la luz.
Sintió un escalofrío al imaginarse espiada desde la penumbra. Tuvo que repetirse que aquella situación no formaba parte del guión de una película de terror, y con esa convicción se lanzó a abrir la puerta de la clase.
Cerrada.
Nuevo suspiro, tan profundo que parecía extraer aire de sus entrañas más recónditas.
Una. Quedaba un aula.
Sophie había ganado algo de entereza gracias al resultado tranquilizador de sus tres primeras comprobaciones.
Dio unos pasos más y se situó ante la cuarta puerta, aunque en esta ocasión tuvo la precaución de mantenerse algo ladeada para no ofrecer un blanco tan fácil a quien pudiera estar dentro.
Alargó el brazo, abrió su mano, acarició el picaporte, retardando el instante en que —rogaba por ello con el corazón bombeándole a toda velocidad— confirmaría que el aula estaba cerrada.
Giró su mano. Y el pomo, materializando en esta ocasión la peor alternativa, giró con ella.
La clase estaba abierta.
¿Un despiste de la compañera que la había limpiado un rato antes?
Sophie maldijo en silencio. Todavía no se había atrevido a empujar la puerta, continuaba con la mano agarrada al picaporte. Volvió la cabeza hacia el recodo del pasillo por el que había venido, el punto a partir del cual, en dirección contraria, comenzaba el camino que conducía hasta la tranquilizadora zona de los despachos, donde permanecía trabajando su jefe.
El ominoso recuerdo del crimen de Delaveau tomó forma en su memoria, lo que no ayudó a tranquilizarla. Pero aquel caso se había resuelto con la muerte del asesino…
¿Continuaba o no? Se lo planteó una vez más, la última.
Estaba a punto de entrar en una clase donde podía haber un ladrón escondido, tenía que pensar muy bien su próximo paso.
Una idea le dio fuerzas: se trataba de un ladrón de taquillas de adolescentes, por Dios. ¿Acaso aquel era un perfil que podía asustarla? ¿Acaso no daban más miedo algunos de los chavales que estaban allí matriculados?
Sophie Renard abrió la puerta de golpe y se lanzó hacia los interruptores para iluminar el aula.
De pronto, cayó en la cuenta de que aquel movimiento era demasiado previsible. Tarde. Una mano enguantada se cerraba sobre su boca y la empujaba hacia atrás. No pudo gritar. El pánico se adueñó de su cuerpo, inmovilizándola de forma más eficaz incluso que su agresor, y la convirtió en la más propicia de las víctimas.
El pinchazo vino a continuación, en el cuero cabelludo. Ella intentó patalear, rumbada en el suelo, pero fue en vano. A partir de ahí comenzaron a invadirla sudores fríos, mareos y un profundo malestar que se iba intensificando. Su último recuerdo fue el aliento caliente del agresor junto a su oído, y la visión horizontal del vano de la puerta, progresivamente borroso, con la promesa de aquel resplandor ya demasiado lejano para ella.
Percibió cómo la soltaban, pero no podía moverse. Se notaba entumecida, cada vez más. Segundos después, alguien encendía la luz de la clase, salía del aula y dejaba entornada la puerta, abandonando a la mujer como un fardo inerte, sobre las baldosas heladas.
Pascal caminaba hacia su casa en compañía de Michelle, Dominique y Jules, que por la noche parecía recuperar algo de energía. A pesar de ser viernes, ninguno saldría; era demasiado arriesgado.
Minutos antes, próxima la hora de la cena y terminadas las novedades en torno al viaje de Pascal, la reunión se había dado por finalizada y todos los asistentes se habían disgregado, tras asegurarse de que Pascal no iría solo a su casa. Daphne acudió a su local; Marcel, al instituto anatómico forense, Mathieu y Edouard, por lo visto, compartían ruta hacia sus domicilios —lo que había motivado algunos comentarios maliciosos a media voz—, y finalmente ellos cuatro, que avanzaban también en dirección a sus casas al ritmo que imponía la silla de ruedas de Dominique.
Aquella salida del palacio se había hecho de forma escalonada por motivos de seguridad. No debían olvidar que un descuido podía delatar el emplazamiento de la Puerta Oscura, en un momento en que André Verger, insatisfecho, quizá merodeaba por las inmediaciones buscando al Viajero.
París puede convertirse en una ciudad muy pequeña.
La próxima cita, que incluía nuevo viaje de Pascal al Más Allá, dada la necesidad de averiguar detalles sobre los movimientos del ente, tendría lugar al día siguiente.
Así que era importante que descansaran todo lo posible. Menos mal que era viernes y no tendrían que madrugar.
Pascal empujaba la silla de Dominique —todos volvían de vez en cuando la cabeza, recelosos— y, a pesar de su tumultuoso estado de conciencia, una inesperada noticia había alegrado su semblante pocos minutos antes: Marcel Laville le había comunicado antes de irse que ese mismo sábado liberaban a Lebobitz. Por fin.
—Mañana por la mañana tengo algo que hacer —avisó, enigmático, a sus amigos—. Debo cerrar del todo el asunto de Daniel Lebobitz.
Michelle y Dominique se miraron, sorprendidos por aquella inesperada iniciativa que, por primera vez, Pascal compartía con ellos.
—¿Te quedó algo pendiente? —inquirió Dominique—. Creía que eso ya estaba solucionado…
Pascal contestó al momento:
—Falta una última cosa, nada más. Y no exige ningún viaje al Más Allá ni nada por el estilo, así que tranquilos.
—De todos modos, alguien tendrá que acompañarte —advirtió Michelle—. A mí no me importa, si os parece bien…
La chica se había girado hacia Dominique, que ya se disponía a ofrecerse también. Este terminó aceptando a regañadientes, por el obstáculo que suponía su silla de ruedas, pero también porque entendió que ellos dos necesitaban intimidad.
Y porque se sentía incapaz de negarse a cualquier petición de ella, algo que jamás habría reconocido.
Dominique casi deseó que aclararan su situación de una vez, que comunicaran oficialmente que salían juntos para que él, a pesar del dolor que le produciría la noticia, al menos pudiera descartar de modo definitivo cualquier esperanza. Algo que no ocurriría del todo mientras Michelle estuviese libre.
—Bueno —concedió, sin exteriorizar sus elucubraciones—, así tendré tiempo de aplicar mi tabla de estrategias de ligoteo si quedo con alguien por la mañana.
Pascal sonrió, recordando aquel diagrama elaborado por su amigo que permitía, en función del perfil de la chica, saber cómo debía comportarse un chico para conquistarla, a través de diferentes categorías masculinas.
—¿Ya vuelves con eso? —le preguntó.
—¿Volver? ¡Nunca me fui! Lo que ocurre es que estos meses la he estado actualizando, eso es todo. Estoy descubriendo que hay muchos más tipos de tías de lo que pensaba.
—Es que tiendes a simplificarlo todo, Dominique —le atacó Michelle—. Y eso solo sirve con los tíos.
—Ja. A quien por lo visto no le hace falta mi tabla es a Mathieu, ¿eh? ¿Qué opináis?
Pascal se encogió de hombros.
—La verdad es que ese tal Edouard no parece gay —comentó—. Pero nunca se sabe…
—Mathieu tampoco —argumentó Jules—. Y sin embargo…
—A veces tiene algunos gestos… —valoró Dominique, disfrutando del marujeo— sospechosos. Bueno, el caso es que esta tarde se miraban mucho. Yo creo que ha habido feeling entre los dos.
—¿Tú crees? —preguntó Pascal, que bastante había tenido durante la reunión como para darse cuenta de otras cosas.
—Sí —Dominique mantenía su juicio, obstinado—. Es más; tengo la impresión de que se conocían ya de antes.
Ahora Michelle fue la sorprendida.
—Anda ya…
—El tiempo lo dirá. Pero nada más verse, se supone que, por primera vez, noté yo algo entre ellos.
Ahora intervino Pascal:
—Hombre, la verdad es que no es muy normal que Mathieu se haya ido con él después de la reunión, pero, claro, si viven cerca…
—¡Supercerca! —exclamó Dominique soltando una carcajada—. Seguro que ese médium no vive ni a este lado del Sena.
—No seas retorcido —le acusó Michelle—. ¿Por qué no?
—Si tú lo dices… Pero a mí me sigue sonando a coartada para quedarse solos. Que a los gays no les gusta perder el tiempo cuando se molan. En eso son más espabilados.
—Pues si es verdad lo que dices, mejor para ellos —terminó ella—. No hacen mala pareja; ese Edouard tiene cierto atractivo.
Dominique puso gesto de mártir.
—¿Ahora te pone el poder mental? Por favor…
Ella le dio una colleja cuando entraban en la calle donde vivía Pascal. Dominique gritó como si le hubieran dado un hachazo al sentir el golpe, dramatizando como siempre.
—¿Seguro que hacen buena pareja? —cuestionó Jules de nuevo—. Yo los veo demasiado distintos. Por ejemplo, dudo mucho que a un tío aficionado a lo esotérico le gusten los deportes…
—Hablas por ti, ¿no? —repuso Pascal—. A los góticos no os va mucho eso, ¡ni siquiera el fútbol!
—¿Te refieres a esa actividad estúpida que consiste en que unos cuantos millonarios den patadas a una pelota, y que tiene alienada a medio país? —se defendió Jules—. No, no nos va mucho. Somos un poco más profundos.
Por fin, entre bromas que les ayudaron a aligerar el peso que arrastraban en sus mentes, llegaron hasta el portal del domicilio del Viajero.
—Bueno, chicos —se despidió Pascal—, muchas gracias por la escolta. ¡Nos vemos mañana!
Michelle aproximó su rostro y le dio un beso.
—¡Complicidad siniestra! —exclamó ella después—. ¿A qué hora quieres que te recoja mañana para tu misteriosa misión?
Ella —ilusionada con la posibilidad de hacer algo a solas con él— fingía un apoyo entusiasta y se obligaba a respaldar a Pascal con el tono incondicional de una pareja.
—¿A las diez? —propuso el chico—. Ya os contaremos a los demás por la tarde cómo ha ido ese asunto.
Todos terminaron con las despedidas y se separaron de él. Joles pronto se ausentaría también para seguir la ruta hacia su casa, así que Dominique comenzó a disfrutar secretamente, como de un placer prohibido, de la inminencia de un paseo nocturno a solas con Michelle, un auténtico regalo —aunque fugaz y sin perspectivas— para su maltrecho corazón. Él aceptaba que modestas experiencias como aquella eran lo máximo a lo que podía aspirar. ¿Qué cabía hacer sino resignarse?
De alguna manera, él se estaba aprovechando de las circunstancias al arañar así minutos con Michelle, era muy consciente de ello, aunque consideró que tampoco se trataba de un abuso. Y es que desde el secuestro que sufriera meses atrás, su querida amiga evitaba caminar sola por la noche, lo que había justificado de una forma muy natural que Dominique se ofreciera a acompañarla hasta la residencia donde ella vivía.
El Viajero, ajeno a las tenues ilusiones de su amigo, ya había introducido la llave en el portal y entró mientras sus amigos se alejaban, todavía juntos, rumbo a sus domicilios. Sin detenerse, ascendió los pocos peldaños que conducían a la zona del ascensor y los buzones, pero no avanzó más.
Se acababa de dar cuenta de que en ese último tramo —algo que no podía apreciarse desde la calle— había muy poca iluminación y había frenado en seco, mostrando una suspicacia que hasta hacía poco le habría resultado excesiva. Pero en aquel momento, dadas las circunstancias, recelaba sin avergonzarse de todo lo que se apartara de la más estricta normalidad.
En realidad, con frecuencia se fundía la bombilla de aquel viejo vestíbulo, lo que provocaba esa vaga penumbra en el interior del portal. No obstante, la oportunidad de aquel fallo, justo después de haber agotado el plazo de Verger sin dar una respuesta, le pareció excesiva y desconfió.
¿Y si había alguien agazapado en las escaleras, aguardando a que se situara a su alcance?
Se quedó allí, quieto, meditando su próximo movimiento. Incluso se planteó salir a la calle de nuevo, aunque no tuvo claro qué ganaba con eso. Estudió sin emitir ningún ruido el panorama ante sus ojos. El comienzo de las escaleras se ofrecía expedito ante su vista, aunque un recodo muy próximo impedía distinguir si el tramo siguiente permanecía también libre de presencias. El hueco vacío rodeado por los escalones que ascendían a la primera planta informó a Pascal de que el ascensor se encontraba detenido en otro piso, así que, contrariado, llegó a la conclusión de que ni siquiera podía lanzarse a la carrera, entrar en él y presionar el botón correspondiente antes de que surgiera algún obstáculo. Si es que lo había, algo que todavía no había logrado confirmar.
¿Y si utilizaba el móvil para avisar en casa y que bajase su padre a buscarlo? A Pascal le tentó aquella alternativa, no tanto porque fuese una buena idea —de hecho no lo era—, sino porque en circunstancias como aquella siempre le invadía una imperiosa necesidad de compañía. Cuando uno está solo, las decisiones parecen mucho más arduas; los riesgos, mayores.
Sobre todo con la imaginación desbordante de la que él siempre había hecho gala.
Pero aquella idea, en realidad, no era factible. ¿Cómo justificaría ante sus padres esa llamada? Él jamás habría actuado así. ¿Cómo explicar su repentino temor? Por no hablar de que Pascal siempre había tenido muy claro que no quería poner en peligro la vida de su familia.
No, no podía recurrir a ellos. ¿Entonces?
Pascal dio un paso hacia el ascensor. Tal vez se estaba excediendo, era demasiado pronto para que hubiesen averiguado dónde vivía.
Pero ¿y si se equivocaba en su apreciación?
Ya se iba a alejar hacia el portón que conducía a la calle cuando vio, a través de su cristal, cómo un individuo se detenía en el exterior junto a la puerta mientras mantenía una conversación por el móvil. Gesticulaba de manera exagerada, mirando hacia la calzada, y daba pequeños pasos que no lo alejaban del acceso a la casa.
Vaya casualidad: un desconocido se interponía en la única salida que parecía no entrañar riesgos. ¿Y ahora?
A Pascal le habría encantado poder delimitar la frontera entre la prudencia y lo demencial, y aplicar aquel conocimiento en su comportamiento. ¿Y si, después de llevar un buen rato parado en el portal, a tan solo unos pasos de su casa, resultaba que no había ningún peligro?
De todos modos, no albergó dudas al respecto; puestos a excederse, prefería hacerlo como cauto y no como audaz.
Un sonido a su espalda, procedente de las escaleras, le hizo darse cuenta de que estaba demasiado pendiente del tipo que hablaba por el móvil en la calle. Lo que no pudo precisar, al tiempo que se volvía, fue si era demasiado tarde.