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Pascal aguardó todavía unos instantes a que el arcón dejase de bambolearse, aunque las últimas sacudidas parecían anunciar ya el final del trayecto. Una vez se hubo asegurado de que no iba a haber más movimientos violentos, estiró los brazos para ubicarse dentro del baúl. La oscuridad era total y necesitaba hacerse una idea del espacio que le rodeaba, de su propia posición en él.

Tanteó, localizando los diferentes laterales del mueble hasta que se encontró con el hueco que, en realidad, estaba buscando. Alargó uno de sus brazos, confirmando que en aquella dirección el límite del arcón parecía haberse desvanecido dando lugar a un túnel de longitud desconocida y atmósfera opaca. Respiró hondo varias veces seguidas, procurando calmarse. Después se colocó a cuatro patas y avanzó por esa vía que se iba ampliando hasta que, unos metros más adelante, pudo erguirse en aquella especie de conducto cilindrico que recordaba bien de sus viajes anteriores. Se encontraba en lo que él denominaba «la cañería».

Estuvo caminando durante un rato, con los brazos extendidos hacia delante por miedo a chocar con algún obstáculo imprevisto. La luz seguía siendo inexistente. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar aquellos perversos ojos amarillos que detectó en su primer viaje por ese mismo túnel. La mirada depredadora de un vampiro que poco después sembraría de sangre las calles de París. Pero aquella criatura maligna, Luc Gautier, ya había sido aniquilada.

Para siempre.

Pascal llegó al final del conducto, cercenado por un portón redondo que mantenía el tacto templado con el que le recibiera en ocasiones anteriores. Deslizó sus dedos por aquella plancha para descubrir una luna grabada y, segundos después, junto a aquel símbolo, las dos hendiduras donde debía colocar las palmas de sus manos abiertas. Así lo hizo, y con un chasquido la puerta comenzó a perder consistencia hasta evaporarse.

El Viajero apenas respiraba, el trayecto estaba a punto de terminar.

Ante él quedó la abertura que comunicaba con la Tierra de la Espera, una brecha de espacio abierto, un desgarro incongruente en aquel conducto de origen remoto hasta el que se filtraba un resplandor metálico, apagado, que anunciaba la palidez de aquel mundo muerto que le recibía.

Pascal comprobó sus pertrechos antes de dar el siguiente paso. La piedra transparente, el brazalete, la mochila con las provisiones y la cantimplora, una linterna y su daga enfundada, cuya correa se pasó por un hombro para dejar la empuñadura a la altura de su cintura. Tomó aire y, sin pensarlo más, saltó hacia aquella superficie neutra que le aguardaba con su silencio primitivo. A su espalda quedó el montículo cuyo hueco, abierto para él, volvía a cerrarse, pero Pascal ya no pudo verlo, impactado ante el sobrecogedor panorama que quedaba ante su vista.

Una vez más estaba ante aquel mundo estático que lo envolvía en su soledad esencial. Sobre él se extendía un firmamento de negrura absoluta, sin estrellas, que descendía confundiéndose con la tierra oscura, fusionándose en un horizonte de tinieblas perpetuas que oscilaba con la apacible serenidad de las mareas. Y sobre aquel manto sombrío que se expandía en todas las direcciones, la inquietante hermosura de los senderos de luz, una red de caminos brillantes que conformaban una telaraña de guiños de cristal suspendida en el aire viejo. Se trataba de las rutas seguras que conducían a los recintos sagrados, visibles desde distancias cósmicas gracias a su palidez incandescente. Aquellas vías luminosas de resplandor lunar eran los espacios que las criaturas condenadas no podían mancillar; por tanto, constituían los itinerarios que él debía seguir sin apartarse. Más allá de ellos, las zonas oscuras de la Tierra de la Espera podían cobijar múltiples peligros.

Pascal todavía aguardó unos segundos antes de empezar a caminar, procurando captar la esencia de aquella realidad.

De nuevo sentía el impacto de aquel escenario detenido, la nítida sensación de la ausencia total de movimiento que le aturdía, y el eco cavernoso que producía cualquier sonido. De nuevo ese aire gastado introduciéndose en sus pulmones vivos.

Un aullido lastimero se prolongó en la lejanía. A Pascal se le erizó la piel recordando las siluetas putrefactas de los carroñeros, espíritus condenados que mientras se iban corrompiendo anhelaban otras almas con las que saciar su apetito. Recreó en su memoria las peligrosas manadas de aquellas criaturas vagando como alimañas por la planicie desértica, buscando víctimas. Los carroñeros podían acceder a la Tierra de la Espera, así que constituían una de las principales amenazas para él en aquel entorno.

El Viajero, que continuaba acaparando recuerdos, se volvió para atisbar la superficie gelatinosa de la Laguna Estigia, oculta tras el montículo que constituía su propio emplazamiento. Descubrió enseguida aquel inmenso charco negruzco, una espesa capa en cuya superficie pastosa el reflejo de los senderos de luz dibujaba ribetes sanguinolentos. Pascal reunió el coraje necesario para avanzar por la vía brillante que partía de la loma de la que había surgido hasta la orilla lamida por aquellas aguas pútridas. Sin embargo, no pudo reunir el suficiente aplomo como para inclinarse sobre ella. Sabía que no habría podido ver su propio reflejo —hubiera atisbado en las profundidades cosas mucho peores—, los recuerdos eran demasiado vividos. Aun así, una siniestra melodía llegó hasta él procedente de la superficie, una brisa marina rezumante de llanto, el canto de miles de súplicas, de infinitos sollozos de almas que se ahogaban en dolor bajo esas aguas. Para siempre.

Pascal se sintió algo mareado y empezó a alejarse de la orilla de aquel reducto del horror. Incluso a esa distancia creyó percibir algunos rostros que emergían del líquido infecto, crispados de angustia, dirigiéndole sus ojos vidriosos de muertos en permanente agonía.

Se oyó un chasquido. Pascal alzó la vista mientras se llevaba una mano a la empuñadura de la daga. Enseguida pudo comprobar, con cierto alivio, que el ruido procedía de la laguna y no de la zona oscura de tierra, donde podían merodear seres muy peligrosos. Una barca se acercaba a ritmo pausado. Pronto identificó la silueta encapuchada que pilotaba la embarcación: Caronte.

Pascal recordó las explicaciones de Mathieu en torno a aquel ser mitológico: el barquero de apariencia más bien siniestra y mutismo implacable, acompañado por el Can Cerbero, un monstruoso perro de tres cabezas, era el encargado de conducir las almas del mundo de los vivos al reino de la muerte después de los fallecimientos y de vigilar que nadie intentara atravesar aquella frontera.

Pascal, como Viajero, no tenía nada que temer de Caronte, aunque el halo lúgubre de aquel ser lo mantuvo a una prudencial distancia. Por suerte, no se veía al perro deforme por ninguna parte.

La barca continuaba aproximándose con la cadencia invariable del remero inmortal. ¿Estaría trasladando a alguien? Pascal entrecerró los ojos mientras se ocultaba tras el montículo.

Sí, confirmó Pascal, intrigado. Caronte no iba solo. Ni mucho menos.

s

Dominique se distraía moviendo su silla de ruedas junto a Michelle, pero lo que hacía en realidad era reflexionar sobre todo lo que había escuchado durante aquellos dos últimos días. Procuraba extraer sus propias conclusiones, como había hecho muy a su pesar al asistir al beso de despedida entre su amiga y Pascal.

Algo más apartado, Mathieu, que se iba recuperando del impacto de confirmar el interior vacío del arcón, hablaba en murmullos con Edouard. Parecía que se habían caído bien. Dominique, dirigiéndoles una fugaz mirada de soslayo, se reajustó la gorra sobre la cabeza y se irguió sobre su asiento, aprovechando para alisarse su amplia sudadera. En cuanto se descuidaba, esa prenda se le recogía en pliegues a la altura de la cintura, algo que no soportaba. El problema de aquella ropa de tallas grandes era que ocultaba la complexión musculosa de su torso, aunque ya se encargaba él de ponerla de manifiesto cuando le interesaba.

—Así que seguimos sin saber qué quiere ese demonio —terminó comentando, dirigiéndose a la pitonisa.

Sus palabras interrumpieron el compás de espera que todos mantenían, más nerviosos de lo que habrían estado dispuestos a admitir.

—Es una cuestión clave —contestó Marcel— para la que, en efecto, todavía no tenemos respuesta. ¿Para qué necesita un ser demoníaco que permanece en el Más Allá, atacar al Triángulo Europeo? Ese órgano solo podría hacerle daño si Marc se estuviese moviendo físicamente en el mundo de los vivos, lo que no es posible —calló unos instantes, meditando—. Daphne y yo hemos de seguir estudiando antiguos documentos que nos puedan ilustrar al respecto.

—Agatha la Serena y Dionisio Guillen eran dos de los médiums más experimentados —completó Daphne—. Con este comienzo, lo que trama Marc tiene que ser algo muy grave.

—De un ser condenado no puede esperarse nada bueno —ratificó el forense, mientras consultaba su reloj—. Por cierto, esta noche tengo trabajo en el anatómico. En cuanto regrese Pascal y nos ponga al corriente de su primer viaje, tendremos que marcharnos. Además —se dirigía ahora a la vidente—, es mejor no llamar la atención; los chicos deberían estar en sus casas a la hora habitual.

—De acuerdo —aceptó Daphne—, la iniciativa de hoy tampoco requiere más. En cualquier caso, y hasta que conozcamos los próximos movimientos de Verger, Pascal no debe moverse solo por la ciudad. No olvidemos que ya ha incumplido el plazo ofrecido por ese hechicero. André no se dará por vencido con tanta facilidad y puede intentar algo.

Todos estuvieron de acuerdo. Parecía una medida incómoda aunque muy razonable, dadas las circunstancias.

Edouard, acompañado de Mathieu, se aproximó entonces hasta la Puerta Oscura y se dedicó a acariciar con admiración el contorno macizo del mueble. Sentía en su piel el contacto ardiente de aquel monumento sacro.

—Daphne —llamó—, ¿cómo han afectado esas dos muertes a la Hermandad? Aún no he asistido a ninguno de sus cónclaves…

La bruja resopló. Su joven pupilo todavía no estaba familiarizado con la poco transparente estructura de su gremio. A fin de cuentas, Edouard acababa de adquirir el rango necesario para solicitar su adhesión como hermano de pleno derecho, y era su mentora la que debía iniciar el procedimiento para su ingreso.

Ya habría tiempo para aquel trámite.

—De momento se va a comunicar a todos los miembros de la Hermandad la tragedia; acabamos de confirmarla y todo debe seguir su curso —reconoció—. Somos una estirpe muy parsimoniosa e individualista, no estamos acostumbrados a grandes cambios ni a actuaciones en común. Nuestras reacciones son lentas, eso es una debilidad —Daphne se tomó un respiro. Todos atendían a sus explicaciones, conscientes del privilegio que suponía poder conocer en el siglo XXI los entresijos de una sociedad tan hermética como la de los videntes y médiums—. El Triángulo Europeo, que como sabes está formado por tres médiums que constituyen la Junta Orientadora, ha perdido dos vértices. Ya solo queda el maestro italiano Francesco Girardelli. Si le pasara algo a él, la Hermandad se quedaría sin dirección. Ya le hemos advertido: es vital que se mantenga a salvo hasta que podamos reunimos y elegir a los sucesores de Agatha y Dionisio.

Eduard cayó en la cuenta de que, si Daphne hubiera ocupado un cargo de esa categoría en la jerarquía, posiblemente estaría muerta. Agradeció que las circunstancias no se hubieran confabulado hasta ese punto.

Dominique, siempre curioso, no se resistió a formular una pregunta:

—Daphne, has hablado del Triángulo Europeo. ¿Qué pasa con otras zonas del mundo? Supongo que también habrá personas con el mismo don…

La pitonisa asintió.

—Claro, lo que ocurre es que la comunicación con esos territorios, por extraño que pueda parecer, siempre ha sido muy limitada. Tienen diferentes sistemas. Por ejemplo, en América funcionan bajo un matriarcado, la dirección la desempeña un Consejo de Brujas. Así como nosotros nos reunimos en cónclaves, ellos lo hacen en aquelarres. África, Australia y Asia también se han estructurado de manera distinta. Pero es que además, y lo que es mucho más problemático, obedecen a diferentes prioridades, lo que impide el diálogo fluido entre comunidades —se detuvo antes de concluir—. Qué complicado es todo, para lo pocos que somos.

Mathieu atendía a la conversación, poniéndose al día en todo lo que se había perdido al incorporarse tan tarde al secreto de la Puerta Oscura. La desaparición de Pascal dentro del arcón había dinamitado sus últimas resistencias a creer. Ahora, sencillamente, lo que anhelaba era conocer cada detalle con el mismo apetito desmedido que siempre había mostrado ante cualquier tipo de conocimiento. Decidió intervenir:

—Si lo he entendido bien, ese demonio ha matado a dos médiums del… Triángulo Europeo, ¿no? —la pitonisa hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. ¿Y por qué empezar con Europa, si es verdad que hay otras comunidades de videntes?

Daphne respondió al momento:

—En la actualidad, la nuestra es la más operativa, tanto en número como en sabiduría. Marc ha ido en directo contra aquellos que, llegado el momento, pueden ofrecer una resistencia más seria a sus planes.

La respuesta ofrecía una lógica indiscutible. Lo que todos ignoraban, no obstante, eran precisamente los planes del ente demoníaco.

¿Llegado el momento de qué?

s

Marguerite estudió la puerta del apartamento desde el rellano, sellada por dos grandes cintas de plástico adhesivas, una enorme aspa sobre la plancha de madera que advertía de que aquel espacio permanecía clausurado por la policía. La detective, tras echar una ojeada a su alrededor, se apresuró a cortar las cintas con un cúter y accedió al lugar. Confió en que no apareciera de improviso ningún compañero —se había tomado la molestia de comprobar los movimientos del equipo que estaba llevando aquella investigación—. No tenía ganas de improvisar explicaciones.

Lo primero que hizo Marguerite, una vez en el interior de esa vivienda, fue recorrerla sin prisa. Se trataba de un piso pequeño decorado con dudoso gusto, aunque con un holgado presupuesto. Jacques tenía razón: el aspecto de aquel hogar no se correspondía con el perfil de alguien que no percibe ingresos. Sin duda, Cotin disponía de alguna fuente de financiación no oficial —otro ciudadano que no pagaba impuestos—, que nadie parecía conocer hasta el momento. De hecho, en el piso tampoco se habían encontrado cantidades significativas de dinero.

El hallazgo de las cápsulas de droga resultaba tan… oportuno, tan providencial. En ocasiones, Marguerite no podía evitar mostrarse recelosa ante los casos demasiado fáciles. La maniobra de Marcel, que se había ofrecido para encargarse de la autopsia esa misma noche, la obligaba a buscar indicios allí de algo menos convencional que un simple ajuste de cuentas. Para Marguerite, su amigo había pasado a convertirse en un experto en dobles juegos.

La detective llegó a un pequeño estudio, una minúscula habitación dotada de un escritorio donde el asesinado debía de trabajar en sus misteriosas actividades.

Cayó en la cuenta de que no había ordenador en aquel piso. Viendo el tipo de casa y la edad del propietario, treinta y ocho años, no cuadraba que no dispusiera en su domicilio de un equipo informático. Y sus compañeros de la policía no se lo habían llevado durante el registro; ella había leído el expediente y en el inventario no constaba ordenador alguno.

Tampoco ningún móvil, ahora que lo pensaba.

Todavía menos factible. Un tipo que desarrolla una actividad lucrativa clandestina necesita un móvil. Seguro.

Marguerite se tomó unos segundos para atar algunos cabos, a la vista de las conclusiones provisionales a las que había llegado.

Así que los asesinos sí se habían llevado cosas de allí. La constatación de ello no implicaba en sí misma un hallazgo trascendental, puesto que si en efecto Cotin se dedicaba al tráfico de drogas, resultaba lógico que los sicarios hubiesen recibido instrucciones de hacer desaparecer todo lo que pudiera contener información comprometedora, tanto de clientes como de proveedores. Y eso, por fuerza, incluía equipos informáticos, móviles, agendas electrónicas…

No obstante, reflexionó Marguerite sin detener su paseo por cada rincón del apartamento, asumir que los asesinos sí habían registrado el piso —en contradicción con la primera versión de la policía—, volvía mucho más extraño el hecho de que no se hubiesen apropiado de las cápsulas de droga, que por fuerza habían tenido que encontrar, ya que apenas estaban escondidas.

¿Acaso se trataba de unos profesionales tan sanos, tan honestos, que se limitaban a cumplir su trabajo despreciando todo lo demás? Marguerite descartó aquella hipótesis de inmediato. El valor de la sustancia intervenida rondaba los veinte mil euros. ¿Quién iba a renunciar a una propina semejante?

Pero si rechazaba aquella explicación, y tampoco estaba dispuesta a aceptar que los asesinos no hubiesen encontrado la droga, ¿qué alternativa quedaba?

La detective detuvo sus pasos, dejando su mirada ausente, sin rumbo fijo. Pensaba con intensidad, jugando con sus deducciones.

El único razonamiento que parecía encajar era que… hubieran sido precisamente los asesinos quienes depositaron la droga allí, tras matar a Cotin, para largarse a continuación. Así todo cuadraba.

Marguerite Betancourt reanudó su paseo por la casa, empezando a modelar aquella teoría.

El único inconveniente de esa sorprendente conclusión era que echaba por tierra el presunto móvil del crimen; el ajuste de cuentas por deudas derivadas de narcotráfico ya no tenía sentido. Si quien había ordenado la ejecución de Cotin había incluido en sus instrucciones el generoso camuflaje de la droga, era evidente que ocultaba otra motivación muy distinta para el asesinato.

Conforme le daba vueltas, menos rutinario iba pareciéndole aquel caso. Y más oportuna la repentina decisión de Marcel de encargarse personalmente de la autopsia. Su intuición policial estaba en lo cierto.

Marguerite retrocedió hasta la puerta del apartamento, para analizar la cerradura forzada. En efecto, los daños eran pequeños. Sus ojos, de forma accidental, repararon entonces en una astilla de madera que permanecía en el suelo, a escasa distancia de la puerta. Un resto insignificante de la manipulación en la cerradura que Marguerite no recogió para no alterar la escena.

Un momento.

La detective se puso en cuclillas ayudándose de la pared. Aquel fragmento de madera no se encontraba en el rellano de la escalera, como habría sido lo lógico si se desprendió durante la manipulación, sino dentro del piso.

No podía ser. Si los asesinos provocaron los daños en la puerta al forzarla, los restos habrían caído fuera y no en el interior del apartamento.

Marguerite movió una de sus manos para abanicar el aire junto a la astilla, que no se movió de su lugar. Estaba comprobando si las pisadas de los agentes que estuvieron inspeccionando el piso pudieron impulsar de forma accidental aquel resto hasta el interior de la casa.

Pero no.

La detective se levantó, resoplando por el esfuerzo de alzar su corpachón embutido en sus enormes pantalones.

¿Acaso los sicarios disponían de la llave del piso y simularon forzar la cerradura desde fuera para ofrecer la apariencia de un asalto, cuando en realidad ya se encontraban dentro y habían acabado con su víctima?

Marguerite estaba perpleja.

¿Y quién iba a tener la llave del piso de un tipo que vive solo, no tiene familia ni pareja, y que —lo más relevante— ya se encuentra dentro de su casa? Según las declaraciones de los vecinos, Cotin era conocido por su carácter huraño y desconfiado, así que no resultaba fácil imaginarlo repartiendo llaves de su piso a la ligera.

Demasiado celoso de su intimidad para un comportamiento así, algo coherente si se dedicaba a negocios turbios.

Entonces, ¿cómo es que los asesinos habían logrado entrar en el apartamento sin forzar la cerradura? Muy raro… salvo que fuese la víctima quien les abriera la puerta o que Cotin no se encontrara todavía en la casa, y en ese caso los asesinos pudieron cruzarse con él y adueñarse de su llave.

Esa sorprendente línea de investigación abría nuevas posibilidades en cuanto al momento y el lugar de la muerte de Pierre Cotin. Lo que a su vez llevaba a Marguerite a volver a preguntarse la razón por la que Marcel Laville podía tener interés en realizar él mismo una autopsia cuando la causa de la muerte, estrangulamiento, era más que evidente.

Se percató de que solo había otro dato principal del que los forenses informaban tras ese tipo de trabajos: la hora del fallecimiento.

Interesante. Muy interesante. Justo la única información que podía anular la afirmación de que Cotin había muerto en su casa mientras dormía.