23

Pascal —vestido con sus vaqueros caídos y un jersey, mochila a la espalda— ya se había introducido en el arcón, con movimientos lentos que atestiguaban la gravedad que concedía a aquellos preludios. Sus ojos grises lo contemplaban todo de tal modo que por un momento pareció que imploraban una vuelta atrás. El baúl había sido vaciado de las ropas de Lena, la bisabuela de Jules, y ahora se ofrecía al Viajero en toda su mohosa capacidad, que él sabía que se haría mucho mayor dentro de unos minutos, cuando cruzase de dimensión. Por fin iba a viajar; su corazón empezaba a desbocarse, emoción y miedo se mezclaban en una aleación arrasadora.

Los demás permanecían en silencio observando la Puerta Oscura con gesto reverencial y percibiendo a su alrededor un nítido flujo de energía de poder inmenso. La misma Puerta daba la impresión de presentir la cercanía del Viajero y condensaba su fuerza, al modo de una montura que percibe la proximidad del auriga y se mueve, inquieta, impaciente por sentirse espoleada.

Había llegado el momento. Incluso Mathieu se había contagiado de aquella solemnidad y olvidado por un momento la presencia de Edouard. El joven médium, muy cerca de él, experimentaba por su parte un envolvente estremecimiento, próximo al éxtasis, al encontrarse a tan escasa distancia de un monumento tan esencial como aquel, que veía por primera vez, y sentía sus propias capacidades intensificarse con un hormigueo bajo la piel. Miró agradecido a su maestra, que le devolvió un gesto cómplice; ella también se emocionaba con cada ocasión en la que se enfrentaba a aquella realidad abrumadora, que de alguna manera confirmaba el sentido de sus vidas como médiums.

¿Podía concebirse algo más poderoso que un instrumento que despojaba a la Muerte de su apariencia final?

«La muerte es definitiva en sí misma», había defendido Daphne en alguna ocasión. «Pero eso no significa que el camino no continúe tras ella».

Estaban haciendo historia.

Marcel había colocado aquel umbral sagrado en un remoto sótano del palacio, al que los había conducido —todos en fila india— tras la reunión previa en el vestíbulo, sin emitir ni una sola palabra. Aquel silencio todavía había impregnado de mayor ceremonia el inminente encuentro con la Puerta Oscura. Solo se respiraba expectación en aquella atmósfera encerrada bajo bóvedas de piedra, con el sonido de fondo del aliento entrecortado de la Vieja Daphne.

Se trataba de una estancia rectangular colonizada por telarañas espesas como tapices, amplia y vacía, rodeada de cimientos de piedra y libre de puntos vulnerables como podía serlo una ventana. Varias antorchas ancladas en las paredes iluminaban aquel espacio lóbrego tiñéndolo de sinuosos reflejos anaranjados. Solo se podía llegar hasta allí siguiendo unas intrincadas escaleras —la silla de ruedas de Dominique estuvo a punto de no superar un par de recodos— que partían, a su vez, de un corredor secreto al que se accedía a través de una trampilla oculta bajo una gruesa alfombra que el forense había apartado con cuidado al llegar a un salón mucho más reducido que el vestíbulo donde habían permanecido reunidos.

Una vez en ese sótano, más de uno se preguntó cómo había logrado el Guardián hacer llegar hasta aquel recóndito enclave un mueble del tamaño de la Puerta Oscura, pero nadie osó indagar. Ese palacio ocultaba muchos secretos y, aunque no se habían producido advertencias previas, en todos surgió la convicción de que, en aquel entorno opaco, hacer preguntas constituía el modo más rápido de equivocarse.

Jules y Michelle, a pesar de las circunstancias, disfrutaron de cada paso a lo largo de aquel camino entre sombras. ¿Cómo podía existir un escenario así en París? A su alrededor se extendía un lúgubre paisaje de calabozo, de mazmorra. Para ellos, una auténtica maravilla.

Todos se mostraban aún impactados, medio hipnotizados por los efluvios invisibles que parecían emanar de la Puerta Oscura. Y cada uno se dejaba embargar por sus propias sensaciones.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Daphne a Pascal una vez más.

—Sí.

—Recuerda: dispones de siete horas allí. No te retrases ni un minuto, o convertirás nuestra espera en un infierno —aquella imagen no era demasiado ocurrente—. En cualquier momento podrás ponerte en contacto con nosotros, tú sabes cómo hacerlo.

—Claro —la voz del Viajero oscilaba un poco, sin hallar la firmeza adecuada que requería la situación. Confió en que todo lo aprendido durante su último viaje no se le hubiese olvidado. De momento ya tenía que hacer verdaderos esfuerzos para recuperar su convicción como Viajero, que se iba diluyendo conforme se precipitaba el instante decisivo.

Por fortuna, bajo el resplandor que dominaba la atmósfera de aquel sótano, nadie pudo apreciar la palidez que mostraba el rostro de Pascal. Sintió no poder engañarse a sí mismo, no poder ocultarse sus miedos de un modo similar a como estaba ocurriendo con los demás.

—¿Tienes claro tu cometido en este primer viaje? —comprobó Marcel muy serio.

—Comunicar los movimientos del ente demoníaco a los muertos que aguardan en la Tierra de la Espera —respondió Pascal—. Y buscar información sobre las próximas maniobras de esa criatura.

El Viajero dedicó a Mathieu una mirada muy significativa, retadora, que advertía a su amigo de que muy pronto iba a poder comprobar la naturaleza especial de aquel enorme baúl. A continuación, enfocó con sus pupilas a Michelle, antes de sentarse dentro de la Puerta para permitir que cerraran el arcón.

Michelle se acercó hasta el borde del mueble. Se puso de puntillas y, alargando un brazo por encima del baúl, acarició a Pascal en la mejilla. Hubiera querido besarle. De repente, ya no le importaba lo que los demás pudieran deducir. Pascal tampoco quiso pensar; se irguió todo lo que pudo y se asomó sobre el arcón, para juntar sus labios a los de ella brevemente. El Viajero necesitaba también de ese calor en su corazón antes de emprender el tránsito al Más Allá.

Dominique prefirió mirar hacia otro lado, sintiendo cómo una vieja herida, que creía cicatrizada, volvía a abrirse. «No es para mí», se increpó dolorido como tantas otras veces. «No es para mí».

Pascal ya estaba listo. Nadie podía garantizar su retorno; lo peor de aquellos viajes era que cualquiera podía ser el último, sobre Pascal siempre acechaba la turbia amenaza de que sucumbiese a las incógnitas de la oscuridad. Solo algunos de los allí reunidos, conscientes de lo que el chico ponía en juego, podían entender la intensidad con la que Pascal se fijó en todos antes de despedirse, como muy pocos habrían adivinado que era a sus padres a quienes dedicaba sus últimos instantes de luz antes de iniciar la marcha.

Segundos después, entre los rechinantes quejidos de los goznes que provocaban Marcel y Edouard alzando la maciza tapa del arcón, Pascal se quedaba a oscuras, tras el golpe seco que había provocado la plancha de madera sobre su cabeza, al encajar en los perfiles superiores.

Un ramalazo de soledad barrió su cuerpo como el destructivo oleaje de un tsunami, a pesar de que todavía, a pocos metros, sabía que permanecían todos sus amigos.

El Viajero se preparó, rememorando todo el proceso. Primero, calma; luego, agitación, movimientos convulsos. Y después…

La primera vibración se había producido. Pascal adoptó una postura defensiva que protegiera su cuerpo de los embates que se avecinaban. Pronto, cuando la calma se restableciese, estiraría un brazo para descubrir, una vez más, que una de las paredes del arcón ya no estaba. Y que, en su lugar, se extendía un incierto corredor de tinieblas.

El Viajero volvía al Más Allá.

s

Verger, tras el escritorio, estudió las diferentes fisonomías de los cuatro recién llegados, cazarrecompensas profesionales que habían acudido sin demora a su llamada.

Lo que aquellos mercenarios ignoraban era que, en aquel desafío en el que estaban a punto de participar, la apuesta era a todo o nada. Verger no dejaría con vida a los perdedores; el asunto era demasiado importante como para permitir que se divulgase.

¿Estarían a la altura aquellos cuatro experimentados tipos? Sus contrastadas trayectorias como cazadores de personas los avalaban, desde luego. No obstante, desde que las fuentes particulares del empresario le habían informado de la aparición del cadáver de Cotin —al que no podían acercarse por culpa de la eficiente labor policial—, aquel aparente juego contra un crío y sus amiguitos había terminado por confirmar que el Viajero no actuaba solo.

—Ahí tenéis la información que necesitáis —señaló unas carpetas colocadas sobre la mesa, que los cazarrecompensas recogieron en silencio—. La primera foto es de Pascal Rivas, el chico que me interesa. Las demás corresponden a sus amigos y a una mujer mayor que los ayuda. A continuación tenéis información sobre domicilios, rutinas y demás.

—¿Lo quiere vivo? —preguntó uno de ellos, llamado Vladimir Petroff, un tipo alto y rubicundo de mirada gélida.

—¡Por supuesto! —se apresuró a aclarar Verger, alarmado ante la posibilidad de que aquellos hombres sin escrúpulos pudieran excederse en su cometido—. Muerto no me sirve para nada. Eso es imprescindible.

Aquel requisito complicaba la captura. Consciente de ello, Verger había elevado la suma que ofrecía.

Todos habían asentido ante su enérgica aclaración, mientras repasaban los datos que acababa de facilitarles el hechicero.

—Es muy urgente —comunicó Verger sin alterar su gesto duro—. Pero la discreción es fundamental; lo último que me interesa es ver a la policía metida en esto. Quiero un trabajo limpio —insistió—. Por eso estoy dispuesto a pagar tanto dinero. Una vez tengáis al chico, debéis poneros en contacto conmigo en un número de móvil que ahora os daré, pronunciar la consigna que aparece en cada dossier y esperar instrucciones. No volveréis a pisar esta oficina, no quiero volver a veros por aquí. La recompensa ya sabéis cuál es.

Pronto los despidió. «Lo mejor de trabajar con auténticos profesionales es que no hacen preguntas», pensó el hechicero. A aquellos hombres les traía sin cuidado para qué quería Verger al chaval; lo único que les importaba era la cuantía de su beneficio como intermediarios. Nada más. Incluso parecían disponer de una memoria programada para olvidar todos los detalles una vez terminaban cada trabajo, un certero mecanismo de supervivencia en un ámbito donde recordar podía costarle a uno la vida.

Perfecto.

André Verger giró su sillón hacia el ventanal que dominaba París. Una incógnita consumía ahora al hechicero: ¿por qué había muerto Cotin? Nadie mataba a un fisgón… salvo que ese fisgón llegase a descubrir algo realmente importante. Algo comprometedor.

¿Qué había visto Pierre Cotin? Verger, perspicaz, se planteó que el malogrado espía, en su ignorancia, se hubiese aproximado demasiado al mismísimo emplazamiento de la Puerta Oscura.

Solo una razón de tal peso podía justificar su desaparición. Lástima no poder averiguar el lugar exacto de su muerte.

¿Y quién había terminado con él? Ni la bruja ni los chicos, desde luego. ¿Entonces? Alguien que no había tenido inconveniente en adornar la ejecución de su víctima con un burdo montaje salpicado de drogas. Sencillo pero eficaz.

Aquello se ponía interesante. Verger decidió que debía seguir estudiando en torno al umbral sagrado que conducía al Más Allá. El desconocido adversario que apoyaba a la vidente y al Viajero era demasiado invisible.

Poco después se encontraba en su biblioteca, revisando antiguos manuscritos. Mientras los repasaba, deseó que los sicarios cumpliesen cuanto antes su misión. Muy pronto, el ente le pediría cuentas, y no tenía ninguna intención de decepcionarlo.

s

Marguerite y Jacques acababan de coincidir en la máquina de café de la comisaría, que ronroneaba preparándose para verter el líquido en un vaso de plástico. Su agradable olor impregnaba el ambiente.

—Con azúcar, por favor —solicitó la detective a su compañero, inclinado frente la máquina dispensadora—. Necesito algo de dulzura en mi vida. Aunque engorde.

Jacques soltó una risilla.

—¿Engorda la dulzura?

—Muy gracioso. Engorda el azúcar. Bueno, a mí me engorda todo.

De haber estado presente, Marguerite dio por sentado que su amigo Marcel le habría soltado una de sus ironías tipo «el hecho de que la dulzura engorde a ti no te afecta», o algo por el estilo. Sonrió en silencio.

—Yo prefiero el té —reconoció su compañero—. Con limón, sin azúcar.

Marguerite exageró una cara de desprecio.

—Lamentable influencia británica… —la mujer había recogido ya su vaso y daba vueltas a su contenido con una cucharilla de plástico, esperando a que se enfriara un poco—. ¿Qué tal el caso de ese tal… Cotin?

—Tiene toda la pinta de un ajuste de cuentas —añadió Jacques mientras echaba monedas en la máquina—. Lo estrangularon mientras dormía, aunque aún tuvo tiempo de despertarse e intentar defenderse, porque presenta marcas en los antebrazos.

—Luego si alguien le sujetaba mientras lo mataban, buscáis a más de un asesino. ¿Móvil del ajuste?

—Hemos encontrado en su domicilio cápsulas con droga líquida, tal vez sea cristal. Lo están analizando en el laboratorio. Así que supongo que lo mataron por alguna deuda derivada del tráfico de drogas. Los resultados de la autopsia los tendremos esta misma noche.

—¿Ya habéis descartado que esa droga fuera para consumo? —quiso indagar ella.

—Sí. Había demasiada cantidad. Además —añadió—, los indicios son claros: se trata de un tipo soltero del que no consta ninguna actividad profesional, pero, viendo su piso, está claro que vivía bastante bien: tele de plasma, buen equipo de música… ¿De dónde sacaba la pasta? Ni siquiera dispone de cuentas bancarias, ya lo hemos comprobado.

—¿Sin cuentas? ¿Todavía queda gente así? ¡Entonces no tendría tarjeta de crédito!

—Ya ves.

—Pero es lógico, si lo piensas: ¿para qué quieres una cuenta bancaria si no puedes ingresar el dinero que ganas, porque todo es dinero negro? Tienes razón, el caso parece claro. El perfil típico del camello. ¿Alguna huella interesante en el piso?

Jacques arrugó el rostro.

—Me temo que no, solo las de él por toda la casa. Parece un asesinato bastante profesional. Nadie oyó nada, nadie vio nada.

—Encima, su vecino estaba de viaje… Desde luego, muy profesionales tenían que ser, si forzaron la puerta sin despertar a su víctima.

Jacques asintió.

—No causaron apenas destrozo. Sabían lo que hacían.

Marguerite no quería meterse más en aquel caso, no era asunto suyo y bastante trabajo tenía sin necesidad de sumarse a nuevas investigaciones. Pero no podía evitarlo, deformación profesional. Por eso continuó preguntando mientras ambos apuraban el líquido tibio de sus vasos:

—¿Y dónde estaban las cápsulas?

—En un cajón del dormitorio. También con huellas de Pierre Cotin.

Marguerite frunció el ceño.

—Pues no estaba demasiado escondida la droga, ¿no?

—Supongo que lo pillaron por sorpresa, o tal vez la iba a entregar a la mañana siguiente y la tenía preparada.

Marguerite reflexionaba. ¿Qué sentido tenía acudir a ejecutar a alguien que te debe dinero por venta de droga, y dejar allí mercancía? Si al menos esas cápsulas hubieran estado bien escondidas…

—¿Y por qué los asesinos no se llevaron las cápsulas? —insistió.

Jacques se echó a reír.

—Marguerite, no puedes evitarlo, tienes que desconfiar de todo.

—Responde.

—Yo lo veo claro: iban a lo que iban. No quisieron perder ni un segundo. Llegaron, acabaron con él y se fueron. Los sicarios son así, se les paga para eso. Fue una simple ejecución. Y no hemos detectado indicios de que registraran el piso, además. Lo único que les importaba era acabar con Pierre Cotin.

Marguerite reconoció que aquella justificación era convincente. De todos modos, los profesionales solían emplear procedimientos mucho más completos. El hecho de dejar droga ya facilitaba a la policía un cauce de investigación.

—Así que lo estrangularon…

—Eso es, Marguerite. Un método rápido, silencioso y limpio.

—Que requiere una fuerza muy superior a la de la víctima —completó ella—, salvo que se cuente con el elemento sorpresa, como es el caso. Apuesto por dos hombres.

—Yo también. Y jóvenes, casi seguro. A ver qué más nos puede decir Marcel Laville.

Marguerite alzó la mirada, extrañada.

—¿Marcel se va a encargar hoy de esa autopsia? Pero si ni siquiera está de guardia…

Jacques se encogió de hombros.

—Ya sabes cómo son los forenses. En el fondo les encanta su trabajo. De la autopsia se iba a encargar la doctora Courteaud, pero al final, por lo que me han dicho, se va a ocupar Laville. Por mí, mejor; es el más profesional.

—No lo dudo —Marguerite tiró su vaso vacío a la papelera, un movimiento que le permitió camuflar su semblante intrigado—. Bueno, ahora tengo que irme, Jacques. ¡Que vaya bien el caso!

—Gracias, Marguerite.

La detective se alejaba ya con su característico paso firme, mientras planificaba su inminente acceso al expediente Cotin. Necesitaba la dirección exacta del domicilio de aquel tipo.

No debía inmiscuirse, pero… ¿por qué su amigo Marcel se había apropiado de aquella autopsia, cuando además se trataba de un vulgar caso de ajuste de cuentas? Aquella inofensiva irregularidad le resultó sospechosa. Su instinto se había activado. Aunque, al fin y al cabo, no fuese asunto suyo.