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André Verger estalló, algo que ocurría en contadas ocasiones.

—¡Cómo que todavía no ha localizado a Cotin! —increpó a su secretaria, con el rostro convulso, escupiendo sus palabras hacia el intercomunicador que tenía encima del escritorio—. ¡Hace cuatro horas que le he dicho que necesito hablar con él! ¿Qué coño ha estado haciendo durante este tiempo? ¿Pintarse las uñas?

La falta de sueño, por culpa del viaje a Roma que le había traído de vuelta en plena madrugada, no ayudaba a templar el carácter del empresario.

—Perdone, señor Verger… —se disculpaba la mujer—. Le he llamado varias veces a todos los teléfonos de los que disponemos, incluso le he enviado un correo electrónico a su dirección… Pero nada, no da señales de vida. Y así toda la mañana.

Verger, ahora sí, se preocupó. Pierre Cotin llevaba trabajando para él varios años, y jamás había dejado de estar localizable, de día o de noche. A lo sumo, si se le pillaba en plena labor de espionaje, tardaba unos minutos en ofrecer algún indicio de contestación. Pero aquella absoluta falta de noticias estaba adquiriendo un aspecto demasiado extraño, hasta el punto de que empezaba a resultar inquietante. Y aquella última categoría implicaba connotaciones mucho más graves.

El empresario contaba con enviar a su esbirro a transmitirle un ultimátum a Pascal Rivas, ahora que el plazo de respuesta iba agotándose. Pero, por lo visto, no iba a ser posible. Verger, iracundo, cortó la comunicación con su secretaria y giró su sillón hacia el ventanal que se abría a su espalda. ¿Dónde se había metido aquel estúpido? ¿Le habían pillado fuera de juego?

Lo cual, por otra parte, le impresionó: no era fácil sorprender a Cotin.

¿Se trataba de una casualidad que, al poco tiempo de haberle enviado para que controlase los movimientos del Viajero, su hombre desapareciese?

En realidad, lo que le sucediera a aquel individuo le traía sin cuidado a Verger, salvo que su desaparición obstaculizase los planes del empresario, como de hecho estaba sucediendo. Eso sí era imperdonable.

Cualquier cosa podía haberle ocurrido; Cotin siempre andaba por suburbios peligrosos. Aunque en este caso no, cayó en la cuenta Verger. Los distritos por los que se movía el Viajero eran seguros. ¿Entonces?

El hechicero dio por sentadas dos premisas: la primera, que la desaparición de Cotin, demasiado casual, estaba relacionada con la Puerta Oscura, y la segunda, que esa desaparición estaba adquiriendo visos de convertirse en definitiva.

El problema era que no se imaginaba a la Vieja Daphne, esa vidente infeliz, con recursos suficientes como para anular la actividad clandestina de Cotin, un tipo que también había trabajado como sicario. Y aquellos chicos amigos de Pascal, de los que también le había hablado su subordinado antes de volatilizarse, tampoco ofrecían una alternativa sólida para enfrentarse a él.

Verger se puso de pie y oteó el panorama parisino como si desde allí pudiese acechar los movimientos de todos los habitantes de aquella ciudad. Se ajustó la corbata.

—Daphne no está sola —murmuró, con expresión alevosa—. Alguien la está ayudando.

s

A primera hora de la tarde, poco después del final de las clases, todos se encontraban ya en el palacio de Le Marais dispuestos a iniciar la segunda reunión en torno a la Puerta Oscura, la primera para Mathieu.

Marcel y Daphne comenzaban en ese momento a recordar las cautelas que el Viajero debía obedecer mientras se prolongara su viaje al Más Allá. Todos asentían, tensos. Mathieu, que todavía asistía a la escena sintiéndose más testigo que partícipe, admiró la naturalidad con la que los presentes parecían aceptar lo que estaba ocurriendo, un hecho que acrecentó su sensación de haber sido acogido en una especie de minúscula secta. Y el caso es que aquella impresión tan fuera de lo común le resultó grata. Era todo tan… pintoresco. No se esforzó en disimular su perplejidad.

—Tu viaje debe durar una hora de nuestro mundo —comunicó Daphne a Pascal—. Eso te da un margen de siete horas en la Tierra de la Espera. Ten en cuenta que se trata tan solo de un primer viaje, una toma de contacto después de todo lo que sucedió la última vez, que te servirá además para avisar a los espíritus de los movimientos del ente. Quizá ellos puedan aportar información al respecto, tal vez hayan visto algo sospechoso.

—Me parece bien —aceptó Pascal, procurando remediar con su tono apaciguador la salida de tono del día anterior.

Mathieu y Edouard, mientras tanto, no dejaban de mirarse, una situación surrealista en medio de las circunstancias que los rodeaban. Menos mal que todos se centraban en los adultos que dirigían el encuentro y en Pascal, así que su sorprendida complicidad pasaba inadvertida.

El problema para Mathieu era vislumbrar a qué respondía el interés que mostraba Edouard hacia él. Pero ya lo averiguaría…

—Aguardaremos juntos tu retorno —continuaba la bruja—. Y yo estaré preparada para iniciar un trance como médium, por si necesitas ponerte en contacto con nosotros. Edouard también tiene la capacidad de recibirte.

Todos se volvieron hacia el joven, que tuvo el tiempo justo para desviar los ojos de Mathieu.

—Contad conmigo para lo que necesitéis —se ofreció, solícito.

—Ante cualquier duda, retrocede y vuelve —se apresuró a recomendar Marcel a Pascal—. ¿Conservas la medalla que te dio Daphne?

El forense se refería al amuleto que se enfriaba con la proximidad del Mal, y que Pascal llevaba siempre colgado del cuello.

—Sí, nunca me separo de ella —la mostró, y todos pudieron observar la pieza de plata con la imagen grabada del sol; Edouard llevaba una idéntica, también facilitada por la vidente—. ¿Existe riesgo de que me encuentre con Marc? —eso sí preocupaba a Pascal.

—En principio, no —señaló Marcel, volviendo a su asiento—. Te vas a mover por zonas transitadas, algo que un prófugo evita siempre. La sombra de los centinelas asustará a Marc, no se la jugará. Y más vale que sea así.

Pascal asintió.

—Si no te apartas de los senderos brillantes y te limitas a acudir al cementerio de Montparnasse, no te cruzarás con él —advirtió la vidente—. En el peor de los casos, recuerda que ese demonio tampoco puede pisar los caminos luminosos ni acceder al recinto sagrado de los cementerios.

—Bueno es saberlo —reconoció el Viajero, suspirando. Conforme se aproximaba el momento de introducirse en la Puerta Oscura, le iba invadiendo un comprensible pánico. Los astronautas debían de sentir lo mismo cuando escuchaban el ya imparable ritmo de la cuenta atrás para el despegue. En el fondo, era entonces cuando se daban cuenta de que ya no era posible arrepentirse.

Mathieu, procurando responder a los dos frentes que se abrían ante él, la Puerta Oscura y la muda figura de Edouard, continuaba dando vueltas a su memoria. ¿De qué podía conocer a aquel tío? De natación, tampoco. ¿Del ambiente? ¿Saldría Edouard por garitos de homosexuales? Mathieu empezó a plantearse aquella alternativa, muy tentadora, que ganaba enteros conforme iba descartando otros ámbitos sociales en los que se movía.

—¿Llevas tu instrumental? —quiso cerciorarse Marcel.

Pascal hizo un gesto afirmativo con la cabeza, antes de enumerar aquellos objetos excepcionales que se habían convertido en su equipaje como Viajero:

—La daga capaz de dañar carne muerta —la mostró, oculta bajo el pantalón que, por encima de la cintura, dejaba ver la empuñadura tapada por el jersey—, la piedra transparente que orienta en oscuridades eternas —acababa de abrir su mochila para enseñar aquel desconocido mineral a todos— y el brazalete que ahoga los latidos del corazón.

También lo exhibió, recordando la valiosa ayuda que aquel utensilio le había prestado durante el ataque sufrido en su habitación. Mientras volvía a guardarlo todo, rememoró a su vez el energético contacto de la empuñadura de la daga, se dio cuenta de que ansiaba volver a sentir aquel calor ascendiendo por sus venas, una sensación reconfortante ahora que se disponía a emprender un nuevo viaje.

Mathieu había escuchado aquella enumeración de elementos de propiedades imposibles, decidido a simular la misma convicción que, extrañamente, mantenían los demás, a pesar de que su credulidad volvía a tambalearse. No lograba entender cómo un tipo que parecía tan cabal como Marcel Laville se prestaba a aquel espectáculo con tal naturalidad.

Dentro de su insuperable escepticismo, Mathieu prefirió dedicarse, de nuevo, a algo mucho más terrenal: Edouard. ¿Por qué aquel chico, que sí atendía muy en serio a lo que se estaba hablando, le seguía devolviendo de vez en cuando las miradas? Eso le desconcertaba, sobre todo ahora que empezaba a plantearse la sugestiva probabilidad de que Edouard fuese gay. Al menos, gracias a él, aquella reunión estaba adquiriendo tintes todavía más prometedores de lo que había supuesto…

Mathieu pensó con una media sonrisa que, a su modo, la filosofía hedonista de Dominique lo había contaminado; y es que la mera proximidad de un tío guapo parecía eclipsar para él todo aquel ambiente mágico, mucho más espectacular, que se estaba desplegando.

«La carne es débil», se dijo. Y supo que, ahora sí, acababa de homenajear al inefable Dominique.

s

Verger, apoyado en el escritorio de su despacho, tiró al suelo con furia una tarjeta idéntica a la que le había dado a Pascal el día anterior. Hacía rato que el plazo que había ofrecido al chico para responder a su oferta había terminado y, tal como el ejecutivo se había aventurado a predecir, no había obtenido ninguna contestación. Aunque lamentaba no haber podido enviar a Cotin —que continuaba en paradero desconocido— para el ultimátum, daba por hecho que aquella maniobra no habría cambiado nada.

«El lo ha querido, entonces. Seguiremos el cauce más doloroso. Ya tendrá ese crío ocasión de arrepentirse…», pensó.

No le hacía ninguna gracia verse obligado a comunicar aquellas novedades al ente. Al menos acompañaría la notificación de aquel primer fracaso con una alternativa: los cazarrecompensas. Verger solo necesitaba algo más de tiempo, así se lo manifestaría al ente. Si le otorgaba algo más de plazo, le serviría al Viajero en bandeja.

André Verger ansiaba complacer a aquel ser de ultratumba que había acudido a él desde el Más Allá, por su propia supervivencia y por las ilimitadas posibilidades que la criatura le había prometido si le conseguía al Viajero.

Poder. El poder era lo que más ambicionaba Verger. Y aquel ser de la oscuridad podía ofrecérselo.

Pero para ello tenía que hacerse con el Viajero.

s

El teléfono que descansaba sobre la mesa de trabajo de Jacques, un policía de menor rango que Marguerite, comenzó a sonar interrumpiendo la conversación que mantenía la detective con su compañero, algo más lejos. Otros teléfonos y distintos timbres se dejaban oír también en las proximidades, emitiendo sus estridencias desde diferentes rincones de aquel amplio espacio donde se encontraban en aquel momento más de treinta personas, un hormiguero de siluetas que no paraba de moverse, de cruzarse a ritmo frenético.

Marguerite y Jacques permanecían de pie en medio de uno de los artificiales pasillos que se generaban allí por el encaje de múltiples mamparas que separaban los reducidos espacios donde trabajaba cada agente, pequeños despachos improvisados, prefabricados, que contaban con su mesa, su ordenador, un teléfono y la consabida escasa privacidad. El núcleo operativo de la comisaría.

El teléfono continuaba sonando.

—Ve a cogerlo —indicó Marguerite a su compañero—. Te espero.

Al cabo de unos minutos, Jacques volvió hasta donde aguardaba la detective, con un papel en la mano en el que acababa de tomar algunas notas.

—Me tengo que ir, Marguerite.

—Ya te han pringado. ¿Qué ocurre?

Jacques se encogió de hombros.

—Un domicilio particular. Por lo visto, un tipo ha llegado a casa de viaje esta tarde y ha visto la puerta de su vecino entornada, la cerradura estaba forzada. No ha querido entrar, nos ha llamado directamente.

—Bien hecho. ¿Robo con allanamiento de morada?

—Peor. Han descubierto dentro del piso el cadáver del propietario, un tal… —consultó sus notas— Pierre Cotin. Presenta señales de estrangulamiento.

Marguerite asintió.

—Vaya, la cosa parece interesante.

—Pues sí. Ya te contaré.

—Antes de que te vayas, Jacques. ¿Se sabe algo de Lebobitz?

En principio ella tendría que ser la primera en enterarse de las novedades al respecto, pero asumía que con su superior el cauce era otro.

—Los trámites han ido más lentos de lo que el comisario pretendía —comunicó Jacques—, cosas del juez. No se ha podido liberar todavía a tu hombre. Creo que lo sueltan mañana.

—¿Mañana? De acuerdo, gracias. ¡Y buena caza!