Pierre Cotin estudiaba la fachada de aquel edificio sin mirarlo directamente. Simulaba observar un escaparate, pero en realidad se dedicaba a analizar el reflejo del palacio de la acera de enfrente. Memorizaba cada detalle, del mismo modo minucioso con el que había anotado ya en su libreta la ubicación concreta, dentro del distrito de Le Marais. Lo que no había logrado Cotin, tras varios paseos por diferentes rutas, era hallar un acceso secundario al edificio.
Había seguido a Pascal Rivas hasta allí. Primero, había visto cómo se encontraba con otros chicos en la puerta de un pub muy próximo llamado Amnesia, donde fueron recogidos por aquella vidente de apariencia excéntrica que ya conocía de vista. La peculiar mujer había guiado a los muchachos por una bocacalle cercana, eludiendo la puerta principal del palacio, razón por la que Cotin buscaba ahora, infructuosamente, otro acceso al caserón. Y es que el espía, acostumbrado a fiarse de sus palpitos como fisgón, estaba convencido de que allí era donde se dirigían. Tenía que ser allí.
No obstante, para cuando Cotin se había decidido a lanzarse tras ellos —cuando podía permitirse hacerlo sin incurrir en un riesgo excesivo a ser descubierto—, todo el grupo había desaparecido como por arte de magia.
Inexplicable.
Estaba claro que en aquel misterioso edificio o en sus inmediaciones estaba sucediendo algo. Cansado de esperar, Cotin terminó reduciendo sus cautelas y se giró sin tapujos para observar el palacio frente a frente, tan sucio y descuidado que parecía abandonado desde hacía décadas.
—Pero seguro que no lo está —susurró.
Recordó su propia imagen desastrada, lo que agudizó su tendencia a no fiarse de las apariencias.
—Impresionante, ¿verdad?
Pierre Cotin dio un respingo al escuchar aquella voz desconocida.
Cotin miró suspicaz al hombre que se había detenido junto a él, un tipo de unos cuarenta años, de aspecto atlético, impecablemente vestido y con el pelo gris ceniza.
—¿Es a mí? —preguntó.
—Sí, perdone si le he asustado. Es que le he visto admirando el palacio y…
—Y qué.
Cotin no estaba dispuesto a camuflar su hostilidad, y mucho menos a fiarse de aquel individuo que había aparecido de improviso. Observó el resto de la calle, receloso, y tuvo que reconocer que había bastante gente caminando. Tal vez, simplemente, no lo había visto llegar. Podía ser.
—Verá, soy arquitecto, experto en patrimonio —mintió Marcel Laville, exagerando una expresión de contrariedad—. Con tanto dinero que malgasta el Ayuntamiento de París, no comprendo que tengan esa joya tan abandonada. Cualquier día habrá que declarar su estado de ruina y la demolerán, es una vergüenza. Todo por culpa de la especulación, seguro…
Cotin, en cuya cara tensa asomó de inmediato una mueca de aburrimiento, sonrió sin ganas.
—No creo que esté tan descuidada —comentó sin dar más explicaciones.
—Ya se lo digo yo —insistió Marcel, adoptando a la perfección el tono plomizo del típico vecino cargante—. Y ya no sé lo que hay que hacer. He remitido varias cartas al Ayuntamiento, y…
El rostro de Cotin había pasado de exteriorizar hastío a evidenciar una creciente impaciencia, lo que indicó a Marcel que disponía de muy poco tiempo para soltar el cebo.
—Oiga —se quejó Cotin—, haga lo que quiera, pero no me lo cuente. Tengo prisa.
Ya se disponía a marcharse, así que Marcel se apresuró a cerrar su trampa:
—Perdone —insistió, mientras señalaba el palacio—, pero como ya le digo es una vergüenza. Hasta les envié la historia y los planos del edificio, que tiene una estructura interior única. ¡Y nada!
Señuelo a la vista que, tal como había previsto el forense, tuvo como efecto un brusco cambio de actitud en aquel tipo de apariencia desconfiada y voz desagradable.
—¿Planos? —repitió Cotin, entrecerrando los ojos, lo que concedió a sus facciones un inusitado rasgo sibilino—. ¿Dispone usted de los planos de ese edificio?
Marcel hizo como si aquella interrupción, de tan intrascendente, lo desorientase.
—¿Qué dice? ¿Los planos? Pues claro que los tengo, si creo que soy el único que se ha preocupado de ese palacio en cien años. ¿No le parece increíble? ¡Y está en pleno centro!
«Venga», pensaba Marcel, «pídemelos, dime que quieres verlos».
—Mmmm, ya, coincido con usted, es una vergüenza. Si tiene tiempo —el tipo carraspeó, como si cambiar de actitud supusiese para él un sacrificio inmenso—, podemos tomar un café y me cuenta con más detalle lo del palacio. Conozco gente importante en el Ayuntamiento —improvisó, para fomentar la cooperación de aquel infeliz a quien pretendía utilizar—, que a lo mejor podría agilizar los trámites de sus quejas.
—Verá, es que ahora —se justificó— debo hacer unas gestiones. Si quiere, puede acompañarme y mientras caminamos se lo voy explicando todo. Sería una suerte si usted pudiera conseguir que se restaurase este palacio, yo se lo agradecería mucho —detuvo su discurso, como asaltado por una ocurrencia—. Si sobra tiempo, a lo mejor incluso puedo enseñarle los planos, vivo cerca de aquí. Si quiere, claro. Como le veo tan interesado…
Pierre Cotin aún dirigió sus ojillos astutos hacia los alrededores, dudando, debatiéndose ante la tentación de aquella oportunidad que acababa de presentársele.
—Me parece bien —accedió al fin—. Vamos, pues.
Las dos figuras se perdieron por un estrecho callejón. Marcel Laville había comenzado a describir la fachada del palacio en voz alta, ante el gesto resignado de Pierre Cotin. El espía pronto descubriría, no obstante, que estaba mejor preparado para investigar que para protegerse.
Pascal consultó su reloj, anticipándose a un gesto que al instante repitieron Dominique y Michelle. La curiosidad por la prolongada ausencia del Guardián de la Puerta se iba haciendo palpable en todos los presentes, sobre todo ahora que el encuentro llegaba a su fin. De alguna manera, la posibilidad de que el origen de aquella marcha estuviese vinculado a la Puerta Oscura estaba en las mentes de todos.
—¿Alguna cosa más? —planteaba Daphne entrecruzando los esqueléticos dedos de sus manos, en un previsible intento de dar margen a Marcel.
La reunión, de todos modos, había ido bien. Se había concretado la nueva cita —al día siguiente y en el mismo lugar—, todos se habían puesto al corriente de los últimos acontecimientos y Jules había aprovechado para indagar en torno a esa capacidad del Viajero para acceder a la memoria de los lugares. El asunto de Lebobitz también había terminado surgiendo, y la vidente había coincidido con el grupo en que Pascal no debía asumir de nuevo la responsabilidad de iniciativas particulares, algo a lo que el Viajero no tuvo nada que objetar, a aquellas alturas.
—Hola.
Todos giraron las cabezas en dirección a aquella voz.
Marcel Laville franqueaba en ese momento un portón lateral, sereno y sonriente como si viniese de tomar un café.
—Perdonad mi tardanza —se disculpó—, hay compromisos profesionales que no pueden posponerse.
—No pasa nada —repuso la vidente, mientras el médico llegaba hasta su sillón vacío y tomaba asiento—. Estábamos ya terminando, Marcel. ¿Todo bien?
El forense volvió a sonreír, aunque Pascal, asombrado ante su propia sensibilidad frente a determinados síntomas, detectó en aquella sonrisa un indefinible enigma. Supo que, en cuanto finalizase aquel encuentro y hubiesen abandonado el palacio, Marcel y Daphne mantendrían una conversación privada. Por otra parte, ¿qué significaba exactamente «compromisos profesionales» para el Guardián de la Puerta Oscura? ¿Se trataba tal vez de un eufemismo que implicaba labores defensivas?
A Pascal no le convenció aquel talante protector, paternalista, que los mantenía al margen. Pero no dijo nada, no era momento para unas recriminaciones que precisaban de mayor información.
—Todo bien, sí —respondía el forense, con una engañosa candidez—. Adelante, continuad, por favor.
—¿Alguien tiene algo más que decir, o lo dejamos hasta mañana? —insistió la bruja por última vez.
Los chicos se miraron entre ellos. Un leve murmullo se levantó, aunque nadie alzó la voz.
Edouard, que no había pronunciado palabra en toda la reunión, prefirió continuar con su actitud de observador, disfrutando de una sensación de orgullo que apenas lograba reprimir. ¿Podía concebirse mayor privilegio que comenzar su trayectoria como médium participando de aquella élite de conocedores de la Puerta Oscura? La Vieja Daphne había contado con él para el desafío más apasionante que podía concebir, al modo de un deportista cuya primera competición son las Olimpiadas. La confianza de su mentora le brindaba ahora la ocasión de compensar aquel humillante episodio que sufrió en la calle hacía varios meses, el asalto fulminante del vampiro, cuyo sobrecogedor recuerdo todavía le aceleraba el pulso. Pero incluso aquella actuación fallida, que a punto había estado de costarle la vida, constituía una valiosa lección más que no estaba dispuesto a desaprovechar.
Edouard suspiró, cambiando de postura en su sillón. Ahora se encontraba allí, en aquel palacio de suntuosa solemnidad, inundado de emoción. Daphne había contado con él. Esta vez sí.
—Yo tengo una duda —manifestó Pascal en aquel momento, arrancando con la determinación de puntualizar una cuestión que tendrían que haber abordado mucho antes.
—Adelante —animó Daphne, enfocándole con sus pupilas brumosas.
Pascal se tomó unos instantes antes de formular su pregunta:
—¿Qué se espera de mí, Daphne? —a sus palabras siguió un elocuente silencio—. Eso es lo que quiero saber. En realidad, no sé qué va a pasar conmigo a partir de ahora.
Aquel interrogante, en apariencia sencillo, ocultaba sin embargo una incógnita de profundo calado. El ritmo frenético y las propias circunstancias en las que Pascal se había convertido en el Viajero habían impedido tratar antes un tema tan elemental como ese: para qué servía el Viajero, o —desde una perspectiva de mayor trascendencia, más mística— qué razón de ser anidaba en la existencia de una figura semejante a lo largo de los siglos.
Todos conocían ya la leyenda que justificaba su origen, en torno a una tragedia amorosa en la Italia del siglo XII. Pero la cuestión no era esa, sino la propia utilidad de la Puerta Oscura. ¿Por qué la realidad había permitido su existencia siglo tras siglo? ¿A qué se habían dedicado los Viajeros anteriores para responder de su privilegio?
Daphne había asentido, bajo la atenta mirada de Marcel. Ahora que ya no se enfrentaban a un vampiro merodeando por el mundo de los vivos, y que Michelle había sido rescatada de la inhóspita región del Mal, Pascal necesitaba comprender la esencia de aquella excepcional naturaleza que ostentaba.
La vida y la muerte se empeñaban en sepultarlos con su sucesión abrumadora de acontecimientos.
—Ya has ejercido como Viajero en este mundo —aseveró Marcel con gravedad—. La carta de la señora Lebobitz o la resolución del crimen de Goubert así lo atestiguan.
Pascal se quedó pensativo.
—¿Esa es mi función, entonces? ¿Atender las llamadas de los fantasmas hogareños?
Marcel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Pero en casa de los Goubert no vi a ningún fantasma hogareño —repuso el chico, valorando el alcance de lo que se iba diciendo.
Daphne ofreció, solícita, la clave de aquella duda:
—La mujer asesinada fue quien mantuvo el recuerdo en el lugar, Pascal. Es otra forma de dirigirse a ti. Tú la liberaste.
El chico resopló, esforzándose por procesar aquella información que amenazaba con superarle.
—Así es —convino Marcel—. La realidad demuestra que en ocasiones las injusticias quedan sin resolverse en esta tierra —expuso—. La misma causa que respalda la existencia de los entes hogareños, los asuntos pendientes que obstaculizan a esos espíritus abandonar nuestra dimensión, justifica el cometido del Viajero. Es cierto, no obstante, que en muchos casos el mero transcurso del tiempo permite que esos motivos sin solucionar que impiden a algunas almas descansar en paz se resuelvan y puedan proseguir su camino natural. Por ejemplo, si tú no hubieras intervenido en el esclarecimiento del caso Goubert, el cadáver de su esposa no hubiera sido descubierto, así que ese tipo habría vivido libre mientras ella permanecía espiritualmente en la casa, sin poder marcharse. Ahora bien; en el momento en que él falleciese, sería llevado a la Tierra de la Oscuridad, lo que al mismo tiempo liberaría el alma de su mujer, que por fin podría abandonar la casa.
—Entonces no soy necesario —concluyó Pascal tras meditar unos segundos.
—Lo eres como herramienta que puede ahorrar sufrimientos —matizó Marcel—. Hay cadenas que pueden tardar generaciones en romperse… sin ayuda. Tu presencia supone una luz de esperanza para esas almas que permanecen ancladas en una oscuridad inerte, ignorantes de su destino.
—Conozco esa dimensión —afirmó Pascal—. Me hago a la idea.
A raíz de aquellas declaraciones, Pascal evocó la figura del Quijote. La solitaria silueta del caballero andante se le antojó demasiado próxima a su propia figura como Viajero.
Sintió la soledad de quien se consagra a un empeño incomprendido por el mundo, una soledad íntima que él ya había sufrido otras veces y que no podía compartir. El privilegio de ostentar la condición de Viajero implicaba algunas desventajas. Y ser consciente de ello no las hacía más llevaderas.
—¿Puedo transmitir mensajes entre vivos y muertos? —planteó, buscando utilidades a su capacidad de moverse por los dos mundos, entre las que resaltaba la fraudulenta propuesta de Verger.
—Viajeros anteriores a ti desempeñaron funciones parecidas —manifestó Daphne—. Los médiums logramos hacer eso mediante nuestras sesiones de espiritismo, pero en cambio tú puedes llevarlo a cabo físicamente. Incluso puedes, como ya sabes, trasladar objetos entre dimensiones.
—Pero hay más.
Pascal alzó una ceja en señal de interrogación ante ese aviso de Marcel, aguardando aquella información añadida.
—Tu cometido también incluye proteger a los vivos de presencias muertas que a veces se conectan a nuestro territorio aprovechando resquicios entre las dimensiones —se explayó el Guardián—. Un fenómeno excepcional que puede responder al mecanismo de compensación de la Puerta Oscura —todos recordaron que la llegada del vampiro Gautier se había producido precisamente al acceder Pascal al Mundo de los Muertos—, o bien a otro tipo de irregularidades.
—¿Irregularidades como cuáles? —quiso saber Pascal.
La respuesta no se hizo esperar:
—Como Marc —sentenció Marcel—. Un tema que habrá que solucionar cuanto antes. En el fondo —cayó en la cuenta—, y aunque sea algo arriesgado, sí necesitamos que viajes.
Daphne también se había percatado de ello conforme la conversación avanzaba:
—Necesitamos saber más de los movimientos del ente. Algo que desde nuestro mundo resulta muy difícil. Puede haber más vidas de médiums en juego, y hemos de anticiparnos.
El Viajero asentía satisfecho. A sus conflictivas razones personales para cruzar el umbral se añadía ahora una misión oficial.
Pascal tragó saliva. Comenzaba el juego.