Edouard llegó a la dirección que le había indicado su mentora, la Vieja Daphne, y lo hizo a la hora exacta, muy cerca en realidad del lugar donde la vidente tenía su local, en el histórico distrito de Le Marais. Lo que quedaba ante la vista del chico era un palacio muy antiguo enclavado entre otras casas. La fachada de piedra de la construcción se veía ennegrecida por siglos de suciedad acumulada, que no habían logrado sepultar por completo la solemnidad inoculada al edificio gracias a la propia arquitectura empleada, diferente, perturbadoramente insólita con sus techos curvilíneos y sus esferas de piedra.
Amplios ventanales se abrían en el edificio a la altura de los pisos superiores, grandes rectángulos oscuros que ofrecían al exterior cristales mohosos, casi opacos por la pátina de mugre acumulada durante décadas que los cubría como una espesa cortina de polvo solidificado. La suciedad resbalaba por los gruesos muros entre los que se hundían aquellos huecos que nadie había vuelto a abrir en siglos.
Si el misterio tuviera una morada, sería aquella, pensó Edouard. Sin saber por qué, imaginó un interior laberíntico, con pasadizos y galerías secretas que conducían a través de espesas telarañas a bibliotecas antiguas, a enclaves polvorientos donde habían tenido lugar episodios intrigantes, enigmáticos, tal vez ceremoniales esotéricos y reuniones de clanes olvidados o nunca conocidos. Él mismo percibía el poder que emanaba de ese bloque mudo, discreto, sutilmente mimetizado en el paisaje urbano de París. ¿Quién podía saber lo que se ocultaba allí dentro?
Edouard contuvo su imaginación mientras seguía admirando la construcción que se alzaba ante él. Incluso en aquel estado de semiabandono, el caserón impresionaba al caminante avezado en vislumbrar rarezas. Se percibía en él una dignidad intacta, una frontera invisible que había mantenido al palacio incólume frente al transcurso del tiempo y a la inexorable urbanización napoleónica. Y lejos a los curiosos.
El joven médium supo que se encontraba ante el nuevo emplazamiento de la Puerta Oscura. Desde que Daphne decidiera apartarlo de la amenaza de Varney, Edouard se había dedicado a profundizar en sus capacidades y, durante los meses de cuarentena que la bruja había decretado, aquella labor había derivado en un duro entrenamiento, en una especie de adiestramiento final a lo largo del cual Daphne había estado acompañándole para confirmar la culminación de todo el proceso de su preparación como médium. Porque, además, el don especial de Edouard que le permitía percibir la presencia de fantasmas hogareños en cuanto accedía a un recinto —e incluso verlos— era algo que no estaba al alcance de casi ningún otro vidente, a excepción del propio Viajero. Daphne le había enseñado a sacar partido de aquella facultad excepcional en un vivo, con la que él había nacido.
Todas aquellas semanas habían desembocado, así, en un veredicto por parte de su maestra: Edouard ya estaba preparado. Ahora sí.
Poco había tardado Daphne en convocarlo. No había que ser un lince para deducir que la Puerta Oscura iba a ser atravesada de nuevo. Edouard experimentó un escalofrío de placer: iba a conocer a Pascal Rivas Sevigné, el Viajero. Y a participar de aquel fenómeno del que se había visto apartado en un principio. Su obediencia iba a ser por fin gratificada.
—¡Edouard!
El grito despertó al chico de su abstracción. Se volvió para encontrarse frente al rostro cuarteado de la Vieja Daphne, que acudía a recogerle.
—Me alegro de que hayas podido venir —dijo la vidente, rodeándole con un suave abrazo—. Acompáñame.
Edouard, nervioso, se dejó llevar. A pesar de la cariñosa bienvenida, la mirada de Daphne traslucía una preocupación que no pasó inadvertida para el joven pupilo. El chico atinó con un diagnóstico todavía más preciso: se trataba de una inquietud teñida de profunda tristeza.
André Verger detectó el baile nervioso en las llamas de las velas y supo que el ente acudía a visitarle.
Enseguida, el espejo colocado sobre la mesa comenzó a empañarse. A los pocos segundos, el hechicero se enfrentaba al rostro infame de Marc, que clavaba en él sus pupilas candentes.
—Estoy intentando atraer al Viajero, mi señor —comunicó Verger, adoptando la postura de súbdito—. Quizá tenga noticias pronto, si cae en la trampa.
El hechicero aspiraba a ganar tiempo facilitando aquella información, pues seguía convencido de que Pascal Rivas no accedería a su propuesta.
—No hay tiempo —señaló el espíritu—. Necesito su cuerpo… ya.
—Lo tendrás, mi señor.
Sucedieron unos segundos de mutismo, durante los cuales Verger experimentó la sensación de que aquella entidad lo traspasaba con su mirada avasalladora.
—El maestro italiano ha sido advertido —murmuró por fin el ente, con su acento cavernoso—. No puedo alcanzarlo, ha vertido sobre su casa un conjuro de opacidad que impide el reflejo de los espejos. Y tampoco actúa como médium —sus ojos llamearon de furia—. Debes llevarme hasta él, hechicero. Para que pueda culminar los preparativos de mi advenimiento.
El aludido, disfrutando por anticipado de la posibilidad de convertirse en el heraldo de la muerte del maestro Girardelli, se inclinó ante la imagen reflejada de Marc.
—Así se hará, señor. Pronto os encontraréis cara a cara con él y podréis acabar con su vida.
El telefonillo había emitido su zumbido hacía unos instantes. La madre de Jules, una mujer próxima a los cincuenta años, de aspecto delicado, de quien el chico había heredado la tez blanquecina y el cabello lacio y rubio, se asomó a la habitación de su hijo envuelta en una bata.
—Tu amiga Michelle está abajo —comunicó—, me ha dicho que te espera en el portal.
—Vale, mamá.
Ella, aún inclinada desde la puerta con una mano en el picaporte, aprovechaba para pasear su mirada, con cierto disimulo, por el cuarto de su hijo. El chico captó cierta desaprobación ante el desorden imperante y la multitud de elementos siniestros que constituían la decoración de aquel espacio: monstruos de látex, pósteres de películas de terror clavados en las paredes e incluso en el techo, y toneladas de cómics manga apilados en precarias columnas. En la mesilla, junto a la cama, descansaban varios libros con títulos tan sugerentes como Drácula, Frankenstein o El Castillo de Otranto, a punto de sepultar por completo el lomo de un diccionario de japonés.
—¿Vais a salir ahora, entonces? —indagó la mujer, prefiriendo no sacar en ese momento el tema de aquel caos de ambientación gótica, que había protagonizado ya demasiadas discusiones.
—Sí —contestó Jules, atrapando de un estante sus gafas de sol, que habían pasado a convertirse en un accesorio imprescindible durante el día—. Pero no tardaré mucho en volver.
—Mañana tienes clase y no te he visto hacer nada esta tarde…
Jules puso cara de hastío.
—No te preocupes, yo me organizo.
—Eso espero —la mujer ofrecía un mohín poco convencido—. Las notas nos demostrarán si eso es verdad, que ya se acerca la evaluación. Por cierto —pareció que caía en la cuenta de algo justo antes de volverse para marcharse—, ya tenemos cita con el médico. Pasado mañana te harán nuevos análisis, ¿de acuerdo? A las nueve te prepararé un justificante para el lycée. No te olvides, a ver si conseguimos que recuperes algo de energía. ¿Te estás tomando las vitaminas que te di?
—Sí, mamá.
El gesto aburrido de Jules se intensificó.
—No hace falta que me contestes en ese tono —se quejó ella—. Tampoco te insisto tanto, ¿no?
La mujer meneó la cabeza y desapareció por el pasillo murmurando algo acerca de la paciencia que había que tener con los hijos, incapaz de sospechar siquiera la verdadera naturaleza del malestar del suyo.
A los pocos minutos, Jules salía del piso, con sus ropas oscuras y el cerco de los ojos maquillado de negro, y comenzaba a bajar las escaleras a su ritmo pausado, que por primera vez él interpretó como un avance temeroso hacia un futuro salpicado de pinceladas siniestras. Las pesadas botas que calzaba provocaban en sus pisadas un impacto grave, solemne. Bostezó mientras alcanzaba la planta baja. Antes de cruzar el umbral de la casa y encontrarse con Michelle a pie de calle, se cubrió los ojos con las gafas; unos ojos enrojecidos por la falta de sueño y que le escocían ante el resplandor que entraba a bocanadas en el interior de aquel portal tantas veces cruzado con una inocencia desaparecida para siempre.
—Hola, Jules. ¿Cómo estás?
Michelle le sonreía.
—Normal.
Ella asintió mientras besaba a su amigo en las mejillas. Después se separó de él y permaneció unos segundos estudiándole, con el ceño fruncido.
—Y esa respuesta, ¿cómo tengo que interpretarla? No tienes aspecto gótico, lo que tienes es mal aspecto. Y esas gafas que ya no te quitas nunca…
«Michelle tiene razón», pensó Jules mientras sonreía con aire inocente. La normalidad que él exhibía desde el comienzo de la cuarentena se había ido alejando progresivamente de aquel otro estado de ánimo habitual, mucho más sano aunque igual de siniestro, que solía ofrecer con anterioridad al episodio del ataque del vampiro. En su caso, estar normal ya no era positivo, sino la confirmación de que su misterioso proceso degenerativo persistía.
—Pasado mañana tengo cita con el médico —repuso él—. Supongo que pronto recuperaré las fuerzas, así que no te preocupes. Hasta entonces, disfrutaré de esta… imagen terminal tan auténtica.
Ambos soltaron breves risillas. Solo él podía evaluar hasta qué punto aquel calificativo respondía con fidelidad a su situación. Sin embargo, decidió no pensar en ello, al menos durante aquella tarde en la que iban a encontrarse con los demás involucrados en la Puerta Oscura. Necesitaba unas horas de libertad mental, de fingir que nada ocurría en su interior. Uno, por desgracia, siempre dispone de tiempo para retornar a su infierno personal.
—Lo tuyo sí es humor negro, Jules —comentaba Michelle, admirada.
Si ella hubiera estado al corriente de la verdadera preocupación de su amigo, habría extremado aún más aquella afirmación.
—Como tiene que ser —repuso él, sin poder evitar un arrebato nostálgico que a punto estuvo de alertar a Michelle sobre sus inquietudes reales—. ¿Nos vamos?
La impaciencia se notaba en sus rostros, ante una cita cuya enorme trascendencia resultaba muy difícil de calibrar. El primer reencuentro de todos frente a la Puerta Oscura, después de tres meses a la expectativa.
Ella había asentido. Los dos se pusieron en marcha, rumbo a la dirección secreta que les había facilitado Daphne. El actual emplazamiento de la Puerta Oscura constituía una información tan valiosa como el conocimiento de la existencia del propio umbral sagrado. La información era poder, al fin y al cabo. Ahora más que nunca.
—Desde que volvisteis del Más Allá —comentó Jules mientras caminaban hacia la estación de metro— hay algo que te he querido preguntar, Michelle.
Ella se volvió, levemente intrigada.
—¿De qué se trata? ¿Y por qué no lo has preguntado hasta ahora?
Jules sonrió con cierto pudor.
—Después de todo lo que te ocurrió, me parecía mal. No encontraba el momento, es una simple curiosidad y preguntarlo me parecía… frívolo, no sé.
Michelle descartó aquel insospechado recato con un gesto enérgico.
—Dispara, Jules. Entre nosotros hay confianza, ¿no?
Él obedeció.
—Quería saber… qué sentiste al… estar allí, cuando te diste cuenta de dónde te encontrabas. Pascal lo ha explicado todo, pero a mí me interesa tu visión particular.
Allí. Jules no se refería al lycée, ni a la residencia donde vivía ella, ni al desván. No. Se refería, sin ningún género de dudas, al Más Allá.
Michelle había asentido. Entendió muy bien aquel interrogante, y por qué precisamente era la suya la percepción íntima que Jules aspiraba a conocer de entre las demás. Cualquier otra persona habría preguntado sobre lo que sintieron al lograr, por fin, pisar la tierra de los vivos tras la dramática aventura, detalles sobre el reencuentro de todos los amigos. Pero Jules no; él prefería indagar sobre lo que una camarada siniestra había experimentado al adquirir consciencia de que se encontraba, sola, en el anhelado mundo de las tinieblas. Ahí radicaba la vivencia más alucinante para él.
—Te pasas la vida soñando con la noche —empezó Michelle, adoptando un semblante evocador— y, de repente, un día te ves envuelta en su oscuridad. Y descubres que no estás preparada, que nadie te ha hablado de lo que en realidad se oculta en ella —enmudeció mientras tomaba aliento; recuperar aquellos recuerdos todavía la conmocionaba—. Tal vez porque nadie lo ha sabido nunca con certeza… hasta ahora. Es mucho más que todo lo que puedas imaginar, Jules. Esa dimensión paralela no cabe en una mente humana, así de sencillo, como la verdadera intensidad de un paisaje no se puede atrapar en una simple foto. Aquel panorama desértico es… —Michelle se tomaba su tiempo para escoger las palabras adecuadas, unos adjetivos que estuvieran a la altura de lo que pretendía describir—. ¿Cómo te lo explicaría? Es… es abrumadoramente hermoso y al mismo tiempo aterrador —decidió—, no sé si me entiendes. Se trata de una belleza única que no puede separarse de esa naturaleza salvaje, que te rodea en ese entorno. Va todo unido. El miedo forma parte de la escena, ¿sabes? Como los lejanos aullidos que se oyen allí de vez en cuando pertenecen al silencio reinante. Se percibe una sensación de peligro latente, de que la calma que reina puede quebrarse en cualquier momento, desintegrarse en mil pedazos y arrastrarte en su estallido hacia la oscuridad, para siempre. Piensas como… si cada segundo de paz fuese un regalo, eso es.
Jules no despegaba los ojos de ella, manteniendo el ritmo de sus zancadas y, en cierto modo, compartiendo la emoción impresionada de su amiga, aunque sin el inevitable pavor que Michelle no lograba eludir. Porque para él era un inocuo testimonio ajeno, mientras que ella debía soportar el devastador efecto de una vivencia personal demasiado próxima en el tiempo.
—Una calma que puede estallar —repitió él, procesando aquella evocación—. Quizá lo que convierte esa serenidad en algo tan hermoso es justo eso, su carácter provisional —Jules, emocionado, procuraba recrearse con aquella información privilegiada, lo máximo que podría obtener sobre el Más Allá hasta su propia muerte—. La fascinación que ejerce lo efímero.
Michelle le sonrió.
—Solo tú podrías entenderme así de bien, Jules. Has captado la idea a la perfección.
Al muchacho le agradó aquel comentario, le hizo sentir un inesperado orgullo.
—Nos une esa sensibilidad especial hacia la noche, Michelle. Otros dirían que no se ve nada si se apaga la luz…
—Es entonces cuando puede contemplarse el verdadero paisaje —terminó ella, cómplice, recuperando una antigua consigna—. Ellos se lo pierden.
—Desde luego. Dejemos que disfruten solo de la luz; jamás entenderían lo que se están perdiendo. Si no lo necesitan, es que no lo merecen.
Jules, despertando entonces al trance de su inquietante cicatriz, fue consciente de lo profética que podía resultar su sentencia, puesto que él se iba alejando paulatinamente del lado iluminado de la vida. Un brote de pánico le atenazó la garganta, interrumpió los latidos de su corazón estrujando sus vasos sanguíneos. Y es que Michelle hablaba del pasado reciente que, por muy duro e impactante que hubiera sido, ya no podía seguir haciendo daño; él, sin embargo, se veía inmerso en un lúgubre torbellino que conducía directamente a su futuro inmediato. Lo cual era mucho peor.
—Y luego está el silencio —reanudó ella la recreación, tras unos segundos de mutismo—, un silencio tan… compacto, tan denso, que casi puedes tocarlo. Es un silencio que asfixia, lo sientes encima, a pesar de que de vez en cuando sí se oyen extraños sonidos. Cuesta respirar en ese ambiente… opresivo.
Aullidos en la lejanía. El hecho de aludir a distancias hizo que Michelle volviese a la descripción física de aquel espacio que había recorrido como prisionera, con grilletes en las manos y rodeada de espectros que portaban antorchas encendidas en su siniestro desfile a través de la noche.
—No hay horizonte allí, ¿sabes? —añadió—. Solo mil matices de negrura, y todo está muy quieto; ni siquiera corre el aire, y hasta en las zonas más abiertas al firmamento vacío hay una fuerte resonancia, un eco muy prolongado que siempre se deja oír. Y luego —detuvo su discurso en una pausa dramática— está el ingrediente principal, Jules.
Michelle se había girado hacia su amigo, ambos aguardando a que un semáforo se pusiera en verde, frente a un concurrido paso de peatones.
—La soledad —concluyó ella, solemne—. Una terrible soledad que te envuelve, que te cala hasta los huesos y te va devorando. —Michelle fue sacudida por un escalofrío al rememorar aquel sufrimiento espantoso que había soportado a punto de desquiciarse—. Por muy aislada que me pueda llegar a encontrar aquí, Jules, hay una cosa que ahora sí puedo jurarte, después de haber vivido esa sensación: jamás volveré a sentirme sola en este mundo. Aquí no, aunque termine siendo la última persona sobre la tierra.
Jules comprendió admirado aquella afirmación tan rotunda: Michelle había experimentado la soledad en estado puro, con una absoluta nitidez inexistente en la dimensión de los vivos.
Lo sorprendente era que se pudiera sobrevivir a eso. Que se pudiera seguir viviendo.
André Verger llevaba una hora en su despacho de la Torre Montparnasse, deslizando su pluma Montblanc entre los dedos mientras se balanceaba en su sillón giratorio. Comprobó su reloj e hizo un cálculo rápido.
—El plazo de Pascal Rivas expirará mañana a las catorce horas y treinta minutos —susurró—. Confío en que ese chico sea razonable.
Pero aquellas últimas palabras sonaron huecas, pronunciadas sin convicción, y tal como salieron de sus labios se perdieron en el desmesurado espacio de la estancia. Verger siempre se había jactado de poder emitir un juicio —certero— sobre cualquier persona tras un simple vistazo. Por eso su pesimista intuición en torno a Pascal lo ponía nervioso. Y es que Pascal se negaría a colaborar. Seguro.
Aquel hecho constituía un incómodo obstáculo con el que no había contado. Al preparar el primer encuentro, Verger había esperado enfrentarse a un joven pusilánime, superado por las circunstancias y, por tanto, fácil de manipular. Y quizá así había sido en un principio; incluso físicamente parecía cumplirse el perfil. Pero aquel chico había ido recuperando aplomo de un misterioso modo. El empresario se percataba ahora, demasiado tarde, de que había subestimado al Viajero, un vulgar adolescente elegido por las circunstancias, que sin embargo había interiorizado su condición sagrada de un modo mucho más solvente de lo que cabía esperar.
«No», se dijo Verger mientras enfocaba sus penetrantes pupilas hacia el teléfono. «No llamará; y así, con esa inadmisible omisión, me obligará a tomar otras medidas más radicales». Verger torció sus labios en una sonrisa malévola. «La audacia insensata de ese chaval será en vano».
Se levantó. Ahora debía ocuparse de otros menesteres, a los que estaba dispuesto a entregarse ciegamente gracias a la exultante energía que le suscitaba su sumisión al ente. Las tinieblas le nutrían… y él debía nutrir a la oscuridad.
La criatura le exigía un sacrificio. Debía derramarse sangre. Pero no la de cualquiera, el Mal había elegido ya al inocente.
Verger, con mirada enfebrecida, abandonó su despacho portando en su silueta la inhóspita sombra de la muerte.
Y un billete de avión.
Mathieu tragó saliva, mirando a su alrededor. El interior de aquel palacio le sobrecogía, así como la presencia de Daphne y Marcel, dos adultos que no pasaban inadvertidos en aquel grupo: ella, con sus vestimentas exóticas, los dedos retorcidos cubiertos de joyas y sus ojos lúcidos en medio de su apariencia anciana; él, de rostro sereno y complexión fuerte, irradiaba una extraña solemnidad teñida de misterio.
Se sentía intimidado, aún no podía creer que se encontrara allí. Menos mal que la calurosa bienvenida que acababan de dispensarle sus amigos reducía la violencia de la situación. Una íntima emoción, que se negaba a reconocer, se mezclaba sin embargo con su actitud defensiva.
Fue entonces cuando sus ojos se cruzaron con los de Edouard, cuya reacción incómoda puso en evidencia que para el joven médium aquel encuentro también había constituido una sorpresa.
Luego se conocían. Mathieu lo habría jurado, aunque no podía concretar de dónde. La actitud de Edouard confirmaba su impresión. Del lycée, desde luego, no, pues era algo mayor que ellos y lo habrían identificado los demás. ¿Entonces? Le estrechó la mano en último lugar, mientras todos se iban sentando dispuestos frente a la chimenea de aquel vestíbulo. La reunión iba a comenzar. Aquella cita evocó en Mathieu la imagen solemne de la sesión inaugural de una logia masónica.
Se sintió importante y al mismo tiempo envuelto en una situación absurda. Todo era tan raro… Se dedicó a observar a Edouard, estudiando su cuerpo —no podía evitarlo— y sus movimientos mesurados, prudentes. Mathieu insistía rebuscando en su memoria. ¿De qué podía conocer él a un joven médium?
Edouard giró entonces la cabeza hacia él, y ambos se miraron unos instantes antes de dirigir su atención a lo que se decía en torno a la Puerta Oscura.
Pascal, en lo que había constituido la intervención inicial de aquella reunión, acababa de terminar de narrar su encuentro con Verger de aquella mañana al volver del lycée, e incluso había transmitido el irónico saludo dirigido a Daphne. El Viajero había omitido, sin embargo, todo lo referente al fugaz interrogatorio de Marguerite Betancourt para no verse obligado a aludir a su incursión en la dimensión de los fantasmas hogareños, algo que —ignorante de que se trataba de una información que todos manejaban ya— consideró de menor relevancia y que pensaba compartir más tarde.
—Qué desfachatez —se quejó Daphne, sorprendida de que aquel turbio médium se permitiera el lujo de enviarle saludos a través de Pascal—. Siempre fue un prepotente, ese hijo de perra. ¿Cómo se habrá enterado de la apertura de la Puerta? La ambición le pierde…
—¿Pero quién es ese hombre? —quiso saber Pascal—. ¿De qué lo conoces?
Daphne arrugó el ceño.
—André Verger perteneció a la Hermandad de Videntes… antes de que su ambición le perdiera. De esto hace muchos años.
El Viajero se quedó boquiabierto.
—¿Fuisteis colegas?
Ella asintió, poco orgullosa de aquel retazo del pasado que salía a la luz.
—Ni siquiera entonces nuestra relación fue pacífica. Ese individuo nunca ha tenido escrúpulos a la hora de conseguir sus objetivos —resopló—. Al final, negándose a acatar una sanción del Triángulo Europeo que le obligaba a dejar de ejercer como médium durante cinco años, Verger terminó desligándose de la Hermandad y comenzó a actuar por cuenta propia como hechicero y nigromante bajo la tapadera de un grupo de empresas que lleva su nombre. Apenas he tenido más noticias suyas hasta esta tarde, aunque algo seguro que no ha cambiado en él: su insaciable apetito de poder.
—En cualquier caso, ese encontronazo con Verger extiende el frente que se va abriendo ante nosotros, Pascal —reconoció Marcel—. El constituye un problema más, pero no es el único. Un cabo suelto viene a ti. No ha esperado mucho.
El Viajero pareció no entender.
—¿Cabo suelto? —repitió, extrañado—. No comprendo.
Ahora fue Daphne la que se apresuró a aclarar aquellas palabras:
—Marc.
Todos salvo el forense miraron a la bruja, ofreciendo ante ella la viva imagen de la interrogación.
—Ese ente demoníaco ya ha empezado a moverse desde su mundo.
La pitonisa se explayó entonces, asociando las muertes de Agatha y Dionisio, un terrible daño para el Triángulo Europeo de videntes, con los primeros pasos de Marc. ¿Qué tramaba aquella criatura al jugar de aquella maquiavélica forma con los destinos de todos desde el Más Allá? ¿A qué aspiraba?
Michelle, impactada como los demás ante aquellos asesinatos, se adelantó a las incógnitas que colmaban las mentes del Guardián y la médium:
—Pero se supone que esa… criatura ya está libre en el Más Allá, ¿no? ¿Por qué va a atacar a los videntes? No lo entiendo. ¿Qué consigue con eso? ¿Cómo lo hace?
—Daphne y yo estamos dándole vueltas —señaló Marcel—. La intromisión de Marc en nuestra realidad nos ha sorprendido tanto como a vosotros, aunque cualquier ente puede aprovecharse de sesiones de espiritismo para colarse en nuestro mundo, eso no es nuevo —suspiró—. Lo que está fuera de toda duda es que no se trata de ejecuciones gratuitas, así que tiene que haber un móvil que justifique esas muertes. Cuanto más tardemos en averiguarlo, más nos costará predecir sus próximos movimientos, con el riesgo que eso conlleva. Os tendremos al tanto de nuestros avances.
Todos escuchaban, muy atentos. Entonces intervino Pascal:
—¿Y tiene eso algo que ver con los ataques del Más Allá que he sufrido? Porque sea lo que sea lo que se me acercó, no pudo aprovecharse de una de esas sesiones de espiritismo…
El Viajero no había olvidado las risas infantiles que alcanzó a escuchar durante el primero de aquellos episodios.
Tanto Marcel como Daphne se encogieron de hombros.
—No tenemos una respuesta para eso todavía —reconoció Marcel—. Sería posible, desde luego, si el ente hubiera llegado hasta ti a través de las vías de los fantasmas hogareños. Pero también resulta muy raro que un espíritu aproveche esos accesos al mundo de los vivos para llevar a cabo sus agresiones.
Demasiados acontecimientos excepcionales. ¿Acaso estaban cambiando los parámetros que regían el vínculo entre las diferentes dimensiones? Sin embargo, parecía más plausible que todo se debiese a la osadía de un solo culpable.
Y todo apuntaba a Marc, el ente demoníaco.
—De momento, mantente en guardia —recomendó la vidente a Pascal—, y confiemos en que no vuelvan a producirse fenómenos así.
Aquellas palabras no ayudaron a serenar el ánimo del Viajero.