17

Dominique impulsaba su silla de ruedas junto a Michelle, manteniendo con ella una conversación intrascendente mientras se dirigían hacia sus casas tras las clases del lycée. Hacía rato que Pascal se había separado de ellos para seguir su propia ruta, lo que había propiciado que Dominique prestase una atención muy particular a su amiga. Siempre que las circunstancias lo permitían, y de una forma casi inconsciente, Dominique se abstraía en ella, se recreaba dejando salir de su interior unos sentimientos que normalmente procuraba reprimir.

«Ella no es para mí», se repetía hasta la saciedad. «Esto tiene que acabar».

Y es que Dominique, de naturaleza eminentemente práctica, percibía demasiado bien el magnetismo existente entre Michelle y Pascal y no estaba dispuesto a perder ni un minuto de su tiempo ni a arriesgar la amistad que los unía. No se interpondría; es más, Pascal sabía que podía contar con él —dentro de un arden, el masoquismo no se encontraba entre sus aficiones favoritas— para lo que necesitara en ese sentido.

El problema radicaba en que, conforme Dominique constataba sus escasas posibilidades con Michelle, más fuerza parecían adquirir sus sentimientos hacia ella.

Los dos seguían caminando, con los rostros cansados y la conversación desvaída. No obstante, aquel intermitente silencio que parecía emerger de improviso en mitad de su charla también obedecía a un sibilino nerviosismo que se filtraba en ellos de forma paulatina, imperceptible. Se aproximaba el primer viaje de Pascal al Más Allá, y eso los estaba afectando a todos. Cada uno asumía la esperada salida a escena a su manera, y en medio de aquella cuenta atrás descubrían —salvo en Mathieu, que bastante tenía con asumir toda la historia— reacciones inesperadas: Jules, con una permanente fatiga que empezaba a preocupar a todo el grupo, se mostraba incapaz de expresar la euforia con la que había recibido la noticia de que la cuarentena había terminado; Pascal, por su parte, ofrecía un inusual aspecto introvertido y ya había tomado una iniciativa personal sin contar con el resto, mientras las facciones de Michelle, una chica tan proclive a disfrutar de lo siniestro, se iban tornando, sin embargo, taciturnas conforme se aproximaba el momento del acceso a la Puerta Oscura; a Dominique, en cambio, le asaltaban emociones hacia ella que creía desterradas hacía tiempo.

Vaya caos.

Y es que todo lo que rodeaba la Puerta Oscura exhalaba una energía tan abrumadora, de tal magnitud, que las vidas involucradas en ella se veían arrastradas por esa intensidad que escapaba a las leyes de la naturaleza. Dominique, lúcido como siempre, había acertado a concretar muy bien lo que percibían en una sola frase:

—Estamos dentro de su horizonte de sucesos.

Todos habían asentido con solemnidad al escuchar tal sentencia. Conocer aquel secreto ancestral constituía un arma de doble filo: al maravilloso privilegio de ese conocimiento, de esa realidad, se unía el precio del sometimiento a ella, víctimas de una atracción centrípeta como satélites atrapados en la imponente gravedad de un astro colosal. Uno no podía aspirar a vivir al margen de la Puerta Oscura. El proceso era irreversible.

Dominique salvó con soltura un bordillo y se colocó de nuevo junto a su amiga, adaptándose al ritmo decidido de sus zancadas. Volvía la cabeza hacia ella cada vez con menor discreción; atendía, sin perder de vista el rumbo algo brusco de su propio asiento, al perfil hermoso de Michelle, que se recortaba por encima de él contra unos escaparates que guiñaban con destellos por los rayos oblicuos del sol.

Ella, inmersa en sus propios pensamientos, no se daba cuenta. Su mente vagaba hacia la Tierra de la Espera con una ilusión tan mortecina que se sintió culpable. ¿No debería experimentar un inquebrantable orgullo por Pascal, e incluso agradecimiento por haberla hecho partícipe de todo aquello al rescatarla de la Tierra de la Oscuridad? ¿No era espectacular lo que le había ocurrido a su amigo? ¿No constituía, en definitiva, un acto de valentía que él estuviese dispuesto a atravesar una vez más aquel umbral que conducía a la muerte? Sin embargo, a ella no le hacía ninguna gracia imaginar a Pascal de nuevo en el Más Allá.

Michelle se consideraba una chica fuerte, directa. Entonces, ¿qué le estaba sucediendo? ¿Por qué no lograba apoyar de modo incondicional a Pascal, si además sus sentimientos hacia él eran cada vez más evidentes?

Aquel ejercicio de íntima honestidad dio resultado. En su memoria apareció, de nuevo, una figura conocida: Beatrice. Y con ella, un fantasma con el que Michelle se negaba a contar: los celos.

Este hallazgo la descolocó. ¿Michelle celosa? Jamás había sido así, la mera posibilidad la avergonzó. Por otra parte, ¿se podía sentir celos de una muerta? Michelle recordó la serena hermosura de aquella chica, la complicidad que había detectado en sus ojos claros cuando se dirigía a Pascal, el viaje alucinante que habían compartido en absoluta soledad, mientras la buscaban a ella. Y comprendió que sí, Michelle podía sentir hacia ese espíritu errante algo parecido a una rivalidad, y su corazón lo había captado antes que su mente.

Se planteó si toda aquella paranoia no sería un recurso de su cerebro, todavía no recuperado del shock sufrido meses antes al Ser raptada por el vampiro…

—Pasemos a lo serio —sugirió entonces Dominique, ajeno a la meditación de su amiga, tal vez para camuflar un poco el repaso visual al que la estaba sometiendo sin poder evitarlo—. ¿A qué hora hay que estar en la dirección que nos ha facilitado Pascal?

Michelle hizo un notable esfuerzo por apartar de su cabeza el cúmulo de inseguridades que la cercaban.

—Por lo visto, es el nuevo emplazamiento de la Puerta —recordó ella—. A las cuatro de esta tarde.

Dominique asintió.

—Un viaje al Más Allá que vuelve a ser un punto sin retorno para todos, ¿no crees?

Michelle lo miró con detenimiento.

—Dominique, no hemos tenido ninguna posibilidad de recuperar nuestras vidas desde que la Puerta se abrió por primera vez. ¿Aún no te has dado cuenta?

Ambos se habían detenido al pie de un paso de cebra y se estudiaban mutuamente.

—Supongo que tienes razón —convino él—. Desde el primer momento no ha habido marcha atrás —se quedó pensando—. ¿Compensa el precio?

Michelle, valorando los riesgos que ya habían corrido, las secuelas que aún arrastraban y la inquietante imagen de Pascal moviéndose otra vez por el Más Allá, no supo qué responder.

s

El ente volvía a salir de su cubil. Su aliento provocaba un eco ávido que rehuían los otros espíritus, de naturaleza más pacífica. De nuevo, entre gruñidos, Marc iniciaba su ruta letal. Recorría los vacíos corredores que cobijaban a los fantasmas hogareños y que constituían aquella hostil tierra de nadie entre dos mundos. Una región fronteriza solo habitada por criaturas monstruosas —como los enormes gusanos carnívoros— que surgían de vez en cuando en medio de la oscuridad.

El ente indagaba una vez más, sumergiéndose en aquella dimensión intermedia. Llegaba la hora de acabar con su tercera víctima, la última… Y había localizado una prometedora huella.

Sus ojos refulgían con destellos ensangrentados.

s

Daphne soltó un silbido de admiración, olvidándose por un instante de la perentoria razón que la había llevado hasta allí antes de la hora convenida.

—¿Y todo esto es tuyo? —interrogó a Marcel Laville—. No sabía que los forenses tuvieran tan buen sueldo…

El doctor sonrió. Ante ellos, en plena calle Vielle du Temple, se erigía un majestuoso palacio medieval, enclavado en plena zona de Le Marais, entre edificios más anodinos que lo camuflaban con eficacia. Su estado, descuidado en apariencia, reducía todavía más la categoría de la construcción, que pasaba inadvertida entre los viandantes.

—Desde luego, no lo he comprado yo —confesó—. El clan de los guardianes dispone de un patrimonio que se transmite de generación en generación. Los servidores de la estirpe son quienes lo mantienen.

Daphne asintió.

—Hice bien en acceder a que trajeras aquí la Puerta. Estará mucho más protegida.

—Sin duda. Aquí es donde debe estar. En su propia casa.

Después de todo lo sucedido en el desván de Jules, resultó muy fácil que los padres del chico quisieran desembarazarse de todo lo que les recordara el siniestro episodio, incluido aquel enorme baúl. Marcel Laville había aprovechado la coyuntura ofreciéndoles en privado una generosa cantidad de dinero —no había que olvidar la indiscutible antigüedad de la pieza—, y el trato se había cerrado sin problemas. La Puerta retornaba así al lugar del que había salido siglos antes, tras un periplo misterioso que incluía, entre otros emplazamientos comprobados, Londres. Un rastro de enigmas y, en ocasiones, de sangre. En la capital inglesa, su apertura en mil ochocientos siete había provocado la llegada de una criatura muerta —el inevitable mecanismo de compensación entre mundos— cuyos desmanes habían terminado saliendo a la luz a finales del siglo XIX bajo la ahora legendaria firma de Jack el Destripador. Vestigios estremecedores que atestiguaban el impresionante poder alojado en aquel monumento sagrado de apariencia inofensiva; un poder que se fundía con el peligro en una aleación perfecta, y que había que aceptar de modo ineludible si se pretendía maniobrar con la Puerta Oscura.

—¿Pero tú tienes descendientes? —quiso saber la Vieja Daphne con escasa sutileza.

Marcel volvió a sonreír.

—Las generaciones de guardianes no obedecen a grados de consanguineidad —explicó—. Mi sucesor, que es ahora un niño, ya está siendo preparado para su futura misión —hizo un gesto a la bruja para que le siguiese hacia un callejón—. Y no preguntes más, vieja vidente. Conten tu apetito de conocimientos para seguir avanzando en edad.

—La sabiduría no me sacia —repuso ella—. Pero soy consciente de mis límites.

—Esa certeza vale más que una buena salud.

Continuaron caminando alrededor de la manzana, echando furtivas ojeadas a las personas con quienes se cruzaban. Dado que el palacio estaba empotrado entre dos edificios y que habían ignorado sus grandes portones de madera, la vidente empezó a preguntarse por dónde pretendía entrar Marcel a aquel antiguo caserón.

—¿Tiene otra puerta? —preguntó, entre resoplidos, mientras procuraba mantener el ritmo del forense—. ¿La de servicio?

—Tiene un único acceso aparte del principal, pero está escondido.

—Y tanto.

Para sorpresa de la vidente, se metieron en un portal perteneciente a otra casa, desde cuyo interior alcanzaron un pequeño corredor que terminaba en una puerta de madera maciza con herrajes de metal labrado. Aquella robusta plancha contaba con dos cerraduras.

—Aquí es —anunció Marcel introduciendo una llave de trazo muy sofisticado en una de las aberturas.

Una vez dentro, tuvieron que recorrer otro pasillo y superar una segunda puerta, en esta ocasión blindada. Después de abierta —el forense se apresuró a anular un dispositivo de alarma que había empezado a parpadear unos metros más allá—, quedó ante la vista de la bruja un amplio vestíbulo cuadrado de paredes de piedra y techos abovedados. Esculturas de ángeles se asomaban con ojos ciegos desde los laterales, y en su centro se alzaba una soberbia escalera renacentista. Esta conducía al piso superior, desde el que una doble balaustrada, a modo de balcón, parecía a punto de precipitarse sobre ellos. Aquel conjunto convertía el espacio en el que permanecían en una especie de patio interior al que daban multitud de accesos y ventanas. Daphne se planteó quién podía asomarse desde todos aquellos enclaves, aunque se abstuvo de indagar. ¿La espiaban ahora?

Aquella residencia se había ido construyendo durante siglos. La iluminación, tenue e indirecta, lanzaba un resplandor amarillento desde lámparas ocultas en hornacinas y dejaba en sombras las dependencias superiores.

—Hemos llegado —comunicó el forense con reverente concisión.

El silencio era rotundo, pero Daphne sabía que no estaban solos. El eco de aquella calma en penumbra, al acecho, provocaba ráfagas de susurros, fugaces remolinos de cuchicheos, que se perdían en misteriosas estancias fuera de su alcance. Hacía mucho tiempo que allí no entraba alguien ajeno a la Hermandad. Quizá nunca había ocurrido.

Daphne, impactada por el efecto de aquella majestuosidad detenida en el tiempo, ya había empezado a percibir la proximidad de la Puerta Oscura y se dejaba embriagar por la solemnidad atávica que emanaba de su existencia. Ella también había sufrido aquella peculiar abstinencia esotérica, la cuarentena de tres meses a la que todos se habían sometido excepto el Guardián, encargado de los preparativos mientras tanto. Resultaba arduo mantenerse al margen de aquello que daba sentido a su vida, una vez hallado.

Pero todos habían cumplido con fidelidad el compromiso. Había demasiado en juego.

—Aquí puedes hablar sin miedo —notificó Marcel, acompañándola hasta unos sillones colocados frente a una chimenea, en cuya boca crepitaba un fuego suave que lanzaba bocanadas anaranjadas.

Daphne se acomodó en uno de ellos, y Marcel hizo lo mismo.

—Te has adelantado a la cita.

Ella asintió, adoptando un gesto receloso.

—Algo está ocurriendo, Guardián. Algo que puede poner en peligro la Puerta.

s

Aquella era la jornada de los encuentros imprevistos. Al menos, eso pensó Pascal cuando casi se dio de bruces con la detective Betancourt en plena calle.

—Hola, Pascal.

Marguerite había optado por un saludo directo que evitase en el muchacho cualquier intento de eludirla. Había procurado, eso sí, imprimir a sus pasos una leve trayectoria errática mientras se aproximaba al chico, con ánimo de simular un ritmo inofensivo de paseo que suavizase aquel encuentro, otorgándole un aire casual. Pero en cuanto advirtió el gesto defensivo con el que el chico reaccionaba, se dio cuenta de que Pascal no estaba dispuesto a catalogar aquel cruce de «accidental». Por eso había preferido la franqueza, que tal vez mejorase la disposición inicial del hermético muchacho.

—Hola, detective —contestó él, con una corrección evasiva.

Hasta ese instante, se habían dicho más con las miradas que con las palabras. Resultaba tan obvio que las introducciones sobraban, que Marguerite entró de lleno al meollo del asunto que la había impulsado a hacerse la encontradiza de forma tan poco natural.

«O a lo mejor es que este chico recela de todo, claro síntoma de que tiene algo que ocultar», se planteó la investigadora.

—Pascal, ¿qué hiciste la noche pasada?

Marguerite se apresuró a estudiar la reacción del chico. Él tan solo se permitió un leve pestañeo antes de responder.

—Dormí en casa de mi abuela —aquella voz ausente de inflexión indicó a Marguerite que Pascal se cerraba en banda, una vez más—. Nos vamos turnando porque está delicada.

La detective asintió.

—¿Hay alguien que pueda corroborar tu coartada?

A ninguno de los dos se le escapó la agresividad implícita en el uso de aquella jerga policial, cuando además Marguerite ni siquiera había justificado todavía aquel interrogatorio.

—Mi abuela.

—Ya imagino —Marguerite suspiró con suficiencia, acusando lo previsible de aquella réplica—. ¿Os fuisteis a dormir a la misma hora?

Pascal se tomó unos segundos antes de contestar.

—Mi abuela se acostó a las diez. Yo me quedé viendo la tele un rato más.

—O sea que no te fuiste muy tarde a la cama.

—No.

—Eso está bien, así rendirás más en el lycée. Aunque pareces haber dormido poco —añadió suspicaz—. Tienes cara de sueño.

—Tengo profesores que consiguen que se te ponga esta cara a los cinco minutos de clase —adujo Pascal, adoptando una sonrisa sarcástica—. Debería acudir algún día a comprobarlo. Enseñar así algunas asignaturas sí tendría que ser un delito.

A Marguerite le hizo gracia esa ocurrencia de indudable inteligencia. Se planteó prolongar aquel improvisado interrogatorio, pero lo descartó muy pronto. A fin de cuentas, el suicidio de un mal tipo, aunque hubiese sido provocado de algún modo que no lograba entender, no le quitaba el sueño. Ni siquiera habían robado nada en el piso de Lebobitz. Era mucho más urgente, en aquellas circunstancias, iniciar el trámite judicial para sacar de la cárcel al pobre padre inocente.

Pascal, mientras tanto, valoraba su propio aplomo con cierto escepticismo. Llegó a la conclusión de que un insospechado efecto positivo de la conversación mantenida con Verger era que, comparada con su venenoso aliento amenazador, la energía de Marguerite Betancourt había perdido su capacidad avasalladora.

Ya no le impactaba aquella detective, a lo que se unía un hecho no menos destacable: ella se movía impulsada por buenas intenciones, por muy ruda que se mostrase. Pascal había captado su estrategia, lo que le permitía ir despojándola de su poder intimidatorio. Jugaban en el mismo equipo pero en diferentes divisiones, aunque ella se negase a aceptarlo.

s

Ella levantó sus ojos brumosos hacia el anfitrión, expectante.

—¿Qué opinas?

La voz de la vidente llegó hasta Marcel hecha un susurro tras concluir su descripción de la situación. Daphne deseaba sentir el alivio de compartir la responsabilidad, buscaba su respaldo. El Guardián resopló, meditabundo, envuelto en su propio halo de misterio sobre el sillón.

—Suena mal.

Aquel comentario, demasiado banal, hizo pensar a Daphne que el forense no quería comprometerse todavía. Pero se equivocaba.

—Muchas cosas suenan mal —observó ella—. Como esos misteriosos ataques que sufrió Pascal desde el Más Allá.

—Y que no han vuelto a producirse, por suerte.

—Eso no implica que no puedan estar relacionados con lo que yo voy percibiendo.

—Cierto. Todo es posible.

Marcel se había levantado y caminó unos pasos hasta situarse frente a una repisa de mármol sobre la que descansaban unos papeles. Se trataba de las hojas amplias y arrugadas de un periódico español, que recogió para, a continuación, tenderlas a la vidente al regresar junto a ella. Daphne, alargando los brazos, las atrapó para mirarlas con detenimiento.

Tampoco hizo falta mucha atención, ni traducir el texto al francés. En la sección de sucesos, y bajo un titular cuyo contenido se adivinaba sensacionalista a juzgar por la imagen morbosa que lo acompañaba, una foto mostraba el cuerpo sin vida de un hombre sobre un charco de sangre y cristales. Daphne no tardó en reconocer aquel cadáver y las letras escarlata que se distinguían junto a su mano inerte. Las letras de un nombre maldito.

—Es Dionisio Guillen —reconoció sobrecogida—. El segundo vértice del Triángulo Europeo. Así que ya estás al tanto.

Marcel asintió.

—Es mi cometido, Vieja Daphne. La proximidad de la Puerta Oscura incrementa mi sensibilidad, aparte de que desde aquí procuramos supervisar la trayectoria de todos vosotros, los Videntes Vivos. Incluyendo aquellos que se dedican a ritos satánicos. Nuestro control se ha intensificado a raíz de la apertura de la Puerta, que nos pilló a todos por sorpresa.

—Pero no me has avisado —se quejó Daphne.

—Ambos sabíamos que este encuentro estaba a punto de producirse.

Un dolor nítido, creciente, iba tiñendo el semblante de la vidente conforme asumía la trágica noticia. Devolvió el periódico a Marcel con manos temblorosas. El forense volvió a sentarse en el otro sillón.

—¿Y Agatha?

En la voz de Daphne se distinguía un leve rubor, como si cobijar alguna esperanza en torno a su amiga le provocase cierta timidez. El forense hizo un gesto negativo con la cabeza, buscando un poco de delicadeza al adelantar así su respuesta.

—Lo siento, Daphne. Ella fue la primera víctima. Tus ensoñaciones eran exactas. Como vivía sola y apenas recibía clientes, aún no se ha descubierto su cuerpo. Su muerte no es oficial aún. Pero la policía no tardará en enterarse.

La vidente bajó la mirada, empañada ya por las lágrimas. Había perdido de golpe a dos compañeros, a dos amigos con los que había compartido muchos años de encuentros, de conocimientos, de experiencias en medio de un mundo demasiado racional, un mundo científico tan superficial que los ignoraba con objeto de no tener que asumir que eran necesarios para mantener el equilibrio entre vivos y muertos.

—¿Qué está ocurriendo, Marcel? ¡Solo queda un maestro del Triángulo Europeo! —aquella minuciosa selección de víctimas no podía responder a la casualidad—. Se trata de ese demonio que responde al nombre de Marc, ¿verdad? He visto en la foto del periódico las letras que Dionisio llegó a escribir antes de morir, y yo misma, como ya te he contado, tuve un sueño donde se me aparecían las letras de su nombre.

El Guardián ratificó sus temores:

—Eso parece, Daphne —la miró a los ojos—. No encuentro otra explicación. Y se está moviendo a un ritmo brutal, para que no nos dé tiempo a reaccionar.

—Pero ¿qué pretende?

Marcel movió la cabeza hacia los lados.

—No lo sé. Marc, como criatura muerta y condenada, no puede acceder físicamente al mundo de los vivos, pues esa facultad de moverse por los dos mundos solo la ostenta el Viajero. Sus únicos movimientos se limitan, pues, a incursiones espirituales aprovechando sesiones de videncia, donde sí puede hacer daño.

—Así atacó a Agatha y a Dionisio…

—Eso es. Pero sus planes, intuyo, son mucho más ambiciosos si necesita anular al Triángulo Europeo. Hemos de averiguar cuanto antes lo que se propone.

—Lo que parece claro es que su próximo objetivo será el último vértice del Triángulo —aventuró ella—. Es el paso lógico. Su siguiente víctima tiene que ser el maestro Girardelli.

La vidente se dejó caer contra el respaldo del sillón, abrumada por el horizonte turbio que empezaba a materializarse frente a ellos.

—Hay que intervenir sin pérdida de tiempo —convino el Guardián—. Debes avisarle hoy mismo, para que tome las precauciones oportunas hasta que sepamos algo más.

Daphne asintió.

—Cuando Pascal nos contó a su retorno del Más Allá lo que había sucedido durante el rescate de Michelle, lo de la liberación accidental de ese pequeño demonio, supe que no tardaríamos en saber de él. Pero no esperaba que mi conjetura se confirmara tan pronto. Y de un modo tan cruel.

—¿Qué esperabas, un largo tiempo de paz? —le recriminó Marcel, sin alzar la voz—. La Puerta Oscura no puede domesticarse, y lo sabes. El flujo de poder que desencadena atrae por igual a la luz y a la oscuridad.

El Bien y el Mal constituían las dos caras de una misma moneda, que giraba manteniendo su precario equilibrio. Lo más brillante podía terminar alojando en su seno la más impenetrable de las negruras. Aunque, en ocasiones, también en medio de una llanura yerma y hostil podía prenderse un hálito de vida, un primer resplandor capaz de engendrar esperanza.

Daphne dudó al interpretar las palabras de Marcel. ¿A qué venía aquel crudo veredicto? ¿Acaso intuía algo que ella todavía no alcanzaba a vislumbrar?

—Por cierto —añadió Marcel, con un leve sarcasmo—. ¿Estás al tanto de que Pascal Rivas ya ha comenzado a ejercer como Viajero? Y con escasa discreción, he de decir.

La vidente lo miró, asombrada.

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Por lo visto, ese chico se ha tomado al pie de la letra el final de la cuarentena.

Daphne movió la cabeza hacia los lados, perpleja.

—Pero no ha podido llegar hasta la Puerta Oscura…

Marcel descartó aquella dirección en las suposiciones de la vidente.

—No le ha hecho falta. ¿Recuerdas el asunto Lebobitz?

La médium captó entonces todo el alcance de la maniobra de Pascal.

—¡Ha retomado el ruego de aquel fantasma hogareño!

—Eso es. Y por su cuenta, que es lo grave. Podría haber ocurrido cualquier cosa…

Daphne se apartó el pelo de los ojos, reflexiva.

—El joven Rivas está desarrollándose como Viajero… y nos ha pillado por sorpresa. Hay que reconocer que su trayectoria es la de un alumno aventajado. Habremos de tenerlo en cuenta a partir de ahora.

—Estoy de acuerdo. Pero un poco más de precaución a la hora de tomar decisiones no le vendría mal —se quejó el forense.

La bruja sonrió.

—El chico se hace hombre, Marcel. Y a una velocidad increíble. Hablaremos con él, claro. Pero ahora lo importante es que, por lo que cuentas, no le ha sucedido nada malo, ¿no?

—No.

Marcel compartió entonces con ella todo lo que sabía gracias a la detective Betancourt.

—Confiemos en que Marguerite deje de hacer preguntas incómodas —concluyó el Guardián—. Y que Pascal cuente con los demás a partir de ahora para sus iniciativas.

—Sí, que cuente con los demás… a los que hay que añadir un nuevo integrante —señaló ella, enigmática.

—¿A qué te refieres? —ahora el asombrado fue Marcel.

—Pascal ha hecho partícipe del secreto de la Puerta Oscura al último de su grupo de amigos, un muchacho llamado Mathieu.

Los acontecimientos se precipitaban, Daphne veía la realidad licuándose, transformándose en un torrente incontenible que se abalanzaba sobre ella buscando cauces. Muchos de los cuales terminaban muriendo en zona oscura. Había que reaccionar rápido.

Lo primero que hizo la vidente, en cuanto terminaron de hablar, fue una llamada de teléfono, Marcel le facilitó un móvil desde el que efectuarla. Dadas las circunstancias, avisar a Francesco Girardelli del peligro que se cernía sobre él era lo más urgente.

Había que evitar a toda costa que una nueva muerte en extrañas circunstancias salpicara el escenario donde Francesco desempeñaba su labor de médium: Roma. De producirse, la criatura maligna habría decapitado a la Hermandad de Videntes Vivos, lo que provocaría el mismo caos del que se nutría el Mal.

Por fortuna, Daphne sí logró hablar con él y advertirle. Girardelli recibió impresionado las noticias, no tanto por el peligro que corría su propia vida, sino por las muertes fulminantes de Agatha y Dionisio, ausencias definitivas que le llegaron al corazón.

—Hasta que sepamos mejor a qué nos enfrentamos, tienes que renunciar a las sesiones como médium —le pidió Daphne—. Es demasiado arriesgado.

Al otro lado del teléfono, Francesco meditaba. No ejercer como médium suponía perder buena parte de su cometido diario… y de sus ingresos. No obstante, entendió enseguida lo que había en juego:

—De acuerdo, Daphne —aceptó—. No abriré las puertas a ese demonio hasta que sepamos a lo que nos enfrentamos.

—Gracias, maestro Girardelli.

—Habrá que convocar un cónclave ante esta situación crítica…

Daphne meneó la cabeza, profundamente decaída.

—No hay tiempo, maestro. No hay tiempo.