Pascal recorrió un vestíbulo alfombrado que terminaba frente a un elevador antiguo rodeado de escaleras. Allí se detuvo y respiró con profundidad. Todavía podía retirarse, pero si no lo hacía ahora…
No. Su rango como Viajero se lo impedía. Evitando el ascensor para no ser descubierto por el ruido, empezó a subir peldaños hasta el cuarto piso. Una vez en aquella planta, observó las dos puertas, una de las cuales cobijaba a Lebobitz. Qué cerca estaba de su objetivo.
Antes de actuar, Pascal se permitió unos segundos de íntima satisfacción ante lo bien que estaba llevando a cabo sus planes. En realidad, él siempre había tenido dotes de organización y estrategia. Su actitud tímida obedecía precisamente a una decisión consciente para evitar situaciones incómodas. Sus silencios calculados, con los que buscaba un puesto segundón que le permitiera pasar inadvertido en cualquier grupo, constituían un precio que él pagaba encantado a cambio de eludir la responsabilidad del protagonismo, su verdadero talón de Aquiles: le daba miedo no estar a la altura de lo que esperarían los demás de él si abandonaba el cálido anonimato de la masa. Aquel temor a no cumplir las expectativas ajenas le había acompañado desde que era un niño.
Por eso, la misión le motivaba. Era clandestina, sin testigos que pudieran juzgarle. Ideal para un cobarde con principios.
Pascal sonrió ante su propia definición. Y puso en marcha la última fase del plan: lentamente, subió dos pisos más, bloqueó su mente… y empezó a gritar una única palabra, mientras bajaba y subía escaleras montando el mayor escándalo posible:
—¡Fuego!, ¡fuego!
Al principio, la reacción del vecindario fue limitada. Tal vez las palabras no habían salido de su boca con la suficiente convicción. Repitió la maniobra, esta vez chillando con todas sus fuerzas. La imagen de Melissa Lebobitz le ayudó a evadirse mientras lo hacía, desterrando durante unos minutos su vacilación.
Ahora la respuesta fue mucho más inmediata: de todos los pisos salía gente en pijama, niños agarrados de la mano por sus padres… El mensaje de abandonar los pisos y salir a la calle adquirió consistencia de forma espontánea.
Para cuando las puertas de la cuarta planta se abrieron, el joven español aguardaba ya, en medio del alboroto, vigilando. Enseguida reconoció a Lebobitz. Un tipo delgado de unos treinta años al que se dirigió para impedir que cerrara su puerta.
—¡No las cierren si no quieren que los bomberos las destrocen! —advirtió Pascal a los dos vecinos de aquella planta para no levantar suspicacias, mientras seguía bajando peldaños.
Lebobitz dudaba, pero la imagen de todo el mundo saliendo de la casa le convenció. ¿Quién se iba a quedar allí habiéndose desatado un incendio? Entornó la puerta de su vivienda y se apresuró a bajar las escaleras. Por el camino se cruzó con Pascal, que ahora subía fingiendo ansiedad.
Lebobitz no sospechó. ¿Cómo iba a hacerlo, ante la presencia de un simple chaval de quince años, cuando además ocultaba un secreto que era imposible que nadie conociera y que empezaba a quedar lejos en el tiempo?
A los pocos segundos, todo el mundo estaba en la calle, esperando a los bomberos. Pascal ya se encontraba en el interior del piso de Lebobitz, rebuscando frenéticamente. Eligió, para empezar, una habitación destinada a despacho, pues le pareció el lugar lógico para guardar una carta. Como se trataba de un sobre rojo —recordaba bien la descripción facilitada por Melissa—, la búsqueda era fácil; enseguida descartaba todo el papel que sus ojos descubrían.
Pascal empezó a agobiarse. Los minutos transcurrían y seguía sin encontrar nada. Dentro de un armario halló un cajón cerrado con llave y, cogiendo un cuchillo de la cocina, acabó forzando la madera para comprobar el contenido. Dentro solo había documentos sobre cuentas bancarias.
El tiempo seguía corriendo en una cuenta atrás asfixiante. ¿Cuánto aguantaría la gente esperando en la calle, sin ver ni siquiera algo de humo que confirmara el peligro?
Pascal llegó al dormitorio. En el interior de un armario, detrás de unos trajes colgados en perchas, encontró una pequeña caja fuerte. El chico, decepcionado, se dio cuenta de que su búsqueda había terminado, allí tenía que estar lo que buscaba, pero la caja era un obstáculo insalvable. Tanta estrategia para nada…
Se disponía a marcharse cuando una voz amenazadora sonó tras él.
—¡Qué estás haciendo!
Pascal se volvió con lentitud, dominado por un miedo absoluto. Era Lebobitz.
André Verger se había apresurado a colocar un espejo encima de la mesa adaptada como altar. Ahora se enfrentaba cara a cara a un rostro malévolo de niño que, desde el otro lado, lo miraba con pupilas penetrantes. Aquellos ojos incandescentes que no pestañeaban, intensos como llamaradas, y el contraste de su gesto avieso de facciones gélidas, hicieron comprender al hechicero que se encontraba ante un ser condenado que, misteriosamente, vagaba libre por el Más Allá y había acudido hasta él.
El poder oscuro que emanaba de aquella criatura se derramaba desde su remota dimensión con el avance tortuoso de un efluvio que sedujo a Verger desde el primer instante. El médium, cauto, se limitó a aguardar con reverencia para averiguar la razón de aquel encuentro sin precedentes.
—Debes servirme, hechicero —comenzó por fin el ente, con voz gutural—. Debes convertirte en mi eco en el mundo de los vivos.
Verger inclinó la cabeza, como rindiendo culto a la figura que se materializaba a través del espejo. No dudó en someterse:
—Estoy dispuesto a obedeceros.
—Llegará la noche de mi advenimiento a vuestra región —profetizó el ser desde el Más Allá—. Y tú has de preparar mi llegada. A cambio, serás colmado en tu más insensata ambición.
Verger respiró hondo, saboreando el contenido de aquella recompensa.
—Tenéis mi palabra —se comprometió.
El hechicero alargó un brazo, alcanzó un puñal de rituales de una estantería próxima y, colocando el filo sobre su antebrazo, presionó hasta hundir la afilada cuchilla en su carne. Contuvo un gesto de dolor mientras la hoja, dirigida por la mano que atenazaba el arma, iba dibujando un sangriento trazado en forma de estrella de cinco puntas. A continuación, colocó el brazo herido junto al espejo y salpicó con su sangre el cristal. El líquido burbujeó al aterrizar sobre la pulida superficie, dejando sobre ella una huella humeante.
—Tráeme al Viajero, hechicero. Lo necesito vivo.
Asintió, impactado. A pesar de desconocer el verdadero objetivo del espíritu, tuvo claro lo que tenía que hacer. Comprobaba, sorprendido, que sus pretensiones coincidían con las de aquella entidad. El hechicero no era el único, por tanto, que sabía que la Puerta Oscura se había vuelto a abrir.
Daphne abrió los ojos de forma súbita, recuperando la consciencia. Todo su cuerpo, húmedo de sudor, se mantenía en la misma postura que había conservado mientras dormía, envuelta en una pesadilla de la que había pretendido huir en vano para eludir un desenlace que se avecinaba con el tormentoso tinte de la tragedia.
Qué imágenes tan espantosas habían abrumado su espíritu.
Qué oscuridad tan compacta flotaba en aquella atmósfera soñada de la que se desembarazaba ahora a jirones, conforme se iba consolidando su despertar.
La cabeza de la bruja, hundida sobre la almohada, ofrecía a sus ojos una única perspectiva del techo de la habitación, que le sirvió, al menos, para recuperar la serenidad. Estaba en casa.
Volvió a pensar en Agatha. Algo oscuro le había sucedido, estaba convencida. Aquella colega vidente era quien había protagonizado la pesadilla que acababa de contaminar el sueño de Daphne, hasta su dramático final. Para interpretar un sueño así no se requería una gran pericia, desde luego. Sobre todo porque esa visión parecía encajar con su premonición en casa de los Goubert.
Tal vez Agatha había intentado avisarla, cuando ya presentía la amenaza. Siempre había existido entre ellas una especial complicidad.
La vidente decidió utilizar una vía de comunicación mucho más convencional que sus sensaciones; la llamó por teléfono sin moverse del lecho, alargando el brazo hasta la mesilla de noche. Nada. No respondió a los timbrazos.
—Demasiado tarde, Agatha —murmuró Daphne, con la boca seca—. Esperaste demasiado. Ojalá pudieras decirme algo más ahora. Ahora que puedo escucharte. ¿Dónde estás?
La vieja bruja tuvo claro que, en caso necesario, no dudaría en pedir a Pascal que buscase a su compañera en el Más Allá. Confió en que no hiciera falta, pues aquella medida supondría la materialización de la peor de las opciones, de la más trágica.
Daphne tenía que hablar con ella. Su testimonio resultaba vital para averiguar qué había ocurrido, y si aquello podía afectarlos de algún modo.
Porque la suerte que pudiera correr una de las principales videntes de Europa no era una cuestión baladí. Algo estaba ocurriendo. Algo serio. Otra vez.
Tan solo tres meses de paz habían transcurrido desde que el Viajero retornase al mundo de los vivos. ¿Y ya volvía el Mal a manifestarse?
Se materializaba el inexorable efecto de dejar cabos sueltos, dedujo la vidente recordando el conflictivo retorno de Pascal a la dimensión de la vida. La marea de los acontecimientos acababa siempre por arrastrar a la orilla aquello que uno había pretendido desterrar en alta mar.
¿Qué traía ahora a sus pies el oleaje de la vida?
El mecanismo vigilante de Daphne se activaba de nuevo, avivado por sus recelos. Era esencial descubrir qué se escondía tras la desaparición de Agatha.
Daphne, sin moverse de la cama, procuró analizar cada detalle de su sueño. Debía rebuscar en él como si se encontrase en la verdadera escena de un crimen.
Se esforzaba, ahora con los ojos cerrados, pero nada llamaba su atención en los resquicios de aquel espejismo que rescataba de su mente, salvo una tabla de ouija donde determinadas letras parecían brillar con especial intensidad.
Procuró recuperar aquellas letras. ¿Cuáles eran? La «a», seguro; la «m», también, y la «r». Le faltaba una, que se resistía a materializarse.
Con aquellos datos, poco podía hacer. La única combinación que se le ocurría era «mar», y eso no le decía nada, sobre todo teniendo en cuenta que le faltaba una letra. ¿Cuál sería? ¿Vocal, consonante?
Sin embargo, no tardó en dibujarse ante sus ojos una enorme «C», de cuerpo negro y vibrante, que fue creciendo hasta adquirir unas dimensiones fantasmales, para acabar cubriéndola con su sombra como si en su turbulenta caída fuera capaz de aplastarla. Daphne se encogió ante aquella pavorosa concreción de su incógnita.
La «C». La letra que esquivaba su memoria era la «c».
Una combinación se materializó en su mente y barrió su cuerpo con un latigazo de terror: MARC.
La vidente recordó todos los detalles que había narrado Pascal a su vuelta del rescate de Michelle, y supo que se enfrentaban a un demonio que, aunque no tenía potestad para acceder al mundo de los vivos, sí podía hacerlo en forma espiritual a través de los médiums.
¿Era aquella criatura condenada lo que había atacado a Agatha?
¿Era aquella criatura lo que había atacado a Pascal recientemente, en su casa y en el lycée? Recordó que el Viajero había escuchado risas infantiles…
¿Estaban relacionados todos aquellos episodios?
No podía saberlo.
La Vieja Daphne, con el rostro lívido, maldijo en silencio. Se planteó acudir a Londres para buscar respuestas a sus interrogantes, pero eso suponía —cuando aún no sabía con seguridad qué había pasado con Agatha— dejar a Pascal y sus amigos sin más apoyo esotérico en París que Marcel Laville, demasiado ocupado durante aquellos días en habilitar el nuevo emplazamiento de la Puerta Oscura. Además, si a Agatha le había ocurrido algo que no se había descubierto todavía en la capital inglesa y ella aparecía por su domicilio, levantaría sospechas y podía acarrearle complicaciones.
Marc.
La vidente tomó una decisión. Llamaría a Dionisio Guillen, adscrito también a la Hermandad de Videntes Vivos, miembro del Triángulo Europeo —como Agatha la Serena— y amigo suyo, que ejercía su profesión en España. Él sabría lo que hacer.
—Yo…
Pascal no pudo terminar su respuesta, pues aquel hombre se le echó encima con una agresividad brutal. Ambos rodaron por el suelo, golpeando la cama y moviendo una mesilla. Pascal recibió un puñetazo en la cara cuyo impacto le provocó un crujido en el cuello.
—¡Dime qué estabas haciendo! —insistía Lebobitz, en medio de su rabia—. Pretendías robarme aprovechando el incendio, ¿eh?
Qué lejos estaba aquel tipo de intuir el verdadero motivo que había llevado a Pascal hasta su domicilio.
El Viajero se revolvía bien gracias a su cuerpo delgado y fibroso, aunque no lograba esquivar la lluvia de golpes que le estaba cayendo, magullándolo por todos lados. En medio de sus movimientos caóticos, atinó a alcanzar en el estómago a su atacante, que se encogió dejándole respirar por unos instantes.
La pelea continuaba y nuevos golpes se cruzaron. Ambos sangraban por la nariz o por la boca. Se escucharon unas sirenas; algún vecino había llamado a los bomberos. Pero allí dentro el tiempo parecía haberse detenido, ambos se hallaban enzarzados en un combate que los mantenía ajenos a lo que ocurría alrededor.
Lebobitz, encima de Pascal, intentaba agarrarle el cuello, aunque el chico se resistía frenando el avance de sus manos. Mientras bloqueaba aquellos dedos que se estiraban para estrangularle, el joven español reparó en que, frente a la cama, un espejo de cuerpo entero permanecía apoyado en la pared. Y se estaba empañando sin razón aparente.
Entendió que no estaban solos.
Y decidió cambiar de estrategia. Dio un violento vuelco que le provocó un gemido, pero logró quitarse de encima a Lebobitz. Este aún tuvo tiempo de incrustarle los nudillos en un costado. Pascal gritó de dolor, y después, tambaleándose, fingió que pretendía huir aproximándose al espejo. Su agresor, ajeno a lo que estaba a punto de ocurrir, cayó en la trampa echándose sobre Pascal.
Lebobitz estaba ya al alcance de unos brazos que surgieron de entre la niebla del cristal, y que lo atraparon arrancándole de la pelea mientras lo sumían en un estado de pavor que jamás había concebido. Y es que aquel hombre acababa de reconocer, estremecido, la mano de su madre muerta. En pocos segundos se enfrentó al rostro de ella, lo que anuló por completo su ánimo, su razón.
El chico se dio cuenta de que, por encima de su propia violencia, Lebobitz estaba ahora a punto de sufrir un shock. Se enfrentaba al sobrecogedor hecho de que el pasado venía a buscarlo seis años después. Y no lo entendía.
Pascal descubría que, gracias a su condición de Viajero, podía contar con los muertos. Ellos estaban con él.
Se vio, con cierta presunción, como una especie de Señor de los Muertos. Y le gustó.
Pascal, volviendo a la realidad, supo que tenía que ofrecer en aquellos instantes una imagen sólida, segura:
—La combinación —pidió con tono grave.
Lebobitz, ensimismado en su terror, se la facilitó sin rechistar. Su miedo era tan puro que ni siquiera intentaba zafarse de aquel abrazo helado que lo mantenía sujeto al cristal del espejo. Podía ver las facciones maternas infinitamente tristes que lo observaban desde el otro lado.
Dentro de la caja fuerte estaba, en efecto, el sobre rojo. Pascal lo cogió y se apartó de aquel mueble, enseñando su trofeo al fantasma que asistía a la escena a través del espejo. Entonces, aquellos brazos inertes soltaron a su hijo, que cayó al suelo sin fuerzas, a punto de desvanecerse.
Lebobitz consiguió ponerse en pie, tambaleándose como un borracho. Incapaz de volverse hacia el espejo, miró el sobre que Pascal mantenía entre las manos, un sobre que lo condenaba. A continuación, sin emitir ni una palabra, se lanzó contra la ventana.
Pascal no se esperaba aquella reacción. Para cuando quiso reaccionar, el hombre ya se había precipitado a la calle atravesando los cristales, lo que provocó un alarido generalizado entre los vecinos que permanecían en la calle, cuatro pisos más abajo.
Qué ironía; el hijo había terminado como la madre.
Unos pasos rápidos se oyeron por las escaleras: los bomberos.
—¿Qué hago? —Pascal preguntaba al rostro del espejo, que le miraba con gesto agradecido a pesar de las lágrimas por el hijo muerto.
—Ven conmigo —susurró ella desde el cristal—. No tengas miedo, eres el Viajero.
Pascal dudó.
—¿Y los gusanos? —quiso saber, recordando su última experiencia allí dentro—. ¿Pueden aparecer de nuevo?
—Para cuando lo hagan, tú estarás en casa…
Los bomberos llegaban al piso. Pascal, sin pensarlo más, dejó el sobre rojo sobre la cama. A continuación, se colocó junto al espejo y dejó que el espíritu le ayudara a entrar.
Justo cuando sus pies abandonaban la realidad de los vivos, sumergiéndose del todo en aquel cristal enmarcado que parecía estar derritiéndose, varios hombres uniformados alcanzaban la habitación.
Daphne no prolongó más su trance, presa de una incómoda inquietud. Por tercera vez en veinte minutos, interrumpía la comunicación espiritual sin alcanzar su objetivo de contactar con Dionisio Guillen. Aquel inesperado fracaso, dadas las graves circunstancias, solo servía para alimentar sus ya de por sí desatadas suspicacias.
También con Agatha la comunicación había empezado así. ¿Sería posible que…?
No, se increpó a sí misma, castigándose con severidad ante una actitud tan poco profesional. ¿Dionisio también desaparecido? Se trataba de una conclusión aberrante, sin sustento alguno. Ella era una vidente de prestigio, no iba a empezar a aquellas alturas con improvisaciones baratas. Daphne no aventuraba, dictaminaba. Entre ambos cometidos se abría un abismo de distancia.
Se apresuró, por tanto, a truncar aquel cauce de pensamiento absurdo que pugnaba por avasallar su mente. No permitió que su momentánea imposibilidad de localizar a Dionisio Guillen diera alas a teorías catastrofistas. De hecho, existían otras causas que podían explicar aquellas dificultades para comunicarse con su colega de España. Por ejemplo, cabía la alternativa de que Guillen estuviera en ese preciso instante ejerciendo como médium en una sesión de espiritismo, lo que, en efecto, haría imposible que Daphne lograra conectar con él.
La vidente, reacia en medio de su solitaria madrugada a aceptar un agravamiento tan rotundo de la situación, se repetiría ese tranquilizador argumento hasta la saciedad a lo largo de aquella noche. Una noche en la que no cejó de llamar a su compañero español. Infructuosamente.
Y así, reclinada en su lecho, insomne, asistiría a la perniciosa disolución de los argumentos que descartaban la peor de las opciones. En uno de esos sarcasmos que salpican la vida y que solo detectan los testigos más atentos, conforme se aproximaba el amanecer, Daphne iría viendo confirmarse la presencia de sombras en el horizonte.
Unas sombras que se retiraban, perezosas, para dar paso a una silueta muy joven. La silueta de un niño de gesto implacable.
Y llegaron hasta el familiar resplandor, que brillaba como un faro en medio de la espesura negra, una brecha titilante suspendida en las tinieblas. Pascal, todavía tenso, reconoció en aquella aislada señal luminosa el reflejo metálico de una bombilla que refulgía al otro lado, en el mundo de los vivos; la misma luz que él había dejado encendida antes de iniciar su particular desafío, al modo de un improvisado hilo de Ariadna incandescente en el laberinto neutro de la oscuridad. Sonrió, precipitándose hacia aquella grieta amarilla que se abría en la noche perenne.
El Viajero profanó sin dudar la gelatinosa superficie del espejo, y se encontró asomándose al interior del baño de su abuela. Aspiró con delectación aquella atmósfera conocida, real, viva. Un aire auténtico, que podía desgranarse en mil olores distintos que él identificaba. Buscó entonces los apoyos que le permitieran saltar hasta el familiar suelo de baldosas, y abandonar así por completo aquella dimensión entre la vida y la muerte. Nada había enturbiado su fugaz desplazamiento desde el domicilio de Lebobitz hasta ese umbral: la repugnante huella de los gusanos de ultratumba iba adoptando paulatinamente la inofensiva forma de un recuerdo.
—Salta, Pascal —susurró Melissa, a su espalda—. Vuelve a tu mundo. Has roto mis cadenas. Nunca te lo agradeceré bastante.
El aludido se volvió para descubrir lágrimas en los ojos apagados de la mujer. Siempre le asombraban esos destellos de vida en el escenario inerte de aquella región.
—Lo único que he hecho… ha sido cumplir con mi obligación —declaró, reconociendo la propia emoción en su voz quebrada—. Y he tardado más de la cuenta.
La espectacular resonancia de aquel entorno multiplicó su confesión, que se perdió por remotas galerías.
El rostro de Melissa Lebobitz traslucía una intensa felicidad, por primera vez brillaba. Y se trataba de un brillo genuino, que no respondía al reflejo fatuo de resplandores ajenos.
—Has hecho mucho más, Viajero —sentenció solemne—. Me has dado la libertad. Ve y continúa tu camino. Eres luz.
Pascal no supo qué replicar. Ella, mientras tanto, se le aproximó hasta rozar su mejilla y le dio un beso con sus labios gélidos. Después se apartó hacia las sombras y, con la penumbra, su imagen fue perdiendo consistencia. Agitaba una mano a modo de despedida.
Pascal respondió a aquel gesto; luego, abandonando su pose ensimismada, se centró en el impulso final que le permitiría atravesar por completo la superficie pastosa del espejo, como de hecho sucedió. A los pocos segundos aterrizaba de forma aparatosa sobre el firme embaldosado de la habitación, tras esquivar el obstáculo previsto del lavabo. Allí tirado, incluso antes de recuperar una postura más cómoda, se dejó invadir por una poderosa oleada de colorida cotidianidad cuyo tacto apacible sintió sobre el rostro.
Nunca imaginó que el escenario de un baño pudiera resultar tan reconfortante.
Y en aquella posición, todavía sin levantarse, se dejó dominar por una corriente —en esta ocasión tempestuosa— de íntima satisfacción. Había sido capaz. Lo había conseguido, había cumplido con su cometido de Viajero. Algo tarde, pero de forma exitosa. Había estado a la altura de las expectativas de la mujer fantasma. Alucinante, una pasada. En momentos así, de subidón de adrenalina, se creía su condición de elegido e incluso asumía la posibilidad de una cierta predestinación. Quizá sí se merecía aquella designación.
Afortunadamente, Pascal pudo ahuyentar pronto la sombra de su responsabilidad en el suicidio de Daniel Lebobitz, un pensamiento que se había alojado en su cerebro. Lo único que él pretendía era que se entregara a la policía, nada más. Pero Lebobitz se había comportado como lo que era: un cobarde. Allá él, había escogido su propio castigo por un pasado que solo ahora cerraba su última página.
Daniel Lebobitz había estado disfrutando de una impunidad que tenía los días contados. Subestimar el poder del tiempo acarreaba un elevado precio. Pascal extrajo de aquellos hechos una conclusión irrefutable: no había nada más inútil, más absurdo, que pretender huir del pasado. Tarde o temprano te alcanza. Siempre.
Ante el Viajero, sin embargo, lo único que se extendía era la infinita planicie de un futuro plagado de incógnitas.