C/ Benito Pérez Galdós, Madrid,
14-11-2008, 16:40 h
Dionisio Guillén conversaba por teléfono. Se interrumpió para estudiar las cartas de tarot sobre la mesa con la cabeza inclinada, ya que sujetaba el auricular con el hombro en una postura algo incómoda pero que le permitía mantener sus manos libres para barajar y colocar los naipes.
—En cuanto al amor… —reanudó, interpretando lo que veía—. Te ha salido la carta del Ermitaño, ¿sabes?
—Dígame —se oyó al otro lado de la línea—. ¿Y eso qué significa?
Dionisio no tardó en contestar; a fin de cuentas, aquel cliente pagaba por minuto y tampoco era cuestión de abusar; llevaban ya cerca de un cuarto de hora hablando.
—Este arcano representa la búsqueda de la realización interior y el encuentro con la luz —explicó—. En el terreno del amor, suele asociarse con un distanciamiento en una relación complicada. ¿Atraviesas dificultades con tu pareja?
La consulta telefónica se prolongó todavía cinco minutos más. En cuanto colgó, Dionisio recuperó su postura normal y dedicó unos segundos a masajearse la nuca. Por aquel día ya tenía suficiente, aunque aún le quedaba un rato antes de poder descansar. Confió en que no llamara nadie más.
Se echó hacia atrás en su butaca de cuero verde, disfrutando del ambiente acogedor que reinaba en aquella habitación, dedicada a biblioteca y sala para las sesiones de lectura de cartas. Paseó su mirada por las estanterías repletas de libros, procurando relajarse. La luz, procedente de unas velas que encendía cuando le tocaba trabajar, otorgaba un ambiente evocador a la estancia.
Dionisio Guillen reunió en un mazo todas las cartas que había utilizado y, a continuación, se levantó para ir al baño. Apenas tardó en volver, pero en cuanto lo hizo se percató, sin embargo, de que algo había cambiado. Sus ojos se clavaron en la mesa donde, hasta hacía unos instantes, había permanecido trabajando.
La baraja. Eso era. Uno de los naipes se había separado de ella y aguardaba, tentador, ofreciéndole su dorso hermético sobre la superficie de madera. Guillen sabía que él no había dejado la carta de ese modo. Por eso, manteniendo una calma tensa, comenzó a aproximarse hacia la mesa con los calculados movimientos de un centinela que ha percibido un ruido extraño.
¿Qué estaba ocurriendo?
Su cintura terminó por frenarse ante la barrera del mueble. Entonces se inclinó y bajó su mirada sin pestañeos. Aquel solitario naipe, que atraía sus pupilas con un siniestro magnetismo, acentuó la incongruencia de su colocación marginal con un ligero vaivén. Ese trozo de papel se le insinuaba de algún modo, le lanzaba guiños de impaciencia.
Dionisio Guillen alargó el brazo y depositó su mano sobre la carta, resistiéndose a descubrirla, atenazado por su propia incertidumbre. Su capacidad extrasensorial no le ofrecía respuestas ante aquel fenómeno paranormal, y un temor supersticioso había empezado a anegar sus pulmones. Sentía la ansiedad oprimiéndole el corazón.
Sus dedos se curvaron agarrando la carta, las uñas arañaban su filo de cartón. La espera no podía prolongarse. Guillen contuvo la respiración, y de un solo impulso volvió el naipe.
El vidente sintió un golpe de calor llegando a él en una furiosa oleada.
El Diablo. Había salido el arcano XV, el Diablo.
Dionisio Guillen no reaccionó al principio, se limitó a recorrer con la vista —como si aquella inofensiva actividad observadora le permitiera de verdad ganar tiempo— los detalles del dibujo de aquella enigmática carta: ese ser de torso humano, cintura peluda y cabeza de macho cabrío, con sus patas acabadas en pezuñas, le observaba con ojos penetrantes, inquisitivos.
El vidente español insistía en prorrogar aquel momento sentenciado, en alargar ese estadio de parálisis, pero ya era tarde para cualquier maniobra. Ceder a la curiosidad, destapar el cruel contenido de aquel naipe, había constituido el comienzo de una inexorable cuenta atrás. La suerte estaba echada.
Porque él conocía bien el significado implícito en aquella carta que constituía en sí misma un veredicto.
Guillen tiró lejos el naipe, presa del pánico. Sobre la mesa, al instante, una nueva carta se ofrecía insolente, separada del resto. El vidente volvió a encontrarse frente a la imagen demoníaca del arcano XV al descubrirla. La soltó como si quemase, y salió huyendo hasta el pasillo.
La temperatura de la estancia había descendido varios grados y la calma reinante resultaba artificial, amenazadora. Antinatural. Localizó el interruptor y encendió las lámparas adosadas del corredor.
El pasillo terminaba unos diez metros más adelante, en una puerta de cristal que golpeaba levemente contra su marco, consecuencia de una ligera brisa. Guillen tragó saliva; no había ventanas abiertas, no podía generarse una corriente de aire como para provocar aquel golpeteo.
Se fue aproximando, debía hacerlo si pretendía escapar del piso. La puerta del final continuaba con sus breves sacudidas, que provocaban vibraciones en la plancha de cristal enmarcado. El sonido repetitivo de aquel choque le erizó la piel. A su espalda solo dejaba penumbra, las luces de la biblioteca se habían apagado y de la ventana de aquella estancia que acababa de abandonar solo llegaba ya el resplandor mortecino del atardecer invernal.
No dejó de caminar, avanzando a zancadas débiles de velocidad imprecisa. Llegó por fin hasta la puerta batiente que tenía que atravesar para acceder al vestíbulo. Vio su rostro reflejado en aquel vidrio, incluso distinguió el brillo resbaladizo del sudor deslizándose sobre su frente. Fue entonces, al disponerse a empujarla para dejar libre el paso, cuando aquella plancha de cristal estalló. Un fenómeno curioso, alcanzó todavía a pensar Guillen. Al desintegrarse el vidrio, asistió a su propia imagen pulverizándose con él. Por una vez, un espejo se anticipaba a lo que en realidad iba a ocurrir. Décimas de segundo después del destrozo de su reflejo, sentía en su carne —esta vez sí— la mordedura real de la metralla transparente, los estragos en su propia piel alcanzada por los agudos proyectiles en que se habían convertido las astillas de cristal. Con el cuerpo atravesado, sangrante, ciego —sus ojos rasgados por las cuchillas de formas caprichosas—, todavía logró recorrer unos vacilantes pasos. Aullaba de dolor. En una cruel paradoja, ahora que no podía ver, sí logró percibir la presencia maléfica que se movía por el piso; sus ojos anegados en sangre esculpieron una figura con forma de niño que le devolvió una sonrisa perversa.
Hola, Dionisio… Me llamo Marc y vengo a acabar contigo antes de que puedas entrometerte en mi camino…
Guillen se desplomó, demasiado débil incluso para experimentar un miedo mayor que el que ya soportaba. Antes de sucumbir por completo a sus heridas, el vidente alcanzó a dibujar letras en el suelo, arrastrando las yemas de sus dedos sanguinolentos, letras de trazo deformado por su pulso tenue sometido a los últimos estertores. A los pocos segundos, su corazón dejaba de latir.
La puerta del pasillo se detuvo entonces. Al fondo, en el interior sombrío de la biblioteca, los naipes de la baraja de tarot iban precipitándose al suelo uno a uno, en un pertinaz y lúgubre goteo.
Las once de la noche. La abuela de Pascal había regresado a su dormitorio tras visitar la habitación de su nieto para desearle buenas noches. Ese día, el chico se quedaba a dormir en su casa, como ocurría cada vez que la quebradiza salud de la anciana así lo exigía. Todo en orden. Por muy poco no lo había pillado en el baño con aquella apariencia de prepararse para la guerra que él no habría sabido cómo justificar.
A Pascal le había faltado tiempo, ya fuera de la vista de su abuela, para acudir de nuevo al baño y rememorar su fallido encuentro con el fantasma del espejo. Y es que el final de la cuarentena declarado por Daphne había alentado en el Viajero el vigor de sus remordimientos. Lo primero que se disponía a hacer tras el anuncio de la vidente no era acudir al Más Allá a través de la Puerta Oscura. No. Su prioridad consistía en responder a esa llamada de auxilio que le formulase la difunta señora de Lebobitz meses atrás, cuando él tan solo veía en el reflejo del espejo a un chaval asustado, intimidado ante la envergadura de lo que se estaba desatando a su alrededor. El eco de aquel grito no correspondido se había mantenido flotando en el ambiente, acariciando con aspereza la memoria de Pascal, como humillante recordatorio de un fracaso.
Ahora el chico había vuelto para cumplir su misión. Y lo había hecho con el aplomo logrado por unas vivencias que le habían marcado a fuego el alma… y el corazón. Seguía siendo el Viajero, y era muy consciente de que aquel rango le obligaba a estar a la altura.
Recordó la terrible historia del fantasma del otro lado del espejo, Melissa Lebobitz. Aquella mujer se había suicidado hacía seis años, dejando una carta de despedida para su marido. Sin embargo, él jamás llegó a leerla, ni siquiera a conocer su existencia. El hijo, Daniel, ocultó el papel y se las arregló para que acusaran a su padre de la muerte de Melissa. Así, aquel joven se veía libre de sus progenitores y recibía una cuantiosa herencia.
Sentenciado por asesinato con el agravante de vínculo familiar, el señor Lebobitz fue condenado a muchos años de cárcel, que todavía estaba cumpliendo mientras el verdadero culpable de aquel error policial vivía a lo grande.
La difunta Melissa había insistido a Pascal en que su hijo Daniel aún conservaba la carta que ella escribió, oculta en su piso de París.
—Y yo tengo que recuperarla para que se haga justicia —terminó de recordar Pascal, inquieto frente al lavabo.
Pascal, debatiéndose entre sus propias dudas sobre cómo materializar su momentánea resolución, todavía aguardó unos minutos antes de salir del baño —dejó la luz encendida— y recorrer el pasillo hasta el salón. Acababa de perfilar su primer paso.
Aquel rato le había venido bien para serenarse —la inminencia de un posible encuentro con el espíritu de Melissa Lebobitz aceleraba su pulso—, a pesar de los interrogantes existenciales que siempre se formulaba al pensar en el otro lado. Pero tampoco debía arriesgarse a dejar pasar mucho más tiempo, pues su euforia ante la autorización de Daphne para que ejerciese de nuevo como Viajero podía debilitarse en cuanto su mente recordara con precisión el ambiente lóbrego del Más Allá. Pascal temía el retorno de su alienante inseguridad.
Ya en el salón, Pascal atrapó la guía telefónica y comprobó cuántos Lebobitz vivían en París. Por suerte, ese apellido no era frecuente en Francia, así que se encontró con cuatro, de los que solo uno vivía en Babylone y estaba precedido de la D. No había posibilidad de error. Aquel era el tipo que había provocado el encarcelamiento de su propio padre. Anotó su teléfono y se fue a vestir.
«Babylone.»
«Calle Babylone 68.»
Pascal recordaba bien cómo Melissa, confiada, había dibujado en la superficie empañada del espejo del baño el nombre y la dirección de su hijo. Unos datos que, hasta ahora, no habían servido de nada. Pascal estaba dispuesto a resolver de una vez aquel drama que llevaba años impidiendo a la señora Lebobitz descansar en paz.
Dejó discurrir más tiempo, buscaba resguardarse en la discreción de la madrugada. Por fin decidió reanudar sus movimientos y, minutos después, abandonaba el tranquilizador portal del edificio, no sin antes haber confirmado el sueño apacible de su abuela. Se sentía un poco culpable por dejarla sola, pero como la anciana acababa de tomar su medicación, no era probable que se despertara en un buen rato. Por eso Pascal consideró que podía ausentarse durante unas horas, una marcha que desde la casa de sus padres habría resultado mucho más difícil. Volvería lo más pronto posible, no le gustaba faltar a sus responsabilidades.
Ya en la calle, se enfrentó a una noche en la que, lo sabía muy bien, todo era posible. Le costó tiempo encontrar un taxi, aunque terminó consiguiéndolo. Pascal no andaba muy sobrado de dinero, pero confió en que fuera suficiente para llegar hasta la calle. Y así fue.
En cuanto llegó a su destino, lo primero que hizo fue localizar el número que le interesaba: el Babylone sesenta y ocho. Contempló con detenimiento el edificio, amplio, elegante, de siete alturas. Era evidente que la herencia mal ganada —y la falta de conciencia de su actual poseedor— permitía a Daniel Lebobitz vivir muy bien. Desde hacía años.
Los pisos más caros son siempre los exteriores, pensó Pascal. Por eso el apartamento de Lebobitz tenía que contar con ventanas a la calle. El joven español cruzó la acera y, desde un punto con buena visibilidad, tecleó en su móvil el número que había copiado de la guía. A los pocos segundos, comenzó a oír la señal de que el teléfono fijo marcado estaba sonando. Si acertaba en sus suposiciones, los timbrazos estarían repitiéndose en el interior de alguna de aquellas habitaciones que tenía enfrente. Aunque, en el caso de que Lebobitz no se encontrara en casa, aquella estrategia para averiguar el piso donde vivía aquel hombre no le iba a servir de nada.
Por fortuna, no fue así y Pascal obtuvo lo que pretendía: enseguida, la luz de una ventana en el cuarto piso se encendió, casi al mismo tiempo que una voz adormecida —eran cerca de las dos de la mañana— le contestaba al móvil. El chico colgó de inmediato. Ya sabía lo que quería: Lebobitz vivía en el cuarto.
A continuación, Pascal volvió a cruzar la calle, y se situó en el ya conocido portal del número sesenta y ocho. Estudió el portero automático; en cada planta había dos puertas, derecha e izquierda. Bien, eso facilitaba las cosas. Cuando lograse entrar en la casa, solo tendría que vigilar dos accesos en la planta correspondiente.
El chico se despojó entonces del abrigo y lo utilizó para cubrirse bien uno de los brazos. Tras asegurarse de que nadie transitaba por aquella calle en esos momentos, dio un paso hasta casi rozar el portalón de aquel número y lanzó su brazo forrado de ropa contra el cristal que rodeaba el picaporte, que se rompió en pedazos irregulares. Pascal se largó de allí a toda velocidad, hasta una bocacalle donde se ocultó de la vista de cualquier vecino que se hubiera despertado con el estrépito.
Esperó un tiempo prudencial. Tal como era previsible, no sucedió nada. A aquellas horas, todo el mundo dormía, y el ruido había sido breve y apagado, salvo el más escandaloso encuentro de los cristales con el suelo.
Cómo retumba todo en la madrugada.
Pascal suspiró, tentado de abandonar aquella locura y volver a casa de su abuela. ¿Estaba convencido de lo que se disponía a hacer? ¿Y si lo pillaba Lebobitz? A juzgar por su pasado, debía de ser un tipo peligroso…
Pero Pascal no hizo caso de aquellas dudas y les cerró el paso, impidiendo así que lo disuadieran. Volvió al lugar del destrozo, terminó de limpiar el agujero hecho en el cristal y, metiendo una mano, pudo alcanzar la manivela y abrir la puerta desde dentro. Después se coló en el portal.
El ente se escabulle a través de un espejo próximo, abandona la dimensión de los vivos con el sabor de la muerte en sus labios. Se hunde en las profundidades oscuras de las galerías de transición que comunican con la dimensión de los hogareños. Debe retornar a su escondite, a su refugio del Más Allá, o corre el riesgo de ser localizado por los centinelas.
Antes de irse, se ha recreado unos instantes en el cuerpo todavía caliente de su víctima, Dionisio Guillen, canalizando hacia aquel cadáver todo el apetito de odio que alberga su interior marchito.
Un obstáculo menos en su camino. Pero no el último.
Su sed de sangre no se ha visto aún satisfecha, como voraz e inevitable le parece su propio destino en el mundo de los vivos.
Pronto su senda volverá a cruzarse con la del Viajero. Pero todavía no ha llegado el momento… Antes debe proseguir con sus planes, que incluyen una nueva visita a la región de la vida.
Se apresura a encontrar a ese siguiente mortal que le permitirá aproximarse hasta el Viajero.
Era muy tarde, nadie quedaba en las oficinas de la Torre Montparnasse. Sin embargo, aún podía distinguirse en una de las últimas plantas del rascacielos el destello de una lámpara encendida. Alguien continuaba trabajando.
La silueta de André Verger se recortaba sobre el resplandor de la noche de París. El empresario, erguido en su sillón, inició entonces un lento golpeteo con un dedo sobre el escritorio, mientras contemplaba con gesto ausente a Cotin. Este acababa de terminar de narrar sus novedades y aguardaba instrucciones con su pose encorvada, aquella inclinación deforme que transmitía una grotesca sensación de permanente avidez.
—De todo tu relato —comenzó el ejecutivo modulando la voz—, me quedo con dos palabras, Pierre: «Viajero» y «Puerta Oscura». ¿Seguro que escuchaste bien?
El aludido se encogió de hombros.
—Tengo un oído muy fino, señor. Esos son los términos literales que salieron en la conversación.
Verger emitió un gruñido de satisfacción, procurando no exteriorizar su nerviosismo. Contempló el gesto impávido de su secuaz, incomprensible de no ser por su ignorancia sobre lo que acababa de destapar con su eficaz labor de espía y confidente. Para Pierre Cotin, aquellas palabras esenciales, «Viajero» y «Puerta Oscura», no significaban nada. Solo el fruto de un encargo más. Pero para Verger suponían la confirmación de su hipótesis más ambiciosa. Casi no lograba mantenerse en su asiento de pura impaciencia. Intuía que una nueva época se avecinaba.
Y podía ser la época de su imperio. Por fin podía quedar a su alcance el anhelado tacto del poder total, nítido, del poder en estado puro.
—¿Y conoces la identidad de ese al que aluden como Viajero? —susurró, solemne.
Cotin negó con la cabeza.
—No pude ver nada —reconoció con su acostumbrado tono desagradable—. Pero reconocería su voz, señor. Se trata de alguien muy joven.
—¡No me basta! —declaró Verger, golpeando con el puño sobre la mesa—. ¡Necesito más información! Continúa indagando, y tráeme los datos que preciso con la máxima urgencia.
—Sí, señor.
—La recompensa será mucho mayor que en otras ocasiones, Cotin.
Al aludido le brillaron los ojos de avaricia, y sus finos labios se curvaron en una sonrisa pérfida que desapareció enseguida.
—Gracias, señor. Cumpliré sus órdenes.
En cuanto Pierre Cotin se hubo ido, André Verger se levantó de su sillón y, tras pulsar un código en una placa numérica oculta y esperar el familiar zumbido de aceptación de la clave, atravesó una puerta blindada que se abría en una de las paredes laterales del despacho, camuflada bajo la apariencia de unos anaqueles repletos de expedientes. Acababa de acceder a una imponente biblioteca, donde se disponía a pasar las próximas horas estudiando documentos.
Había llegado el momento de refrescar la memoria, de resucitar leyendas ancestrales cuya sombra ganaba consistencia. No obstante, antes decidió iniciar una sesión de espiritismo para comprobar que el desequilibrio de energías se mantenía en París. Debía prestar atención a todas las dimensiones.
Sacó de un armario el material necesario y extendió sobre una mesa próxima un tapete rojo adornado con símbolos esotéricos, alrededor del cual colocó cinco velas encendidas siguiendo un trazado pentagonal. A continuación, se sentó ante aquel improvisado altar y descansó sus manos abiertas con las palmas hacia abajo sobre el paño grabado, cerrando los ojos. Sus labios comenzaron entonces a moverse de forma casi imperceptible, recitando una primitiva salmodia.
Pronto, las llamas de las velas parecieron enardecerse, y de forma simultánea las cinco lenguas de fuego que bailaban sobre los cilindros oscuros de cera multiplicaron su tamaño y la agresividad de su danza. Verger abrió de golpe los ojos al sentir sobre el rostro la vaharada de calor provocada por aquella súbita deflagración que presagiaba la llegada de una presencia no física. Tragó saliva clavando los ojos en el tapete, sorprendido ante aquellos cirios que, derritiéndose, ofrecían ahora la virulencia incendiaria de auténticas antorchas. Verger solo pretendía atisbar la dimensión espiritual, pero por lo visto alguien o algo había acudido sin ser convocado.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó en voz alta al inesperado visitante, sin despegar la mirada de la mesa—. ¿Quién eres?
El empresario recuperaba poco a poco la compostura, algo esencial si no quería perder el control de la sesión. Se dio cuenta de que, como no había preparado un tablero de ouija, el espíritu no podía comunicarse con él. Verger, improvisando una alternativa, alargó un brazo sin levantarse y atrapó unos folios que depositó sobre el tapete rojo. Encima de ellos dejó su propia mano, entre cuyos dedos abiertos ya tenía dispuesta, medio inclinada, la pluma Mont Blanc que siempre llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Sin moverse, se concentró para potenciar sus habilidades como médium, y en pocos segundos empezaba a sentir el característico hormigueo que anunciaba la cesión de aquella extremidad que mantenía sin apartar de los símbolos arcanos, en una postura tan tensa que daba la impresión de que se disponía a ser amputada.
El empresario, sudoroso, sentía su pelo apelmazado sobre la frente.
Exactamente un minuto más tarde, Verger albergaba la certera convicción de que aquel brazo que exponía sobre la mesa ya no era suyo, en ese instante había perdido por completo la sensibilidad sobre él, a pesar de que sus dedos empezaban a agitarse como despertando de un prolongado letargo y la pluma se erguía ya en vertical sobre los folios, apresada —¿por quién?— con decisión.
Su mano, movida como un títere por un ente espiritual desconocido, comenzó a escribir sobre el papel mientras Verger se mantenía al margen, dejándose hacer con una disposición de intermediario más temerosa que convencida. Alcanzaba a ver el cuerpo de la pluma oscilar ante el dorso de su propia mano y escuchaba el ronroneo de la punta de oro deslizándose sobre el papel, como si aquella criatura que había acudido a visitarle hiciera verdaderos —e inútiles— esfuerzos por contenerse. En medio de esa situación crispante, Verger no pudo, sin embargo, evitar pensar que aquella pésima forma de escribir iba a estropearle su pluma favorita.
Estirando el cuello pudo distinguir, en contraste con la blancura del papel, las inconfundibles líneas irregulares de un trazo infantil. Aquel indicio lo noqueó de nuevo. ¿Se encontraba frente a… un niño? ¿Cómo podía un espíritu infantil hacer aquella pavorosa exhibición de energía?
Pronto pudo leer el mensaje. Entonces, con el rostro demudado por el impacto, adquirió conciencia de la genuina naturaleza del ser que se estaba comunicando con él. Y supo que había acertado al someterse de primeras a aquella presencia no invitada, en vez de procurar expulsarlo.
Esa decisión le había salvado la vida… y le abría un vasto horizonte de posibilidades.