André Verger apartó su sillón giratorio del amplio escritorio de caoba, sobre el que llevaba un buen rato inclinado tecleando ante el monitor del ordenador portátil. Las pequeñas ruedas de su asiento tapizado en piel se deslizaron por el suelo de mármol chirriando un poco, mientras le aproximaban con lentitud hasta la amplia cristalera que tenía a sus espaldas. Entonces volvió a apoyar los pies y se impulsó para provocar la rotación del respaldo, con lo que quedó mirando la inmensidad de París frente a frente. Era como estar volando: ante él, solo aire, y bastante más abajo, las primeras azoteas de los edificios de mayor altura.
Oteó el panorama mientras se ajustaba al cuello su corbata de seda marca Hérmes. El reflejo de su rostro sobre el vidrio surgía como una tenue cortina frente al paisaje urbano, mostrando sus facciones duras, su mirada azul de inevitable frialdad, sus mejillas rasuradas a la perfección. Esbozó una sonrisa cargada de prepotencia.
Impresionante atardecer. Su oficina, con el rótulo de «Grupo Verger», ubicada en la planta veinticinco de la Torre Montparnasse, ofrecía una espectacular perspectiva de la ciudad desde todos los despachos de los empleados, pero ninguno contaba con un ventanal que cubriese toda una pared, excepto el suyo.
Por algo era el propietario de ese holding inmobiliario. Al entrar en aquella enorme estancia de cincuenta metros cuadrados, el visitante sufría la impactante sensación de estar flotando sobre la ciudad. Y aquel mareo inicial constituía un oportuno complemento a la ya de por sí intimidante experiencia de enfrentarse al ejecutivo implacable que había montado allí su centro de operaciones. Quien acudía a negociar con Verger perdía convicción al atravesar el umbral de aquel desmesurado despacho y quedar asomado a la inmensidad del cielo parisino, sobre el que se recortaba la silueta del anfitrión, tiesa como una vara al otro lado de la mesa.
A Verger le gustaba aquella estimulante impresión de altura, que arrastraba reminiscencias del afrodisíaco tacto del poder. Desde allí uno se sentía capaz de todo, percibía que manejaba las riendas del mundo. Aunque, en el fondo, no fuese así.
Sonó el teléfono, profanando aquel agradable lapso de auto-complacencia. André, contrariado, giró su sillón y lo arrastró de nuevo hasta el escritorio al tiempo que alisaba su elegante americana. Presionó un botón y descolgó.
—Dime, Laure.
La voz algodonosa de su secretaria no tardó en dejarse oír:
—Pierre Cotin ha llegado, señor Verger.
El empresario consultó su reloj Patek Philippe, quince mil euros en un prestigioso establecimiento de Ginebra. Bien, Cotin respondía con puntualidad a su aviso.
—Que pase.
A los pocos segundos, la puerta de aquella majestuosa habitación se abría para dar paso a un hombrecillo enjuto, de perfil encorvado y relieves huesudos que se adivinaban bajo un abrigo ajado por el uso. Recorrió el tramo alfombrado que lo separaba de la mesa de Verger con pasos cortos y rápidos.
El aspecto descuidado que presentaba Cotin le hacía parecer mayor, pero no debía de superar los cuarenta años.
—Buenas tardes, monsieur Verger —su voz raspada y susurrante cuadraba bien con su aspecto desaliñado de comadreja escuálida—. Aquí estoy, usted dirá.
Miraba al suelo. El empresario, pensativo, lo observaba con las manos unidas en actitud orante, apoyados los codos en el escritorio mientras hacía oscilar la cabeza como dando breves besos a sus dedos de uñas cuidadas. Pierre Cotin se presentaba ante él. Aquel rostro surcado de arrugas prematuras, de gruesas cejas que ensombrecían sus ojillos nerviosos, resultaba francamente desagradable a André Verger. Incluso su fuerte olor corporal parecía segregado con el exclusivo fin de ahuyentar la compañía. Pero consideraba a Pierre Cotin muy bueno en lo suyo, y eso era lo relevante. Llevaba muchos años al servicio de Verger y siempre había trabajado con profesionalidad. Sobre todo con discreción, algo esencial en el tipo de servicios que ofrecía.
—Buenas tardes, Pierre. Has sido puntual. Así me gusta.
—Gracias, señor.
Verger abandonó su postura meditabunda y, alargando el brazo, extrajo de una caja de plata un grueso cigarro.
—Tú no fumas, ¿verdad?
Cotin negó con la cabeza, provocando una breve carcajada de su jefe.
—No fumas, no bebes… ¿Cómo puedes tener un aspecto tan lamentable llevando una vida tan sana?
Cotin se encogió de hombros.
—No me viene mal esta imagen, jefe —se justificó con su voz ronca—. Así paso inadvertido.
—Es cierto —convino Verger, regocijado ante aquella ocurrencia—. Ya que te mueves en los bajos fondos de esta gran ciudad, así no llamas la atención. Interesante. Darwin estaría orgulloso de ti, te has adaptado a una fisonomía débil a la que, por otra parte, estabas condenado por cuestiones genéticas. Has dado utilidad a lo poco dadivosa que ha sido la naturaleza contigo.
El empresario ya había cortado el comienzo de su puro y lo encendía con una parsimonia que a su esbirro se le antojó demasiado teatral. A continuación, el ejecutivo se levantó, envuelto en una densa humareda que impregnó todo de un intenso olor a tabaco. Cotin, que miraba de reojo el impecable traje de su jefe y sus lustrosos zapatos, comenzó a toser, pero Verger hizo caso omiso de aquel efecto en su subordinado.
El empresario detuvo su perfil alto y atlético. Centró su mirada, y el pestillo de la puerta del despacho, diez metros más allá, se deslizó de un golpe hasta bloquear el acceso. Cotin atendió a aquella modesta exhibición de poder mental. No le impresionó, era consciente de que las facultades de su jefe eran mucho mayores.
—Algo ha pasado, Pierre. Y no sé qué es.
Cotin no pestañeó.
—¿A qué se refiere, jefe? Necesito más información.
André dio unos pasos hasta situarse frente a un armario empotrado. Abrió sus puertas y alcanzó una pieza rectangular de cristal macizo, del tamaño de una tostadora, que se apresuró a colocar con cuidado en su mesa, sobre un tapete negro ribeteado de símbolos esotéricos que extrajo previamente de un cajón del escritorio.
Verger cerró los ojos y, murmurando una inaudible plegaria, deslizó la palma de su mano derecha por encima de aquel bloque transparente. Este comenzó a condensar su interior emitiendo un resplandor metálico que trepó por los muebles hasta abarcar todo el espacio contenido entre las paredes del despacho. Pronto, lo único que se podía ver en el interior de aquella pieza de vidrio era una niebla de diferentes tonalidades que se movía en espirales huracanadas.
—Hace varios meses que el reparto de energías se desestabilizó en París —declaró—. Percibí unas corrientes colosales, fuera de control. Algo ha roto el equilibrio, algo de un poder sobrenatural. Algo —su tono se volvió amenazador, despechado— que me ha dejado al margen. A mí, uno de los brujos más influyentes de Francia —aspiró de su cigarro, con una rabia mal contenida—. Hace semanas que no detectaba ese fenómeno, pero ayer volvió a producirse. El orden, pues, no se ha restablecido.
—Qué quiere de mí, monsieur Verger.
El aludido se inclinó hasta situar sus ojos a la altura de la pieza de cristal. Se mantuvo unos instantes en silencio, escrutando la bruma que seguía ondulando en su interior.
—¿Recuerdas a la Vieja Daphne? —preguntó sin apartar la vista de aquella herramienta de turbia transparencia, que se negaba a compartir con él su conocimiento—. Ve y espíala. Quizá ella nos pueda dar alguna pista, siempre está al tanto de todo.
Pierre Cotin alzó una de sus espesas cejas en señal de asentimiento.
—¿La recompensa de siempre, señor?
Verger le lanzó una mirada perversa.
—Lo sabes bien.
Cotin esbozó una sonrisa de hiena.
—De acuerdo, señor.
Verger se dedicó a aspirar con delectación su cigarro antes de responder.
—Tienes un plazo de veinticuatro horas para conseguir la información.
—Como usted diga, señor.
—Retírate, Pierre. Y tráeme los datos que necesito.
Con el sonido de fondo del correteo furtivo de Cotin camino de la puerta, André Verger tomó asiento en su sillón y se giró para contemplar la noche de París, que se había impuesto por fin sobre los trémulos destellos del sol declinante. Era lo bueno del invierno: lo temprano que anochecía. La oscuridad le apasionaba.
El lado tenebroso de la vida era mucho más seductor, más estimulante.
Osciló en su sillón, exhalando contra la ventana el humo denso de su cigarro. Siguió con los ojos su trayectoria vaporosa, sus volutas indolentes, hasta que la consistencia de aquellos rizos grises se disolvió en el aire un poco más arriba.
A Verger solo se le había ocurrido un posible motivo capaz de provocar aquel caos espiritual en París. Incluso había consultado incunables que contenían atávicas leyendas, buscando detonantes cuyos indicios coincidiesen con los que él estaba presenciando o intuyendo.
Había una única hipótesis posible, tan apabullante y trascendental que requería una confirmación inmediata: ¿Había resurgido la Puerta Oscura, después de tanto tiempo oculta? ¿Se había abierto, generando la aparición de un nuevo Viajero? Aguardaría los resultados de Cotin antes de actuar, antes de dar un solo paso. A sus cincuenta años, era capaz de esperar.
Pero si sus sospechas se materializaban, nada lo detendría. Nada.
El último en llegar fue Dominique. La Vieja Daphne —puesta al corriente de la incorporación del ausente Mathieu— fue abarcando con la mirada cada uno de los rostros de sus jóvenes e improvisados pupilos. Después de tres meses, los custodios del secreto de la Puerta Oscura se reunían de nuevo. La bruja percibió en el gesto de Pascal y Michelle un sutil rubor, una leve conmoción que ambos procuraban revestir de nerviosismo o impaciencia. La vidente frunció el ceño, perspicaz.
Dominique, desde su silla de ruedas, también atendía al aspecto acalorado que presentaba la pareja de amigos, rastreando en sus gestos poco naturales algún síntoma que le permitiera justificar su repentina suspicacia. ¿Había ocurrido algo que él no supiese? De ser así, ¿cuándo había tenido lugar?
Jules era el único que sabía que ellos dos habían estado solos en aquel lugar esa misma tarde, al haber sido el siguiente en llegar al local de la vidente. De todos modos, continuaba sin recuperarse de la perenne fatiga que parecía acompañarle sin descanso desde el ataque del vampiro meses atrás, así que tampoco estaba para muchas deducciones. Al menos su aspecto, demacrado y pálido, no distaba mucho de la apariencia que siempre había ofrecido y que seguía quedando muy bien con su vestuario gótico: sus camisetas siniestras, el abrigo de cuero negro con las solapas levantadas, las botas oscuras…
—Sentaos donde podáis —invitó Daphne con su voz áspera, señalando sillones y sillas repartidos por toda la estancia, el desvencijado salón que casi todos conocían—. Ha llegado el momento de que hablemos.
Los jóvenes obedecieron mientras la bruja cerraba con llave la puerta del local, y arrastraba una pesada cortina para tapar la única ventana de la habitación. Necesitaban intimidad, y la luz los hacía demasiado vulnerables ante cualquier eventual fisgoneo.
—Pascal actuó ayer como Viajero —comunicó, solemne y sin preámbulos—. Eso ha marcado el final del tiempo de cuarentena que acordamos a su retorno.
Todos lo sabían ya. Dominique frunció el ceño.
—¿Y eso por qué? —preguntó, volviéndose hacia Pascal—. Creía que seguíamos como siempre…
La vidente se pasó un pañuelo por las comisuras de los labios, y se acomodó en su sillón antes de responder.
—Como sabéis, la condición de Viajero otorga diferentes potestades en ambos mundos —comenzó—. Una de ellas, que quizá no conocíais, es la capacidad de acceder a la memoria retenida en los lugares. El Guardián y yo le pedimos que nos ayudase con ese don en un caso muy urgente, y él accedió.
Salvo Pascal, los demás se quedaron como estaban ante aquellas frases de contenido tan enigmático. La vidente se apresuró a explicar en qué consistía esa peculiar competencia que acababa de mencionar, y en pocos minutos todos asentían con la cabeza. Después de lo vivido meses atrás, ya nunca se encontrarían con nada que no estuvieran dispuestos a creer, si provenía de una fuente fiable.
—Alucinante, una vez más —farfulló Jules.
Incluso en medio de aquellas solemnes circunstancias, Dominique no pudo evitarlo, se imaginó poseedor de aquel don y no tardó en precisar el lugar al que acudiría a recrear alguna escena del pasado reciente: las duchas del vestuario femenino del lycée. Madre mía, aquella capacidad no tenía precio. Ver sin ser visto. Dominique ya se imaginaba esquivando bellezas, flirteando entre imágenes de chicas desnudas, bajo chorros humeantes de agua que a él, sin embargo, no le mojaban. Tragó saliva, dejando volar sus fantasías. Una de sus manos le traicionó con el movimiento comprometedor de una caricia a un cuerpo imaginario, que interrumpió al instante, algo azorado. Al menos, nadie había advertido su extraño comportamiento. La certeza de que, por desgracia, el disfrute de aquella visión retrospectiva no podía compartirse, devolvió a Dominique a la realidad de un modo brusco. Qué injusticia, se quejó por dentro. Pascal jamás sacaría a ese don el partido que él sí estaba dispuesto a extraer.
De haber conocido la índole de aquellas especulaciones, Daphne habría advertido a Dominique que el hecho de que Pascal pudiera acceder a la memoria de los lugares no implicaba que todos los lugares tuvieran algo que decir. Tal vez eso hubiera frenado el hormonal espejismo del chico.
Junto a él, la conversación continuaba:
—Aunque, en teoría, todavía se iba a prolongar este tiempo de prudente inactividad —reconocía Daphne, sin sospechar que Pascal ya había decidido interrumpir la cuarentena cuando le avisaron—, el Guardián de la Puerta me ha confirmado que la policía ha cerrado el caso de Delaveau. Por eso la decisión de recurrir a Pascal ayer, en un caso de extrema necesidad, no nos ha puesto en peligro.
—Es una suerte que Marcel Laville trabaje para la policía —comentó Pascal—. Es como tener a un cómplice infiltrado, un topo. Tiene acceso a una información que nos puede venir muy bien.
Todos estuvieron de acuerdo; se trataba de una casualidad sumamente útil.
—Mientras no ejerza de doble agente… —añadió Dominique, siempre envuelto en su humor de planteamientos retorcidos.
—Su solemne rango como Guardián garantiza la absoluta fidelidad de Laville al servicio de la Puerta —Daphne se había tomado en serio el comentario del chico; todavía no lo conocía lo suficiente como para interpretar con acierto sus sarcásticas observaciones.
—Vale, vale, no pretendía dudar de él —se disculpó—. Y a partir de ahora, ¿qué?
Dominique acababa de pronunciar el interrogante que flotaba en todas las mentes.
—A partir de ahora, aunque sin abandonar la discreción, ya podemos hacer «vida normal» —respondió Daphne, dudando si calificar así la extraordinaria realidad cotidiana que se disponían a reanudar—. Basta de disimulos. Podemos reunimos todos juntos como estamos haciendo ahora, aludir al crimen de Delaveau, visitar el nuevo emplazamiento de la Puerta Oscura en el palacio de Le Marais…
—Y puedo volver a cruzar la Puerta —afirmó Pascal, adoptando sin darse cuenta una pose de gravedad que no pasó inadvertida para nadie.
Las palabras del Viajero habían interrumpido la conversación. En el fondo, se produjo una espontánea coincidencia: todos los presentes aguardaban la reacción de la vidente, que ahora se mantenía en silencio. Entre todas las cosas que el final de la cuarentena permitía, en realidad, aquella era la más trascendental. ¿Podía retornar Pascal al Más Allá? Mejor dicho, ¿debía hacerlo? Todos se mostraban ansiosos ante la posibilidad de que se restableciese aquella comunicación entre dimensiones, anhelaban noticias de ese otro mundo que les estaba vedado como vivos, pero que existía con la misma consistencia que su propia realidad.
La Vieja Daphne resopló, renuente a perder el control de los acontecimientos, algo que ocurriría de forma inevitable en cuanto Pascal se introdujera en la Puerta Oscura. Pero ¿acaso era concebible, tras un siglo de ausencia, disponer por fin de un Viajero y no consentirle viajar? Tampoco ella ostentaba esa autoridad. Nadie podía ordenar al Viajero, solo él era dueño de su destino. Los demás tan solo podían ofrecerse a su servicio.
—Sí, Pascal —aceptó la bruja—. Pero recuerda que esos viajes continúan siendo de alto riesgo. Allí no podemos ayudarte.
El chico sintió la adrenalina burbujear en su interior y se revolvió nervioso en su asiento.
—Claro, Daphne. No tengo intención de volver a pisar la región de los condenados —dijo—, me limitaré a la Tierra de la Espera. Y no me apartaré de los senderos de luz.
Sus palabras brotaban con una emoción evidente. Michelle comprendía que se trataba de un lógico sentimiento ante la posibilidad de vivir una vez más una experiencia única, pero al oírle hablar así, lo que le vino a la mente fue la imagen de aquella chica misteriosa, Beatrice, que le había acompañado en su rescate por el Más Allá. Sí, aquella chica estaba muerta, lo sabía. Pero no lo parecía, y además era muy guapa. Durante el secuestro de Michelle, Beatrice y Pascal habían compartido un tiempo, una intimidad. Y eso le dolía muy dentro, aunque no estuviese dispuesta a reconocerlo.
¿Celos? Michelle no podía creerlo, se resistía a caer en algo que tantas veces había criticado en los demás. Nunca habría imaginado aquella situación sufrida en primera persona. ¿Y celosa por qué, por otra parte, cuando ni siquiera Pascal y ella eran capaces de concretar en qué circunstancia se hallaba su relación?
Michelle recordó el beso que acababa de compartir con su amigo, mirándolo a la cara mientras todos discutían sobre planes inmediatos. Él no se daba cuenta, demasiado absorto en sus propias emociones. Aquel primer beso. Michelle rememoró su tímido comienzo, el roce inexperto de los labios de Pascal, su ardiente continuación… y su titubeante final, que ella había precipitado a regañadientes viendo que, de alguna forma, estaba perdiendo al chico. ¿Qué le había ocurrido a su amigo, en qué pensaba? Al separarse, y solo durante unas décimas de segundo, Michelle había detectado en los ojos del chico un hermetismo, una ausencia furtiva que él se había apresurado a ocultar, aunque tarde.
El Pascal Viajero, aquel que había rescatado a Michelle en las desoladas tierras del Mal, albergaba muchos enigmas. Por mucho que ella pretendiese recuperar a su amigo de siempre, en algunos aspectos había cambiado, y lo había hecho de forma irreversible.
No obstante, a pesar de aquella extraña forma de terminar el beso y de la aún más rara reacción de Pascal, a Michelle le había gustado mucho aquel contacto, para qué negarlo. Y todavía sentía su suave cosquilleo.
Durante aquellas semanas había pensado mucho en él. Mucho más de lo habitual, y en un sentido más intenso. Ella odiaba la incertidumbre, por eso esa misma tarde se había lanzado en plan suicida aprovechando la oportunidad que le ofrecían las circunstancias. Ella no se arredraba ante nada; frente a cualquier vacilación, optaba por la intervención más resolutiva y asumía las consecuencias que se derivasen de ella.
Y le había gustado. Algo especial sí sentía por Pascal, lo suficientemente sólido como para que el riesgo de que afectara a la amistad que compartían perdiera algo de protagonismo. ¿No constituía semejante hecho una respuesta a su duda? Sin embargo, ahora el conflicto, el dilema, parecía haberse desplazado hacia Pascal.
Daphne había recuperado, mientras tanto, su actitud silenciosa, y adoptaba en aquel momento un gesto ceñudo que los chicos no supieron interpretar. La mente de la vidente volaba hacia su compañera Agatha, con quien no había logrado contactar desde su angustiosa intuición del día anterior, algo que se sumaba a las misteriosas visitas sobrenaturales que Pascal había recibido. ¿Volvían las aguas a agitarse? ¿Tan poco descanso les concedían los acontecimientos?
Comenzó entonces el relato del Viajero, que narró con detalle los inquietantes ataques a los que se había enfrentado en su casa y en los vestuarios del lycée. Otra incógnita más.
Ninguno de los presentes, centrados en sus propias cavilaciones bajo la voz pausada del Viajero, podía percatarse mientras tanto de los movimientos sospechosos de un desconocido junto al tabique del local de Daphne, en el exterior. Una silueta encorvada que merodeaba hacía rato por el Pasage D'Argenson, ese oscuro callejón al que daba la ventana que la vidente había tapado con la cortina al comienzo de la reunión.
Una silueta que, poco después, se deslizaba para perderse definitivamente en la noche.