A la tarde siguiente, Marguerite y su amigo forense se encontraban en el interior del Café de la Paix. El establecimiento se hallaba situado muy cerca de la Ópera, y ambos permanecían sentados alrededor de una mesita redonda algo apartada, a la espera de que llegara el camarero.
—Deberíamos pedir algo especial para celebrar el final del caso Goubert —sugirió la detective, acomodándose sobre la estrecha silla—. Pronto archivaremos el expediente. Caso cerrado.
—Por mí, bien —Marcel, embutido en un elegante traje oscuro, se apuntaba a la propuesta sin ningún problema—. Así podremos brindar. Te lo mereces.
—El mérito también es tuyo. Tu identificación del cuerpo de la víctima nos ha ayudado mucho.
—Gracias. La verdad es que no ha sido un trabajo fácil. Los restos estaban muy estropeados.
—Aunque… no me refiero solo a eso —añadió ella con una sonrisa taimada.
Marcel Laville calló unos segundos, aparentando sorpresa. Se esperaba aquello; ella no había mostrado demasiada efusión ante el éxito policial, luego algo tramaba.
—¿Entonces? —inquirió.
Los grandes ojos de Marguerite pestañearon, clavados en el forense. Se apartaron un fugaz instante para comprobar dónde se encontraba el camarero, y volvieron a él de nuevo, intensos, desafiantes. Sus gruesos dedos tamborilearon sobre la diminuta mesa de mármol.
—Tu sugerencia fue un acierto, Marcel.
Se miraron mutuamente, calibrando el alcance de aquellas últimas palabras, pronunciadas en el tono casual que acostumbraba a emplear Marguerite para camuflar sus pesquisas. El problema era que su amigo la conocía demasiado bien, y había sido justo ese acento circunstancial el que le había puesto sobre aviso de una inminente maniobra por parte de la detective.
—¿Te refieres a…?
Marguerite sonrió ante aquella reacción tan flemática por parte del médico. A pesar del aspecto cotidiano que Marcel procuraba imprimir a su rostro, tenía que saber desde hacía días que ella no estaría dispuesta a soslayar la forma irregular en que habían descubierto el cadáver de la señora Goubert. No obstante, la detective admiró lo bien que Laville disimulaba.
—Me refiero —aclaró la mujer, aunque era consciente de que no hacía falta— a esa peculiar propuesta tuya de recurrir a nuestra conocida vidente y su… joven ayudante.
—Entiendo. Me costó convencerte, ¿recuerdas?
—Compréndeme —se justificó ella, incómoda—. Después de tus teorías paranormales en el caso Delaveau, que por supuesto resultaron falsas, no te quedaba mucha credibilidad. Además, esa excéntrica vieja me cae bastante mal y sabes de sobra que yo no creo en esas cosas. A mí dame hechos, pruebas objetivas.
—Pero ese cauce tan racional no siempre es suficiente, ¿verdad?
Marguerite acusó el golpe. Marcel se aprovechaba de las circunstancias actuales, que le otorgaban la autoridad de los hechos consumados.
—Hace unos días no lo habría admitido —admitió—. Pero ahora…
—Ahora no puedes explicarte cómo Pascal Rivas pudo averiguar dónde había ocultado el cuerpo Peter Goubert —concluyó Marcel.
Marguerite recorrió con las yemas de los dedos las esferas de amatista que colgaban de su cuello, ofreciendo por primera vez una desorientación que a su amigo se le antojó entrañable. La detective Betancourt mostrando debilidad constituía una imagen inédita.
—Me he negado a pensar en ello —confesó a regañadientes—. Pero incluso en el caso Delaveau hubo acontecimientos extraños, como el ataque que sufrí en el cementerio de Pére Lachaise. Hasta ahora había preferido no pensar en ello, por miedo a descubrir algo que… que en el fondo no me interesaba.
El camarero llegó al fin y Marcel le pidió dos ginebras. A continuación, se volvió hacia su amiga.
—Es un riesgo en el que incurre quien busca demasiado: encontrar aquello que tenía la esperanza de no encontrar. A veces nos empecinamos en negar la existencia de algo, y en esa búsqueda de argumentos que nos sirvan de apoyo arruinamos nuestra pretensión al hallar pruebas de lo contrario. Pero entonces ya es tarde para retroceder. Y hay que asumir las consecuencias.
Marguerite asintió sin apartar los ojos de la mesa.
—La mera posibilidad de darme de bruces con algo que pudiese confirmar la existencia de… realidades no tangibles, me hizo descartar cualquier intento de cerrar los cabos sueltos del expediente Delaveau, lo reconozco. Mis posteriores investigaciones han ido solo destinadas a cumplir el procedimiento, nada más. Y ahora…
—Ahora el caso Goubert te ha obligado a retomar ese debate interior —interpretó el forense poniéndole una mano sobre el antebrazo.
—Mucho peor, Marcel. Me ha confirmado que yo estaba equivocada. Hay algo más allá de lo físico, hay… fuerzas que no manejamos —sentenció—. Existe otra realidad. ¿Es eso, Marcel?
Ella lo miraba ahora como si pidiera ayuda, con el semblante desvalido de un náufrago que se enfrenta sobre un precario tablón a la inminente posibilidad de una galerna.
—Tal vez —respondió él, cauteloso—. Pero tranquila, nuestro mundo no ha cambiado, no has perdido el norte. Puedes seguir trabajando como hasta ahora. Esa otra realidad no es la nuestra, nosotros vivimos en este entorno y son las reglas que rigen aquí las que tú debes aplicar.
Tampoco convenía que ella supiera demasiado, no estaba preparada. A él le bastaba con su complicidad pasiva.
—Ya no sé qué pensar —insistió la detective.
—Entiendo que te costara tanto atender a mi propuesta. Siento que mi iniciativa te haya colocado en esta… crisis existencial, pero era necesario.
Marguerite movió la cabeza en señal afirmativa.
—Claro. Hiciste bien. Todo es mejor que permitir que un asesino salga impune a la calle. En este caso, los daños colaterales compensan. Ya me recuperaré.
—No me cabe la menor duda —convino él, sonriendo—. Eres demasiado fuerte. Te adaptas a todo. Superarás esto, como ya has superado otras tantas cosas, y lo convertirás en un avance personal.
—Bueno, esta situación es muy distinta —se apresuró a matizar la detective—. Aunque, en el fondo, no me queda más remedio, ¿no?
—Tú limítate a mostrarte algo menos escéptica a determinados… métodos que yo pueda proponerte, en casos excepcionales. Con eso basta. Nada más va a cambiar. Confía en mí.
Ella soltó un gruñido.
—Lo intentaré.
—Juega con tus armas y en tu terreno —sugirió Marcel para concluir—, lo haces muy bien. Otros profesionales se encargan de lo que se aparta de nuestra realidad. No suelen solaparse ambos… territorios.
Aunque aquella última frase no suponía una garantía absoluta de que tan inquietante posibilidad no se materializara, las palabras del forense lograron serenar a Marguerite.
La detective acababa de extraer de su bolso un paquete de tabaco y un mechero, que tendió a Marcel recuperando su calculadora sonrisa. Él rechazó la invitación.
—Y todo esto —planteó—, ¿dónde te coloca a ti?
El forense se tomó su tiempo antes de contestar. Betancourt volvía a ser la de siempre.
—Estoy en tu equipo, Marguerite —declaró—. Como ha ocurrido hasta ahora. Pero, al igual que tú dispones de soplones en el mundo del hampa, y haces uso de ellos, yo mantengo una serie de contactos vinculados con esa otra realidad. Nada más.
El camarero ya había traído las bebidas. Ambos alzaron los vasos y brindaron.
—Por una nueva etapa —se atrevió a sugerir Marguerite, recomponiendo poco a poco su aplomo.
—Por el trabajo bien hecho —cerró él.
En el exterior, una fina llovizna humedecía las aceras de París.
Allí estaban los dos, Pascal y Michelle, en el local donde Daphne llevaba a cabo las sesiones de adivinación, veinticuatro horas después de que el muchacho pisase el domicilio de los Goubert. Ambos se habían encontrado la puerta abierta. Allí estaban, solos por accidente al coincidir en acudir a la cita antes de tiempo.
—Me ha costado mucho encontrar este sitio —confesó Michelle para romper el hielo—. Está muy escondido.
Pascal asintió, agradecido ante aquel comentario que les permitía evitar silencios embarazosos. ¿Por qué se sentían tan violentos en presencia del otro? Acaso ambos fueran conscientes de que había llegado el momento de aclarar su situación, pero la coyuntura para hacerlo se les había adelantado, poniendo en evidencia sus titubeos.
—Claro, tú no habías estado nunca aquí.
—Es un callejón muy cochambroso. Casi da miedo entrar.
Michelle señalaba la ventana.
—No es para tanto.
Ella, curiosa, se puso a pasear por la estancia, deteniéndose de vez en cuando ante detalles que llamaban su atención.
—Este sitio le pega a Daphne —observó mientras admiraba el cúmulo de amuletos, libros antiguos, ropajes y velas que tapizaban la habitación—. Tan extraño e intenso como ella.
Pascal recordó el momento en que Michelle había conocido a la vidente. A la chica le había impresionado no solo el aspecto descuidado y chillón de Daphne, el excéntrico personaje que constituía, sino la energía desbocada que transmitía cada milímetro de su cuerpo a pesar de la edad.
—El sitio es extraño, sí —aceptó Pascal, a la defensiva sin saber por qué—. Pero, a su modo, resulta acogedor.
Ella enfocó sus vigorosas pupilas hacia él.
—Después de lo que vivimos en aquel espantoso Más Allá, cualquier rincón nos parece acogedor.
—Puede que sea eso.
Pascal no pretendía resultar lacónico, pero las respuestas le salían así.
—Así que has sido tú quien ha convocado la reunión —quiso confirmar Michelle.
—Sí. He vuelto a tener visitas.
El tono con el que acababa de pronunciar aquella última palabra resultaba de lo más elocuente.
—¿Visitas? —repitió ella, captando el sentido—. ¿Te refieres…?
—Sí, del Más Allá. Pero prefiero contártelo luego; todos deben enterarse.
Michelle asintió.
—¿Viene Mathieu? —ella, que estaba al tanto de la conversación que Pascal había mantenido con él, intentó de nuevo reconducir la conversación.
—Hoy le era imposible, asuntos familiares. Y casi mejor —añadió—. Prefiero que en la primera reunión a la que asista, la que le ayudará a terminar de creerse todo lo que le conté, pueda comprobar los efectos de la Puerta Oscura con sus propios ojos.
Michelle estuvo de acuerdo.
—De todos modos, tendrás que decirle a Daphne que has fichado a uno más para el «equipo».
—Claro, pensaba hacerlo.
Transcurrieron varios minutos, durante los que la conversación —que se había ido volviendo superficial, con el carácter vacuo de los diálogos destinados a llenar huecos incómodos entre momentos, y contaminada por un mutuo nerviosismo— fue perdiendo impulso. Había ido languideciendo al ritmo del atardecer, cuyo resplandor exangüe resbalaba entre las cortinas de la ventana proyectando sombras débiles en el suelo. Michelle —erguida, hermosa, con el pelo suelto sobre los hombros, los ojos maquillados de negro y labios brillantes— se aproximó entonces a Pascal hasta situar su rostro a escasos centímetros de él. Estaban solos. Pascal y Michelle. Imbuidos en sus propios pensamientos. Un reencuentro sin testigos ni tapujos, sin el apoyo coyuntural de los compañeros de clase, de los amigos, de la familia. Ni el entorno tranquilizador de la rutina.
Ella no hablaba y él no se atrevía, a la expectativa, procurando dilucidar qué estaba ocurriendo o qué iba a ocurrir. En medio de su estupor esperanzado —porque imaginar, Pascal sí imaginaba, siempre había sido un soñador—, no ofreció una respuesta a los imprevistos movimientos de la chica, cauteloso ante la posibilidad de una mala interpretación provocada por unos sentimientos que no habían perdido fuerza con el transcurso del tiempo. No había reaccionado, pero Pascal tampoco retiró su cara ni bajó los ojos ante las pupilas orgullosas de ella, había aprendido a modular su inseguridad para atenuar sus consecuencias. Se limitó a aguardar, como lanzando a Michelle el desafío de un próximo paso que él no estaba dispuesto a dar sin más indicios.
—Quiero besarte, Pascal —susurró la chica.
Así, sin más. Muy propio de ella eso de no andarse por las ramas. Pascal, durante las últimas semanas, había imaginado mil discursos, infinitas conversaciones preparadas para cuando se produjera el anhelado encuentro en el que Michelle quisiera por fin tratar el tema. Pero ninguno de sus simulacros soñados le había preparado para aquel comienzo.
Michelle siempre había hecho gala de una firmeza sin grietas. Ella llevaba las riendas, decidía el cuándo y el cómo. La fulminante franqueza de su amiga lo había dejado ahora mucho más al descubierto, lo había arrancado del familiar cobijo de esa incertidumbre con la que había aprendido a convivir, tras meses de silencio respecto al dilema sentimental que los mantenía vinculados de un modo bien distinto al de la amistad.
Presionado por las circunstancias, Pascal había descubierto tras su celebrado retorno del Más Allá que ser víctima provisional de un amor no correspondido traía de serie un conmovedor —¡y duradero!— apoyo de sus amigos, una encantadora repercusión a la que resultaba demasiado fácil acostumbrarse. El papel de mártir era muy agradecido.
Todo eso lo perdía en aquel instante. Porque Michelle había dado el paso. Ahora, él tenía que actuar.
«Tampoco me estoy tirando a la piscina», pensó Pascal. «Me ha dado suficientes pistas. Qué bien me conoce».
—Necesito saber qué siento al besarte —añadió Michelle—, ¿entiendes? Todo lo que pasó fue… tan intenso.
Pascal hizo un gesto torpe con la cabeza. O sea que aquello era un experimento. ¿Podría él soportarlo? ¿Podría soportar que de aquel beso derivase, llegado el caso, una respuesta negativa de su amiga? Porque sería un rechazo definitivo. Ese beso podía convertirse, así, en una suerte de premio de consolación.
Ella aguardaba, buscando la complicidad de su amigo. Pascal echó un disimulado vistazo al reloj. ¿Cuánto quedaba para que aparecieran los demás? A Michelle no parecía importarle eso, persistía en su proximidad sin rehuir su rostro ni su aliento entrecortado.
Pascal llevó sus manos a la cintura de ella y la atrajo hacia sí con lentitud, terminando de vencer los centímetros que los separaban, sin añadir nada. El corazón le palpitaba demasiado fuerte, no podía oír nada que no fuesen sus propios latidos. Michelle se dejó llevar. En su gesto final, algo cohibido, Pascal acertó a vislumbrar que tampoco ella dominaba la situación, y eso le ayudó. Ambos fingían una naturalidad que se había desvanecido en los últimos minutos.
Pascal cerró los ojos al mismo tiempo que ella, y sus bocas entreabiertas, expectantes, se unieron. Él sintió la humedad cálida que le recibía, y recorrió despacio los carnosos labios de Michelle, saboreándolos. Había soñado tanto aquella escena que podía evocar cada detalle que ahora no podía ver, deslizando su rostro con delicadeza, como recorriendo por dentro aquella sonrisa que conocía tan bien. Se dejó llevar por la tibieza de los labios de su amiga, por la suavidad con que ella recorría su boca, en un contacto soñado desde hacía mucho tiempo.
El chico había dejado sus manos olvidadas sobre las caderas de Michelle, en una muestra de esa incomodidad que no había desaparecido por completo. Ella, que apoyaba las suyas en los brazos delgados de su amigo, tampoco había querido ir más lejos. Ambos ofrecían los avances trémulos del primerizo, aunque su cautela respondía más bien a la delicadeza del que manipula un objeto valioso: ocurriera lo que ocurriese tras aquel beso, no querían perder lo que ya poseían.
Pascal prolongó aquel contacto con creciente convicción —se había olvidado incluso de que podían aparecer sus amigos en cualquier momento—, hasta que una imagen desestabilizadora afloró en su cabeza de un modo súbito, inesperado, que rompió en añicos el cauce de sus pensamientos: los transparentes ojos de Beatrice.
Su corazón dejó de latir y sus dedos se crisparon. Beatrice. Por Dios, ¿a qué venía en aquel preciso instante un recuerdo tan comprometedor? Su memoria le jugaba una mala pasada en una situación muy delicada. Pascal gruñó por dentro; después de aguardar durante meses, precisamente ahora, cuando se cumplía una de sus fantasías más anheladas, le asaltaba ese retazo de su pasado que, no podía engañarse, sí había recreado en más de una ocasión durante aquellas últimas semanas. No podía creer que su mente le traicionara de esa forma, que esa evidencia de puro deseo tuviese la fuerza suficiente, la inconcebible arrogancia de inmiscuirse en su escena soñada.
Pero estaba sucediendo.
Y es que rememorar aquella primera experiencia vivida con el espíritu errante, un secreto que no había compartido con nadie, podía desequilibrarlo por completo y arruinar lo que estaba a punto de vivir con Michelle.
Ella, ajena al conflicto íntimo del Viajero, había tomado la iniciativa mientras Pascal se dejaba hacer, absorto en lo que consideraba una traición de lo más rastrera: besar a Michelle mientras pensaba en Beatrice. Porque no conseguía quitarse de la cabeza aquellas facciones angelicales que le acompañaron por tierras oscuras.
La carga de secretos con la que estaba dispuesto a iniciar una relación sentimental con Michelle podía suponer un peso excesivo. Por otra parte, ¿qué implicaba exactamente aquella alevosa aparición de la imagen de Beatrice, al modo de un voyeur despechado que asiste al triunfo de su rival, incapaz de permanecer al margen? ¿Acaso él había interpretado como deseo algo de una naturaleza superior? Todo daba vueltas en su cabeza. ¿Quizá la única fuerza de haberse acostado con Beatrice radicaba en que había sido su primera vez?
No sabía, no podía saberlo. Confundido, su pasión fue cesando, su impulso había pasado a convertirse en una inercia. Su amiga no tardaría en darse cuenta. Pascal procuró espantar aquella visión, concentrarse de nuevo en Michelle, en su boca cálida, y así recuperar el empuje, la convicción. Pero, manteniendo aún la lucha en su interior, sus movimientos se habían vuelto torpes, inseguros. Sus manos ya no sujetaban y sus labios adoptaban ahora un mohín desvaído.
Ni siquiera estaba excitado.
Michelle terminó separándose. Con los labios brillantes, Pascal intentó sostenerle la mirada, pero acabó bajando los ojos con una culpabilidad que Michelle, comprensiva, interpretó a su manera:
—No es tan fácil —dedujo, consciente de que Pascal había perdido el deseo inicial—. Tenemos demasiada historia detrás, ¿no?
Qué lejos estaba ella de la verdadera naturaleza de su inseguridad. Pero Pascal, acobardado, se acogió agradecido a aquella excusa que le ofrecía Michelle, y asintió en silencio.
«Sin pronunciar palabra parece que uno miente menos», se dijo en medio de un suspiro.
Oyeron ruidos más allá de la puerta. Alguien llegaba.
El ente ha descubierto el rastro que buscaba. Husmea desde su sombría dimensión entre los flujos de energía que detecta procedentes del mundo de los vivos. Tentadores efluvios.
Por fin ha localizado la pista, su siguiente víctima está jugando en el terreno de lo esotérico y eso constituye una auténtica llamada para él, como la sangre en el mar para los tiburones. El ente ya no perderá ese indicio. Lo graba a fuego en su interior mientras comienza a dirigirse por los túneles hacia los accesos que le permitirán llegar hasta el nuevo sentenciado a muerte, que continúa con su actividad ajeno a la suerte que se precipita sobre él.
El ente se mueve ahora por la región de los fantasmas hogareños, cauto ante la posibilidad de la aparición de los centinelas. Recorre ciudades, llanuras, aldeas. Todo quieto, vacío en apariencia, muerto.
Tiene un único objetivo.
Casi puede visualizarlo ya.
Su reinado está cada vez más cerca, se dispone a eliminar otro obstáculo en su ambicioso camino.