XLI

De harto mal talante, y a fin de no faltar a la costumbre convertida ya en deber, Juanita acudió a casa de doña Inés para las lecturas y coloquios que ambas tenían a solas.

Aquella tarde no hubo lectura, a pesar de los nuevos libros devotos que doña Inés había recibido.

La agitación de la ilustre señora no le consentía leer ni tratar de nada que no estuviese en inmediata relación con el punto o que no fuese el punto mismo que la traía tan inquieta y azorada.

Lo que hizo doña Inés fue extremarse con Juanita en demostraciones de cariño. Ella misma se calificó de pastora y apellidó a Juanita inocente cordera, dándole a entender, casi con lágrimas y con entrecortados suspiros, el fundado temor que la afligía de verla entre las uñas y los dientes del lobo. Persistiendo en su metáfora pastoril, exclamó:

—Sí, hija mía; mi dolor sería inmenso si por imprevisión y descuido te dejase yo caer entre las garras de la infame bestia que anhela devorarte y viese el cándido vellón de la cordera teñido en sangre y manchado con la impura baba del monstruo. Es menester que yo te defienda y te ponga en salvo. Por mí sola no puedo vigilarte. Lo que puedo hacer y haré es conducirte pronto al redil, donde irás dócil y estarás segura. No acierto a encarecer, ni tú acertarás a figurarte cuán inmenso será mi sacrificio al separarme de ti, porque eres mi consuelo y mi encanto. Pero Dios quiere que nos separemos, y tendré que conformarme con su voluntad.

Juanita, más sorprendida que asustada, abría mucho los ojos y no sabía qué responder ni qué pensar de todo aquello. Seguía silenciosa y sólo decía para sí.

—¿Qué monstruo será este que según doña Inés trata de devorarme? ¿Sabrá ella que don Andrés me persigue y me solicita, y le llamará por eso monstruo e infame bestia? Como quiera que ello sea, yo no me atrevo aún a decirle que no me da la gana de ir al redil y que fuera de él, y sin pastora ni nada, ya cuidaré de que no me coma el lobo. Lo mejor, por lo pronto, es callarme y aguantar sus majaderías. El redil está lejos aún y ya tendré ocasión de sublevarme, de arrancar el cayado de manos de la pastora, y hasta de sacudirle con él si se obstina en guiarme y en disponer de mí a su antojo.

Con esta bien meditada resolución, Juanita no respondía sino con gruñidos dulces y con términos vagos a los apasionados discursos de su bella amiga y protectora.

La paciencia de Juanita iba, sin embargo, agotándose. Bien podríamos asegurar que a Juanita no le quedaba ya paciencia ni para veinticuatro horas. Mucho le dolía no sacar al fin la menor ventaja de su sufrimiento y de su disimulo durante año y medio, y tener que retroceder al estado de guerra y a la situación en que después del sermón del padre Anselmo se había colocado. Por esto determinó sufrir aún y esperar hasta el siguiente día.

Después de despedirse de doña Inés, a las siete de la noche, para volver a su casa, Juanita se encontró en la antesala con el Sr. D. Álvaro, el cual vino hacia ella con suma galantería y le dijo:

—Ingrata, cruel hechizo de mi vida, ¿por qué eres tan tonta y tan terca? Quiéreme y amánsate. No sabes lo que te pierdes con no quererme.

—¿Qué he de perder yo, so peal? —contestó Juanita dándole un bufido, porque allí no había la menor razón para que ella refrenase su cólera.

Bajó las escaleras, y antes de salir a la calle se encontró en el zaguán con D. Andrés, que estaba aguardándola en acecho y que intentó retenerla asiendo su cintura.

Con ligereza se escapó Juanita sin que D. Andrés la tocara, y se puso en la calle de un brinco. D. Andrés la siguió.

—Déjeme en paz V. E. —dijo ella—; no sea pesado, no sea imprudente. Mire que puede salirle mal este juego.

—¡Hola, hola! ¿Te me vienes con amenazas?

—No son amenazas: son advertencias amistosas, Sr. D. Andrés. Yo no pretendo asustarle, sino persuadirle de que tiene ya dueño lo que V. E. pretende poseer por un liviano capricho o por el antojo de un momento.

—No quiero yo —replicó D. Andrés con insolencia— privar al dueño de su propiedad. Imagínatela como un hermoso jardín. ¿Dejará de ser suyo y perderá el jardín su lozanía y sus primores porque un forastero de buen gusto y sigiloso entre en él por algunos momentos o de vez en cuando y goce de sus flores, de su verdura y de sus galas?

—Señor D. Andrés, el jardín de que aquí se trata no tiene verdura, ni flores, sino para su amo. Para los demás, sin excluir a V. E., sólo tiene ortigas, aulagas, cadillos y cardos ajonjeros. Con que así no sueñe V. E. con entrar en él para deleitarse, porque se expone a quedar preso y pegado con el ajonje, y a salir respingando, picado por las ortigas y todo cubierto de pinchos y de púas.

Mientras hablaba así y mortificaba a D. Andrés, Juanita apretaba el paso, y cuando estuvo ya cerca de su casa dio una carrerita, llegó a ella, abrió a escape con la llave que guardaba en el bolsillo y cerró la puerta de golpe.

Tratando de distraer su mal humor, Juanita se puso a coser con precipitación, como si tuviese que terminar una tarea.

Rafaela, la vieja criada, entraba y salía con frecuencia en la sala baja donde se hallaba Juanita; y abandonando la cocina dejaba ver que tenía mucha gana de enredar conversación con la joven. Le habló varias veces, pero distraída Juanita por sus pensamientos, sólo respondía con monosílabos, sin dar pábulo a la conversación, y la conversación espiraba.

Rafaela se quedó una vez mirando en silencio la costura de la joven, y luego dijo:

—¡Ay, niña, qué pena me da de verte tan afanada trabajando siempre! Tu madre también trabaja mucho. ¿Y qué ganan ustedes con esto? Muy poco. El trabajo de las mujeres está muy mal pagado. Es casi imposible el ahorro. Lo comido por lo servido. Vienen las enfermedades y la vejez y traen consigo la miseria. Entonces solemos arrepentirnos de no haber sabido aprovechar la juventud y de haber desperdiciado las buenas ocasiones.

—Veo que estás muy sentenciosa, Rafaela —interpuso Juanita—. ¿Qué quieres indicarme con eso?

—Pues quiero indicar que tú vives con mil apuros, te cansas la vista y te estropeas las manos trabajando, y dejas que tu madre trabaje también como un azacán. Y todo, ¿para qué? Para vivir pobremente, comer mal y andar por esas calles hecha un guiñapo, cubierta la cabeza con un mantoncillo de mala muerte, cuando, si tú quisieras, podrías ir vestida como una reina y ser la envidia de las mas encopetadas y ricas señoras de este lugar, sin que la propia doña Inés dejara de contarse en el número de las envidiosas.

—¿Y cómo he de hacer yo ese milagro? —preguntó Juanita.

—Nada hay más fácil —contestó Rafaela—. Estamos solas, y te hablaré sin rodeos. Hay un hombre, el más poderoso del lugar, que se pirra por tus pedazos. Con tu sandunga le tienes embobado, y con tu desdén le tienes frito. Todo depende de ti. Deja de ser arisca, pronuncia una sola palabra, y tendrás cuanto quieras.

Disimulando su enojo con una sonrisa, dijo entonces la muchacha:

—¿Y qué palabra es esa que he de pronunciar? ¿Qué conjuro es ese que ha de poner en mis manos por arte mágica tan pasmosas riquezas? ¿Quién es el hechicero que acudirá a mi evocación y que será tan generoso conmigo?

—Pues, quién ha de ser, niña —contestó Rafaela, animada al ver o al imaginar que se recibían sin enojo sus insinuaciones—. ¿Quién ha de ser sino el propio Excmo. Sr. D. Andrés Rubio?

—¿Y por dónde lo sabes tú? ¿Quién te encomendó que me vinieses con ese recado?

—Me lo encomendó… nada más natural… el confidente de D. Andrés. Me lo encomendó Longino.

—Ahora lo comprendo: como Longino es tan bromista ha querido darnos una broma; porque supongo que no me tomará por Cristo ni pensará en darme una lanzada.

—Ni lanzada ni broma. Longino te mira con el mayor respeto porque eres el ídolo de su señor y pretende con toda seriedad que recibas a su señor en tu santuario.

—Pues mira, Rafaela —contestó Juanita— di a Longino con toda seriedad también, que es un galopín sin vergüenza, y que él y su amo se vayan a escardar cebollinos.

—No te alteres, hija; no te subas a la parra —dijo Rafaela al ver enojada a Juanita—. ¿Qué se pierde ni qué ofensa se te hace en tentar el vado?

—Mejor será que tiente usted al diablo, tía bruja. Arre, fuera de aquí: móntese usted en el escobón y trasponga al aquelarre.

—No es para tanto furor. Yo te lo proponía por tu bien y sin interés alguno. De desagradecidos está el infierno lleno.

Rafaela se fue a la cocina refunfuñando.

Juana volvió poco después de casa del cacique.

Juanita siguió guardando silencio sin decirle nada de lo ocurrido.

Aquella noche estuvo Juanita inquieta y desvelada. Su orgullo, en su sentir humillado, le hería el corazón y no la dejaba dormir. ¿Con que no podría ella, por sí misma y libre, hacerse respetar? ¿Sería menester acudir a don Paco para que la defendiera comprometiéndose? ¿Tendría razón doña Inés en aconsejarle que fuese monja? ¿Eran tan viles sus antecedentes que no podría ella ser estimada y acatada sino bajo la protección y tutela de un hombre generoso que le tendiese la mano y la sacase del fango en que al parecer había vivido?

Éstas y otras semejantes reflexiones atormentaban horriblemente a la muchacha y espoleaban su soberbia.

Triste y ojerosa se levantó apenas fue de día.

Dos o tres horas estuvo cavilando, rabiando y formando distintos proyectos.

Varias veces pensó en ir a ver a D. Paco, a quien había prohibido venir a verla hasta las diez y media de la noche, y a quien se había propuesto no ver antes. Pensó contarle la insolente pretensión de D. Andrés para que D. Paco le tuviese a raya; pero pronto desistió de tan cobarde propósito.

Al fin, como Juanita era muy devota, tomó su mantón y se fue a rezar a la iglesia, esperando encontrar allí inspiración y consuelo.

Juana se había ido ya de nuevo en casa de don Andrés a continuar en sus ocupaciones culinarias y en sus preparativos de la gran cena.

No ya esta vez en la iglesia de la Soledad, que está en lo alto del cerro, sino en la nueva parroquia, antiguo convento de Santo Domingo, donde fue tan maltratada por el sermón, Juanita estuvo rezando fervorosamente, durante mucho tiempo.

Al salir de la iglesia para volver a su casa, se encontró con Longino de manos a boca. Longino se acercó a ella, la saludó con socarrona finura y le dijo en voz baja, casi al oído:

—No sea usted tan dura y tan sin entrañas. No deje morir a quien se muere por usted de mal de amores. Déle la cita que humildemente le pide.

Juanita dio un paso atrás como quien se aparta de objeto que le inspira asco y lanzó a Longino una mirada de soberano desprecio.

Longino no la comprendió.

Después, con todo el sosiego y con toda la frescura de quien ha tomado una resolución firme y sabe lo que dice y lo que hace, Juanita contestó:

—Diga usted a su amo que le aguardo esta noche, en mi casa a las ocho en punto. Rafaela abrirá la puerta. Yo estaré sola en la sala alta.