XL

Era doña Inés López de Roldán personaje de carácter tan enrevesado y complejo que a menudo me arrepiento de haberla sacado a relucir como una de las dos heroínas de esta historia, porque hallo difícil describirla bien y transmitir a mis lectores concepto igual al que tengo formado de ella, investigando y dilucidando con claridad el móvil de sus pasiones y de sus actos.

Ella misma, como era reflexiva y pensadora, y como en sus ratos de ocio, que no eran pocos, había leído y aprendido bastante, se afanaba por lograr el propio conocimiento y le encontraba harto oscuro.

Las doctrinas de esto que llaman teosofía, novísimas en Europa, aunque antiquísimas en la India, no habían aportado aún por Villalegre, y doña Inés no podía, fundándose en ellas, suponer que su ser íntimo constaba de siete diversos principios: pero doña Inés sabía que Platón daba, sobre poco más o menos, tres almas a todo ser humano. Haciéndose, pues, platónica, se puso a sospechar que ella tenía tres almas.

Confirmó su sospecha y casi la convirtió en certidumbre el ver que, lejos de tener algo de herético aquel pensamiento, concordaba en cierto modo con la más sana y católica filosofía.

Uno de los libros que con frecuencia y gusto leía doña Inés era el que escribió el iluminado y extático varón fray Miguel de la Fuente acerca de Las tres vidas del hombre. De aquí que no titubease doña Inés en imaginar que tenía tres vidas. Yo también lo imagino, y casi me atrevo a darlo por seguro. Sólo de esta suerte atino a entrever el tenebroso enigma de su figura moral y de su extraña condición y naturaleza.

Había en doña Inés tres energías o poderes distintos, escalonados y sobrepuestos, ora de acuerdo los tres, ora independientes y en guerra, aunque formando, durante esta vida mortal, la unidad inseparable de su singular individuo.

Para cada uno de estos poderes se había buscado doña Inés un ministro, o si se quiere, una ministra. Para su alma sensual, que entendía y se empleaba en las cosas y negocios corpóreos y vulgares, tenía a Crispina, que la ponía al corriente de todos los sucesos del lugar sin elevación ni trascendencia. Para su alma sentimental, concupiscible, irascible y discursiva; para su facultad y aptitud de aborrecer, amar y calcular, sobre todo en relación con lo temporal y visible, tenía a la discreta criada Serafina. Y para el alma pura o ápice del alma, para la suprema porción del entendimiento y del afecto, porción toda espiritual y divina, simple inteligencia o mente, había estado doña Inés sin ministra durante largos años, hasta que por último la había hallado o la había creído hallar en Juanita la Larga, a quien tan injustamente despreció y odió de oídas y al verla por vez primera.

Fue como perla que se descubre en un muladar y que se estima más cuando el que la descubre se persuade de que es fina. Fue como flor hallada en tierra inculta, fuera de la cerca del huerto que se cultiva, y que por eso mismo sorprende y enamora más, celándola quien la posee por el temor de que la huelle y pisotee, a su paso, algún animal inmundo.

Así se comprende, en mi sentir, el amor y el celoso cuidado con que doña Inés miraba a Juanita, que era ya para ella lo más ideal de cuanto podía concebir en lo humano.

Tal vez doña Inés reconocía con dolor que su propia alma suprema se había inficionado e impurificado un tanto por culpa de circunstancias exteriores que habían hecho prevalecer y triunfar en varios puntos las otras dos almas, inferior y media. Y a fin de que no se le inficionase también el alma pura y superior de la amiga y ministra que había encontrado y que era su regalo y consuelo, quería doña Inés que Juanita fuese monja o sea trasplantar la flor del campo abierto y sin defensa al huerto cerrado y defendido; pero como al propio tiempo se complacía y deleitaba con tener a Juanita cerca de sí, vacilaba aún y retardaba el día en que pensaba obligar a Juanita a retirarse al claustro.

En el momento presente de nuestra historia, prevalecía en doña Inés el empeño de empujar a Juanita hacia el monjío. Preveía para ella peligros inminentes y ansiaba salvarla, aun a costa de privarse de su agradable presencia y de su dulce trato.

Se comprenderá qué clase de peligros temía la señora de Roldán, si echamos una ligera ojeada retrospectiva y ponemos al lector en antecedentes.

Dios me libre de ser calumniador y de pecar de malicioso. Quizá fuesen ponzoñosas hablillas de la malvada lengua del boticario, a lo que parece, acérrimo enemigo de Serafina.

Serafina, que era también burlona y maldiciente, murmurando y haciendo mucha befa, había referido por todas partes que la hija menor del escribano, de cuya mala salud y ruin catadura se ha dado ya cuenta, estaba prendada del boticario y le deseaba como marido, aunque sólo fuese para no ser menos que su hermana mayor doña Nicolasita, la cual iba pronto a casarse con Pepito, el hijo del albardonero, famoso doctor en leyes. Sólo se aguardaba para celebrar la boda que el diputado sacase al novio un empleo de diez o doce mil reales que le habían pedido hacía mas de un año. Doña Nicolasita estaba más impaciente que nadie; echaba mil maldiciones al diputado, decía que no servía de nada y conspiraba para que en las próximas elecciones eligiesen a otro que sacase empleos con más facilidad y prontitud.

Entre tanto, o de veras o fingiéndolo, había enfermado su hermana menor, y el boticario, que con permiso del médico, visitaba también y tenía bastantes igualas, era quien asistía a la enfermita, y tenía que visitarla dos veces al día o por lo menos de diario. Don Policarpo no se daba por entendido de la verdadera enfermedad y distaba mucho de querer aplicarle el conveniente remedio. La iguala que tenía con el escribano era de las más cuantiosas del lugar: cada año cincuenta reales. Esto, no obstante, le parecía muy poco para pagar tanta visita: por lo cual, según Serafina, el boticario buscaba compensación recetando mucho y obligando al escribano a gastar su dinero en potingues de los que él elaboraba en su casa.

Yo me inclino a presumir que, ofendido el boticario por las burlas de Serafina sobre el mencionado negocio, divulgó contra ella lo que voy a contar como me lo han contado, sin responder de que sea verdad, exageración o mentira.

A lo que parece, D. Álvaro Roldán, que andaba antes extraviadísimo, lejos de su casa, muy a menudo en otras poblaciones, entregado a mil liviandades y francachelas, y gastándose los dineros con doncellitas andantes que hospedaba en sus caserías, se había vuelto sedentario, casero, morigerado y mucho más económico. El pícaro del boticario colgaba a Serafina el milagro de esta conversión, y aun se atrevía a sostener que la señora doña Inés hacía la vista gorda y no se percataba[7] del tal milagro, cuya comodidad y baratura no podía menos de celebrar en el fondo del alma.

Como quiera que fuese, la verdad es que Serafina, que jamás notó que D. Andrés persiguiese a Juanita, aunque si lo hubiera notado no lo hubiera dicho, porque no le convenía decirlo, notó muy bien los atrevimientos de D. Álvaro y sus persecuciones a Juanita, y enojada y temerosa de una usurpación de atribuciones, acudió a doña Inés con el soplo.

Al principio no dio doña Inés grande importancia a la acusación; pero en aquellos últimos días la renovó Serafina con tal vehemencia e insistencia que doña Inés se puso sobre ascuas. Se puso como se pondría apasionada jardinera si viese que un sapo u otro bicho feo y vicioso trataba de deshojar o marchitar la planta florida que más la deleitase.

Doña Inés estaba furiosa contra el sapo y llena de miedo también de que, interviniendo el diablo, que todo lo añasca, pudiese conseguir el sapo su detestable propósito. La misma inocencia de Juanita y la libertad y el abandono en que vivía, sin el arrimo y el consejo que suele prestar la prudencia de una madre, aumentaban el sobresalto de doña Inés. De aquí que ahora estuviera impaciente por consumar su sacrificio de separarse de la muchacha enviándola a un convento cuanto antes mejor.