Don Andrés Rubio, en medio del jaleo y trastorno que había en su casa, estaba tranquilo sin mezclarse en cosa alguna. Sus dependientes y criados, con la hacendosísima Juana a la cabeza, cuidaban de todo y se esforzaban a porfía para que saliese con el mayor lucimiento.
Como la casa era tan espaciosa, que a no ser por su sencilla rustiquez y carencia de adornos arquitectónicos pudiera pasar por palacio, don Andrés, refugiado en sus habitaciones del piso principal, se sustraía al bullicio, y, según he indicado ya, estaba tranquilo.
Entiéndase, con todo, que esta tranquilidad no era mental, sino corpórea. Mentalmente el cacique estaba agitadísimo.
Por medio del maestro de escuela, a quien había hecho venir y con quien había hablado, sabía ya cuanto el maestro de escuela sabía.
D. Pascual, creyendo hacer un bien a sus amigos, había revelado a D. Andrés los celos y la desesperación de D. Paco, causa de su fuga; lo que a D. Paco había ocurrido en sus dos días de campo; el amor de Juanita, tan enamorada de él como él de ella, y el sentimentalismo de Juanita en favor de Antoñuelo y su deseo vehemente de salvarle, hallando los ocho mil reales para tapar la boca del tendero murciano.
Hasta aquí sabía D. Pascual, y hasta aquí supo D. Andrés, sin llegar a saber lo del pagaré ni la visita de Juanita a D. Paco, que fueron sucesos posteriores y que D. Pascual ignoraba.
D. Andrés, por experiencia propia, no era muy inclinado a creer en la virtud de las mujeres. No tenía tampoco motivo alguno para hacer de Juanita una excepción honrosa. Al contrario, la juzgaba desenvuelta, provocativa y educada en plena libertad por una madre ordinariota e ignorante, de la clase más baja de la sociedad y antigua pecadora más o menos arrepentida.
Como hombre a quien la elevada posición no venía de abolengo porque su padre y él se habían levantado por saber y esfuerzos sobre la plebe a que pertenecían, D. Andrés, sin poderlo remediar, y más bien a causa que a pesar de su mucho entendimiento, tenía peor opinión de la gente menuda que aquellos que desde tiempo inmemorial, o después de una larga serie de antepasados ilustres, descuellan entre el vulgo. Suelen éstos atribuir la superioridad que tienen y el acatamiento que se les da a circunstancias dichosas; a haber nacido donde han nacido; a una ficción social y legal de que en lo íntimo de su alma no pueden jactarse. De aquí que sean modestos en el fondo y que por naturaleza consideren igual o superior a ellos a la más ínfima y cuitada criatura humana. Por el contrario, don Andrés, como no pocas otras personas que por ellas mismas se encumbran, se sentía muy superior a cuantos prójimos le rodeaban. Y como él era además inteligente escrutador del valer propio, y se encontraba, aunque apenas osaba confesárselo, con no pocos defectos y vicios, no podía menos de atribuir o de conceder muchísimos más a cuantas personas miraba en torno de él, dominándolas y humillándolas.
Así predispuesto, y valiéndose de los datos que ya tenía, trazó D. Andrés en su mente el carácter de Juanita y compuso a su manera la historia de la muchacha.
Para explicarse el empeño que ella formaba en salvar al hijo del herrador, dio por cierto que había sido muy prematuramente su amiga. Y en el amor de Juanita a D. Paco no vio más que el plan de casarse con el hombre más importante que después de él había en la villa.
Ambos planes repugnaban extraordinariamente al cacique. Querer salvar a Antoñuelo, aunque Antoñuelo fuese su pariente más o menos lejano, le parecía detestable y absurda aberración. Lo que convenía era la condenación de Antoñuelo para escarmiento de otros pícaros y para seguridad y descanso de las personas pacíficas y honradas. D. Andrés había censurado siempre la compasión malsana que los criminales suelen inspirar en nuestro país y había aplaudido la impaciente severidad con que los yankées lynchan sin escrúpulo a quien la justicia anda reacia[6] en dar el merecido castigo.
El casamiento de D. Paco con Juanita le parecía aún mayor monstruosidad. Acaso en un principio Juanita gustaría de D. Paco, pero pronto sentiría la desproporción de edad, porque la de D. Paco era triple que la de ella, de suerte que D. Andrés preveía y deploraba proféticamente que Juanita acabaría por poner en ridículo al ilustre secretario del Ayuntamiento y por hacerle muy desgraciado. Por otra parte, don Andrés temblaba al pensar en el furor de doña Inés cuando descubriese que Juanita, con su hipocresía y sus embustes, la había estado engañando, y que, en vez de meterse monja, se casaba con D. Paco, y daba por madrastra, a ella, enlazada ya con la familia más noble de toda aquella comarca, después de la familia del duque, a la hija ilegítima de una mondonguera.
Doña Inés, si tal cosa se realizase, sería capaz de tener un ataque de rabia o de estallar como una bomba.
Calculaba D. Andrés que él podía prestar dos muy importantes servicios: uno a doña Inés, impidiendo que su padre la avergonzara casándose con una muchacha de tan ruin y humilde clase, y otro a D. Paco abriéndole los ojos para que al fin comprendiese que Juanita no le quería sino por interés, y que él no debía casarse con ella por ser indigna de su cariño.
El desengaño sería cruel para D. Paco, pero D. Andrés se disculpaba la crueldad, recordando aquello de quien bien te quiere te hará llorar y lo otro de la letra con sangre entra.
Al prestar estos dos servicios no se le ocultaba a D. Andrés lo mucho que él se exponía. Se exponía por una parte a que doña Inés llegase a saber que él quería seducir o había seducido a Juanita, lo cual enfurecería a doña Inés por dos razones: porque contrariaba sus planes místicos de que Juanita fuese monja y porque deslucía o manchaba el amor (sin duda platónico) con que el propio D. Andrés la estaba, hacía más de siete años, complaciendo, tal vez poetizándole la vida, y consolándola de tener un marido tan perdulario. Y se exponía además a que D. Paco no quisiese aguantar la lección, prescindiese de todos los favores que le debía y le buscase camorra.
Don Andrés no se arredraba ante la previsión de un duelo. Manejaba bien la espada y la pistola, y D. Paco no sabía de esgrima y jamás había tomado una pistola en la mano; pero bien podía D. Paco, como lugareño que era y nada acostumbrado a perfiles y a ceremonias, perder un día la cabeza y rompérsela a él, porque tenía la mano pesada y manejaba bien el garrote, de lo cual, aunque pacífico, había dado ya diversas pruebas, además de la que salió tan cara a Antoñuelo.
La primera vez, huyó D. Paco porque se juzgaba desdeñado de Juanita y razonablemente no podía darse por ofendido ni de que ella favoreciese a otro ni tampoco del amante favorecido.
El caso era ya muy diferente. D. Andrés, aunque no lo sabía, sospechaba que Juanita y D. Paco se verían o se habrían visto y estarían de acuerdo. Cualquier favor, por consiguiente, que a él hiciera Juanita, sería una infidelidad de ésta, y para D. Paco un agravio que probablemente no se resignaría a sufrir y del que resolvería tomar venganza.
A pesar de tales inconvenientes, D. Andrés no se arredraba. Se sentía picado de que a él, omnipotente en Villalegre, se le desdeñase de aquel modo. El mismo desdén estimulaba más su deseo. Hasta por amor propio quería a toda costa triunfar de Juanita. Ardua era la empresa, pero él no se la figuraba tan ardua. Juanita había coqueteado con él y le había provocado. Era cierto que, cuando la besó en la antesala, ella le rechazó con furia, ¿pero no fue acaso furia fingida porque entró D. Paco y le vio entrar ella? D. Andrés dio por seguro que fue furia fingida.
—Ya veremos —decía para sí— si me rechaza donde y cuando está ella segura de que no entra D. Paco a interrumpirnos.
A pesar de su momentánea rivalidad, D. Andrés quería de corazón a D. Paco, reconocía todo su mérito, apreciaba todos sus servicios y distaba mucho de querer hacerle el menor daño. Lejos de eso lo que anhelaba era desengañarle en sazón y oponerse a su absurda boda.
De todos modos, a fin de precaverse contra el peligro de que D. Paco no gustase de ser desengañado, y de que, en un instante de celosa locura, llegase al extremo de apelar al garrote, D. Andrés, que de ordinario no llevaba armas, tomó un pequeño revólver de seis tiros y se le guardó en la faltriquera.
Antes de salir de casa, a eso de las diez de la mañana, habló D. Andrés con el criado de mayor confianza y más listo que tenía. Era su secretario, su ayuda de cámara, su confidente favorito y al mismo tiempo su bufón, porque tenía mucho chiste: baste decir que hacía de Longino en las procesiones.
Don Andrés, recomendándole el más profundo sigilo y la mayor cautela, hubo de hablarle así:
—Deseo y necesito tener una entrevista a solas con cierta persona que de seguro no querrá venir a mi casa, al menos la vez primera, aunque después aprenda el camino y venga con gusto. Posible es también que dicha persona se niegue a recibirme si yo directamente o valiéndome de ti pido a ella que me reciba. Importa, pues, que tú te dirijas a la criada de dicha persona y ganes su voluntad, con presentes o como quiera que sea, para que ella hable con su ama y la convenza y la incline a darme la cita. Quiero que esto sea en todo el día de hoy o en el de mañana, hasta las nueve de la noche. Durante este tiempo la ocasión es propicia y conviene no perderla. Acaso ocurra que la persona que yo pretendo me cite no se preste a confesar que accede a la cita y guste de aparentar que yo, por traición de su criada, entro a pesar suyo en su casa y la sorprendo. Para que nadie se entere, porque no quiero disgustar ni ofender a nadie, debe ser la cita y debo yo ir a ella después de anochecido.
—¿Y quién es la persona que ha de citar a V. E. y que gasta tanto melindre? —se atrevió a preguntar Longino.
—Pues la persona —contestó D. Andrés bajando más la voz— es Juanita la Larga.
Muy sorprendido se mostró Longino al oír esto, lo cual agradó sobremanera a D. Andrés, porque era prueba evidente del misterio y del disimulo con que él hasta entonces había perseguido a la muchacha. Cuando Longino no había sospechado lo más leve era indudable que nadie en el lugar lo sospechaba y que el secreto, hasta entonces, se había guardado entre D. Paco, él y ella.
Muy satisfecho Longino del encargo delicadísimo que su señor acababa de confiarle, prometió hacer prodigios de destreza para que nada se divulgase y para que todo se lograse. Informó además a su amo de que Rafaela, la criada de ambas Juanas, a quien él conocía, era muy callada, muy lista y muy experimentada, porque frisaba ya en los cincuenta años y la había corrido en su mocedad, y si bien la fortuna siempre le había sido adversa, ella sabía dónde le apretaba el zapato.
—Otro gallo le cantara —dijo Longino— y no estaría de fregona si la fortuna no fuese tan caprichosa y tan ciega.
Terminado este coloquio, todavía antes de salir de casa tuvo D. Andrés otra conversación interesante.
Quien habló con él fue una mujer que entraba a verle con frecuencia y que le traía y le llevaba recados de la señora doña Inés López de Roldán, sin duda para los negocios y obras de caridad que ellos trataban y hacían juntos.
La interlocutora de D. Andrés ya comprenderá el lector que fue Serafina.
Venía a decirle que su ama quería hablar con él y que le rogaba que fuese a su casa a la hora de la siesta.
Tan preocupado estaba D. Andrés que, por más que el menor deseo de doña Inés fuese para él soberano mandato, se excusó de ir por la multitud de quehaceres que le agobiaban y sólo prometió ir a la tertulia por la noche.
Para que doña Inés se entretuviese en su soledad o en compañía de Juanita la Larga dio don Andrés a Serafina dos bellísimos libros devotos que acababan de reimprimirse en Madrid, y que el librero Fe le enviaba, sabedor de las inclinaciones ascéticas y místicas de la señora principal de Villalegre. Eran estos dos libros el Tratado de la Tribulación, de fray Pedro de Rivadeneira, y La Conquista del reino de Dios, de fray Juan de los Ángeles.
Serafina dio a entender a D. Andrés que su ama tenía grandísima curiosidad de saber quién había apaleado a Antoñuelo y por qué motivo. Y juzgando D. Andrés que la verdad era el mejor disimulo en este caso, contó a Serafina, para que se lo refiriese a su ama, que D. Paco, después de haber vagado por extravagancia y capricho descubrió el secuestro del tendero murciano, y que para libertarle y aun para defender la propia vida tuvo que apalear al hijo del herrador, sin conocerle hasta después, porque llevaba carátula. Todo se explicaba así con la misma verdad y D. Andrés alejaba de la mente de doña Inés hasta la menor sospecha.