En medio de su alegría por haberse reconciliado con D. Paco, por estar segura de su amor y resuelta a casarse con él aunque doña Inés y el cacique se opusiesen y tuvieran ella, su novio y su madre que ser víctimas de la cólera de tan poderosos señores, Juanita sentía profunda pena por la suerte de Antoñuelo. Su delito le daba horror y no quería volver a verle ni hablarle en la vida, pero le amaba aún con cariño de hermana y presentía que ella acibararía con algo como remordimiento las mayores venturas que pudiera alcanzar si no evitaba que Antoñuelo fuese procesado, deshonrado públicamente y condenado a presidio. Con egoísmo amoroso, sólo del amor mutuo que D. Paco y ella se tenían había ella hablado con D. Paco. Ya en la calle y separada de él, Juanita volvió a pensar en Antoñuelo y a cavilar en un medio de salvarle sin que nadie le diese auxilio y siendo ella su única salvadora.
Con este propósito se presentó en casa del tendero murciano, que la recibió estando con su mujer doña Encarnación solos en la trastienda.
No lloró Juanita, porque tenía muy hondas las lágrimas y rara vez lloraba, pero con acento conmovedor y apasionado les rogó que se callasen sobre lo ocurrido, prometiéndoles que en el término de seis meses ella les daría los ocho mil reales que el forastero se había llevado. Contaba para esto con la voluntad de su madre, de la cual estaba cierta de disponer como de su propia voluntad. Su madre tenía dado a premio dinero bastante para salir de aquel compromiso, y en el término marcado de los seis meses podía cobrar dicho dinero. Su madre además era propietaria de la casa en que vivían, y si bien la casa estaba fuertemente gravada con un censo, todavía podría producir, vendiéndola, muy cerca de los mencionados ocho mil reales.
Doña Encarnación habló antes que su marido, y dijo al oír aquellas proposiciones:
—Tú estás loca, hija mía, y yo supongo que ni tu locura será contagiosa ni se la pegarás a tu madre. Imperdonable estupidez sería que ambas os arruinaseis por salvar a un pillastre. Anda, déjale que vaya a presidio. Aquel es su término natural e inevitable. Si ahora le salvaseis, en seguida volvería a hacer de las suyas y a dar nuevo motivo para que le apretasen el pescuezo. Vuestro sacrificio no sólo sería inútil, sino también perjudicial.
—Los consejos de usted —contestó Juanita—, y perdone usted que se lo diga, son aquí los inútiles. Contra mi firme resolución no hay consejo que valga. No son consejos sino dinero o crédito lo que yo necesito. Si tuviera yo en mi arca los ocho mil reales, los hubiera traído y se los hubiera dado a ustedes en cambio de un papel, firmado por ustedes, donde declarasen que Antoñuelo nada les debía y que no tenían contra él la menor queja. No tengo el dinero, pero estoy segura de poder reunirle antes de seis meses. ¿Quieren ustedes firmar el documento de que he hablado desistiendo de toda queja contra Antoñuelo y recibir en cambio otro documento en que yo me comprometa a pagar los ocho mil reales? Éste es el asunto, y no hay para qué andarse por las ramas. Conteste usted, D. Ramón, y diga que sí o que no.
—Pues mira, Juanita —contestó el interpelado—: yo digo que no, porque no quiero ser cómplice de tu locura y porque un pagaré firmado por ti, que eres menor de edad, no vale un pitoche.
—El pagaré, aunque apenas tengo aún veinte años, valdría tanto como si yo tuviese treinta. Nunca he faltado a mi palabra hablada: menos faltaré a mi palabra escrita. Para cumplir el compromiso que contrajese, me vendería yo si no tuviese dinero.
A D. Ramón se le encandilaron algo los ojos, a pesar de que doña Encarnación estaba presente, y dejó escapar estas palabras:
—Si tú te vendieses, aunque en el lugar son casi todos pobres, yo no dudo de que tendrías los ocho mil reales; pero yo no quiero que tú te vendas.
—Ni yo tampoco —replicó la muchacha—. Lo dije por decir. Fue una ponderación. Los bienes de mi madre son míos: ella me quiere con toda su alma y hará por mí los mayores sacrificios. No dude usted, pues, de que dentro de seis meses tendrá los ocho mil reales que ahora me preste, sin necesidad de que yo me venda para pagárselos.
Doña Encarnación la interrumpió entonces diciendo:
—Juanita, nosotros tenemos tan buena opinión de ti, que estamos seguros de la sinceridad y de la firmeza con que prometes pagar; pero si dentro de seis meses no allegas los dineros o porque tu madre, queriéndote mucho, no quiere darlos, o porque no os pagan vuestros deudores y no lográis vender la casa, tu sinceridad y tu firmeza nada valdrán pecuniariamente, aunque moralmente valgan mucho. Tu misma moralidad para este asunto de los dineros, en vez de ser una garantía es un indicio claro del peligro que corremos, si te los prestamos, de no volverlos a ver nunca.
—Sí, hija mía —interpuso D. Ramón—; si en este caso me hipotecases tu inmoralidad, en vez de hipotecarme tu moralidad, estaría yo más seguro de cobrar el dinero. Sería una prenda pretoria que daría ricos productos, por mal que se administrase.
Juanita advirtió que el tendero murciano trataba de tomarle el pelo, valiéndonos de una expresión que ahora se emplea en estilo chusco; y como era poco sufrida, empezó a perder la paciencia y dijo bajando la voz, pero aguzando cada una de sus palabras como si fuese una lanceta:
—Ea, déjese usted de bromas insolentes, tío marrano. Piense usted bien en mi proposición y verá que le tiene cuenta. Si acude a la justicia quizás tendrá el gusto de ver en presidio a Antoñuelo, pero de fijo que no verá nunca los ocho mil reales. En cambio, si los da ahora por recibidos y acepta el pagaré que yo le firme, dentro de medio año o antes, y esto es tan claro como el sol que nos alumbra, recuperará sus ocho mil reales y además los intereses que me ponga por ellos, porque yo no quiero que me los adelante por mi linda cara.
—Aunque me insultes llamándome tío marrano, me permitirás que al menos por tu linda cara te perdone el insulto. También me mueve tu linda cara, y no las mezquinas reflexiones que has hecho por mí, a prestarte los ocho mil reales si me prometes que tu madre ha de conformarse con el contrato. De todos modos, ya comprenderás tú, porque tienes sobrado talento, aunque eres inexperta, que yo corro mucho peligro al hacer el préstamo; que el daño emergente no es flojo, y que, por lo tanto, tampoco pueden ser flojos los intereses. No obstante, yo aspiro a que, en vez de llamarme marrano, me llames generoso y espléndido. Asómbrate…
Doña Encarnación, que hasta entonces había reprimido su cólera, sufriendo el insulto hecho al enclenque de su marido, por temor de andar a la greña con Juanita y aun de quedar vencida y aporreada, no pudo ya contenerse al ver y al oír a su marido tan melifluo y tan predispuesto a ser dadivoso, y le interrumpió exclamando:
—No te derritas, hombre; no te vuelvas una jalea; no me obligues a que sea yo quien te llame tío marrano. Atiende a lo que haces, y ya que te expones tanto prestando los dineros, que sea con algún fruto.
—Yo no me derrito, yo atiendo a lo que hago —contestó D. Ramón—; pero en vez de responder a las injurias con otras injurias, quiero ser magnánimo y responder con favores y beneficios. Juanita; yo doy por recibidos los ocho mil reales que me robaron con tal que tú me firmes un pagaré, que vencerá dentro de seis meses, por la expresada cantidad, más un pequeño tanto por ciento.
—Mil gracias, Sr. D. Ramón —dijo Juanita—. Escriba usted los dos documentos. Yo me llevaré, firmado por usted, el que me asegure que Antoñuelo quedará libre, y firmaré y dejaré en poder de usted el que declare que le soy deudora.
—Está bien. No hay más que hablar —dijo don Ramón.
Y yendo a su escritorio, redactó los dos documentos en un periquete. En el pagaré se comprometía Juanita a pagar, en el término de seis meses, la cantidad de diez mil reales.
—Ya ves mi moderación —dijo el tendero murciano al presentar a la muchacha el documento para que le firmase—. Me limito a cobrarte sólo un 25 por 100, a pesar del peligro que corro de quedarme sin mi dinero, porque a despecho de todos tus buenos propósitos no tengas un ochavo dentro de los seis meses y tengamos que renovar el pagaré, lo cual me traería grandísimos perjuicios.
—Ya lo creo —dijo doña Encarnación—; como que ahora andamos engolfados en negocios tan productivos, que ganamos un ciento por ciento al año. Créeme Juanita; prestándote los ocho mil reales nos exponemos a quedarnos sin ellos y además a perder otros veinticinco por ciento, o sea otros dos mil reales, que hubiéramos ganado dando a los ocho mil más lucrativo empleo; pero en fin, ¿qué se ha de hacer? Mi señor esposo pierde la chaveta cuando ve un palmito como el tuyo.
—Sea como sea —dijo Juanita—, yo agradezco a ustedes mucho el favor que me hacen.
Y guardándose en la faltriquera el otro documento después de haberle leído y estimado que estaba bien, se despidió de los mercaderes y se fue a su casa.