Llegó Juanita a la casa, llamó a la puerta y salió a abrirle la mujer del alguacil. Juanita le dijo:
—¿Está D. Paco en casa? ¿Está levantado y solo? Necesito verle y hablarle sin tardanza.
—Solo y levantado está en la sala de arriba —dijo la mujer del alguacil.
Sin aguardar más contestación ni más permiso, Juanita apartó a un lado a su interlocutora, echó a correr, subió las escaleras, dejó el mantón en un banco de la antesalita y entró destocada en la sala donde estaba D. Paco.
La sorpresa y el júbilo de éste fueron indescriptibles, por más que estuviese receloso aún de que en los atrevimientos de D. Andrés la coquetería de Juanita había entrado por algo.
Agradecido a la visita no esperada, D. Paco se mostró muy fino, pero disimuló su alegría y procuró poner el rostro lo más grave y severo que pudo.
—No estés enfurruñado conmigo —dijo Juanita tuteándole por primera vez—. Yo estaba celosa de doña Agustina y enojada contra ti con tan poca razón como tú estás ahora enojado; yo quería darte picón. Soy leal. Confieso mi culpa y me arrepiento de ella. Es cierto; provoqué a D. Andrés sin reflexionar lo que hacía. Perdónamelo. Me besó por sorpresa, pero le rechacé con furia. Te lo juro, créeme; te lo juro por la salvación de mi alma: no le rechacé porque tú entraste, y más duramente le hubiera rechazado yo si tú no entras. Vengo a decírtelo para que me perdones, porque te amo. Quiero que lo sepas; estoy arrepentida de haberte despedido, y me muero por ti y no puedo vivir sin ti.
¿Qué había de hacer D. Paco sino ufanarse, enternecerse, derretirse y perdonarlo todo al oír tan dulces y apasionadas frases en tan linda y fresca boca? No sabía, sin embargo, qué decir ni qué hacer, y como generalmente ocurre en tales ocasiones, dijo no pocas tonterías.
—Apenas puedo creer —dijo—, que no repares ya en mi vejez, que no pienses en que puedo ser tu abuelo y que me quieras como aseguras. ¿Pretendes acaso burlarte de mí y trastornarme el juicio? ¿Te propones halagarme con la esperanza de una felicidad que no me atrevía ya a concebir ni en sueños, para matarme luego desvaneciéndola?
—No, vida mía: yo no quiero desvanecer tu esperanza, sino realizarla. Yo quiero darte la felicidad, si juzgas felicidad el que yo sea tuya. Si no me desprecias, si me perdonas, si no me crees indigna, nos casaremos, aunque rabie doña Inés de que yo no sea monja, aunque D. Andrés te retire su favor, aunque se nos haga imposible la permanencia en este pueblo, y aunque tengamos que irnos por ahí, acaso a vivir miserablemente. No lo dudes; si fuese posible que D. Andrés se prendase de mí hasta el extremo de querer casarse conmigo, yo le despreciaría por amor tuyo aunque fueses tú mil veces más pobre de lo que eres: yo le cantaría la copla que dice:
«Más vale un jaleo probe
y unos pimientos asaos,
que no tener un usía
esaborío a su lao».
D. Paco, al oír esto, apenas pudo ya contener y ocultar su emoción.
Un estremecimiento delicioso agitó sus venas como si por ellas corriesen luz y fuego en vez de sangre. Estuvo a punto de echarse a los pies de Juanita y besárselos, pero aún se reportó y dijo:
—Quiero creer, creo en tu sinceridad de este momento. Mi modestia, con todo, me induce a temer que tal vez te alucinas, que tal vez tú misma te engañas, que tal vez te arrepientas del paso que das ahora. Eres tan hermosa que puedes ambicionar cuanto se te antoje. Y D. Andrés no es un usía desaborido como el de la copla; es una persona inteligente, estimada y respetada por todos; mejor y mucho más joven que yo.
—Será todo lo que tú quieras, mas para mí tú eres el más inteligente, el más joven y el más guapo.
Todavía, escudado por su humildad, trató don Paco de ocultar que estaba ya satisfecho, que había depuesto su enojo y que sus recelos se habían disipado. Con menos seriedad, sonriendo y entre veras y burlas, dijo:
—Me fío de ti: conozco que hablas con el corazón. No, no piensas en engañarme; pero sin duda tú misma te engañas.
Y para poner más a prueba la vehemencia y la firmeza del amor de Juanita, añadió luego:
—Es inverosímil que tú, si D. Andrés, como parece evidente, está enamoradísimo de ti, le desdeñes y me prefieras y me ames ahora, cuando antes, que no tenías a D. Andrés, era a mí a quien despreciabas. Pues qué, ¿ignoras que yo soy un pobre diablo, dependiente de él, y que él es poderoso, rico, respetado y temido aquí, estimado y favorecido por el Gobierno, y caballero Gran Cruz, con excelencia y todo?
—¿Y qué me importa a mí su excelencia? A ti y no a él debió el Gobierno dar la Gran Cruz, ya que todo lo bueno que se hace en este lugar eres tú quien lo hace.
Calló un momento y prosiguió con dulce risa como quien de súbito tiene una idea que le agrada.
—Esta injusticia quiero remediarla yo; pero necesito antes que tú me proclames y me jures por tu reina. Sé mi súbdito fiel. Sométete. Júrame por tu reina y tu reina te premiará. Júrame.
D. Paco se sometió sin más resistencia. Se hincó de rodillas a los pies de ella y exclamó entusiasmado:
—¡Te juro!
Juanita, impulsada irresistiblemente por la idea rara que había concebido, apartó con gran rapidez el pañolillo que llevaba al pecho, prendido con alfileres, sacó sus tijeras del bolsillo del delantal y se desabrochó dos o tres corchetas del vestido.
D. Paco, siempre de hinojos, la contemplaba embelesado y curioso. Ella introdujo los dedos por bajo del vestido y desató un listoncillo de seda azul que le ceñía al pecho la limpia camisa. Tiró de él y le sacó de la jareta, calada y bordada, trabajo primoroso de su diestra mano. Cortó, por último, con las tijeras un buen pedazo del listoncillo y se le puso a D. Paco en el ojal del chaquetón, afirmándole con una lazada.
—Yo te concedo, en atención a tus altos méritos y servicios —dijo con solemnidad— esta bonita condecoración, que vale mil veces más que la que tiene D. Andrés, y te declaro mi caballero y Gran Cruz de la orden de los celos disipados. Por eso es azul el listoncillo como las flores del romero.
D. Paco se levantó, sin pizca ya de celos, porque todo se convirtió en amor, y dijo:
—Tú me citaste una copla: no quiero ser menos; voy a citar otra, aunque tenga que llamarte en ella, no por tu nombre, sino como se llama la madre de tu santo.
Las flores del romero
niña Isabel,
hoy son flores azules
mañana serán miel.
Y si han de ser miel mañana, ¿no es mejor que lo sean en este mismo instante?
D. Paco se acercó a Juanita para besarla.
Ella le separó con suavidad y se esquivó, poniéndose muy seria y exclamando:
—Déjame. No te llegues a mí. Respétame como a tu reina y como mi caballero que eres. Las flores del romero serán miel en su día; ahora no. Ve mañana a mi casa, a las diez y media de la noche. Allí hablaremos con mi madre. Adiós.
Juanita se dirigió para salir hacia la puerta de la sala. Ya en la puerta, volvió la cara, miró a D. Paco, se dio a escape más de treinta besos en la palma de la mano, sopló en ellos y se los envió a su amigo por el aire.
—De cerca y sin alas los quiero yo.
—Ya les cortaremos las alas. En cuantito no sea pecado mortal los tendrás de cerca hasta que te hartes; y dicho esto, recogió el mantón en la antesalita, bajó brincando por la escalera y se puso en la calle.