XXXI

Sin hacer ruido, llegó D. Paco a la casilla y vio que la puerta estaba cerrada con cerrojo que había por dentro. La luz salía por un ventanucho pequeño, donde, en vez de vidrios, había estirado un trapo sucio para resguardo contra la lluvia y el frío. Con el estorbo del trapo no se podían ver los objetos de dentro; pero D. Paco se aproximó y reparó en el trapo tres o cuatro agujeros. Aplicó el ojo al más cercano, que era bastante capaz, y lo que vio por allí, antes de reflexionar y de explicárselo, le llenó de susto. Imaginó que veía a Lucifer en persona, aunque vestido de campesino andaluz, con sombrero calañés, chaquetón, zahones y polainas. La cara del así vestido era casi negra, inmóvil, con espantosa y ancha boca y con colosales narices llenas de verrugas y en forma de pico de loro. D. Paco se tranquilizó, no obstante, al reconocer que aquello era una carátula de las que se ponen los judíos en las procesiones de Villalegre.

El enmascarado guardaba silencio y estaba sentado en una silla, apoyados los codos en una vieja y mugrienta mesa de pino.

En otra silla estaba enfrente otra persona en quien reconoció al punto D. Paco a D. Ramón, el tendero murciano de su lugar, el hombre más rico después de D. Andrés y el más desaforado hablador que por entonces existía en nuestro planeta.

D. Ramón era pequeñuelo, viejo y flaco, pero tenía mucho espíritu y agallas y no se acoquinaba por poco.

Notó D. Paco que tenía las manos atadas con un cordel a las espaldas, y dedujo que le habían llevado allí y que le retenían por violencia. Pronto las mismas palabras del tendero murciano, tan pródigo de ellas, confirmaron la deducción de D. Paco.

—Hombre o demonio —decía—, quien quiera que seas, apiádate de mí y no me atormentes sin fruto. ¿Cómo había yo de imaginar, al volver esta tarde desde mi casería al pueblo, que no dista más de un cuarto de legua, que había de topar contigo y con tu compañero, emboscados entre las mimbreras del arroyo del Hondón, y que me habíais de traer por fuerza a este lugar? Yo no sospechaba que hubiese secuestradores en el día, y caminaba muy seguro. Convéncete, hombre, la ganancia que habíais de hacer ya la habéis hecho. No tratéis ahora de lograr más ganancia. La codicia rompe el saco. A mí me mataréis, pero también a vosotros os darán garrote.

El enmascarado persistió en su silencio, y a lo del garrote sólo respondió con un ronquido, especie de interjección que en aquella tierra se usa. D. Ramón continuó:

—No acierto a explicarme por dónde llegasteis a averiguar que acababa yo de vender mi mejor vino a los jerezanos y que llevaba 12.000 reales en el bolsillo. Pero, en fin, ya tenéis los 12.000 reales. ¿Por qué no os contentáis? Valiéndoos de ese tintero de cuerno que traíais preparado me habéis hecho escribir a mi mujer para que entregue 2.000 duros si no quiere que me ahorquen.

—Y te ahorcaremos y te descuartizaremos como no los entregue —dijo el enmascarado con voz disimulada y extraña.

—Pues bien podéis ahorcarme y descuartizarme ya, sin seguir moliéndome, porque mi mujer, ¡y vaya si la conozco!, antes que entregar los dineros entregará mi vida y la de todos sus parientes, aunque nos quiera y nos llore después a moco tendido. Oye, ¿has visto tú la tragedia de Guzmán el Bueno?

El enmascarado no dijo que sí ni que no; se limitó a dar otro ronquido. D. Ramón continuó:

—Pues Guzmán el Bueno para no entregar a Tarifa envió a los moros un cuchillo con que degollasen a su hijo muy amado. Los dineros son la Tarifa de mi mujer y no los entregará aunque me degolléis. Lo que no hará tampoco, echando con esto la zancadilla a Guzmán el Bueno, es el gasto inútil de enviaros el cuchillo, aunque sea el peor de la cocina. Ya le tendréis vosotros, sin que ella le envíe, para abrirme una gatera en las tripas. Pero seamos razonables: ¿qué vais a conseguir con eso? Compadécete de mí. Mira también por ti y no seas imprudente. Hará ya dos horas que mi mujer me habrá echado de menos, y aun antes de recibir la carta que lleva tu compañero, y no sé cómo ni quién pondrá en sus manos, habrá armado ella una revolución en el lugar, habrá tocado a rebato, y la pareja de Guardia civil y muchos criados míos andarán ya buscándome. No tientes más a Dios. Ponme en libertad. Déjame ir en mi mulita, y yo te lo pagaré si no quieres aguardar a que Dios te lo pague.

El enmascarado siguió sin contestar, aunque dando más ronquidos.

—¿No oyes que yo te lo pagaré? Sobre los doce mil reales que tú y tu compañero os habéis repartido, yo puedo darte hasta otros ocho mil si me dejas libre.

—¿Y cómo? —dijo entonces el enmascarado—. ¿Dónde llevas escondido esos ocho mil reales?

—No seas tonto, hijo mío, no seas tonto. ¿Dónde quieres que los lleve? Yo no tenía más que lo que ya habéis tomado, pero tengo un medio seguro de recompensar tu buena acción.

¿Y cuál?

D. Ramón titubeó entonces. El deseo de seducir al de la carátula y salir pronto de aquel mal paso, satisfaciendo su afán de hablar, de contarlo todo y aun de lucirse, porque era muy jactancioso, luchaba en su alma con el temor de empeorar la situación en que se hallaba, sobrexcitando la codicia del bandido.

La manía de hablar pudo más al fin que toda otra consideración juiciosa, y D. Ramón explicó que había un ingenioso procedimiento por cuya virtud tenía él y ponía dinero donde le daba la gana. Bastaba para ello que él escribiese en un papelito determinada cantidad, diciendo páguese y firmando. Cualquiera persona que llevase este papelito en la faltriquera, bien podía estar segura de que era como si llevase la cantidad expresada.

D. Ramón, impulsado por su locuacidad y su fachenda, no supo lo que se dijo… Su explicación de lo que era check o libranza al portador entusiasmó al bandido, el cual le mandó al punto con amenazas que allí mismo, y en el acto, por valor de dos mil duros, le escribiese y le firmase un check.

El tendero murciano conoció la tontería que había hecho, pero conoció igualmente que tenía fácil enmienda, y explicó al de la carátula que los papelitos que allí escribiese y firmase ningún valor tendrían, porque habían de ir, para que valiesen, en hojas dispuestas de cierto modo y arrancadas de un librejo que él se había dejado en casa.

Nada le valió, con todo, para apaciguar al de la carátula. O por poner en duda que fuesen indispensables tales hojas o por despecho de que se las hubiese dejado en casa y no las trajese allí, el bandido, sin atender a razones, y diciendo repetidas veces, escríbeme el papelito, se puso a maltratar a pescozones al infeliz maniatado.

D. Paco no pudo sufrir más, fue corriendo a la puerta de la casilla, por fortuna vieja y desvencijada, y descargando sobre ella con todos sus bríos, un diluvio de patadas, de puñetazos y garrotazos, consiguió en pocos segundos arrancarla de los goznes y derribarla por el suelo con estrepitoso sacudimiento que hizo retemblar las paredes.

El bandido se sobrecogió de terror porque imaginó al principio que el viejo guarda, o lleno de envidia por la ventura que otros iban a lograr, o enojado porque le profanaban su mansión donde el día antes había estado todavía de cuerpo presente, venía ahora capitaneando una legión de demonios para llevársele al infierno. ¿Qué criatura mortal podía aparecerse a aquellas horas y en tan apartado sitio?

El bandido, no obstante, se recobró del susto y acudió a la defensa.

Echó mano del trabuco, que tenía en un rincón de la estancia, y fue al cuarto contiguo donde había caído la puerta y estaba la entrada. Allí apenas se veía, porque la única luz era la de un candil atado en la otra estancia a una tomiza que pendía de una viga del techo; pero el de la carátula[5] vio el bulto de un hombre que se precipitaba sobre él, y dijo: —¡Tente o mueres!— y le apuntó con el trabuco.

Todo ello fue con rapidez maravillosa.

D. Paco estaba ya casi encima del bandido, y al mismo tiempo que éste disparaba, le sacudió tan tremendo garrotazo en el brazo izquierdo, que le hizo soltar el arma y dar con ella en el suelo.

El tiro salió antes, pero, torcida ya la dirección, las postas, sin tocar a D. Paco, fueron a agujerear el muro.

El de la carátula retrocedió para evitar nuevo golpe; y, aunque magullado por el que había recibido, sacó de la faja que rodeaba su cintura una truculenta navaja de Albacete, de las de virola y golpetillo, de las que llevan la inscripción

Si esta víbora te pica

no hay remedio en la botica,

la abrió con el temeroso ruido que produce la rodaja al encajar en el muelle, y se lanzó otra vez sobre su adversario, pero el bandido estaba ya falto de serenidad y quebrantado por el dolor del primer golpe. No supo ser certero y en balde abanicó el ambiente con su mortífero instrumento.

D. Paco, sereno y decidido, se apartó a un lado, brincó y salvó el bulto y sacudió otra vez tan fiero garrotazo en los lomos del de la carátula que le hizo caer en el suelo boca abajo. Tendido ya en el suelo el bandido, D. Paco se ensañó algo, y sin compasión le dio cuatro o cinco palos más.

Como no se quejaba ni rebullía, D. Paco le creyó muerto. Se agachó, no obstante, con precaución y le quitó de la mano la navaja.

En seguida llegó D. Paco a donde estaba don Ramón, que le reconoció y con viva efusión le dio las gracias.

D. Paco desató el cordel que tenía a D. Ramón amarrado.

—Alúmbreme usted con el candil —le dijo—. Voy a ver si ha muerto ese hombre.

A la luz del candil se llegó D. Paco al que estaba boca abajo tendido por el suelo y le puso boca arriba. La carátula se le había caído.

D. Paco y D. Ramón se quedaron absortos al reconocer a Antoñuelo.