XXIX

No quiero tener por más tiempo suspenso y sobresaltado al lector y en incertidumbre sobre la suerte de D. Paco.

Nuestro héroe, en efecto, había tenido el más cruel desengaño al ver primero a Juanita, acompañada por D. Andrés, atravesar a oscuras las calles, charlando y riendo, y después al presenciar la última parte del coloquio de la antesala y el animadísimo fin que tuvo en los abrazos y en los besos.

No quería conceder en su espíritu que Juanita fuese una pirujilla, y no obstante tenía que dar crédito a sus ojos.

Muy triste y muy callado y taciturno estuvo toda aquella noche en la tertulia de su hija. Jugó al tresillo, para no tener que hablar, hizo malas jugadas y hasta renuncios, por lo embargado que le traían sus melancólicas cavilaciones; apenas jugó una vez sin hacer puesta o recibir codillo y perdió quinientos tantos, equivalentes a cincuenta reales.

De mal humor, se volvió a su casa antes de que nadie se fuese.

En balde procuró dormir. No pudo en toda la noche pegar los ojos. Los más negros pensamientos caían sobre su alma como se abate sobre un cadáver una bandada de grajos y a picotazos le destrozan y le comen.

Por lo mismo que él, durante toda la vida, había sido tan formal, tan sereno y tan poco apasionado, extrañaba y deploraba ahora el verse presa de una pasión vehemente y sin ventura. Se enfurecía, y discurriéndolo bien no hallaba a nadie contra quien descargar su furor con algún fundamento. Juanita le había despedido: no era ni su mujer, ni su querida, ni su novia. Bien podía hacer de su capa un sayo sin ofenderle. Y menos le ofendía aún D. Andrés, el cual sospecharía acaso que él había tenido, hacía más de un año, relaciones con la muchacha; pero en aquel momento le creía, según los informes que le daba doña Inés, decidido pretendiente y casi futuro esposo de la fresca viuda doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua.

D. Paco se consideraba obligado a echar la absolución a Juanita y a D. Andrés. Y sin embargo, contra toda razón y contra toda justicia sentía el prurito de buscar a Juanita, ponerla como hoja de perejil y darle una soba, o bien de armar disputa a su valedor y protector el cacique y con un pretexto cualquiera romperle la crisma.

Todo esto, según la pasión se lo iba sugiriendo y según iba pasando y volviendo a pasar por su cerebro como tropel de diablos que giran en danza frenética, no consentía que lograse un instante de reposo. En vez de dormir se revolcaba en la cama, y sus nervios excitados le hacían dar brincos.

A pesar de todo se encontraba más cómico que trágico, y se echaba a reír, aunque con la risa que apellidan sardónica, no por una hierba, sino porque (según hemos oído contar) entre los antiguos sardos se reían así los que eran atormentados y quemados de feroz y sardesca manera en honor de los ídolos.

Juanita era el ídolo ante el cual el amor y los celos, sacerdotes y ministros del altar de ella, atormentaban y quemaban a D. Paco.

Como no podía sufrirse pensó con insistencia en matarse, y luego sus doctrinas y sus sentimientos religiosos y morales acudían a impedirlo. Y no bien lo impedían, D. Paco se burlaba de sí mismo y se despreciaba, presumiendo que lo que llamaba él religión y moral fuese cobardía acaso.

Después de aquel tempestuoso insomnio, que convirtió en siglos las horas, D. Paco sé levantó del lecho y se vistió antes de que llegase la del alba.

Abrió la ventana de su cuarto y vio amanecer.

La frescura del aire matutino entibió, a su parecer, aquella a modo de fiebre que en sus venas ardía. Y como no se hallaba bien en tan estrecho recinto, y anhelaba ancho espacio por donde correr, horizonte por donde tender la mirada, y para techumbre toda la bóveda del cielo, determinó salir, no sólo de la casa, sino también de la población, e irse sin rumbo ni propósito, a la ventura, pero lejos de los hombres y por los sitios más esquivos y solitarios.

Se fue sin que despertasen ni le viesen el alguacil y su mujer.

Tuvo, no obstante, serenidad y calma relativa. No huyó como un loco, y tomó su sombrero y su bastón, o más bien el garrote que de bastón le servía.

Además, como se preparaba para larga peregrinación, aunque sin saber adónde, y como a pesar de que pensaba a menudo en el suicidio, no pensó en que fuese por hambre, ya que en medio de sus mayores pesares y quebrantos nunca había perdido el apetito, tomó sus alforjas, colocó en ellas alguna ropa blanca y los víveres que pudo hallar, se las echó al hombro y se puso en camino, a paso redoblado, casi corriendo, como si enemigos invisibles le persiguieran.

Pronto recorrió algunas sendas de las que dividen las huertas que hay en torno de la villa. La primavera, con todas sus galas, mostraba allí entonces su hermosura y sus atractivos. En el borde de las acequias, por donde corría con grato murmullo al lado de la senda el agua fresca y clara, había violetas y mil silvestres y tempranas flores que daban olor delicioso. Los manzanos y otros frutales estaban también en flor. Y la hierba nueva en el suelo y los tiernos renuevos en los álamos y en otros árboles lo esmaltaban todo de alegre y brillante verdura. Los pajarillos cantaban; el sol naciente doraba ya con vivo resplandor los más altos picos de los montes y un ligero vientecillo doblegaba la hierba y agitaba con leve susurro el alto follaje.

D. Paco caminaba tan embebecido en sus malos y negros pensamientos, que en nada de esto reparaba.

No tardó en salir de las huertas y en encontrarse entre olivares y viñedos; pero él huía de los hombres; no quería ver a nadie ni que nadie le viese, y tomó por las menos frecuentadas veredas, dirigiéndose hacia la sierra peñascosa, donde la escasez de capa vegetal no permite el cultivo, donde no hay gente y donde está pelada la tierra o sólo cubierta a trechos de malezas y ásperas jaras, de amarga retama, de tomillo oloroso y de ruines acebuches, chaparros y quejigos.

Aunque le fatigó algo su precipitada carrera, D. Paco no se detuvo a reposar, sentándose en una peña, hasta que dio por seguro que se hallaba en completa soledad, casi en el yermo, sin que nadie le viese, le oyese y le perturbase.

Apenas se sentó, se diría que los horribles recuerdos que le habían arrojado de la villa, que venían persiguiéndole y que se habían quedado algo atrás, le dieron alcance y empezaron a picarle y a morderle otra vez. Recordaba con rabia la dependencia servil con que el interés y la gratitud le tenían ligado al cacique, el yugo antinatural que le había impuesto su hija, los desdenes que Juanita le había prodigado y los favores con que a D. Andrés regalaba. Pensó después en la burla de que sería objeto por parte de todos sus compatricios cuando se enterasen de lo que pasaba en su alma, y se levantó con precipitación para huir más lejos y a más esquivos lugares.

Casi corriendo bajó por una cuesta muy pendiente y vino a encontrarse, después de media hora de marcha, en una estrecha cañada que se extendía entre dos cerros formando declive. Iba saltando por él un arroyuelo y sonando al chocar en las piedras. El arroyuelo, al llegar a sitio llano y más hondo, se dilataba en remanso circundado de espadaña y de verdes juncos. Algunos alerces y gran abundancia de mimbrones daban sombra a aquel lugar y le hermoseaban frondosas adelfas, cubiertas de sus flores rojas, y no pocos espinos, escaramujos y rosales silvestres, llenos de blancas y encarnadas mosquetas.

Sitio tan apacible convidaba al reposo, y convidaba a beber el agua limpia del remanso, cuya haz tranquila, rizándose un poco, delataba la mansa corriente o que el agua no estaba estancada y sin renovarse.

El sol, que se había elevado ya sobre el horizonte y se acercaba al cénit, difundía mucho calor y luz sobre la tierra; y D. Paco, buscando sombra, vino a sentarse en un ribazo y se puso a contemplar el agua antes de beberla.

En medio de su contemplación sintió cierta angustia y escarabajeo en su estómago, porque hacía cerca de veinte horas que no había comido, había andado mucho y no había dormido nada. En suma, fuerza es confesarlo, D. Paco tuvo hambre.

Miró a todos lados, como si fuese a cometer un crimen, muy receloso de que alguien pudiera verle, y convencido ya de que su soledad no podía ser mayor, metió la mano en las alforjas, y sacó de allí una blanca rosquilla y un bulto envuelto, bien envuelto en un antiguo número de El Imparcial. ¿Qué había en este envoltorio? El historiador no debe ocultar nada. En el envoltorio, que desplegó D. Paco, había media docena de hermosos pedazos de lomo de cerdo, gruesos como el puño, de los que Juana la Larga había adobado y frito; de los que con el aliño de orégano, pimiento molido, comino y qué sé yo qué otras especias, ya recalentados en la propia manteca entre la que se conservan en orzas, ya extraídos de la manteca y fiambres, seducen a las criaturas más desesperadas y afligidas y les dicen ¡comedme!

D. Paco se preparó a obedecer el irresistible mandato; pero, pensando en aquel mismo instante en que Juana la Larga, la madre de quien causaba su tormento, era quien había guisado aquel lomo, las más tristes memorias se le recrudecieron, y con una magra entre los dedos, al ir ya a tirar un bocado, se le atragantaron en la garganta los dos tan sabidos versos de Garcilaso, que dicen:

¡Oh dulces prendas por mí mal halladas,

dulces y alegres cuando Dios quería!

No quiso Dios, a pesar de todo, que D. Paco las hallase por su mal. Aunque se le saltaron las lágrimas, pudo más el apetito. Ganas tuvo también, en su desesperación, de que las magras se le volviesen veneno; pero en fin, él se comió dos y también la rosquilla.

Hubo un momento en que echó de menos el vino y deploró no haber traído la bota. Luego se resignó y bebió agua, bajando la boca hasta la superficie del remanso.

Por último, como estaba molido de tanto andar, velar y rabiar, y sentía en lo exterior el calor del sol en lo interior el calor del lomo y de la rosquilla, a pesar de su enorme pesadumbre, fue vencido por el sueño y se confortó durmiendo profundamente la siesta, durante la cual sus desventuras y sus penas se diría que se habían sumergido en aquel arroyo como si fuese el Leteo.