Al día siguiente ocurrió en Villalegre un caso que sorprendió y dio mucho que hablar.
Ni por el Ayuntamiento, ni por casa del alcalde, ni por la escribanía, ni por parte alguna pareció D. Paco, que de diario acudía a todas para desempeñar sus varias funciones. Fueron a casa de él y tampoco le hallaron allí. El alguacil y su mujer, que le servían y cuidaban, no sabían cómo ni cuándo se había ido y no daban razón de su paradero.
Pasó todo el día sin que D. Paco volviese y sin que se averiguase dónde estaba y creció el asombro.
Nadie acertaba a explicar la causa de aquella desaparición.
Mucho tiempo hacía que por aquella comarca, merced al bienestar y prosperidad que reinaban y a la benemérita Guardia civil, no se hablaba de bandidos y secuestradores.
¿Dónde, pues, estaba metido D. Paco?
La gente se lo preguntaba y no se daba contestación satisfactoria.
Los amigos, y singularmente D. Andrés Rubio, se mostraban inquietos. Sólo no se alteraba doña Inés. Su carácter estoico y su resignada y cristiana conformidad con la voluntad del Altísimo conservaban casi siempre inalterable la tranquilidad de su alma. Doña Inés, además, no veía nada alarmante en el suceso, y a ella misma y a sus amigos D. Andrés y el padre Anselmo se le explicaba del modo más natural. Suponía y decía con sigilo que su señor padre, aunque estaba sano y bueno y tenía más facha de mozo que de anciano, había empezado a envejecer, claudicar y flaquear por el meollo; culpa quizás de lo mucho que con él trabajaba y estudiaba. Ello era que, según doña Inés, su padre, desde hacía tiempo, daba frecuentes aunque ligeros indicios de extravagancia, y de chochez prematura. Tal era la causa que hallaba doña Inés para la desaparición de D. Paco. Y afirmando que, sin más razón que su capricho, se había ido paseando y tal vez vagaba por los desiertos y cercanos cerros, pronosticaba que cuando se cansase de vagar volvería a la población como si tal cosa.
Ni en toda aquella noche, ni durante el día inmediato se cumplió, sin embargo, el pronóstico de doña Inés.
Cuando volvió Juanita a su casa entre nueve y diez de la noche, D. Paco aún no había aparecido.
Juanita, que no era estoica ni tan buena cristiana como doña Inés, estaba angustiadísima y llena de inquietud y de zozobra, por más que hasta entonces lo había disimulado.
Cuando se vio a solas con su madre, no pudo contenerse más y le abrió el corazón buscando consuelo.
—D. Paco no ha parecido —le dijo—. Mi corazón presiente mil desventuras.
—No te atormentes —contestó la madre—. D. Paco parecerá. ¿Qué puede haberle sucedido?
—¿Qué sé yo? Nada te he dicho, mamá: hasta hoy me lo he callado todo. Ahora necesito desahogarme y voy a confesártelo. Soy una mujer miserable, indigna, necia. Pude tenerle por mío y le desdeñé. Ya que le pierdo, y quizás para siempre, conozco cuánto vale, y le amo: perdidamente le amo. Y para que veas mi indignidad y mi vileza, amándole le he faltado: he atravesado su corazón con el puñal venenoso de los celos. Yo tengo la culpa y D. Andrés está disculpado. Yo le atraje, yo le provoqué, yo le trastorné el juicio, y si me faltó al respeto, hizo lo que yo merecía.
—Niña, no comprendo bien lo que dices. O no estoy en autos o tú disparatas.
—No disparato ahora, pero he disparatado antes. Repito que he provocado a D. Andrés para vengarme de doña Inés y para dar picón a D. Paco. Yo estaba celosa. Temí que él se rindiese a doña Agustina. No comprendí cuánto me quería él. Ahora lo comprendo. Y ve tú ahí lo que son las mujeres: me halaga, me lisonjea creer que me ama tanto, y esta creencia es al mismo tiempo causa de mi pena y del remordimiento que me destroza el alma. Nada sé de fijo; pero en mi cabeza me lo imagino todo. Sin duda él me espiaba, y en la oscuridad de las calles me vio y me reconoció, o me oyó charlar y reír con D. Andrés, que me acompañó varias noches. Y él, lleno ya de sospechas y apesadumbrado de creerme liviana, siguió espiándome, y anteanoche, en la misma antesala de doña Inés, me sorprendió cuando D. Andrés me abrazaba y me cubría de besos la cara y hasta la boca. Yo le rechacé con furia; pero D. Paco pudo suponer y de seguro supuso que mi furia era fingida porque él había entrado y porque yo le había visto y trataba de aparenta inocencia. ¿Sabes tú lo que yo temo? Pues temo que D. Paco, juzgando una perdida a la mujer que era objeto de su adoración, se ha ido desesperado, sabe Dios dónde.
—De todo eso tiene la culpa —interpuso Juana—, esa perra de doña Inés: esa degollante que no pagaría sino quemada viva o frita en aceite.
—Te aseguro, mamá, que no sé cómo la aguanto aún; pero si esto no para en bien y ocurre alguna desgracia, quien la va a quemar y a freír soy yo con estas manos. No; no soy manca todavía. La desollaré, la mataré, la descuartizaré. No creas tú que va a quedarse riendo.
Juana, al ver tan exaltada a su hija, temió la posibilidad de un delito, y exclamó como persona precavida y juiciosa.
—Prudencia, niña, prudencia; no te aconsejaré yo que la perdones. Bueno es ganar el cielo, pero gánale por otro medio y no con el perdón de quien te injuria. Dios es tan misericordioso que nos abre mil caminos para llegar a él. Toma, pues, otro, y no sigas el de la mansedumbre. Conviene hacerse respetar y temer. Conviene que sepan quién eres. Lo que yo te aconsejo es que tengas mucho cuidado con lo que haces, porque si tú castigaras a doña Inés sin precaución, la justicia te empapelaría, como un ochavo de especias, y hasta te podría meter en la cárcel o enviarte a presidio.
—No pretendas asustarme. Si ocurre una desgracia, yo no me paro en pelillos: la pincho como a una rata, la araño y le retuerzo el pescuezo. Lo haría yo en un arrebato de locura y no sería responsable.
—No lo serías —replicó Juana—; pero te tendrían por loca y te encerrarían en el manoscomio, monomomio o como se llame, y yo me moriría de pena de verte allí.
—¿Pues qué he de hacer, mamá, para castigar bien a doña Inés sin que tú te mueras de pena?
—Lo que debes hacer, ya que tienes con ella tanta satisfacción y trato íntimo, es cogerla sin testigos y entre cuatro paredes; darle allí tus quejas, leerle la sentencia y ejecutarla en seguida.
—¿Y qué quieres que ejecute?
—Acuérdate de tu destreza de cuando niña, de cuando con la cólera hervía ya en tus venas la sangre belicosa de tu heroico padre; agarra a doña Inés, descorre el telón y ármale tal solfeo en el nobilísimo traspontín, que se le pongas como un nobilísimo tomate. Ya verás cómo lo sufre, se calla y no acude a los tribunales. Una señorona de tantos dengues y de tantos pelendengues no ha de tener la sinvergüencería de enseñar el cuerpo del delito al jurado ni a los oidores.
Al oír los sabios consejos de su mamá, Juanita mitigó su cólera, y a pesar del dolor que tenía no pudo menos de reírse, figurándose a doña Inés, con toda su majestad y entono, azotada e inulta. Luego dijo:
—Aun sin propasarme hasta el extremo de la azotaina, y aun sin cometer ningún crimen, he de castigarla, valiéndome de la lengua, que ha de lanzar contra ella palabras que le abrasen el pecho. Ha de lanzar mi lengua más rayos de fuego que la uña del boticario. Cada una de las palabras que yo le diga ha de ser como uña ponzoñosa de alacrán que le desgarre y envenene las entrañas.
La iracunda exaltación de Juanita no podía sostenerse y se trocó pronto en abatimiento y desconsuelo.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. ¡Ay, María Santísima de mi alma! ¿Qué va a ser de mí si hace él alguna tontería muy gorda: se tira por un tajo o se mete fraile? Entonces sí que tendré yo que meterme monja. Pero yo no quiero meterme monja. Yo no quiero cortarme el pelo y regalársele a doña Inés. Un esportón de basura será lo que yo le regale.
Y diciendo esto, rompió Juanita en el más desesperado llanto. Abundantes lágrimas brotaban de sus ojos y corrían por su hermosa cara; parecía que iban a ahogarla los sollozos, y se echó por el suelo cubriéndose el rostro con ambas manos y exhalando profundos gemidos.
La madre, que estaba acostumbrada a los furores de Juanita, no había tenido muy dolorosa inquietud al verla furiosa; pero como Juanita era muy dura para llorar, y como su madre no la había visto verter una sola lágrima desde que ella tomaba, cuando niña, alguna que otra perrera, su llanto de entonces conmovió y afligió sobremanera a Juana.
—No llores —le dijo—. Dios hará que parezca D. Paco, y ni él será fraile ni tú serás monja, como no entréis en el mismo convento y celda.
En suma, Juana, llorando ella también a pesar suyo, hizo prodigiosos esfuerzos para calmar a su hija, levantarla del suelo y llevarla a que se acostase en su cama. Al fin lo consiguió, la besó con mucho cariño en la frente, y dejándola bien arropada y acurrucada, se salió de la alcoba diciendo: Amanecerá Dios y medraremos.