XXIV

La gloriosa servidumbre en que Juanita había llegado a ponerse, si no era útil, era molesta en extremo, porque la amistad de doña Inés no podía ser más exigente ni más imperativa. Y mientras más rebosaba en entusiasmo y en ternura, más se recrudecía también en exigencia y en imperio.

Había días en que no le quedaba a Juanita ni hora libre ni momento de sosiego. Doña Inés la llamaba y se valía de ella para todo.

En los lugares, al menos hace algunos años, pues no sé si habrán variado las costumbres, nunca salía una señora principal de visita o de paseo sin llevar a una acompañanta. Juanita tuvo, por consiguiente, a más de leer y de escuchar disertaciones, que acompañar a doña Inés en sus visitas y en sus paseos. Y cuando a ésta se le antojaba de súbito visitar o pasear, y no tenía a Juanita en casa, iba a buscarla a la suya, haciéndose acompañar hasta allí por Serafina.

En los paseos rara vez leía o hacía leer doña Inés, pero, convertida en filósofa peripatética, disertaba de lo lindo, y siempre sobre religión, moral, menosprecio del mundo, alabanza del recogimiento y de la conversación interior, y aspiraciones a lo sobrenatural y divino.

Conviene que se sepa que doña Inés tenía un carácter tan dominante, que no se aquietaba ni se satisfacía como no decidiese y gobernase cuanto hay que decidir y gobernar.

Ella designaba el nombre que había de recibir en la pila bautismal cada villalegrino que naciese; ella decretaba, después de estudiar aptitudes, capacidades y recursos, el oficio que cada cual había de aprender y ejercer; y ella escogía marido para cuantas niñas casaderas vivían en el pueblo y pertenecían a familias merecedoras por algún título de su atención y cuidado.

El concepto que formaba doña Inés del universo visible y de cuantas cosas hay en él y en él se sustentan, era concepto más pesimista que el del propio Schopenhauer; pero el de doña Inés estaba dulcificado por dos potencias benéficas y fecundas que había en su alma. Ella podría ser, o era más o menos pecadora. Yo no he llegado a ponerlo bien en claro, de suerte que al ir escribiendo esta historia lo probable es que lo deje turbio o nebuloso. De cualquier modo que fuese, y sin escudriñar los secretos de doña Inés en lo tocante a la conducta, aseguro con evidencia que ella, en lo teórico, sin afectación ni mentira, tenía la más acendrada fe religiosa. Con esta fe, y con las otras dos consoladoras y divinas virtudes que de ella nacen, doña Inés iluminaba el mundo, hermoseándole con celestiales resplandores.

Toda deformidad moral, todo vicio, toda dolencia, la fealdad física, las enfermedades, la miseria, el dolor y la muerte, se despojaban en su pensamiento de horror y de amargura al considerar que deben sufrirse por el amor de Dios, y desvanecerse y disiparse, como la oscuridad de la noche cuando aparece la aurora, ante la esperanza de lo trascendente y ultramundano. Para doña Inés este mundo en que vivimos era un valle de lágrimas y un transitorio lugar de prueba, indispensable camino para otra vida mejor. La presente, pues, aunque fuese muy mala, no era nunca mala, ya que en ella, si se padecía con resignación, mientras más se padeciese, mejor y más abundante cosecha se recogía y se atesoraba de frutos que no se corrompen y de riquezas que nadie roba. Y como doña Inés no gustaba de quedarse atrás en nada, sino de adelantarse en todo y ser también importante cosechera de los mencionados frutos y riquezas, muy candorosamente estaba persuadida de que padecía o había padecido mucho, ejercitando y luciendo su paciencia, compitiendo un poquito con Job y granjeándose los medios de ir al cielo derecha, sin tropezar en rama, ya se entiende que contando con la misericordia de Dios, que le perdonaría sus pecados, si los tenía, pues, según ya he dicho, no lo sabemos.

La otra potencia de que se valía doña Inés, sin estudio, espontánea y sencillamente, para blanquear y hasta para dorar la tenebrosa negrura de su concepto schopenhauerino del mundo, era el sentimiento vivísimo y atinado, fuente inexhausta de puros deleites, con que percibía su alma toda belleza, tanto espiritual cuanto corpórea. Llamar a esto buen gusto me parece poco. El buen gusto, por lo general, es pasivo y estéril. En doña Inés alcanzaba actividad creadora. La visión de la belleza, concebida por doña Inés, relucía en las profundidades de su alma y creaba allí otro universo ideal, semejante al exterior universo, salvo que de él todo mal y toda mengua habían sido expulsados.

Como se ve, no era doña Inés mujer adocenada, sino persona memorable, o dígase digna de la historia, por lo cual me complazco yo en ponerla en la mía.

Doña Inés, y perdone el pío lector si me repito, a pesar de sus ocho vástagos, estaba aún muy guapa; en lo mejor de su edad, bien cuidada, alimentada y vestida.

El asomo de rivalidad que brotó en su alma el día de la intempestiva y pomposa aparición de Juanita en la iglesia, había desaparecido enteramente, merced a la humildad de la muchacha y a la sumisión con que la acataba y servía. Desechados así los celos, la mente y el corazón de doña Inés dieron entrada franca al afecto y a la admiración de la bondad, del talento y de la hermosura de que Juanita estaba dotada.

No había primor en Juanita que doña Inés no advirtiese, celebrase y ponderase. Llegó a notar, a pesar del pobre pañolito con que se cubría la chica espalda y pecho, la admirable perfección de toda aquella sana y virginal estructura. De su rostro no quiero ni puedo decir más sino que le parecía el de un ángel. Y por último, ponía en Juanita casi casi tanta discreción, ingenio y bondad como en ella misma. En suma, doña Inés miraba y estudiaba a Juanita como el sabio crítico, buen gramático y mejor estético, mira y estudia un bello poema, o como el gran conocedor y perito en las artes plásticas mira y estudia una obra maestra de escultura.

Cualquiera imaginará que, llegadas las cosas a este punto, Juanita podría apoderarse de la voluntad de doña Inés y hacer de ella lo que le diese la gana; pero sucedió lo contrario. Frecuentemente recelaba Juanita que se le iba a acabar la paciencia y allá en sus adentros decía: peor está que estaba. A fin de que se comprenda el fundamento que tenía Juanita para decir que estaba peor, pondré aquí uno de los discursos que doña Inés con frecuencia le dirigía:

—Hija mía —exclamaba—, hay en las condiciones y circunstancias que han de influir en tu destino cierta contradicción que puede ser causa de mil desventuras. Por tu belleza, por tu talento y por la elevación moral de tu alma mereces casarte con un príncipe, dechado de todas las perfecciones. Por tu desventurado nacimiento, por la clase humilde a que perteneces y por la pobreza que te obliga a residir en este lugar, tendrás que quedarte soltera o tendrás que casarte con un labrador rudo y zafio. Si te quedas soltera, de continuo te verás expuesta a los tiros de la envidia y a las emponzoñadas mordeduras de la calumnia, y te rodearán además groseras seducciones, a alguna de las cuales quién sabe si cederás en un momento de flaqueza, porque todas somos débiles y ninguna puede estar segura de no tropezar y de no caer si en un solo momento la deja Dios de su mano y no la sostiene con su gracia. Pues no digo nada si movida por la vanidad o por pasiones más tiernas y propias de tus verdes años y cegada por ellas hasta desconocer la ruindad del sujeto que te enamore, te casas al fin con un hombre de tu clase, con algún palurdo de esta tierra. ¡Qué desgracia la tuya entonces! ¡Pronto llegaría el desengaño! Vaya… me horrorizo de pensar en ello. Sería una profanación. Sería un sacrilegio nefando. ¿Cómo entregar tanto tesoro a quien sería incapaz de comprenderle y de saber lo que vale? En mi sentir, sería locura semejante a la de echar ramilletes de flores en vez de paja y cebada en el pesebre del mulo o a la de derramar perlas en la pocilga del marrano en vez de un celemín de bellotas. Por otra parte, hija mía, ¿cuántos disgustos, desvelos y cuidados no vendrían sobre ti con el matrimonio? Quiero prescindir de que tu marido acaso sería pobre; y si era también torpe y holgazán, tendrías que matarte trabajando para mantenerle; y quiero prescindir de los sobresaltos y penas que te darían tus hijos si los tenías. Lo más espantoso… aunque no lo sé por experiencia, me horripilo de imaginarlo… es si descubrías en tu consorte vicios y miserias que te le hiciesen aborrecido y que hasta asco te causasen. Acudiría entonces a tu espíritu, ¡obsesión diabólica!, un pensamiento pertinaz que puede conducir a los mayores pecados. Figúrate tú que pensase y discurriese como ser racional y filantrópico la turquesa en que se forman las balas, ¡qué desesperación no tendría de que la empleasen tan en perjuicio de la humanidad! Pues no es menor la rabia de la esposa que, cuando va a ser madre, recela que ha de dar al mundo copias exactas de la ruindad o de la perversidad de su marido. Tan horrible pensamiento la inclinará a ser infiel o la arrastrará a la locura.

Esto, con adornos y variantes, era lo que decía doña Inés casi de diario a su amiga y acompañanta, sentando premisas; pero sin sacar por lo pronto consecuencia ninguna.

Otras veces le describía con viveza y con sombríos colores la corrupción de nuestro siglo, el bajo nivel en que estaban las almas, las mezquindades y maldades del mundo y lo agradable y lo conveniente que sería retirarse de él, en vista de que no puede satisfacer ninguna de nuestras nobles aspiraciones.

Afirmaba doña Inés que ella había deseado y deseaba siempre buscar un santo retiro; pero que ya no podía ser por las mil obligaciones que había contraído y que le era indispensable cumplir, por enojosas que fuesen; porque tenía hijos que criar y educar, marido de que cuidar y hacienda que ir conservando y mejorando, a fin de trasmitirla a los que habían de heredar un nombre ilustre, que deslustrarían al quedar huérfanos y abatidos por la villana pobreza.

En resolución, doña Inés quiso persuadir a Juanita, y me parece que hasta logró persuadirse ella misma, de que deseaba ser monja, de que por imposibilidad no lo era y de que hacía un sacrificio en no serlo.

De todo ello acabó por deducir y por declarar, como lógica solución, que Juanita debía huir de los peligros, miserias y adversidades de esta sociedad corrompida, la cual no merecía gozar de su presencia, y que debía refugiarse en el claustro mientras permaneciese en la tierra, ya que la tierra no la merecía y ya que por su valer para el cielo sin duda estaba predestinada.

A pesar de las vehementes y sabias exhortaciones de doña Inés, Juanita distaba más cada día de hallar peligroso el mundo (maldito el miedo que le tenía ella), y no lograba persuadirse de que la sociedad fuese tan viciosa y tan mala ni de que el enamorarse y el casarse pudiera acarrear tamañas desventuras. De aquí que no tuviese la menor inclinación ni vocación a la vida monástica. Pero como a doña Inés se le había puesto en la cabeza que ella fuese monja, y cuando formaba un plan era punto menos que imposible hacerla desistir, la pobre Juanita se veía muy apurada.

A cada momento sentía el conato de echarlo todo a rodar y de declarar a doña Inés que Dios no la llamaba por el camino por donde ella quería que fuese. Se contenía, no obstante a fin de no armar la de Dios es Cristo, de no perder en un minuto cuanto había conseguido trabajando más de un año y de no verse de nuevo en guerra con los poderes constituidos y con toda la población que respetaba y obedecía a dichos poderes.

Juanita no dijo que sí: no aceptó lo del monjío, pero no dijo que no; pronunció frases vagas o se calló y bajó la cabeza.

Tomando doña Inés para regla de interpretación el refrán de quien calla otorga, dio por sentado que Juanita estaba decidida a entrar en un convento, y ya, en su fantasía entusiasta, se la representaba santa, cuya vida se intercalaría en las ediciones futuras del Año Cristiano. Doña Inés dio parte de este triunfo al padre Anselmo, quien se llenó de piadoso júbilo y aun se sintió lisonjeado al prever que él figuraría en la vida de la nueva santa como el instrumento de que se valía el cielo para convertirla y glorificarla.