XXIII

Al disgusto de vivir aisladas ambas Juanas se añadía otro no menor y más positivo.

Al principio se difundió tanto la idea de que Juana había llevado su complacencia inmoral hasta ser tercera de su hija, que la llamaban menos para trabajar en las casas principales por el temor de que fuese ella la propia Celestina resucitada y tratara de pervertir a las Melibeas de dichas casas. No obstante, y como ya he dicho, aquella malísima situación se fue poco a poco suavizando. Además, eran tan notorios y tan irreemplazables el arte y la inspiración de Juana, para dirigir una matanza, para hacer arrope, piñonate, empanadas y tortas, y para preparar festines, que las personas de gusto y de medios desecharon los recelosos escrúpulos y poniéndoles el correctivo de estar a la mira y ojo avizor para que Juana no ejerciese sus presuntas artes proxenéticas, siguieron llamándola a trabajar en sus casas; y los ingresos y rentas de Juana, que habían disminuido, volvieron a su estado normal aunque no se aumentaron.

El recogimiento y la austeridad de Juanita al fin surtieron efecto. La idea que el padre Anselmo concibió de que había logrado convertir a aquella pecadora incipiente y de atraer al aprisco a la ovejita descarriada antes de que cayese entre las uñas y la boca del lobo, fue adquiriendo resonancia y eco entre el vulgo. Juanita fue, pues, mirada, si no como paloma sin mancilla, como Magdalena arrepentida y penitente, no de la culpa, sino del conato.

Transcurrió más de un año antes de que Juanita, a fuerza de ingenio y de fatigas, lograse resultado tan brillante.

La rígida doña Inés era la más difícil de ablandar. No quería creer en la virtud de la muchacha, y sospechaba que era todo hipocresía.

Cuando llegaban a oídos de Juanita noticias de la terca incredulidad de doña Inés y de que la sospechaba de hipócrita, Juanita decía para sí: no es mal sastre quien conoce el paño; y sin arredrarse seguía por el camino que se había trazado.

Llegó en esto el invierno, y doña Inés quiso vestir a todos sus niños con buena ropa de abrigo. Juanita alcanzaba ya alta reputación de costurera. Todo lo que pudiesen hacer Serafina y otras del lugar era una chapucería cursi, si se comparaba con las confecciones de nuestra heroína, que estaba al corriente de las últimas modas de París, que recibía los figurines, y que, ajustándose a ellos, sin encadenar servilmente su fantasía a una imitación minuciosa, ideaba, trazaba, cortaba y hacía trajes para las mujeres dignos de figurar en los salones de la corte y de ser descritos por Montecristo o por Asmodeo, y para los niños y niñas, no inferiores por su gracia y por su chic a aquellos con los que la prole de un milord opulento o de un banquero inglés se engalana.

Ruego al lector que me dé entero crédito y que no imagine que son ponderaciones andaluzas o que mis simpatías hacia Juanita me ciegan. Lo que digo es la verdad exacta, pura y no exagerada. Yo he estado en Villalegre; he visto algunos trajes hechos por Juanita, y me he quedado estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe.

En fin, doña Inés se dio a pensar y a repensar en lo muy preciosos que estarían sus niños con los trajes que Juanita les hiciese; venció la repugnancia que sentía contra ella, la llamó a su casa y le encomendó trajes para todos, según la edad y sexo de cada uno.

Fue Juanita a[4] casa de doña Inés tan pobre y modestamente vestida como si saliese de un beaterio, y tan modosita en el habla, en la voz y en los modales, que parecía, sin visos ni asomos de afectación, una criatura seráfica.

Esto, sin duda, hubo ya de entreabrirle o de ponerle entornadas las puertas del corazón de doña Inés, la cual sabía mucho y pensaría y diría en su interior:

—Si no lo finge, en verdad que es muy buena esta muchacha; y si lo finge, sabe más que Cardona: es admirable su fingimiento.

Así doña Inés se predispuso ya favorablemente.

Su favor valía mucho, y doña Inés acertó a cobrársele por instinto. También hay su poco de gorronería en los grandes y poderosos de la tierra. Viene a propósito esta sentencia, porque doña Inés pagó el trabajo de Juanita en la tercera parte de lo que valía, aun en aquel lugar donde se trabaja barato, y pagó las otras dos terceras partes en el favor tan deseado y apetecido que empezó desde entonces a alcanzar la linda costurera.

Los niños, con los trajes hechos por Juanita, salieron tan bien vestidos el primero de Noviembre, día de todos los Santos, que daba gloria verlos, y la gente los admiraba y los seguía en la calle. La vanidad maternal de doña Inés quedó muy satisfecha. Ni la propia Cornelia se ufanó más cuando enseñaba a sus Gracos. Pero doña Inés fue más allá de Cornelia: no se contentó con lucir a sus hijos, sino que se propuso competir con ellos y aun superarlos en indumentaria, y decidió que Juanita también la vistiese.

Juanita se prestó a todo con el mejor talante y prodigioso acierto e hizo a doña Inés corsés y varios trajes.

Nacieron de aquí la confianza y alguna familiaridad, hasta donde es lícito y decoroso que la familiaridad se entable entre una dama principal y una trabajadora plebeya; pero al fin, como doña Inés tenía que mostrarse a Juanita en paños menores para probarse corsés y vestidos, ¿qué mucho que la confianza naciese y creciese?

Juanita supo después, con lentitud y por sus pasos contados, darse tal maña, que doña Inés que ya le había confiado su cuerpo para que le vistiese, empezó a confiarle también y a descubrirle su espíritu, aunque sólo hasta cierto punto, porque el espíritu de doña Inés, según pensaba Juanita, acaso con malicia sobrada, tenía más conchas que un galápago, y jamás se desnudaba y se descubría por completo.

Juanita tenía una voz melodiosa y clara y sabía leer muy bien, lo cual es bastante raro, dando a lo que leía entonación y sentido. Pronto atinó a mostrar a doña Inés que ella poseía habilidad tan útil, y no tardó doña Inés, que se fatigaba algo leyendo, en tomar a Juanita para lectora.

Claro está que doña Inés, que era mística, muy elevada en sus pensamientos y un tanto cuanto asceta, aunque más en lo especulativo que en lo práctico, hacía que Juanita le leyese vidas de santos y libros devotos y morales como Monte Calvario, Gracias de la gracia, Gritos del infierno, Espejo de religiosos, Casos raros de vicios y virtudes y Estragos de la lujuria.

Era doña Inés aficionadísima a disertar y a convencer a sus oyentes y contradictores cuando disertaba. Si por algo se dolía de haber nacido mujer era por no poder trasformarse en predicador o en catedrático.

Juanita supo con tanto pulso seguirle el humor, que no se callaba ni lo aceptaba todo desde luego, sino que impugnaba algo sus tesis y discursos para darle ocasión de que hablase más y desplegase su elocuencia, a la cual acababa por ceder, reconociéndose vencida. De esta suerte se alegraba y se exaltaba el ánimo de doña Inés, corroborando la creencia que ella tenía en su virtud persuasiva y en su saber y talento, y haciéndole creer además que después de ella, aunque a muy razonable distancia, no había en toda Villalegre, salvo quizás el padre Anselmo, persona más talentosa ni más sabia que Juanita.

La privanza de ésta con doña Inés llegó al fin a su colmo.

En presencia de cualquiera persona, Juanita seguía atendiéndola con el mayor respeto y dándole el tratamiento de su merced, pero en momentos de expansión, una vez que Juanita la oyó atentísimamente, impugnó sus razones y terminó por ceder a ellas, doña Inés, entusiasmada, se allanó hasta el extremo de mandarle que cuando estuviesen las dos solitas la tutease.

Estas prodigiosas conquistas de la paciente y despejada muchacha le prestaron desde luego confianza en sí misma, y pudieron darle mucha honra, si ella entendiese que la necesitaba, mas apenas le dieron material provecho, que era de lo que más necesidad tenía.

Pensaba doña Inés que no había mejor ni más espléndida paga que su afecto. Suponía tal la elevación de alma de Juanita, que hubiera sido injuriarla ofrecerle dinero. Un ochavo más que doña Inés le hubiese dado sobre el jornal que de ordinario ganaba, hubiera parecido una limosna. No era delicado socorrer a Juanita como a una pordiosera.

Y después de estos razonamientos tan juiciosos, como doña Inés no pagaba a Juanita sino lo que cosía, y no le pagaba, para no humillarla, ni las horas que empleaba leyéndole libros, ni el tiempo que perdía escuchando sus disertaciones, resultaba que doña Inés, por obra y gracia de lo mirada que era, tenía lectora y auditorio y acompañanta de balde.